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El maestro ciruela

(Doy hoy aquí el artículo que me encargaron los amigos del New York Times para el suplemento semanal que publican en una treintena de países, en el que recogen una amplia selección de reportajes y análisis así como algunos comentarios adicionales encargados ex profeso. Ayer jueves El País publicó dicho suplemento bajo la cabecera conjunta con el periódico neoyorquino con mi artículo, que escribí pensando en el público variado e internacional que accede a dichas páginas).  El niño prodigio se ha convertido en el maestro ciruela. Esta es una figura popular del refranero español, que expresa la contradicción de quien quiere dar lecciones sin saberse la asignatura: el maestro ciruela no sabía leer y puso escuela, según el dicho popular. Hasta 2007 ninguna otra economía europea había crecido tanto, creado tantos puestos de trabajo, ni absorbido mayor número de inmigrantes como la española: éste es el niño prodigio. Ahora, con la crisis financiera y el estallido de la burbuja inmobiliaria, no hay tampoco ningún otro país que haya destruido más empleo entre las grandes economías europeas. Pero además, el azar ha querido que este mes de enero le tocara a España la presidencia rotatoria de la Unión Europea, un momento políticamente relevante por cuanto el gobierno que preside los consejos de ministros semestrales debe determinar las prioridades que ocuparán la coordinación de políticas de los 27 socios; y Rodríguez Zapatero, con sus pésimas cifras de paro, no ha tenido más remedio que señalar la creación de empleo como prioridad y disponerse a pedir a los países socios la fijación de objetivos e incluso exigencias respecto a su cumplimiento: ahí tenemos al maestro ciruela.

Cuando todo empezó, en el verano de 2007, Zapatero podía presumir de la economía más dinámica y creadora de empleo de Europa. En la primavera de aquel año España superaba los 20 millones de personas ocupadas, una cifra apenas creíble para un país al que se le consideraba condenado a mantener su población activa en torno a los 12 millones de personas. Más de una cuarta parte de los puestos de trabajo de reciente creación en toda Europa eran españoles. Era una España irreconocible. Históricamente ha sido un país de emigración, es decir, que no creaba suficientes puestos de trabajo ni siquiera para sus propios hijos. En los últimos diez años ha integrado a cinco millones de extranjeros, que significan el 12 por ciento de su población. Un enorme jarro de agua fría ha caído ahora sobre Zapatero, que se resistió a creer en la existencia de la crisis y tardó demasiado tiempo en reaccionar. En los dos últimos años, los datos se han invertido: si nadie ha creado más empleo en Europa en el período milagroso entre 1994 hasta 2007, lo mismo ha sucedido con la destrucción de puestos de trabajo en los dos últimos años. Casi el 60 por ciento de los empleos destruidos son españoles. El nivel de paro se acerca al 19 por ciento, cifra que revela, más que esconde, el peso de la economía sumergida, en la que se emplean de forma informal numerosas personas que constan como desempleados e incluso parte de quienes reciben subsidios. El ministro de Trabajo, Celestino Corbacho, ha reconocido que la economía sumergida puede alcanzar el 20 por ciento del PIB, estimación oficiosa que da plausibilidad a quienes la sitúan en una cifra alrededor del 25 por ciento. Un hacker irrumpió en enero en el site oficial de la presidencia española de la UE y sustituyó el rostro del presidente Zapatero por el del actor Rowan Atkinson como Mister Bean. La estupefacción y la incapacidad de Zapatero para abordar con credibilidad europea la crisis encontró así su imagen, que fue aprovechada por la prensa nacional, pero lo que es peor para el presidente, por prestigiosas cabeceras anglosajonas. Exponerse en el escaparte de la moda internacional tiene sus desventajas: España, adulada por su democracia recuperada o sus brillantes deportistas, cineastas y cocineros, se encuentra ahora con que los más airados le apedrean las cristaleras.

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12 de febrero de 2010
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11 de febrero de 2010
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Profesores emergentes y formación instantánea

La reunión fue sobria y asistieron a ella varios representantes de la sede municipal del Ministerio de Educación. Un murmullo se extendía entre los padres sentados en las mismas sillas plásticas que en las mañanas usan sus hijos. Cercanos a la fecha en que se anuncian las plazas para continuar estudios en la enseñanza media superior, parecía que en aquel encuentro nos dirían el número de preuniversitarios o tecnológicos asignados a la sede escolar. La noticia del fin de los ?profesores generales integrales? nos tomó entonces de sorpresa, pues habíamos llegado a creer que la existencia de ellos se prolongaría hasta la pubertad de nuestros bisnietos. Formar adolescentes ?en cursos acelerados- para impartir clases que iban desde gramática hasta matemáticas demostró ser un categórico fracaso. No por el elemento de la juventud, que siempre es bienvenido en cualquier profesión, sino por la celeridad de su instrucción en el magisterio y el poco interés que muchos de ellos tenían por tan noble actividad. Ante el éxodo de profesionales de la educación a otros sectores con ganancias más atractivas, surgió el programa de maestros emergentes y con él la ya maltrecha calidad de la educación cubana rodó por los suelos. Los niños llegaban a casa diciendo que en 1895 Cuba había vivido ?una guerra civil? y que las figuras geométricas tenían algo llamado ?voldes? que los padres traducíamos como ?bordes?. Recuerdo especialmente a uno de estos educadores instantáneos que confesó a sus alumnos el primer día de clases ?estudien mucho para que no les pase lo mismo que a mí, que terminé siendo maestro por no haber sacado buenas notas?. Encima de eso, llegaron las tele-clases a ocupar un porciento elevadísimo del horario escolar, desde la frialdad de una pantalla con la que no se puede interactuar. La idea era calzar, con estas asignaturas trasmitidas por televisión, la poca preparación de quienes estaban frente de los estudiantes. El teleprofesor sustituyó en muchas escuelas al de carne y hueso, mientras los salarios del personal docente aumentaron simbólicamente para no superar nunca el equivalente a 30 dólares mensuales. Enseñar pasó a ser más que un sacerdocio, un sacrificio. De ahí que, delante del pizarrón, aparecieron personas que no dominaban la ortografía, ni la historia de su propio país. Eran jóvenes que firmaban un compromiso para ser maestros, del cual estaban ya arrepentidos después de la primera semana de trabajo. Los incidentes y deformaciones educativas que este procedimiento trajo consigo están escritos en el libro oculto de los fallidos planes revolucionarios  y de los ridículos anuncios productivos que nunca se cumplieron. Sólo que, en este caso, no estamos hablando de toneladas de azúcar ni de quintales de frijoles, sino de la formación de nuestros hijos. Respiro aliviada de que el largo experimento de la educación emergente haya terminado. Sin embargo, no avizoro el día en que todas esas personas con preparación para enseñar dejen el timón del taxi, la barra del bar o el tedio de trabajar en casa para retornar a las aulas. Al menos me sentiría más tranquila si en lugar de la pantalla de un televisor, Teo pudiera recibir todas sus clases de un maestro corpóreo y que domine el contenido. Creo que para eso tendremos que esperar por los bisnietos.

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11 de febrero de 2010
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Las moscas

En casa, cuando éramos pequeños, había moscas. No una barbaridad de moscas pero resultaba habitual que mientras se estudiaba, jugaba o comía hubiera alrededor dos, tres o más moscas.

Vivían en la casa prácticamente todo el año o incluso el año completo en todos los hogares porque que no recuerdo ninguna casa, ni la mía ni la de los demás amigos o familiares, desprovista de moscas.

Más  aún: con las moscas jugábamos a menudo, fuera desafiándonos a cazarlas o bien a cazarlas y  desprenderlas de las alas para colocarlas en calles de cartón y hacerlas competir como corredoras.

También, en otros momentos, les pegábamos  unos papeles sobre las alas y el papel volaba con cuatro o cinco moscas aguantándolo por debajo. Las moscas, si nos parecían molestas, era sólo durante los veranos  cuando no eran unas cuantas  las que revoloteaban sino decenas que se repartían por la cocina, el comedor y el cuarto de baño o el retrete y nos molestaban al comer, al dormir la siesta o cuando leíamos un libro o jugábamos al parchís.

 En los cuartos de baño siempre había algunas moscas especializadas que  se pegaban al espejo como mirándose o deambulaban en torno al cepillo y la pasta de dientes, lo que resultaba indignante. Con todo nunca se nos presentaban como enemigas o extranjeras sino caprichosas y hasta egoístas acompañantes del hogar que no mostraban el menor miramiento. Se hacían desde luego más insoportables cuando hacía calor y hasta asquerosas cuando necesitábamos colgar una tira de papel marrón pringada de una extraña cola para que se quedaran atrapadas. De otra parte, siendo muchas en el veraneo, daban ocasión a entretenernos con el matamoscas y a desafiarnos entre los hermanos contando el número de las que matábamos. En verano, sin duda, todas  las casas disponían de uno o varios matamoscas y de alguna otra clase más de remedios para  matarlas fuera mediante el flit o mediante el repugnante papel marrón, impregnado de un pringue  semejante a la miel y en el que quedaban pegadas y, al cabo, inmóviles, muertas o casi muertas.

Otra manera de matarlas era hacerlas recaer en el fondo de un tarro de cristal pero no recuerdo qué podía atraerlas hacia adentro. Quitar la vida a las moscas, como arrancarles las alas, era una práctica inseparable de la vida doméstica pero ya digo que la cacería propiamente dicha sólo tomaba ese carácter con el uso del flit y del matamoscas pringoso, siempre en los veranos.

Efectivamente también era corriente colocar las mosquiteras sobre los nidos de los bebés o, en ocasiones, sobre las camas de matrimonio  pero formaba parte exclusiva de los veraneos donde a las moscas se le sumaban los mosquitos mucho más aborrecibles porque picaban con obsesiva saña. Poco a poco, con el paso del tiempo las moscas fueron siendo menos y los  mosquitos, una  vez que fueron desecando los saladares, iban  desapareciendo gradualmente y, luego, por completo.

 No era entonces signo de suciedad familiar ni tener  moscas ni  mosquitos, por supuesto. Pero incluso, tampoco, tener cucarachas que se hallaban en los domicilios muy encubiertas durante el día y aparecían de repente al dar la luz cuando se volvía del cine en  un número de tres o cuatro. Años después leí que por cada cucaracha que veíamos había otras 17 ocultas en los lugares donde corrientemente habitaban.

 Contra las cucarachas había algunos líquidos y polvos así como para combatir las hormigas que, por cientos o casi miles, se manifestaban reptando por los muebles de la cocina o desfilando sobre la superficie en dirección a algún resto de alimento que no se hubiera retirado precavidamente a tiempo.

Las hormigas siempre parecían tan necesitadas, famélicas y faltas de cualquier medio de subsistencia que hasta suponía un genocidio cargárselas a mansalva aplastándolas, barriéndolas o enjugándolas como una bardoma con el paño húmedo del fregadero. Los insecticidas de diferentes marcas y a lo largo de estos años han sido uno de los productos que más han contribuido a ser conscientes del desarrollo económico español porque verdaderamente la lucha era antes desigual y desesperada.

Ahora apenas se ven  moscas en las casas, una o dos de vez en cuando y especialmente en los veranos. No hay apenas hormigas en las cocinas de  la ciudad y las cucarachas se han convertido por su rareza en una seña de vivienda antigua, en algún modo prestigiosa y cara, en clara relación con la la garantizada antigüedad de sus viejos desagües.

En "La Tienda en Casa" que aparece en algunos canales  de la televisión   todavía aparecen anuncios para combatir toda clase de insectos o animales indeseables dentro del hogar, como las ratas  y se expende un moderno artilugio llamado PestJet que emite unos rayos azulados que ahuyentan a toda clase de bichos indeseables, se trate de escarabajos, mosquitos, moscas o ratas.

En nuestro tiempo y con estos medios radicales desaparece del hogar una variada familia de intrusos que, en el caso de las moscas siempre fueron aceptadas como parte inseparable del hogar o de la casa. Cualquiera de ellas  se consideraba doméstica si no formaba parte de una bandada cuantiosa e invasiva. En  una proporción razonable las moscas iban y venían con naturalidad por los cuartos, se posaban sobre las colchas o sobre los brazos de los muebles, visitaban la jaula del pájaro o asistían durante la comida como accesorios vivos de la vida en casa.

No les prestábamos nuestro amor pero nos habría resultado inconcebible por no decir inquietante que no estuvieran presentes. No celebrábamos abiertamente su presencia pero su ausencia, con toda seguridad, nos habría llevado a la desazón y, posiblemente, a la alarma.

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11 de febrero de 2010
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El poder y la ruina

Albert Speer, el arquitecto al que Hitler encargó la mayoría de los grandes proyectos del Tercer Reich, tenía por costumbre dibujar las ruinas futuras de sus propios edificios. Con la guerra y el hundimiento del nazismo, las más colosales construcciones de Speer nunca se llevaron a cabo, de modo que éste se convirtió en una suerte de arquitecto espectral del que hemos conservado los proyectos arquitectónicos y sus hipotéticas ruinas, pero no, obviamente, unas edificaciones que en la práctica no se realizaron.

Speer alegaba, no sin razón, que la auténtica potencia de una arquitectura residía en el vigor evocador de su futura ruina, y para justificarse recordaba la sugestión que causan en nosotros los conjuntos monumentales del pasado, los restos de civilizaciones como la romana, la griega o la egipcia. Sin duda, a un paranoico como Hitler, que peroraba sobre el "Imperio de los Mil Años", estas fantasías de su arquitecto debían de parecerle adecuadas para ornamentar sus planes.

En cualquier caso, esa idea de mostrar la sombra de la arquitectura como un componente más del proyecto no era original de Albert Speer, sino que estaba arraigada en la tradición europea. Sin olvidar a los Bibiena, una familia de arquitectos boloñeses de la primera mitad del siglo XVIII, Giovanni Battista Piranesi es el nombre más conocido de toda una pléyade de "constructores de ruinas" que en algún sentido incluye a uno de los padres de la arquitectura moderna, Leon Battista Alberti, quien, en los últimos años de su vida, quizá por su amor a la Antigüedad clásica, estaba fascinado por la ruina que aguardaba tras cada nueva edificación.

Es probable que éste sea el auténtico destino de la arquitectura que se propone erigir símbolos de poder, y que tal vez ya los encargados de levantar la torre de Babel pensaban tanto en la ira de Dios por el desafío cuanto en el invencible hechizo que la frustrada edificación provocaría en las generaciones venideras. Cuando observamos, por ejemplo, el cuadro de Brueghel -otra fantasía espectral- corroboramos de nuevo la fuerza que tiene la ruina en la imaginación humana, a veces como encarnación de la nostalgia. A veces como recordatorio del poder.

Debo reconocer que hubo un tiempo en que me interesó la carrera babélica en la arquitectura moderna. De todos modos, ya entonces tenía la intención de imaginar el doble espectral de cada uno de los edificios presentados al mundo como "el más alto" o "el más grande". En los edificios que se habían quedado en puro proyecto nunca materializado como el Palacio de los Foros Populares del mencionado Speer o como el Palacio de los Sóviets de Borís Iofan, respectivamente para Berlín y Moscú,esta labor era fácil. En los otros, había que perforar mentalmente el edificio, descomponer la imagen, para obtener una representación espectral en la que acababan desfilando nombres como Flatiron, Irving, Worlworth, General Electric, Empire State, Chrysler, Rockefeller, todos en Nueva York y Chicago. Una exhibición arquitectónica, una tragicomedia del poder que pareció llegar a su fin con el atentado del 11 de septiembre de 2001 que destruyó las Torres Gemelas de Nueva York.

Pero, evidentemente, no fue así. Tras las dudas casi bíblicas iniciales, la carrera babélica ha continuado y los rascacielos de Kuala Lumpur y Taipei han sido ampliamente desbordados por los 800 metros del Burj Dubai, recién inaugurado. Como consecuencia de mi antigua afición, no me ha costado ver el doble sombrío de este magnífico producto, a medio camino entre la aguja gótica y el zigurat, ni imaginar a un Brueghel futuro pintando minuciosamente su ruina. Pasado el entusiasmo visual, ha surgido la pregunta: ¿verdaderamente podemos considerar el Burj Dubai como arquitectura?

Naturalmente, la pregunta no es nueva y desde años se viene polemizando sobre los denominados iconos arquitectónicos, muchos clónicos entre sí, que los grandes estudios incrustan en las ciudades más prósperas del mundo. A pesar de las muchas prevenciones desatadas por el atentado de Nueva York, y la consecuente vulnerabilidad de los rascacielos, no creo que se deba rebatir, por principios, la arquitectura vertical.

Manhattan, gracias a su estricto orden urbano, es un ejemplo histórico perfecto de armonía. A casi nadie se le ocurre poner en duda la proporcionalidad de Nueva York o el notable equilibrio entre el espacio global y los edificios singulares, fruto en buena medida de la vigilancia ciudadana y de una rica tradición de polémica urbanística, con las feroces controversias sobre la reconstrucción del World Trade Center como muestra más cercana.

El problema no es la verticalidad, sino la arbitrariedad y, en cierto modo, también la impunidad, tanto ética como estética. Lo primero que llama la atención en los llamados iconos arquitectónicos es la ausencia de auténtica relación con el territorio en el que son construidos y, por tanto, con el entorno social y espiritual que los escoge. No de otro modo se puede entender que una misma torre sirva para Londres y Barcelona -en los casos de Foster y Nouvel- y que un mismo hotel en forma de vela gigantesca se alce en las orillas del golfo Pérsico y del Mediterráneo. Esta circunstancia, además de dejar en entredicho la singularidad morfológica de la que tanto alardean los artífices de estos iconos, demuestra un escaso respeto por las señas de identidad de cada lugar.

En este sentido, cuesta aceptar que los iconos arquitectónicos sean arquitectura, si por arquitectura se entiende la construcción y cuidado de la "casa del hombre", como reclamaba Paul Valéry en su Eupalinos, el escrito que siempre recomiendo a mis amigos arquitectónicos como libro de cabecera al que acudo cuando asoman los delirios de grandeza. Algunos de aquéllos poseen una incuestionable belleza, esculturas espléndidas para ser fotografiadas desde la ventanilla del avión como un tótem que otorga un espectacular adorno al skyline de la ciudad.

No faltará quien defienda esta arquitectura del poder que brota en las urbes de nuestra época como la continuación lógica de las demostraciones materiales de las épocas anteriores. Nuestros interminables iconos arquitectónicos, igualmente válidos para São Paulo o para Shanghai, serían los palacios, los templos, las catedrales en suma, de nuestro capitalismo universal. Es una comparación aceptable, y nada se podría objetar a este nuevo capítulo de la historia de la arquitectura si esta historia contuviera únicamente la simbolización del poder. Sin embargo, como desde el propio Leon Battista Alberti hasta la Bauhaus hay un intento progresivo de orientar la arquitectura hacia "la casa del hombre" de la que hablaba Valéry, se hace difícil ignorar el giro reaccionario que se percibe en nuestro tiempo.

Sin salir de Europa, y quizá con la excepción de los países nórdicos, este giro se hace factible al comparar la vistosidad de los iconos arquitectónicos con la mediocridad de los edificios de viviendas de las últimas décadas. Si tomáramos como referencia Barcelona, una de las ciudades más citadas, bastaría con contrastar el gusto casi enfermizo por promover edificios, supuestamente emblemáticos, de arquitectos internacionales de renombre con la pobreza estética de las viviendas de reciente construcción que afean los perfiles de la población. Así, cuando se enseña la elogiada arquitectura de Barcelona a un visitante, no es infrecuente concentrarse todavía en el gran José Antonio Coderch -¡hace 50 años!- para contemplar un edificio de viviendas digno de este nombre. Con pocas excepciones, los mayores talentos locales han gozado de escasas oportunidades en este ámbito. Y, no nos engañemos, la "casa del hombre" es la auténtica prueba para medir la calidad arquitectónica.

Pero, volviendo a Dubai y a su colosal torre, no deja de sorprender la escasa crítica que ha merecido el proyecto feudal-futurista del emir Sheik Mohammed bin Rashid, a juzgar por la fiebre de los arquitectos por obtener encargos, por la alegría de los médicos cuando acuden a sus lujosos congresos y por el incremento incesante de un turismo que elogia la ficción visual de una nueva Las Vegas mientras cuchichea morbosamente sobre la miseria de los miles de indios y filipinos que desde el subsuelo aseguran la fantasmagoría. Los visitantes occidentales más cínicos, o simplemente más tontos, lo llaman utopía, lo que nos da una idea de hasta dónde han caído las utopías en nuestro tiempo.

Seguramente, el desierto no tiene nada que objetar al espectáculo: está acostumbrado a las ruinas del poder.

El País, 01/02/2010

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11 de febrero de 2010
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El fuego

 

Leí este Diario de una escuadra hace ya tantos años que me preocuparía si me viera obligado a calcular cuántos. Pero en cambio conservo con toda nitidez las dos impresiones que me quedaron al cerrar el libro: que era una salvajada y que estaba muy bien escrita. O que era una salvajada muy bien escrita. Puesto ahora en la tesitura de releerlo me consolaba diciéndome que desde entonces la humanidad no sólo ha cometido una notable cantidad de salvajadas sino que el desarrollo de los medios de comunicación ha permitido que seamos puntualmente informados (casi podría decirme que ad nauseam) de todas ellas. Aparte de las bien publicitadas atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, hemos sufrido una avalancha de informaciones, imágenes, cifras y testimonios sobre el Holocausto judío; poco a poco van saliendo a la luz esas fechorías de los estalinistas que la izquierda europea (por ejemplo Sartre) tanto interés puso en ocultar para no poner trabas a la Revolución; la guerra sucia de Argelia y su reproducción en la Argentina de los generales y el Chile de Pinochet; los hutus contra las tutsis y viceversa; las guerras fratricidas de los Balcanes; los años en el poder de los jémeres rojos. Y para qué seguir.

Cabía la posibilidad de que todo ello junto hubiese creado una especie de callo en la parte del alma que más sufre al entrar en contacto con el dolor, o que a fuerza de ver repetirse el horror esa zona del alma donde reside la sensibilidad hubiese segregado como autodefensa una especie de antídoto mitigador. Incluso las grotescas parodias de Tarantino podrían haber contribuido a reforzar esa barrera defensiva contra la faceta más oscura y cruel del ser humano. Pero qué va. Un buen relato, la buena literatura, arrasa con cualquier  arma de defensa y pone al interlocutor en el mismo estado de ánimo que se le creó al primer hombre que escuchó el primer relato, el primigenio, el que nos ha tenido desde entonces sumidos a todos en el estupor.

A quienes Barbusse les pille de nuevas pueden quedar algo desorientados porque, al principio,  El fuego es lo más parecido a las innumerables historietas de la mili que todos hemos oído (y contado). La misma sensación de inutilidad, pérdida de tiempo, abuso por parte de unos superiores que ni siquiera están presentes para disfrutar de la humillación o la reducción a simples sombras que van sufriendo sus subordinados. Una sola pero importante diferencia: el narrador y sus camaradas llevan ya muchos meses de trinchera y la degradación es muy superior a la de una mili normal, con el añadido de que la guerra, aun siendo un mero telón de fondo, de vez en cuando irrumpe con toda brutalidad. Por ejemplo cuando Martín César, el mítico cocinero que obraba a diario el milagro de encontrar leña para que sus comensales tuviesen al manos la cena caliente, muere cuando un obús le explota en su marmita de macarrones y sus agradecidos beneficiarios lo entierran en un ataúd confeccionado con un entarimado cuyas tablas han clavado con los clavos de colgar los cuadros y valiéndose de ladrillos a modo de martillo. El epitafio: "A Martin no le hubiera gustado saber que malgastábamos tanta leña en hacerle un ataúd". De pronto, las historias se detienen para dejar paso al dato: por cada 25 kilómetros de frente que controla un cuerpo de ejército hay mil kilómetros de trincheras, y puesto que el ejército francés consta de diez cuerpos se llevan llevaban excavados diez mil kilómetros de trincheras (ello sólo en lado francés, porque enfrente los alemanes llevaban excavada una cantidad similar, en ocasiones a una distancia inferior a los cien metros unas de otras). Y vuelta a la vida cotidiana: el reparto del rancho; la llegada del correo; qué les pasa cuando, en plena noche, dos de ellos van a buscar cerillas y atraviesan las líneas enemigas; las interminables marchas nocturnas sin la menor información acerca de su destino salvo la certeza de estar siendo llevados al matadero; qué fue de aquella misteriosa (y muy atractiva) mujer que aparecía y desaparecía en la noche, acercándose como si quisiera ser atrapada y desvaneciéndose cuando alguno estaba a punto de lograrlo... Lo dicho: historietas de mili.

Pero llega la fatídica página 187 y desde ahí hasta el final queda claro de golpe porqué la lectura de EL fuego deja la sensación de haber asistido a una salvajada inconmensurable, con todos los aditamentos posibles en lo relativo a crueldad, inutilidad, despilfarro de vidas, dolor, abuso, miedo y desesperación, todo ello empapado de barro y orines y, ahora que se ha convivido tanto con ellos, la certeza de que Lamuse, Paradis, Cadilhac, el tío Blaire, Barque, el cabo Bertrand, Cocon y compañía no van a sobrevivir, al menos no todos salvo el narrador, que por algo detenta la palabra. Y como colofón, la escena final: los camaradas y compañeros de tantos bombardeos y asaltos a la bayoneta se abrazan y se felicitan. Lo hacen sin grandes algaradas, aunque también con la certeza de ser unos elegidos por haber llegado vivos al final. Pero dice el colofón: diciembre de 1915. O sea: no lo saben, pero tienen por delante tres años más de lo mismo.

 

El fuego

Henri Barbusse

Montesinos

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11 de febrero de 2010
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Europa en transición

Los cambios de Gobierno y las transiciones políticas suelen ser momentos de vacío de poder, en los que se incrementan los niveles de riesgo y de inestabilidad. Está estudiado el caso de las transiciones presidenciales norteamericanas, ocasión que aprovechan los adversarios y a veces incluso los aliados para tomar iniciativas que en otras ocasiones están prohibidas. Las transiciones son particularmente complejas en los países que son grandes espacios, hasta el punto de que llegan a confundirse con cambios de régimen, como ha sucedido en Rusia, o son objeto de lentos y oscuros procedimientos autoritarios para amortiguar las tensiones, como es el caso en China.

La UE anda con un tratado de retraso; Lisboa queda corto para lo que se nos viene encima La Unión Europea, sin ser un Estado ni una unidad política, no iba a ser una excepción. Si el relevo de presidentes o de ejecutivos -y la Comisión Europea lo es en alguna medida- produce un interregno que facilita los accidentes, todavía es más amplio y profundo el socavón cuando el cambio de titulares coincide también con un cambio en las reglas de juego, en nuestro caso con un cambio de Tratados, el de Niza vigente hasta el primero de diciembre y el de Lisboa que entró entonces en vigor y deberá irse aplicando paulatinamente. A la doble transición de dirigentes y de tratados se suma otra transición que ha aflorado a plena luz en idénticos días, desde el mundo unipolar en el que Estados Unidos quería ordenar la marcha de los negocios globales hasta el mundo multipolar, en el que nada puede hacer Washington sin contar con China, India y Brasil. Esta última transición es la que ha revelado en toda su crudeza la mala posición y la escasa vocación de la UE para jugar como ese agente global que exige la nueva geometría mundial del poder. Parece como si Europa siempre anduviera con un tratado de retraso. El de Lisboa era magnífico para la ampliación a 27, pero casi seguro que queda corto para el mundo que se nos viene encima. La avaricia de los jefes de Gobierno y de Estado de los 27, que han preferido situar a dirigentes de bajo perfil a la cabeza de las instituciones europeas, ha hecho el resto. Así es como estamos esta semana en una triple transición, en la que no ha faltado una gran crisis, la de la deuda griega, para poner a prueba los pies de barro del gigante. La UE se ha construido de crisis en crisis, según doctrina aceptada del europeísmo. Si atendemos el esquema, esta crisis debe servir para avanzar hacia el gobierno económico europeo. El hundimiento de las finanzas públicas griegas se ha producido, precisamente, por graves defectos de gobernanza económica. En primer lugar, estadísticos: la falsificación de sus cifras de déficit y de endeudamiento. En segundo lugar, estructurales: la eurozona no está económicamente integrada, de forma que los socios han perdido la soberanía monetaria, pero no pueden ajustar sus desequilibrios mediante la movilidad laboral o una verdadera solidaridad federal. Pudiera ser, sin embargo, que ésta no fuera una crisis como las anteriores. Si hasta ahora todas las crisis han sido aprovechadas de forma que la bicicleta europea ha seguido rodando, es evidente que ahora los enemigos de esa "unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa" cuentan con una excelente ocasión para convertir el euro en un episodio que sólo ocupe la primera década del siglo XXI. En las distintas fórmulas para acudir en auxilio de Grecia pueden observarse todas las posiciones. En primer lugar, hay voces que piden la salida de Grecia de la eurozona y su regreso a una moneda nacional: así la eurozona regresaría a su origen, la zona marco que Alemania entregó a cambio de la unificación. En segundo lugar, hay una fórmula aparentemente menos drástica, pero más efectiva para la destrucción del euro: encargar al FMI la salvación de la moneda europea; dejar que sea Washington y no Bruselas quien gobierne la economía griega en estado de excepción; renunciar así a que la UE ocupe algún día, quizás cercano, el sillón de representación de los 16 de la eurozona y de los 27 del mercado único en el FMI. En tercer lugar, está la fórmula más viable a pesar del pesimismo ambiental, que es la de la salvación estrictamente europea, en los medios a utilizar y en las instituciones a movilizar; una fórmula que también deberá implicar una reforma preventiva para evitar que la situación se repita. No es la suspensión de la cumbre con Obama lo que debe preocuparnos a los europeos sino la capacidad de gobernarnos a nosotros mismos, especialmente quienes formamos parte de una misma área monetaria. No está en juego el peso de Europa en el mundo, sino el propio peso de Europa en Europa. Que Europa no quiera ser un agente global, pase. Pero ahora se trata de otra cosa: si quiere sencillamente ser. Si quiere mantenerse a través de la UE y del euro como la mayor zona de paz, prosperidad y estabilidad del mundo. Pero sin gobierno y sin un cierto umbral de unidad política y de solidaridad no habrá moneda, no habrá economía y no habrá Europa.

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11 de febrero de 2010
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BB (Bruno en Barcelona: un diario)

 

Estas son algunas de las cosas que Bruno F sintió, experimentó y descubrió a partir de la decisión de sus padres de viajar lejos de casa.

 

  • 1. Barcelona, sus límites. Digan lo que digan, Barcelona comienza en un avión.
  • 2. Avión. Sometido por vez primera al despegue de la máquina, Bruno reaccionó de la siguiente manera. Primero aplaudió, como quien está sentado en un teatro; y después pronunció su grito de batalla: "¡Más! ¡Más! ¡Más!" (En Bruno, el pedido de más, más y más no es la demanda insaciable de la mayoría de sus congéneres, sino un reconocimiento a la excelencia. Suele decirlo a la manera en que ingleses y franceses dicen "Encore! Encore!", o que los argentinos solicitamos "¡Otra!" Esto es, para prolongar la delicia de la experiencia al tiempo que se homenajea a los artistas -o bien, como en este caso, a la elegancia con que ocasionalmente se expresa la vida.
  • 3. Barcelona, sobre su nombre. Desde el primer momento, Bruno se movió por Barcelona como por casa. Las explicaciones sobre este comportamiento varían. Hay quien sostiene que se debe a la adaptabilidad infinita de los niños. Hay quien supone que la genética puede tener algo que ver. (Después de todo, el apellido de su padre es tan catalán como el Tibidabo.) Una tercera versión aventura lo siguiente: que Bruno está convencido en efecto de que la ciudad pertenece a su padre, y en consecuencia la vive con naturalidad. Después de todo, entre Barcelona y Marcelona la diferencia es tan exigua...
  • 4. Sobreabundancia de tíos. Bruno reconoce a sus tías como tales, pero a sus tíos los llama por su nombre: Pipo, Germán... Sin embargo, en Barcelona entiende que hay tíos por todos lados. Como nada le gusta más que trabar relación con gente, se excita cuando entiende que aquí todos conocen a una de sus tías: Valeria, a quien llaman Vale. Y dado que oye por doquier pero tío esto, u oye tío, mira, Bruno empieza a gritar "¡Tío! ¡Tío!" a diestra y siniestra, como quien se trata con el pueblo entero o bien, en un arranque arzobispal, a modo de bendición.
  • 5. Locutorio, su definición. Su madre fue a El Corte Inglés de Plaça de Catalunya para averiguar si podía reciclar un vetusto teléfono móvil de Argentina. Para explicar dónde podía realizar esa discutible operación, el empleado del área de telefonía le preguntó si sabía qué era un locutorio; y antes de que mamá pudiese contestar que en efecto lo sabía, le entregó la siguiente definición: "Locutorio es un sitio lleno de hindúes y pakistaníes, donde ofrecen llamadas internacionales". Desde entonces, cada vez que se cruza con un mapa donde se ve la India o Pakistán, Bruno piensa indefectiblemente: "¡Locutorio!"

 

(Continuará.)

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10 de febrero de 2010
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Los pelos

Una de las excrecencias más lastimosas dentro de la vida  del hogar se sintetiza en el pelo. El cabello firme  y abundante, la mata de pelo da belleza y sentido a la cabeza pero el pelo que se suelta de su emplazamiento y emigra al azar se inmiscuye en la casa y se presenta extinto, allí donde sea, como un signo difícil de asimilar.

 ¿Es el pelo suelto una señal de muerte? ¿Un  signo de falta de aseo? ¿Una muestra del interior ignorado de la pareja con quien se comparte la oscura intimidad? ¿Se está deshaciendo de hecho la pareja a través de esos filamentos que acaso indican un deshilamiento interior?

 ¿Se trata tan sólo de un accidente asilado o viene a ser el primer indicio de una enfermedad que crecerá vorazmente y terminará por acabar con la vida de ella o la mía?

 Los pelos sueltos son altamente inquietantes. Atados en la cabellera, inscritos  en la piel, se comportan como aderezos del cuerpo y amenizan, con frecuencia, la sexualidad pero sueltos, perdidos, caídos, abandonados,  adquieren una vida siniestra que se enlaza con el fragoso mundo de lo peor. ¿Cómo hacer para soportar no uno sino varios pelos enredados en el lavabo o el sumidero de la bañera? ¿Cómo no atribuir esa maraña a una suciedad secreta que trata, en primer lugar, de repugnarnos y en segundo lugar de repudiarnos, echarnos fuera de su ámbito o combatir contra ellos y su origen  en una inútil operación de olvido y perdón?

Los pelos de los muertos se guardaban antes como reliquias bajo un cristal. Mechones de la persona amada y fallecida. Los pelos no vivían tampoco pero eran la expresión viva y gráfica del fallecimiento. El fallecimiento terrible y vivo.

 Seguían y seguían allí encerrados en su departamento de cristal y apoyados sobre un pequeño lecho de raso para que durmieran o reprodujeran en su manera inmóvil el cuerpo yacente que se prolongaría desde la cabeza  hasta los pies. Cabellos de la niña o la mujer difunta. Porque se trataba siempre de cabellos femeninos ya que  los cabellos o los pelos del hombre nunca han gozado de prestigio alguno o su estética, salvo en la intimidad, salvo en el ámbito del primer amor, jamás ha recibido estima.

Los cabellos de la mujer, sin embargo, sedosos o rizados, negros azabache o rubios platino han recorrido el surtido más amplio de las metáforas minerales.

Hay zonas, sin embargo, de diferente valor para el cultivo e incluso zonas de disvalor en la localización del vello femenino. En la cabeza no puede prolongarse hacia abajo en un flácido candelabro de patillas que ensombrecen el cutis y fuerzan la ambivalencia sexual. En ese caso, el vello puede rozar el sistema de lo monstruoso y, sin desdeñar la posibilidad de que lo logren, se conviertan en un aderezo cargado de pavor.

La mujer barbuda lo representa exactamente. La mujer barbuda, el monstruo de la mujer barbuda, ase alcanza tan sólo por medio esa pilosidad. El rostro puede ser proporcionado y aún agraciado pero de esto se deduce una enfermedad híspida, un hirsutismo que dibuja a esa  mujer como una diabólica desviación de la feminidad y en cuyo cuerpo ocultamente puede hallarse, con cierta probabilidad, la figura de un hombre. Un hombre camuflado en el cuerpo de la mujer de la que pende la barba delatora, la señal del crimen biológico cometido y sentenciado.

Pero también el hombre lampiño provoca malestar. Dentro de ese cuerpo límpido no ha nacido del todo un hombre y su proceso se encuentra seguramente detenido en una fase que siendo perenne le invalida para ser hombre total.

El hombre de mucho pelo en el cuerpo puede disgustar estéticamente, estratégicamente, pero resulta ser por exceso un sexo honrado. Una mujer sin pelo alguno en el cuerpo es igualmente una figura monstruosa porque el sentido de la depilación no será tanto dejar el cuerpo bruñido como haber actuado sobre los sombríos lugares en que anteriormente existía el vello. De ahí que cuando la depilación no ha sido completa en determinadas zonas pueda inducir a una mayor atracción sexual. Y, especialmente, cuando esa depilación parcial ha sido deliberadamente elegida, sea en el pubis o en la axilas, su  propósito es hacer ver, lo velloso confiere luminosidad a lo depilado, lo depilado se solea al lado de la pilosidad.

El hombre sufre siempre con su pérdida de cabello y la alopecia puede actuar con un efecto negativo en la personalidad l pero, por raro que parezca, esa falta se condona con una facilidad asombrosa puesto que su frecuencia y difusión no la presenta como una incuestionada deformidad. Más bien el malestar se produce cuando ante el espejo el  caballero prueba lociones y crecepelos inútiles porque precisamente en la ineficiencia de su tarea, repetida noche tras noche, se representa una clase de impotencia muy patente o se resalta una deficiencia incurable que entristece la alcoba y la relación natural.

 Estos calvos parecen mejores en  la asunción de la calvicie, aún tras un tiempo, que en la resistencia a su situación. La mujer ama al calvo tanto como al que no lo es pero ¿cómo negar que en el beso que se recibe en  la cabeza sin pelo reconocemos una claudicación a la vez que una martirizante  condescendencia de quien viene a ofrecernos su ósculo, entre cariñoso y burlón?

Uno junto a otro, el hombre y la mujer, envejecen sin embargo en una gradual e imparable pérdida de la cabellera. Envejecen al compás de sus pelos perdidos, extraviados muriendo en la superficie de las tapicerías, en las pendientes de los lavabos, en los utensilios de cocina, sobre los manteles y las alfombras como si la vida desprendida fuera ocupando erráticamente lugares del hogar y el hogar, al cabo del tiempo, cuando los cuerpos son retirados solo guardara entre las rendijas algunas hebras de aquellas matas que se amaron y durmieron acariciándose entre sí.

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10 de febrero de 2010
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El fin de una ilusión

Glosaré hoy brevemente los dos aspectos señalados por Schrödinger relativos a la singularidad griega:

Obviamente no es solamente Schrodinger quien enfatiza lo singular de la convicción que tendría los griegos según la cual la  naturaleza es esencialmente cognoscible. Einstein decía al respecto que "la cosa más incomprensible del universo, es precisamente que sea comprensible". El estupor ante la inteligibilidad de la naturaleza se acentúa aun si se considera el hecho indiscutible de que tal comprensión sea de tipo matemático. El propio Schrödinger dice, en relación al pitagorismo, que la matemática tiene la virtud de mostrarse presente allí dónde no se la espera (por ejemplo, tras las armonías musicales), y el físico Eugene Wigner llega a hablar de lo poco razonable que sería de hecho la comprobada eficacia de las matemáticas en las ciencias naturales

Y en relación al segundo punto señalado por Schrödingrer: no es en absoluto casual que la creencia en la indiferencia de la naturaleza al hecho de ser conocida sorprendiera al hombre al que se hallan asociadas algunas de las formulas determinantes de la Mecánica Cuántica, es decir, la disciplina que mostró la imposibilidad de disociar objetividad y conocimiento, a la par que ponía en entredicho el consenso (mantenido desde Aristóteles a Einstein) sobre los rasgos mínimos a los que habría de responder algo que se presenta ante nosotros para ser considerado natural, para ser tildado de entidad física. Si la Relatividad subvirtió ya alguna de las coordenadas fundamentales con las que interpretábamos la naturaleza, la Mecánica Cuántica puede decirse que supone una revolución aun mucho más radical; de ahí que la interrogación filosófica (la cual, reitero, concierne a todo ser cabalmente racional) y concretamente la interrogación filosófica fundamental, la relativa a las formas elementales del ser,  tenga obligación de nutrirse de tal disciplina. Conviene recordar que la barroca teoría de los múltiples mundos, con la que empecé estas reflexiones sobre la naturaleza, constituye en gran parte tan sólo una tentativa de respuesta a las aporías filosóficas  que la Mecánica Cuántica acarrea.

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10 de febrero de 2010
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El Boomeran(g)
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