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García-Alix

A Alberto García-Alix le gusta autorretratarse, más que a la mayoría de los grandes fotógrafos contemporáneos entre los que se cuenta. No por ello es más vanidoso que el resto. Él se muestra ante el objetivo de su cámara con la misma impudicia con la que retrata a sus demás modelos, siguiéndoles a menudo en los castigos de la crueldad del tiempo. Y como ellos, se desnuda genitalmente o se pone elegante, se mete en las venas la jeringuilla, se enmascara o exhibe los accidentes de su piel, piel gastada, que es la que puede verse en alguna de las magníficas piezas que ahora mismo están colgadas en el ‘stand' de El País dentro de ARCO.

García-Alix es en esos abundantes autorretratos el modelo de García-Alix, y señalar la duplicidad de la persona no es un apunte mío de psico-crítica; en el arranque de su libro ‘Moriremos mirando', el autor escribe: "Si alguien puede hablar de Alberto García-Alix, ése soy yo. He sido testigo de su tiempo y de sus andanzas. Sus pasos han sido también mis pasos. Es posible que nos hayamos cambiado las sombras, pues cuando lo abandono y me voy camino del sueño, temo que la sombra que me siga sea la suya. Mil veces pienso que nuestra amistad está sostenida en algo más poderoso que el amor. En el temor. El mío, claro. Algo en él, quizá su desatino o la locura a la que me arrastra, me produce miedo. Tengo motivos para sentirlo, he sido sin desfallecer su compañero inseparable desde el 76". El texto, que lleva el curioso título de ‘Revelador, paro y fijador', continúa contando la vida de Alberto desde esa fecha de 1976, la del comienzo de la dedicación fotográfica de García-Alix; la voz narradora, bajo el nombre de Xila (que es, por supuesto, el anagrama de Alix), dialoga a veces con su alter ego, pero principalmente da el parte de un testigo ocular, reflejándolo entre sus amores y sus amigos, en la muerte por sobredosis de su hermano Willy, en sus viajes y chutes, y reprochando a veces lo que el otro hace.

Se trata del escrito más destacado de un conjunto poco relevante en sí mismo, fuera del interés del revelado de su autor. Cuando se pone lírico, como le pasa a veces en la larga confesión ‘De donde no se vuelve', incluida en el catálogo de su extraordinaria exposición del mismo título en el Museo Nacional Reina Sofía, García-Alix puede resultar pueril, y hasta asombrosamente ñoño ("He visto lo insondable del corazón absorto en la soledad de mis delirios"), y tampoco la versión cinematográfica del mismo texto y los demás guiones de video publicados en el libro tienen sustancia. Sólo compensa la lectura cuando nos informa de aspectos de su arte o de algún episodio vital que ilumina su trabajo, y también interesan, por poco articuladas que estén, las manifestaciones de sus amores (a los fotógrafos August Sander, Dianne Arbus o Richard Avedon) y de sus desdenes, como el que siente por Sebastiao Salgado, "que humanamente tiene que ser un gran tipo" pero cuyas "fotos siempre son...¿cómo decirlo?...¿políticamente correctas? Sí, sus imágenes nunca nos ofenden, en ellas el dolor de los hombres desfavorecidos por la vida nunca se muestra [...] Siempre hay esa distancia del que observa pero no se implica".

La ventaja de sentirse dos, es, en el caso de García-Alix y Xila, muy productiva, y nunca engañosa. Xila tiene algo de moralista no puritano, de hombre prudente, inevitablemente sujeto a los desmanes, a las malas conductas y las malas compañías de Alberto. Pero el tándem formado con el propósito del arte está enteramente al margen de las artimañas; aunque García-Alix hace también paisaje y algún que otro interior sin figuras, su fuerte es el retratismo, y en ese género fotográfico, y con el género humano golpeado que a menudo tiene ante su cámara, jamás se le verá compasivo o condescendiente, y mucho menos embellecedor. Al mismo tiempo carece, a mi entender, de la curiosidad enfermiza de Arbus por sus criaturas más desdichadas, y en ningún caso García-Alix, por mucho que le admire, cae en el tratamiento un tanto zoológico que Sander daba a sus campesinos y colegiales. Los ‘yonkis', las putas, los colgados y demás seres que se prestan a posar para él sin ninguna ropa o con atuendos de diversas tribus urbanas, son semejantes, camaradas de un viaje al subterráneo, y de ahí el valor añadido de la complicidad natural, del entendimiento, que aflora espontáneamente en los autorretratos, los de la droga y alguno de los recientes, como ‘Un hombre triste' (el desnudo frontal junto a una piscina, del 2001), ‘Carnaval' (el fotógrafo orinando, del 2002) o ‘Tras la máscara' (2001), en el que lo poco visto del rostro en gran primer plano (los labios, la nariz, las mejillas sin afeitar), parece la continuación natural de los pintados ojos macilentos del antifaz. "Si ayer fotografiaba silencios, hoy fotografío mi propia voz".

Como se trata del fotógrafo menos retórico que pueda haber, apetece repasar literariamente sus obras, tan frecuentemente dotadas de la atmósfera de cuento sucio-realista que sólo tiene desenlace en el misterio o la incertidumbre. Enumero alguna de mis preferidas, y las comento como si yo fuera uno de esos críticos que cuentan los argumentos de las novelas. ‘Las cenizas de Caty' (1988) muestra la urna de una amiga muerta -como tantos de sus ‘personajes'-  aún joven, y el utensilio adquiere la capacidad subrogada de ser la máscara fúnebre de esa Catalina Pavón. Pero la urna está, tal vez en el mismo cementerio donde fue cremado el cadáver, en un poyete de losas rotas, casi en el abismo, y aún más temible o desconsolador es lo que se ve detrás, una pared de arenisca con una mancha de humedad (¿o es la sombra de algo nunca visto?) formando el mapa potencial del más allá. En ‘Fernando Pais' (1983), de este sabido amigo de García-Alix sólo vemos sus bruñidos zapatos de lazo, los buenos calcetines de raya oblicua y un trozo de las perneras; todo muy ‘mod', si no fuese por el detalle del hilo suelto que cae del pantalón. La irregularidad, la descompensación, el momentáneo curso de toda elegancia y de toda carne, también presentes en ‘Ewa Budapest' (2000), una muchacha en bello desnudo integral, con las piernas, el sexo y los ojos bien abiertos, todo situado encima del tapete que cubre una mesa, en una postura que tiene tanto de ofrecimiento como de insidia.

Suelen estar muy serios, cariacontecidos, incluso en la calle y en compañía, los modelos de García-Alix, incluyéndose él entre los afligidos. Una de sus fotografías más conocidas (estaba tentado de escribir "emblemáticas", pero me parece más considerado no afirmarlo) es ‘Autorretrato: mi lado femenino' (2002), en la que el artista se luce con una acumulación de atavíos que dan a la imagen la categoría de una ‘vanitas' transgénero. El pelo negro desordenado (las mechones blancos aparecerán pocos años después), las patillas ya canosas, el gesto grave, los tatuajes por brazos y cuerpo, los puños cerrados a la altura del abdomen, el reloj de pulsera corriente, el brazalete de anillas un tanto sado-maso, y los aditamentos femeninos: lápiz de ojos y ‘body' negro ceñido, bajo el que bien podría haber un sujetador para un pecho plano. Esos elementos de transformismo están ahí, se diría, para reforzar -sin negar la condición ambigua- una masculinidad rampante. En un fotógrafo que siempre que retrata a hombres desnudos los elige extraordinariamente dotados de miembro, y que también, en sus mucho más abundantes desnudos de mujeres, ensalza las abundancias del cuerpo femenino, este grotesco autorretrato "en travesti" podría constituir una forma de penitencia. De renuncia carnal.

O, de nuevo enemigo del disimulo, provocador sin gestos para la galería, tal vez con esa foto Alberto García-Alix sólo se está dirigiendo a su inseparable Xila (nombre, por cierto, que también tiene su lado femenino fonético, pues así se pronuncia en inglés ‘Sheila'). Disculpándose ante él o recordándole unas palabras escritas que sin duda el otro yo tuvo que oír en su momento: "Modelo y fotógrafo sostienen siempre un singular pulso donde el modelo presiona de tal manera que pide violentamente un acto de comprensión. O quizás quien se pide tal acto soy yo mismo...".     

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19 de febrero de 2010
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II. La historia, con los ojos abiertos

Las estatuas, generalmente huecas como se ve cuando son derribadas, hay que dejárselas a otros a quienes la historia olvidará junto con los monumentos que se hicieron levantar a sí mismos, como, digamos, Robert Mugabe, que aún continúa, ya anciano, aferrado a la presidencia de Zimbawbe, la antigua Rhodesia, el país gemelo a Sudáfrica en sus tribulaciones bajo el racismo, ambos con fronteras comunes.

A diferencia de la justicia, a la que se representa con los ojos vendados, la historia mantiene siempre los suyos bien abiertos y no se equivoca en sus juicios a la hora de escoger a quienes de verdad la hacen cambiar de curso, y entonces trasponen las puertas hacia el futuro, y se quedan en la memoria colectiva. Humildad, temple, perseverancia, visión de estado, sentido de la historia, de la reconciliación, del perdón, de la compasión.

No es fácil juntar todos estos atributos en una sola persona, y por eso es que los líderes de ese temple son tan raros. ¿Cuántos Nelson Mandela han existido en nuestro tiempo?

Las vidas de Mandela y de Mugabe son vidas paralelas, hasta que en determinado momento se separan abruptamente.

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19 de febrero de 2010
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Los disgustos

Lo característico de un enfado entre los miembros de un mismo hogar, un padre o una madre con un hijo, unos hijos entre sí, el matrimonio que convive bajo ese techo es que, indefectiblemente se debe solventar y cuanto antes mejor para la función general de la arquitectura establecida.

Esta apremiante necesidad, traducida en una presión muy próxima, obedece desde luego a la inevitable proporción del espacio casero, reducido y común. La repetida presencia de unos y otros cruzándose en los pasillos, su simultáneo uso de  cajones de donde extraer o depositar algunas cosas, la forzosa l circunstancia de coexistir en habitaciones como la cocina o el salón,  introduce una suerte de maldición ambiental sobre la misma naturaleza del conflicto que arrastra casi a la tortura a los miembros afectados y que conduce  tarde o temprano, por mero agotamiento biológico a una reconciliación de supervivencia.

Bien, la reconciliación ha tenido lugar y se ha sellado con besos y abrazos, alguna lágrima, algún  susurro de excusas y perdón pero todo ello se hallaba de antemano escrito punto por punto y cualquiera de ellos asumen que no había otro modo de hacer.

 Disgustarse con otro huésped del hogar exige, para seguir alentando en el hogar que la avería interpersonal se resuelva cuanto antes porque el funcionamiento de las personas, su circulación y uso de espacios dentro de ese angosto paquebote impone, aún dolorosamente,          que el doloroso enfrentamiento no se haga de pie.

 Uno y otro se ven de un lado asaltados por la insoportable estampa  y a la vez encarcelados allí sin que en el horizonte se vislumbre otra opción.  Casi siempre,  las tentaciones de huida, de echarse a la calle o echarse al mar,  acompañan a los conflictos de mayor calado pero, después,  o el intento no se cumple o el regreso taciturno añade una doble carga a la aceptación de que no se puede vivir fuera de allí.

El adentro de allí no cabe definirlo como  un espacio carcelario pero ¿qué duda cabe que se manifiesta de similar  manera cuando la enemistad entre uno y otro estalla y la convivencia ata. Lo racional sería afrontar el conflicto y disolver cuanto antes ese disgusto, la mala interpretación, la contestación destemplada, la infidelidad, la atracción y casi enseguida hacer las paces para restablecer el delicado equilibrio del hogar. Sin embargo,  hacer las paces enseguida, deprisa y corriendo, no resuelve la esencia del  problema puesto que si el problema se arregla de inmediato o con toda facilidad el problema parece barato y su valor va tendiendo a cero.

 Para que el problema alcance gravedad y se reconozca que el agravio ha sido lo bastante grande debe hacerse notar en tiempo y gestualidad su notable de importancia. De ese conflicto importante  participa tanto el supuesto  verdugo como su supuesta víctima, el eventual actor de buena fe fe y el otro que no supo o no quiso verla para que, en medio de esta áspera tristeza,  que va corroyendo el sentimiento de ambos, el tiempo opere como un lenitivo, un tedioso atenúante, una duración cuya considerable longitud en el plazo represente, a su modo, la intensidad de la ofensa.

Ambos pues, contra lo más útil o razonable,  dejarán pasar un tiempo suficiente de dolor para que su tormento  pueda crecer hasta ocupar como límite máximo el completo aforo del recinto. A partir de ahí el malquistamiento se debilita como consecuencia de la imposibilidad de seguir  respirándolo. Con ello algún indicio de reconciliación empieza a percibirse en la base de la circunstancia y no porque se haya entendido al otro y se vuelva hacia atrás ya persuadido de que la ofensa carece de demasiada importancia sino porque la coerción del escenario disminuye la posibilidad de seguir expandiéndose y, se mire como se mire, no sólo los amores crecen con la distancia, las enemistades sólo crecen aparentemente en la medida en que disponen de un espacio suficiente para enarbolarse.  No contando con ese espacio magno la enemistad se asfixia o se agota  y, una de dos: o se disipa o se convierte en un odio feroz que lleva, como en las cárceles  al suicidio o al asesinato.

Por lo general, sin embargo, en vista de las limitaciones más comunes, la convivencia se recupera dentro del piso ya que no puede escenificarse en mansiones de varias alas.  La enemistad sin resolver, pero callada,  se ve obligada a mantenerse en una cota  de vuelo rasante que si, en momentos encarnizado se adorna de gritos, por lo general se mantiene en una seudonivelación  silenciosa que es lo característico de la vida doméstica- El tratamiento relativamente silencioso del horror y sus complementos. Juntos y tratando de no activar la espoleta que mantiene al otro junto, domido y quieto al otro lado del tabique o de la cama.

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19 de febrero de 2010
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¿Novela erótica? ¿Aún?

Carátula de la novela. Fuente: miaumiau Hubo una época en la que se publicaban novelas eróticas por doquier. Qué sensación de libertad daba ir a una biblioteca y comprar un librito rosado de La Sonrisa Vertical. Las tres hijas de su madre, por ejemplo, un librazo. O hablar con soltura de Las once mil vergas como si no fuera lo peor de Apollinaire. O encontrar, sin sonrojarse, un libro de colecciones Popof en las librerías de viejo. Incluso un escritor peruano apellidado Tola escribió un libro erótico llamado Lulú, la meona, o algo así, y a uno no le parecía extraño; como no fue extraño leer a Vargas Llosa en La Sonrisa Vertical. En fin, otros años, años sin pornhub, redtube y el fabuloso xvideos.com digamos. Además, ahora cualquier novela, incluso la más ingenua, es más erótica o pornográfica que un sueño húmedo de Henry Miller; la literatura erótica ha desaparecido como género, como sello y como un estante escondido en los anaqueles de las librerías. Pero no por eso ha dejado de existir, de conmover y de ser leída, como quería Cabrera Infante, de una sola mano. Por ejemplo, Linaje, de Gabriela Bejerman (editada por Mansalva) que una amiga bellísima mandó de regalo, a través mío, a su amiga peruana. Y no sé si fue la carátula, la belleza de la amiga que me hizo el encargo o la sensación de abrir a escondidas el paquete primorosamente envuelto y leer este librito que no era para mí, lo que hizo que este libro me conmoviera hasta la excitación. O quizá simplemente fue la calidad del libro, resaltada por Mariano Dorr en Radar Libros. Dice la reseña:La nueva novela breve de Gabriela Bejerman se lee con la voraz intensidad de la mejor literatura erótica. En el Prólogo se cuenta cómo Irene ?adoración de su hermano, Pier Rubinov? abandona un enigmático paquete en las aguas del Puma. Antes de hundirse, la narradora rescata ese ?atado de papeles? sin ser vista: ?Certeros fueron los métodos que probé para leer lo que se había empapado, y ahora, antes de arrepentirme, traiciono para ustedes un naufragio familiar?. Treinta y cuatro capítulos, de entre una y seis páginas cada uno, se hilvanan atravesados por una idea dominante: tal vez la historia de una familia sea el secreto de sus adicciones. Abel y Beatriz, los padres de Irene y Pier, son tan hermosos y egoístas como los hermanos, pero en lugar de entregarse a las caricias se entrenan en las virtudes del banquete. Los asados interminables seguidos de frutas multicolores no son únicamente una escena de verano sino también una excusa para los ataques histéricos de Irene, que llora y patalea enfurecida por la muerte del animal (un ciervo cazado por Abel y Pier, con arco y flecha) que más tarde deglute ?como si nunca hubiera estado vivo?. Los episodios siguen el curso de una prosa poética que brilla con la voz de Bejerman: ?La espuma acicateaba burbujas histéricas de felicidad, las piernas vibraban con átomos de luz que se dilataban en la arena virgen?. La unión entre hermanos ?que se miran, se presienten, se desean, se acarician...? se interrumpe sólo con la aparición de un intruso (Víctor) y una intrusa (Púrpura), amantes que llegan para diseminar la pasión entre Irene y Pier. Púrpura es una mujer insaciable; Víctor un hombre que sabe ausentarse para remarcar su presencia, desgarrando el corazón de Irene, que igualmente se desangra cuando su amante se lo pide: ?Los primeros días de la menstruación, Irene se quedaba en su cuarto. A veces tenía ganas de salir pero Víctor la convencía de estarse ahí, chorreando sola, no la dejaba ponerse nada que absorbiera. La ansiaba, tenía una adoración aguda por su sangre. Al fin y al cabo era incluso mejor tener la menstruación, así no había necesidad de inventar formas de hacerla manar?. Con la idea de dejar unos días la cocaína, aparece entre ellos otra droga con toda su potencia destructiva y liberadora: la Paxia, capaz de introducir una paz desenfrenada en Irene, un cerco de orgasmo y muerte que se traduce en la expresión del desmayo. Víctor la conduce como un chamán: ?A ver, abrí las piernas, a ver si cae una gota de sangre. ¿Sí? Hacé fuerza, un poquito, Irene. Ahí va. Mirá qué lindo, así te unto las piernas, ¿te gusta? Tomá, chupame la mano que está toda roja, tomala que te va a hacer bien. No cierres la boca, tomá más, a ver, abrila, qué buena sos?. El furor de Víctor es al mismo tiempo un enamorado satanismo. Pier (siempre fastidiado) y Púrpura (siempre insatisfecha) también se encierran en sus propias prácticas sexuales infernales: ?Su concha se transformaba en un cerebro de sentimientos disconformes, que fácilmente la convencían de que Pier era el hombre más estúpido de la Tierra, el más incompetente?. Los personajes se desafían, se vigilan como animales y se obsesionan con el deseo sin objeto. Con una escritura cuidada hasta el detalle, Linaje de Gabriela Bejerman quema las manos del lector... fuego de palabras.

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19 de febrero de 2010
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Sopa de ajo iraní

Hillary Clinton ha descubierto la sopa de ajo: Irán marcha hacia la dictadura militar. Según la secretaria de Estado, el poder se está desplazando en detrimento de los ayatolás, empujados por la Guardia Revolucionaria, hasta el punto de que ha hecho un llamamiento a "los líderes religiosos y políticos para que recuperen la autoridad que deben ejercer en beneficio del pueblo". Todo suena bastante raro. Irán es una dictadura, en la que la disidencia se paga con la cárcel o la ejecución. Se convirtió, además, en una dictadura militar, sobre todo después de la larga guerra con Irak (1980-1988), que significó la promoción de una entera casta guerrera, convertida en la almendra decisiva en todos los órdenes de la sociedad jomeinista, en la misma línea en que lo han sido los partidos comunistas en los regímenes socialistas. ¿A qué viene entonces esta súbita denuncia del peligro de una dictadura donde no había ni más ni menos que una dictadura, militar por supuesto? 

Clinton no es una profesora de ciencia política. Tal como ha señalado un editorial de Le Monde, "no estaba realizando un ejercicio académico de tipología de los regímenes políticos". El general David Petraeus, que tiene a su cargo toda la región donde se halla Irán, ha señalado estos mismos días que el país persa está evolucionando de una teocracia a una cleptocracia, del gobierno de los teólogos al gobierno de los ladrones. Los ladrones son los Guardianes de la Revolución, naturalmente, la casta privilegiada, compuesta por unos 125.000 hombres, cuyos generales constituyen la burguesía del régimen, pues tienen en sus manos desde los resortes económicos hasta el programa de enriquecimiento nuclear que ha disparado todas las alarmas internacionales y, sobre todo, de los países vecinos. El ensayista iraní exiliado Amir Taheri ha recordado a este propósito el esquema clásico del califato: primero alcanza el poder, por una legitimidad que se supone divina, el descendiente o representante del Profeta; y al final queda en manos de los mamelucos, mercenarios detentadores del gobierno efectivo a través de las armas, que sacan provecho material de sus privilegios (La emergente dictadura militar iraní, en The Wall Street Journal, 17 de febrero). Es evidente que el régimen se halla en un momento de cambio, una involución o endurecimiento frente al movimiento de protesta que suscitó el enorme fraude electoral organizado en las elecciones de junio pasado. Lo que más sorprende es la resistencia admirable de la oposición, que no ha amainado todavía a pesar de la durísima represión que está cayendo sobre ella. Una de las claves de todo este asunto es que la zarpa represiva se abate también sobre dirigentes que han ido tomando distancia del régimen y puede golpear incluso a familiares de Jomeini. Nada de lo que sucede es desconocido para quienes se han dedicado a observar todo tipo de dictaduras: no olvidemos la metáfora, acuñada durante el Terror, en plena Revolución Francesa, sobre Saturno que devora a sus hijos. Barack Obama ha empezado seriamente su ofensiva iraní. Pero no abandonará su mano tendida y despreciada por Ahmadineyad. Aunque nunca se excluye del todo, la respuesta militar no está en el horizonte como sucedió con Bush, que impuso como condición previa para cualquier conversación la paralización del programa de enriquecimiento de uranio. La actual ofensiva es sobre todo diplomática: se trata de construir una amplia política de alianzas que aísle al régimen en la región y permita aprobar una cuarta ronda de sanciones en Naciones Unidas. Se trata, además, de dirigirla al mismo interior de la sociedad iraní, de forma que las sanciones no perjudiquen al conjunto de la población y arrinconen a Ahmadineyad. Para ello, nada más eficaz que señalar a quienes son los auténticos enemigos a abatir, los Guardianes de la Revolución, y favorecer en cambio a los reformistas. En Irán, como en España hace 40 años, hay una dictadura con ultras y con evolucionistas. Por eso quienes quieren derrocar la dictadura señalan el peligro redundante de que Irán caiga en una dictadura. Bush no descartaba atacar a Irán. Su mal ejemplo con Irak, atacado con la excusa de las armas de destrucción masiva sin tenerlas, condujo a acelerar el programa de armas de destrucción masiva por parte de Irán para no ser atacado. Obama quiso dialogar y persuadir a Irán de que entrara en la cooperación internacional, obteniendo la respuesta que se ha visto: nada de conversaciones y nuevos desafíos sobre el programa nuclear. Por eso, la noticia ahora es que Washington ha optado directamente por favorecer el cambio de régimen.

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19 de febrero de 2010
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Libertinos, radicales

 

Hubo un tiempo en que con mucho placer leí literatura libertina. También hubo un tiempo en que me levantaba temprano. Después uno va cambiando costumbres, gustos, libros, libertinos y libertinajes. Sin embargo ahora me siento rejuvenecer con el regreso de algunos de los imprescindibles: Casanova, Sade y, desde luego, los rescates de dos joyas paralelas, parecidas, diversas y convergentes en tantas cosas como son las últimas obras traducidas al español de Mirabeau y de Mirbeau. No hay que confundir éstos dos apellidos de ilustres y libérrimos escritores franceses.

Primero en el tiempo está Honoré Gabriel Riqueti, conde Mirabeau, nacido en la mitad del siglo XVIII- ¡gran siglo francés!- y que, como algunos de los mejores de su tiempo, fue un aristócrata poco convencional. Tremendo y excesivo en amores, fugas, atrevimientos y provocaciones, éste francmasón que fue escritor y diplomático, primo del divino Marqués y compañero de prisión en Vincennes y que escribió algunos libros tan deliciosos como "La educación de Laura". Primer libro de una nueva colección dirigida por la muy querida Paula Cifuentes a la que también imaginamos gozando como traductora  de ésta corta novela de tan alto contenido didáctico. Una obra especialmente recomendable para jovencitas deseando iniciarse en los misterios del erotismo que estén en trace de desconfianza de las mentiras y falsas moralidades con las que suelen ser confundidas por sus entornos y de sus educadores.

El libro tiene un alto contenido autobiográfico, lo que hace que nuestro aprecio por Mirabeau aumente después de la placentera lectura. Muy apropiado para tardes de invierno así como útil para recuperar ardores y calores. Recordar que Mirabeau también fue un gran parlamentario. ¡Ay!, nada  fácil encontrar ahora y entre los nuestros algún escritor o parlamentario que pudiera resistir ni una lejana comparación con tan elegante y procaz escritor.

El otro Octave Mirbeau- y no el primero de sus libros que nos recupera el olfato y atrevimiento de la editorial "Impedimenta"- es "El jardín de los suplicios". Otro autor para llevarse a la cama, al sofá, al cuarto de baño, de paseo o las aulas. Nació un siglo después de Mirabeau y fue precursor en algunos atrevimientos narrativos que llegarían después desde Rusia o desde las vanguardias. Admirado por Apollinaire. Y por Buñuel, que llevo al cine su "Diario de una camarera", es también un autor con el marchamo de libertino. Fue un revolucionario en modos, contenidos y alguna vez  acusado de provocador y escandaloso. Se atrevió, entre otras historias destapadas, a contar violaciones de adolescentes por parte de sacerdotes. No hemos inventado nada. Todos los escándalos ya están en los griegos, todos los excesos en la Biblia y todos han sido reescritos a lo largo de los siglos por escritores que han querido ser libres. Lo que hace notable las narraciones de Mirbeau es que, más allá de su "realismo duro, sucio" sea tan elegante y sutil en su escritura. Esa sutil, refinada y eficaz manera que desde su humor, bastante negro, tiene de enseñar una cara verdadera de los "tartufos" e hipócritas de la clase dominante. Y también de las miserias de muchos de las clases "dominadas".

Elegantemente provocador ésta novela es para "los sacerdotes, a los soldados, a los jueces, a los hombres, que educan, dirigen, gobiernan a los hombres, dedico, estas páginas de asesinato y sangre". Creo que casi ninguno de esos leyó con aplicación al radical Mirbeau. Tampoco lo hicieron con el libertino Mirabeau.

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18 de febrero de 2010
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Renacimiento

 

Creo necesario hacer una aclaración previa: siempre me ha gustado mucho Kenzaburo Oé, como escritor y como persona. Y me parece una aclaración necesaria porque si en otros escritores la mención a la persona es ociosa (qué importa cómo sea quien firma la obra si ésta, la obra, es excelsa) en este caso es imprescindible porque el personaje favorito de Kenzaburo Oé es Kenzaburo Oé, y resulta imposible delimitar cuándo habla el novelista y cuándo el personaje.  Y no sé qué les ocurre a los demás, pero, en mi experiencia como lector,  si el yo narrador me resulta ruin y mezquino, o si su conducta la juzgo  éticamente inaceptable (porque es un tipo repulsivo), carezco del temple necesario para acallar mis (enérgicas) objeciones morales a fin de disfrutar libremente de las emociones estéticas que provoca la lectura de sus andanzas. Es decir, que si el Kenzaburo Oé omnipresente en todos sus escritos me pareciese un necio, o un mentecato, difícilmente podrían gustarme sus novelas.

                Soy consciente de que en este terreno siempre cabe la posibilidad de llevar a cabo operaciones perversas, y la más extrema es la que todo lector debe hacer para adentrarse en Sade. Es evidente que hay una etapa vital en la que Sade provoca una fascinación superior al deseo de cerrar sus libros. Pero nunca me ha sonado verosímil la afirmación de que dicha fascinación es debida a la prosodia del divino marqués, o a su arte en el uso del adjetivo. Sade fascina porque su material literario es oscuro y es ultrasensible debido a que hurga en  las zonas más ponzoñosas del alma humana, esos estratos donde figura el catálogo de los tabúes  que más trabajo le ha costado domeñar al ser humano. Y me refiero al incesto, el deseo de matar al padre, la tentación de comernos al prójimo y demás impulsos de parecida calaña. Mal que bien todos esos impulsos han sido encerrados en la mazmorra de la especie. Pero siguen ahí,  y  de cuando en cuando afloran a la superficie, unas veces como ficción y otras en la sección de sucesos.

                En el caso de Kenzaburo Oé la fascinación que provoca se debe a que también él, según avanza en su viaje interior, se adentra en zonas oscuras y a veces ponzoñosas, aunque sean de un orden muy distinto a la satisfacción de martirizarle el trasero a una dama virginal e indefensa. Kenzaburo Oé es el resultado de una elaboración cultural que ha precisado de una tradición ancestral y de una sensibilidad extraordinariamente refinada. Lo cual impone, a la hora de sacar a la luz material autobiográfico de ese porte, que cada paso adelante, cada fragmento de vida, precise de una cuidadosa  preparación durante la cual el lector es informado del lugar, la circunstancia, el momento y la persona o personas que intervinieron en el asunto que va a ser investigado. Ello implica, dicho en otras palabras,  que Renacimiento es una  novela lenta, minuciosa y premiosa, y en la que se avanza a tientas porque casi nada acaba siendo lo que parecía ser al empezar.

El propio Oé se ha encargado de dejar claro que esta novela es autobiográfica. Cabría preguntarse por qué les  cambia el nombre a los personajes más directamente implicados si luego apenas se molesta en disfrazarlos: el narrador se llama Kogito, que es el apelativo familiar y cariñoso del propio Kenzaburo Oé. La esposa, que en la realidad se llama Yukari, aquí figura como Chikashi, y el hijo, que en la vida real se llama Hikari, en la novela es Akari, pero en ambos casos son criaturas complejas y con una intensa relación con la música. Y en cuanto al desencadenante de todo ello, el aquí llamado Goro, en la vida real era un actor y director de cine llamado Yudo Itami que se suicidó arrojándose desde una azotea. Tanto en la vida real como en la "ficción"  era cuñado de Kogito-Kanezaburo y su mejor amigo.  Supongo que el cambio de nombres es un simple recurso distanciador, un pequeño truco que permite al escritor tomar un mínimo de distancia y respiro frente a lo que está narrando, ya que la muerte de Yudo-Goro ocurrió en 1997 y Renacimiento se publicó sólo tres años más tarde.

El relato empieza el mismo día en que Goro se ha provocado la muerte, aunque previamente le ha mandado a su amigo una cinta en la que, entre otras cosas, le dice:"Eso es lo que hay, me voy al otro lado", para luego concluir: "Aunque eso no quiere decir que se vaya a interrumpir la comunicación entre nosotros". Y se refiere, el suicida, a las cincuentas cintas que fue grabando a lo largo de los años y en las que se rememoran sucesos, ideas, libros (los libros son un referente continuo y fundamental en la formación de ambos), amigos y enemigos, amores...la vida misma. Esta es la parte más intensa de la novela porque el narrador, a fuerza de escuchar las cintas, y tras adquirir una cierta habilidad en el uso de la tecla de stop, aprende a crearse un silencio que le permite intervenir, ratificar, negar o mostrar su asombro ante lo dicho por la voz grabada del difunto Goro, con lo cual se hace realidad lo dicho por éste en su despedida, cuando le predice que su paso al otro lado no significa que se vaya a interrumpir la relación entre ambos.

La desgracia es que el recurso se agota y al cabo de un centenar de páginas, o más, el diálogo desde uno y otro lado de la línea que separa la vida de la muerte pierde intensidad, se vuelve repetitivo y Kenzaburo Oé, novelista con oficio probado, comprende que no tiene más remedio que poner en juego otros recursos. Y  es entonces cuando más se nota la premiosidad de este tipo de escritura, pues es cuando interviene la preparación minuciosa del tiempo y el lugar, la circunstancia o el perfil de quienes intervienen en el asunto a desentrañar. Pero no estoy diciendo  que al final de tanta preparación la narración resulte insulsa. Si algún lector pierde la paciencia le recomiendo que vaya directamente al capítulo quinto, titulado  La prueba de la suppon.  No me cabe la menor duda de que una vez leído ese (terrorífico) incidente, el lector impaciente regresará al punto donde se impacientó, pero ahora para retomar la lectura con la renovada convicción de que el viejo Kenzaburo-Kogito sabe lo que se hace y que todavía le va a deparar momentos tan intensos como los vividos durante los  diálogos con el difunto a través de una grabadora de bolsillo.

 

 

Renacimiento

Kenzaburo Oé

Seix Barral

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18 de febrero de 2010
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Price is Right

Resulta extraño ver anunciado a Richard Price como “el guionista de The Wire”. Para mí y para tantos otros, Price es desde hace tiempo algo más. El novelista de Clockers y Samaritan, para empezar: uno de los más exitosos rapsodas de la ciudad contemporánea concebida como personaje, un enclave sin centro y sin fin, con más ruinas que historia y sin otro futuro que una repetición interminable, y por ende kafkiana, de este presente carcelario. En cualquier caso, podría pensar también en Price como el guionista de The Color of Money y Sea of Love. Pero el ciclo que lo presentó ayer en la Caixa Forum de Barcelona apunta a pensar la narrativa en los medios más populares de hoy, y en este contexto la serie The Wire, como subrayó Rodrigo Fresán y se dijo aquí mil y una veces, es simplemente la mejor serie de la historia de la TV y en consecuencia estar asociado a ella no debería sonar a desmérito. Demonios, si hasta podría predicar algo más sin temor a exagerar: que The Wire es la mejor adaptación a un medio audiovisual de una novela que Richard Price no escribió nunca.

         Ayer Price se mostró en su mejor forma. Filoso y lleno de humor, no vaciló en distanciarse del fenómeno Mad Men con fundamento (atribuyó su éxito al peso de la nostalgia que muchos experimentan respecto de un tiempo que, a su juicio, “nunca fue del todo así”), y se rió de series como Sex & the City con los mismos argumentos que emplearía en una charla de bar en el Lower East Side: “¡Eso es para chicas!”

         Después de incurrir en un desliz que haría las delicias de cualquier psicoanalista (queriendo decir ‘mi hija’, dijo ‘mi novia’), se dedicó a cantar una épica oculta, la de las batallas que el productor David Simon presentó a los ejecutivos de HBO para llevar adelante el show que había soñado y que desde entonces –desde que The Wire salió al aire por vez primera- es el show con que nosotros no dejamos de soñar. Según Price, su amigo Simon es “tan reventadamente de izquierdas” que aplicó a la narrativa de The Wire el mismo tamiz democrático que aplica a todo en su vida. Lo cual derivó en la estructura coral de The Wire, que representa su gloria en materia narrativa y constituye también la explicación de los límites de su popularidad. Ese sentido de búsqueda de justicia todo terreno lo impulsó además a pagarle de su bolsillo a escritores como Price y George Pelecanos y Dennis Lehane, “hasta que avergonzó a la HBO lo suficiente” para que escribiesen nuevos cheques.

         Por fortuna Fresán lo impulsó también a hablar de literatura. Fue una delicia oírle decir que además de preocuparse por lo que cuenta, el novelista debe buscar una música que transporte al lector. Todavía recuerdo esa tarde de Madrid, tiempo atrás, cuando acababa de comprar Lush Life (última novela de Price, que acaba de editarse aquí como La vida fácil), y mi amigo Juan Gabriel Vásquez se puso a leer en voz alta el párrafo que la abre, llenando de música esa habitación del Hotel de las Letras. El deslumbramiento que inspira The Wire no debería ocultar el hecho de que Price es simplemente uno de los mejores narradores de hoy full stop, creador de un territorio lírico que Walter Kirn delimitó bien al ubicarlo en el mapa literario en algún punto “entre Raymond Chandler y Saul Bellow”.

         Fue un gusto escuchar sus palabras. Y también un honor.        

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18 de febrero de 2010
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La cama de matrimonio

El artefacto más demoledor y in superablemente eficaz para la destrucción del amor en el  matrimonio es la cama de matrimonio. Este instrumento, nacido de la tradición religiosa dirigida a hacer una  carne y una sangre de las dos carnes y sangres tiene como resultado hacer desdeñables uno y otro componente y llegar así a la consiguiente disminución de la atracción carnal y la rápida eliminación de sus concupiscencias.

Primero la cama de matrimonio se acoge como un amor que no tiene horario y dura las veinticuatro horas, después como un refugio a dos que preserva de las amenazas exteriores, más tarde como un estar siempre en el sereno bienestar juntos y, finalmente, con el malestar que aporta la tabarra de no poder separarse ni cuando se va a dormir.

Dentro de esta suerte de lecho de Procusto en donde, efectivamente, hay que ajustar las proporciones de uno y otro cuerpo, va desperdiciándose la sal del erotismo, la sorpresa del asalto al otro y  la ocasional lubricia de alguna concupiscencia.

La cama de matrimonio, muy pronto, es tan sólo una cama para dormir pero como fue también, como se pregonaba, la cama donde se consuma el matrimonio por fácil derivación el matrimonio se cónsume. Primero  poco a poco, en las dosis decayentes de la cópula reglamentaria, y solo a solo, cada cual, con la necesidad de repensar solitariamente sus vidas, sus días, sus quehaceres y su libertad sin ninguna  presencia atosigante, echada al lado.

La idea de los esposorios se corresponde naturalmente con el consecuente presidio  de la cama donde cada cual tiene su lado asignado siempre, respira fuerte o ronca, despide flatulencias o eructos, emite suspiros misteriosos de desesperación, cansancio o desaliento.  Tal serie de eventos unidos a no pocas inconveniencias de movilidad, a  roces indeseables y obligaciones inducidas, van minando la funcionalidad primera de la conyugalidad y su inseparable mescolanza.

El amor de la conyugalidad que si de por sí va decayendo en una espiral incesante en la cama la decadencia se palpa con una evidencia casi omnímoda y a través de una intensidad que, de otra parte, obedece a la decepción del gozo. Puesto que si esa cama de a dos estuvo proyectada para la unión sin tasa y para la reproducción sin reglas,  pronto llega a través de la realidad y sus repeticiones la fatiga, el tedio y el ocaso.

Muchos adulterios son producto del deseo incontrolable de probar con otra persona pero, también, en una cama distinta, Una cama extraña y liberada del horario perpetuo. Un lecho que vive independiente de su cauce "natural" o permanente y  lleva a la incertidumbre de su desarrollo y su colofón final que en la cama de matrimonio, tras una noche indiferente, amanece a la luz reiterando una misma edición del despertar en cuyo calco va troquelándose la vida y  acabándose con el desgaste de la edad convertido el cuerpo allí en una suerte de dunas. Dos dunas vecinas que siendo como relojes de arena,  cada cual mantiene, difícilmente su volumen contra el viento, el accidente o el doliente pasar de los días.

No pocos matrimonios escogen tener dos camas muy pronto después de haber experimentado la demoledora acción el lecho indiviso pero muchos otros, antes de llegar a ese trance, encargan ya dos camas separadas y cuanto más separadas mejor para iniciar la más laxa vida de casados. Separadas incluso hasta la distancia de habitaciones diferentes y estancas porque desaparecido ese calor estabulario se conservan mejor los sabores de la piel, la emoción  y la minería.

La cama de matrimonio

 

 

El artefacto más demoledor y in superablemente eficaz para la destrucción del amor en el  matrimonio es la cama de matrimonio. Este instrumento, nacido de la tradición religiosa dirigida a hacer una  carne y una sangre de las dos carnes y sangres tiene como resultado hacer desdeñables uno y otro componente y llegar así a la consiguiente disminución de la atracción carnal y la rápida eliminación de sus concupiscencias.

Primero la cama de matrimonio se acoge como un amor que no tiene horario y dura las veinticuatro horas, después como un refugio a dos que preserva de las amenazas exteriores, más tarde como un estar siempre en el sereno bienestar juntos y, finalmente, con el malestar que aporta la tabarra de no poder separarse ni cuando se va a dormir.

Dentro de esta suerte de lecho de Procusto en donde, efectivamente, hay que ajustar las proporciones de uno y otro cuerpo, va desperdiciándose la sal del erotismo, la sorpresa del asalto al otro y  la ocasional lubricia de alguna concupiscencia.

La cama de matrimonio, muy pronto, es tan sólo una cama para dormir pero como fue también, como se pregonaba, la cama donde se consuma el matrimonio por fácil derivación el matrimonio se cónsume. Primero  poco a poco, en las dosis decayentes de la cópula reglamentaria, y solo a solo, cada cual, con la necesidad de repensar solitariamente sus vidas, sus días, sus quehaceres y su libertad sin ninguna  presencia atosigante, echada al lado.

La idea de los esposorios se corresponde naturalmente con el consecuente presidio  de la cama donde cada cual tiene su lado asignado siempre, respira fuerte o ronca, despide flatulencias o eructos, emite suspiros misteriosos de desesperación, cansancio o desaliento.  Tal serie de eventos unidos a no pocas inconveniencias de movilidad, a  roces indeseables y obligaciones inducidas, van minando la funcionalidad primera de la conyugalidad y su inseparable mescolanza.

El amor de la conyugalidad que si de por sí va decayendo en una espiral incesante en la cama la decadencia se palpa con una evidencia casi omnímoda y a través de una intensidad que, de otra parte, obedece a la decepción del gozo. Puesto que si esa cama de a dos estuvo proyectada para la unión sin tasa y para la reproducción sin reglas,  pronto llega a través de la realidad y sus repeticiones la fatiga, el tedio y el ocaso.

Muchos adulterios son producto del deseo incontrolable de probar con otra persona pero, también, en una cama distinta, Una cama extraña y liberada del horario perpetuo. Un lecho que vive independiente de su cauce "natural" o permanente y  lleva a la incertidumbre de su desarrollo y su colofón final que en la cama de matrimonio, tras una noche indiferente, amanece a la luz reiterando una misma edición del despertar en cuyo calco va troquelándose la vida y  acabándose con el desgaste de la edad convertido el cuerpo allí en una suerte de dunas. Dos dunas vecinas que siendo como relojes de arena,  cada cual mantiene, difícilmente su volumen contra el viento, el accidente o el doliente pasar de los días.

No pocos matrimonios escogen tener dos camas muy pronto después de haber experimentado la demoledora acción el lecho indiviso pero muchos otros, antes de llegar a ese trance, encargan ya dos camas separadas y cuanto más separadas mejor para iniciar la más laxa vida de casados. Separadas incluso hasta la distancia de habitaciones diferentes y estancas porque desaparecido ese calor estabulario se conservan mejor los sabores de la piel, la emoción  y la minería.

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18 de febrero de 2010
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Autonomía universitaria

Escuché cientos de veces que el espacio universitario ?como un camposanto? no podía ser invadido por los demonios de la represión. Me imaginé que estos revoloteaban alrededor de la escalinata sin poder entrar a esa zona de letras y fórmulas matemáticas donde se resguardan los alumnos. Pero esa supuesta inmunidad sólo vivía en mis fantasías, pues la historia cubana muestra las sucesivas transgresiones que han sufrido las universidades de mi país. Ante la mirada de Palas Atenea, el castigo ideológico ha irrumpido infinidad de veces en esos recintos destinados al conocimiento y a la erudición. Durante la primera mitad del siglo XX, varias protestas de estudiantes llegaron a exigir hasta la renuncia del presidente, evidenciando la fuerza social que emanaba de los pupitres. En los muros alrededor de la Colina, se observan aún las pintadas de la inconformidad juvenil que las posteriores purgas revolucionarias redujeron a la apatía. La Federación Estudiantil Universitaria ha dejado de ser aquel hervidero de ideas y acciones que más de una vez sacudió a la ciudad, para convertirse en una representación del poder ante los educandos. La organización perdió así todo su carácter rebelde y sus líderes ya no son electos por su carisma o popularidad sino por su confiabilidad política. El eslogan de ?la universidad es para los revolucionarios? ha contribuido a imponer la máscara como el método más seguro de alcanzar un diploma. En estos dos años, desde que Raúl Castro llegó al poder, las expulsiones por motivos ideológicos se han mantenido ?con tendencia al alza? en los centros de altos estudios. Cuando a Sahily Navarro ?hija de un prisionero de la Primavera Negra? se le impidió regresar a su aula, supe que la maltrecha liga estudiantil había pasado de la agonía a la necrosis. Pocos días después, la lápida del sectarismo cubrió los restos de la FEU al apartar a Marta Bravo de su formación como profesora por exigir reformas en el país. Los acordes del réquiem fueron compuestos por quienes separaron de la docencia a Darío Alejandro Paulino, después de abrir un grupo en Facebook para discutir cuestiones de la facultad de Comunicación Social. Con estos tristes sucesos, la federación ?que una vez lideró Julio Antonio Mella? ha confirmado su deceso a manos de los endriagos del dogmatismo y la intolerancia, que hoy se pasean libremente por su campus universitario. *En Facebook se ha creado un grupo llamado ?Basta de expulsiones en las Universidades cubanas? para protestar ?al menos virtualmente- contra estas arbitrariedades.

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18 de febrero de 2010
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