Vicente Verdú
Cuando el día acaba, la cama nos espera. Disciplinadamente, la cama nos espera desde la mañana en que alguien la ha preparado para el momento de la noche.
Durante el transcurso del día la cama se encuentra siempre a disposición para unos u otros usos muy diversos pero, institucionalmente, la cama se hace activa al ir a dormir en ella, mientras durante el día -salvo excepciones- se mantiene quieta. No se diría paralítica o paralizada puesto que los pliegues, los relieves de las telas, los volúmenes de la almohada o su grosor integral, trasfieren a los sentidos la percepción de unas manos han contribuido a dejarla como está y todavía se suman para que respire como una entidad viva y mullida.
Diferentes muebles, y especialmente los enfundados o "vestidos", causan n una sensación similar. Se presentan quietos y como aguardando al usuario pero aún hallándose en esta actitud podría pensarse que se remueven, reacomodan o laten en silencio y para sí.
Incluso es posible, en el interior de la casa desierta, que estos muebles posean un pequeño grupo de pensamientos más o menos elementales y rutinarios entre los que se cuentan necesariamente los asociables a su constante tiempo de espera.
La cama nos aguarda y por la noche el huésped inicia en sus entornos la rutina de ir quitándose obligadamente las ropas. Quitarse las ropas ante la cama o en sus proximidades, entre el dormitorio y el cuarto de baño, por ejemplo, significa el repaso cotidiano de una secuencia de desasimiento que se corresponde, de otro lado y después con ponerse el camisón y el pijama. Venimos de un espacio alejado y tras vivir un intervalo intramuros alrededor del televisor, los niños y la cena, nos preparamos para incorporarnos a la cama que representa, en realidad, el tercer espacio determinante del día. La intimidad dentro de la intimidad, la extrema individualidad en la individualidad. El huésped y la cama duermen dentro de la soledad y ¿quién cuestionaría que gracias a su influencia?
De la compañía a la soledad, del movimiento al reposo, de la vigilia al sueño a través de una escenificación del desprendimiento público y el revestimiento con las ropas de alcoba. Elocuentemente, nos despojamos de las vestimentas con las que nos presentamos en público y nos disfrazamos con los hábitos de la soledad en donde hallamos (o no) el tiempo del sueño. Las prendas que a lo largo del día fueron impregnándose de los olores y avatares, de la lluvia, los alientos o el viento, no se meten en la cama porque, a fuerza de experimentar la vicisitud, mancharse de ellas, sentir en ellas, no es pertinente embutirse entre las sábanas con ellas. Son físicamente capaces de juntarse con la cama pero siempre que esto sucede se denota una situación de menesterosidad, peligro o amenaza que convierte a la cama en refugio y a ellas en material anónimo o subordinado. Sólo el proyecto de acostarse así, sin desvestirse del día, hace pensar en una urgencia donde se une la inquietud con el descanso, la obligación con la dejación, el día incesante con la noche sin muros y en una forzada reunión que, en consecuencia, conduciría a un doloroso desorden.
La cama nos espera, precisamente, aliviados de la mayor consternación posible y si se ofrece como una cámara de descompresión su colaboración empieza reclamando el abandono del traje o el vestido, el reloj y los abalorios, la cartera y la calderilla.
De este modo, más o menos desasido se llega a través de la blancura de las sábanas a la navegación sin luces de la noche. Echar lastre por la borda, pesar menos antes de ir a dormir y descargarse de las ropas que encierran objetos pesados traza las líneas de un ritual que exime provisionalmente del mundo para entregarse sin al viaje de la cama.
Mueble preparado desde la mañana en espera del momento en que nos deconstruimos como seres sociales y nos simplificamos, ante la noche encamada y migratoria a bordo del lecho. Lecho de agua o de aire, corriente circunstancial a la que nos lanzamos cotidianamente tras habernos desnudado y, en la esperanza, de lavarnos o reestrenarnos a través de sus lienzos blancos. "¿Al cine? Al cine de las sábanas blancas es donde vas a ir", nos decían los padres cuando nos resistíamos a meternos en la cama. Un cine donde, en memoria de la infancia, nos volvemos personajes de dos dimensiones, exonerados de aquella tercera dimensión abandonada junto a las ropas del día, cosidas para el mundo exterior que nos asalta o nos insulta o nos conlleva.