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Dos amigos en la India

En el año 1961, Pier Paolo Pasolini y el matrimonio entonces formado por Alberto Moravia y Elsa Morante viajaron a la India. Fue un viaje largo y generalmente placentero, con muchos desplazamientos internos y un buen resultado literario: los dos hombres escribieron sus impresiones, breves y en gran medida contradictorias. En el libro de Pasolini, publicado póstumamente en 1990 con el título ‘L´odore dell´India' (hay traducción castellana, de Atilio Pentimalli, publicada en Península), Moravia y Morante aparecen a menudo como personajes, más que como compañeros de viaje, mientras que en el de Moravia, ‘Un´ idea dell´India' (que conozco por su edición francesa, ‘Une certaine idée de l´Inde', y aquí editó también, en 2007, Península), nunca son citados los acompañantes, aunque se incluye al final del breve libro la misma entrevista de Renzo Paris con Moravia que sirvió de apéndice a ‘El olor de la India'. En ese diálogo con el periodista, Moravia se explaya en mostrar las diferencias de mirada y concepto que los dos escritores tuvieron respecto al país asiático, subrayando su propio pragmatismo frente a la tendencia más fantasiosa del amigo Pier Paolo.

El libro de Pasolini, sin duda su mejor crónica viajera y -en mi opinión- uno de sus ensayos más percutientes y reveladores, empieza en el hotel Taj Mahal de Bombay, escenario en noviembre del 2008 de los mortíferos atentados con bomba de un grupo terrorista islamo-pakistaní. Desde las primeras páginas vemos en Pasolini al gran escritor visionario, tan inspirado en sus excursos líricos como en sus viñetas descriptivas, de las que sería un buen ejemplo este encuentro, en uno de sus paseos por los suburbios de Bombay, con los moradores más estables y menos fanáticos de la India, la población vacuna: "pobres vacas cuya piel se había vuelto de barro, obscenamente flacas, algunas pequeñas como perros, devoradas por los ayunos, con la mirada eternamente atraída por objetos destinados a una eterna desilusión". En Delhi, asistente con los Moravia a una recepción diplomática (los escritores fueron agasajados repetidamente, y Alberto tuvo un largo encuentro con Nehru, que recuenta en su libro), a Pasolini le llaman la atención dos prelados católicos, muy delgados y muy cubiertos de fajas de seda y demás atavíos sagrados: "Debían de ser españoles: tenían el aire de los espadachines".

Dos líneas de reflexión recorren el libro de Pasolini, dándole su singularidad y su pertinencia: el carácter risueño que ve en los indios, y la ‘bondad', producto de un arraigado sentimiento religioso. Sobre el primero hace una distinción muy certera, al menos para mí, que sostengo desde hace más de quince años una relación de amor constante con aquel continente: "los indios nunca están alegres: sonríen a menudo, es cierto, pero se trata de sonrisas de dulzura, no de alegría". Esa dulzura la extiende el director de ‘Teorema' a las vivencias religiosas de los habitantes, sobre todo de los hindúes, en quienes detecta los benéficos efectos terrenales de una creencia sobrenatural que les hace efectivamente mejores personas, al contrario de lo que sucede en los países católicos occidentales, donde la práctica de la religión es un hábito familiar o un rito externo y no una vía de superación moral. Ante los musulmanes de la India Pasolini, sin embargo, se siente receloso, desconfiado, viéndolos encorsetados por las certezas excesivas y el monocultivo de la identidad. Por desgracia, el tiempo trascurrido, más de cuarenta años, desde aquel viaje de los tres escritores italianos, ha endurecido certezas, sectarismos e identidades étnicas en todos los campos sociales, y no sólo, por supuesto, en la India.

Pasolini se va entusiasmando con las gentes y paisajes que conoce ("Aunque la India sea un enfermo de miseria, vivir en ella es maravilloso porque carece casi totalmente de vulgaridad"), si bien no deja de mostrar el pesimismo, digamos histórico, de sus últimos años de vida; como en el resto de los países subdesarrollados que había recorrido, el poeta y cineasta augura para la India los peligros de una ‘occidentalización' mecánica y deteriorada que, efectivamente, se ve hoy en algunas de las capitales más limitada o superficialmente prósperas del país.

Esa amargura social de Pasolini constituyó, según la confesión de Moravia, un punto de fricción dialéctica durante el viaje; mientras el primero presagiaba, como ya hemos dicho, que el Tercer Mundo acabaría siendo desvirtuado por la revolución industrial y el rampante consumismo a imitación de Occidente, el segundo sostenía la opinión de que el Tercer Mundo como tal desaparecería por una inercia propia. Enfrentado a la visión bucólica de su querido Pier Paolo, sin duda teñida por la nostalgia de su propia infancia y adolescencia en la zona rural del Friuli, el más urbano Moravia afirma que "de la cultura campesina ya no se puede esperar nada bueno", por lo que, añade, "es mejor poner punto final y llevar a cabo verdaderamente la revolución industrial".

La divergencia amistosa de los dos viajeros no afecta a lo que la lectura comparada de los dos libros de tema indio pone en evidencia: Moravia es un buen novelista, pero un escritor literariamente mucho más limitado que Pasolini. ‘Una idea de la India' se inicia con un falso diálogo entre dos interlocutores, en el que la voz que habla por Moravia acepta implícitamente la consideración del fundamento religioso que Pasolini defendía en ‘El olor de la India', pero despojándola de las connotaciones positivas que aquel le daba. "La India es el país de la religión como situación existencial", y a su vez, concluye el autor romano, "los indios son el pueblo más indiferente ante el sufrimiento de todos los que conozco en el mundo". Hay que decir que esa indolencia se le debió contagiar a Moravia durante el viaje, pues su voluntad de narrador objetivo llega a ser despiadada en el episodio del mendigo que él mismo llama "el monstruo": desfigurado por la enfermedad, sin frente, sin nariz y sin barbilla, a la vez que enmudecido, el escritor lo compara a una serpiente que sólo abre la boca para encontrar algo que comer o a alguien a quien morder.

Los viajeros visitan Kajurao, "la cosa más sublime que pueda contemplarse en la India" y "tal vez el único sitio que puede decirse verdaderamente bello en el sentido ‘occidental' de la palabra", dice Pasolini. Uno y otro dedica páginas a evocar la extraordinaria floración de templos de piedra esculpida enclavados en un reducido espacio campestre a las afueras de la antigua capital del poderoso reino de los Chandelas. Al acabar su recorrido, y todavía dentro del recinto donde se hallan los 25 templos cubiertos de atrevidas figuras amatorias de ambos sexos, los escritores descubren a un santón que, completamente desnudo, hace sus tareas rituales en una cabaña mugrienta. Pasolini lo describe primero ‘estéticamente', con una hermosa y agudísima precisión, y después lo juzga con severidad, pero sin desprecio, por la altivez sacerdotal que ve en tan despojado personaje. Moravia moraliza, por el contrario, y en el hecho de que el gurú viva ascéticamente a pocos pasos de las lujuriosas practicantes del Kama Sutra no advierte contradicción; según él, el frenesí erótico de las esculturas expresa la misma anulación de la persona humana que aquel chamán representaba a su modo sacro. Y concluye así ‘Una idea de la India': "En ambos casos, el mundo humano, histórico, estaba vaciado de toda su importancia, de su significación, y reducido a la nada". Su compañero de ruta Pasolini, menos sociológico, menos esquemático, más ingenuamente abierto a los enigmas de una tierra tan remota y distinta a la suya, captó en esa nada un recipiente lleno de contenido.

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15 de marzo de 2010
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El nuevo hogar

Pensar y estar en un hogar durante toda la vida conlleva hoy asumir una decisión deprimente.

Un hogar nuevo aporta una de las mayores y más intensas sensaciones de experimentar el privilegio de estrenar otra vida más. Y de este cambio supremo, capital, no se benefician necesariamente los mayores capitalistas o los ciudadanos más desahogados económicamente.  El cambio de domicilio puede producirse en cualquier clase social porque, en la gran mayoría de  los supuestos, no es tan decisivo que tenga unos metros de menos o de más como que, de repente, la nueva vivienda elegida se presenta junto a nosotros habiendo perdido, ella nosotros y nuestra historia, un peso tan grande como incalculable: incalculable en años, en disgustos, en celebraciones y acontecimientos colectivos, en fiestas y accidentes, en nacimientos y en muertes horrendas.

Tras un determinado tiempo el hogar original va cargándose de objetos y memorias, manchas y vicios, caricias y restregones que atestan la cotidianidad de rutinas. Unas rutinas, y algunas de ellas cargadas de afecto, que en su ejercicio conocido asfixian más que los muebles deslucidos, los libros iguales y desgarrados, los objetos alineados o perdidos, recordados u olvidados de todo tipo.

 Después de un tiempo de vida en esa casa concreta, invariable, constante,   ese hogar no da más de sí y lo esperable es que repita sus taras  más que sus virtudes o que sus virtudes, incluso, se nos presenten como menospreciadas debido a su peso y su repetición.

Efectivamente cada casa como ser vivo y sus enseres en cuanto prole contenida en su interior siguen una tendencia hacia la degradación, su misma luz participa de la misma entropía y su olor de una familiaridad tan acogedora como agotadora.

El hogar, cualquier hogar, hace de refuerzo o trinchera frente al mundo exterior y parecería que en la medida en que más se llena de elementos queridos o conservados mejor nos preserva. El revés, sin embargo, de esta realidad es que la suma por acumulación ciega  o impide la suma que favorecería su holgura, la suma de lo acoplado nos reduce para acoplarnos o flirtear con otras realidades que se hallan un poco alejadas o incluso alrededor. Esta suma es igual a la resta de contactos nuevos y la pérdida de agilidad o aforo se comporta como un pesado anclaje que a poco que se pondere conduce a vislumbrar con demasiada precisión el  fin de la vida. Un fin para el que gradualmente se preparan los pasillos, los baños, el cuarto y la cama donde perecerá sin falta de detalle alguno tal y como ahora se nos permite reconocer.

Hogares felices y magníficos acompañantes para otros son después como decaídos mausoleos que anticipan la conjunta defunción de su habitat y sus habitantes.

 En arquitectura, el espacio se comporta como una crucial fuerza activa y de la misma manera que otras potencias motoras quedan rebajadas en su vigor con el paso del tiempo, ese espacio que al principio fue un acicate se momifica y su actividad persistente roza la penalidad.

Hallarse muy a gusto en el hogar encuentra su límite en el paso de la confortabilidad a la pasividad, de lo lozano a lo mustio y del encanto a la decantación.

Si ese lugar donde vivimos y donde supuestamente nuestro dominio es el más alto se resiste a ser transformado por efecto de su fosilización interna, la única alternativa hacia la salvación es  abandonarlo. Sustituirlo  por otro en donde aún seremos capaces de imaginar un nuevo proyecto de vida. Y lo que deberá, además, ser consustancial a este posible proyecto: la recuperación de vitalidad, la sustitución de la historia por la novedad y la eliminación, de paso, de todo aquello que nunca funcionó apropiadamente en la residencia de toda la vida.

 Aferrarse pues a los domicilios, domiciliar la existencia antes de hora, es sellar antes que lo determine la enfermedad o la talla del nicho que nos acogerá eternamente.

Un hogar de antes, nacía y moría en el mismo lugar y con las mismas o muy parecidas personas dentro. Estas personas todavía cerradas componen el oscuro rastro de una época acabada y en donde ellas pasean como desplazadas.

Más que verse pues confinado  por el tiempo y la quieta estructura de un determinado hogar, el nuevo hogar brinda espontáneamente, naturalmente,  una dosis de un tiempo adicional recién fabricado y para la aventura de un porvenir sin hacer.

La inauguración de un nuevo amor de pareja podría servir para hacer muy parecidas  consideraciones. Todo cambio de pareja  es también un cambio de paraje. Quizás la  diferencia, a favor del hogar o complementándose con el otro cambio personal de alcance, es que en ese nuevo lugar, por el hecho de ser un nuevo "establecimiento", permite sentir otro mundo por virtud de su nueva incardinación. Nuevas vistas, nuevos vecinos, nuevos colores y nuevos olores que se introducen y forman nuevos y curativos sueños.  Puede que, en algún momento, en algún país se asuma como un principio ineludible de la felicidad humana la proposición de cambios de domicilios, bajo la recomendación de la medicina. Pero ya,  ahora mismo, sin planes sanitarios de tipo alguno, cada individuo sabe, por experiencia directa o delgada que un nuevo domicilio es igual a una nueva celebración del  mundo.

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15 de marzo de 2010
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Hubo cuerpos divinos en La Habana

Durante toda la semana me han destrozado los oídos las loas a los hermanos Castro de un puñado de señoritos mimados. El jueves leí en el diario del bar que el PSOE negaba el derecho de los estudiantes a conocer las matanzas estalinistas, pero en página par venía otro artículo de machaca sobre la memoria histórica. Necesitaba un respiro, así que cuando me dijeron que en el Círculo de Lectores presentaban un nuevo libro de Guillermo Cabrera Infante allí me fui disparado.

    No hay voz en el mundo más hermosa que la de Miriam Gómez, viuda del cubano más odiado por la gerontocracia castrista. Una voz que de la tierra mana suculenta, nutritiva, irisada, como la de Kathleen Ferrier. En cuanto comenzó a hablar se me subió el corazón a la boca. El libro, Cuerpos divinos, viene a ser el complemento de Tres tristes tigres porque sucede en ese momento milagroso, cuando por fin cae abatido el viejo tirano, pero aún no se ha impuesto la nueva tiranía. Un instante de frágil felicidad en el que la voluntad de justicia y libertad parece en verdad mover el mundo, la traición se reputa imposible y es inconcebible que alguien se apropie de la revolución para su miserable provecho.

    Decía Miriam (y ahí es cuando yo lloraba y no me avergüenza decirlo) que Guillermo comenzó la redacción de este libro en 1962, pero le dolía tanto trabajar sobre aquellos recuerdos de vida urgente que no podía mantener la tensión muchas horas seguidas. Vinieron después los problemas psíquicos, la sordidez de la clínica, la dura y magnífica vida del más grande de los escritores cubanos. Aquel libro le causaba excesivo dolor para escribirlo seguido, pero nunca renunció. Sólo la muerte le obligó a darle fin. Aquí están las más de quinientas páginas con las que Cabrera Infante daba nueva vida a su ciudad, a sus amigos, a la lucha por la libertad. Sin él, La Habana de los gerontes, junto con tantas capitales del crimen, sólo sería un signo de muerte en el mundo. Quienes han asesinado a La Habana odian a Cabrera Infante porque la mantiene con vida después de muerto.

Artículo publicado el domingo 14 de marzo de  2010.

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15 de marzo de 2010
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En compañías reales, tangibles, queridas, desconocidas, amables, apreciables e inapreciables pasé unas horas en Huesca. Ciudad humana, demasiado humana, con paisajes, paisanajes, aires, soles, vientos y fríos que me son muy queridos. Con alguna estatua en algún parque que siempre me pone melancólico y defensivo. Lo que ayer ignoramos, perseguimos, acosamos y destruimos, hoy lo sacamos en procesión. Lo convertimos en emblema de una ciudad a la que sientan bien la convivencia, la libertad y el espíritu del saber gozar. La ciudad de Ramón Acín, mártir del pensamiento libre, libertario de bien y asesinado en compañía de su mujer. La ciudad de Pepin Bello, el más elegante de los maestros hispanos del no hacer nada. Nada con sudor y madrugando, que en su larga vida más que centenaria hizo muchas cosas. Otro día contaremos.

En Huesca y entre periodistas digitales. Si me reclama el novelista, poeta y periodista Antón Castro, está claro que hay que emprender el viaje. Fue el encargado de coordinar una mesa de diálogo sobre el "final de Gütenberg" que me tocaba compartir con el experto en futuros digitales, Albert Cuesta. Desde luego fue breve. No estoy seguro de mucho más. En poco más de media hora me tocó defender la normalidad con la que hemos llegado a otras formas de leer sin haber abandonado- ni tener intención de hacerlo- las que desde Gütemberg han llegado hasta nuestros días. En el público había trescientos jóvenes, unos más que otros, que nos apuntaban con sus portátiles, sus teléfonos y con sus armas cargadas de futuro. El continente está cambiando, el contenido lo estamos cambiando. Eso es lo que me importa. No el soporte. No el negocio editorial. No los que más venden, ni los que más publican, lo que de verdad me importa es lo que me digan los que me son cercanos y esenciales. Desde los caminos de Itaca a los de Seattle. De lo que apenas pude expresar en público leo que "soy un pirata olvidadizo". Que leo libros en mi portátil electrónico que no he podido pagar. Ergo soy pirata. Espero que no se entere Miguel Bosé y me mande con los manteros.

El periodismo muchas veces es acelerado, inconcreto, difuso, desinformado, parcial y muy acelerado. En el futuro digital todo está siendo igual pero más rápido.

Algunos no tenemos tanta prisa. Yo no quiero bajarme en esas estaciones en las que todo es instantáneo como un mal café. No me resisto a ninguna tecnología, a ningún desarrollo que nos abre y amplía las posibilidades de decir algo pero sé que hay cosas que solo se pueden decir despacio, sin prisas, con pausas. El futuro ya está aquí. Algunos lo viven tan velozmente que no se han enterado de que eso ya es pasado.

Me gustó pasear en compañía de Antón, y otras buenas compañías, por lo estable, presente y futuro del arte extraído de las basuras. Y de la memoria pintada y contada por dos hermanas, Sol y Katia Acín. Y degusta pararme para leer poemas que se han escrito en la era del periodismo digital: ¿Y qué?

Dice Antón Castro, en ese libro que llama "Vivir del aire": "Vivir, a veces, es abandonarse, prescindir de la impostura, despojarse de la ambición y del vértigo: dejarse ir, hacia la inalcanzable montaña de nieve, con las manos en los bolsillos..."

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15 de marzo de 2010
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Génesis de una subversión

Parece lógico que muchas de las teorías que dieron lugar a esta fascinante historia se sustentaran en la observación del átomo de hidrógeno. Ello en razón de que este constituye el más elemental, y por consiguiente aquel cuyo comportamiento parece mayormente susceptible de ser explicado. En 1911 Rutheford había presentado el modelo general según el cual el átomo se haya constituido por una masiva zona de carga positiva en el centro y circundándola una segunda de carga negativa. Aplicando el esquema al átomo de hidrógeno, cosa que efectúa Bohr en 1913, se trataría de un protón en el centro y un único electrón en la periferia.  Para explicar la estabilidad del átomo se avanza la hipótesis de que  el electrón debe circular en torno al núcleo (pues un sistema de cargas eléctricas no puede hallarse en equilibrio en situación de reposo) y ello  de tal manera que la fuerza centrífuga sea neutralizada por la fuerza de atracción entre el protón y el electrón. Se daba sin embargo el problema siguiente:

Si el electrón efectúa un movimiento circular en torno al núcleo, entonces está realizando un cambio continuo en su dirección, lo cual no puede hacerse sin experimentar una aceleración. Pero una carga acelerada debería (según las leyes del electromagnetismo clásico) irradiar energía electromagnética, es decir perder parte de su energía, con lo cual empezaría a trazar una espiral hasta acabar abismándose en el núcleo. Como resultado de este proceso deberíamos constatar una radiación continua, cosa que en absoluto ocurría. En efecto las series hasta entonces constatadas en el espectro del átomo de hidrógeno eran todas discretas. En suma: aplicando la teoría clásica al modelo atómico de Ruthefort, no se daba cuenta de los hechos observados.

Para salir del atolladero Bohr lanzó una revolucionaria conjetura. En primer lugar habría determinadas órbitas en las que el electrón podría moverse sin emitir en absoluto energía electromagnética. Estas órbitas privilegiadas estarían caracterizadas por una singularísima ley. Acéptese que en la mecánica clásica para explicar el comportamiento de un cuerpo que circula en torno a un centro era muy importante el concepto de momento angular, es decir, el producto de la masa, la velocidad y el radio, m.v. r. Pues bien, la conjetura de Bohr era que en las órbitas privilegiadas, se verifica

                     m. v. r =(n h/2π)

 dónde h es una constante llamada de Planck y n es un número entero natural.

El electrón es susceptible de saltar de la órbita determinada por un entero natural n a la determinada por un número superior o inferior. En el caso del salto a una órbita inferior el electrón experimenta una pérdida energética que se traduce en radiación, pero el hecho de que sólo pueda tratarse de un salto determinado por números enteros explica el hecho de que sólo se constaten magnitudes de radiación discretamente determinadas. Entiéndase bien que nadie sabe en absoluto la razón de que las cosas respondan a la conjetura de Bohr.  La moraleja del asunto es que la estructura o ley reflejada en el constatado fenómeno de la radiación en magnitudes discretas ha de ser como Bohr dice para que ese fenómeno, además de ser constatado, se  explique.  El modelo que Bohr imagina  da cuenta o razón;  no se trata de justificar en razón el modelo mismo. Cabría en última instancia atribuir a una suerte de voluntad demiúrgica la instauración de la ley  arbitraria que obliga al electrón  a dar saltos cuánticos,  en lugar de pasar de una órbita a otra mediante continua transición.

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15 de marzo de 2010
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Maniobras de invierno

Han sido simplemente unas maniobras de invierno. Sin que ni siquiera lo supiéramos quienes hemos participado, aunque haya sido como observadores. No hablo de la nieve. Una nevada, por intensa que sea, tiene unos efectos limitados y las molestias que ocasiona en el tráfico y la movilidad son efímeras en estas latitudes. Me refiero, sobre todo, al enorme apagón que interrumpió el tráfico ferroviario y dejó sin fluido eléctrico a la mitad de la provincia de Girona y sigue afectando todavía, una semana después, a varios millares de habitantes. La ineptitud de quienes tienen la responsabilidad de Gobierno en la gestión de la alarma meteorológica ha sido ya suficientemente comentada y no requiere muchas matizaciones. Pero siendo grave, tiene una limitada profundidad social y política. El problema serio, que obliga a una reflexión de fondo, es que la caída de una línea de alta tensión paralice durante casi una semana una amplia y rica región industrial, turística y agraria, devolviendo a millares de ciudadanos a la vida más primitiva, sin medios para alimentarse, calentarse y desplazarse. Y que esto suceda por efecto de decisiones empresariales privadas de una estructura monopolística de distribución y comercialización eléctrica sobre la que poca o ninguna mano tienen los gobiernos de las ciudades, las autonomías y el país afectado.

La diferencia más sustancial entre la legendaria nevada de 1962 que cayó sobre Cataluña, tan evocada estos días, y la de la pasada semana es que, en aquella ocasión, ni siquiera los hogares urbanos se acercaban al nivel de dependencia energética que tenemos hoy. En un piso del Ensanche barcelonés de 1962 la calefacción funcionaba con carbón. Suministraba también agua caliente, que en muchas casas también la proporcionaban las cocinas económicas alimentadas con hulla. Había pocos ascensores. Ninguna cancela eléctrica. Había velas e incluso lámparas de petróleo en todas las casas. Empezaban a entrar los primeros frigoríficos, pero lo normal eran las neveras de hielo y las fresqueras, unos armarios de tela metálica colgados en los patios interiores que mantenían en invierno la comida en buen estado. Con el recuerdo de la guerra civil y del racionamiento todavía vivo, en las despensas solía haber comida para unos cuantos días, papatas, legumbres y conservas caseras sobre todo. Nadie había ni siquiera imaginado los ordenadores personales o los teléfonos móviles recargables. Algún autor de novelas de ciencia ficción pudo barruntar quizás la casa domótica, sin soñar que, 50 años más tarde, ese tipo de hogar se convertiría en el cacharro más inservible durante la nevada del siglo XXI. En las calles de Caldes de Malavella, localidad de la comarca de La Selva bloqueada por el apagón, alguien ha pegado un irónico y cívico panfleto que termina diciendo Visca Caldes, visca el Tercer Món. Está bien, pero que nadie se equivoque, no vivimos en el Tercer Mundo ni lo que nos ha pasado estos días es tercermundista. La ineptitud de nuestras autoridades y la desvergüenza de las empresas eléctricas no son propias de los países africanos más pobres del planeta, al contrario. Nuestro mal es de país rico, o como mínimo nuevo rico, y corresponde a una sociedad hipertecnológica que ha cometido el error garrafal de dejar por hacer algunos deberes en el capítulo de la seguridad energética. Lo que hemos vivido estos días han sido meramente unas involuntarias maniobras de invierno, en las que la meteorología y el azar han demostrado cómo son las catástrofes y los conflictos, bélicos incluso, del siglo XXI, que ya no es el futuro sino puro presente. Primero se corta la luz, quizás sin necesidad de derribar las torres de transporte, meramente a través de un ataque informático en regla. Y luego apenas hace falta nada más: se colapsan los transportes, también la economía, las autoridades quedan aisladas e incomunicadas ?a veces incluso con unas orejas de burro que les ponen los ciudadanos?, lo mismo sucede con policía y bomberos, la población regresa a la edad de piedra atrapada en sus gélidos e inservibles hogares, y sólo hace falta coger las llaves para hacerse con el poder.

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15 de marzo de 2010
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Mala voluntad política

No hay error de casting. El nombramiento de Catherine Ashton, hace algo más de cien días como vicepresidente de la Comisión y representante de la Política Exterior de la UE, fue un acto muy bien calculado, resultado de la conjunción de voluntades de los jefes de Gobierno y de Estado de los 27. O de la falta de voluntades. E incluso de la malas voluntades. Pero no de un error de apreciación sobre la personalidad de Catherine Ashton, baronesa Upholland, como le contó una fuente anónima a Ricardo Martínez de Rituerto, corresponsal de EL PAÍS en Bruselas. Según el semanario alemán Der Spiegel, sus detractores, que a estas horas son legión, tienen muchos y serios motivos para quejarse de su falta de dedicación al cargo, su escasa estatura política y su menguada independencia.

Con esta elección, la primera cosa que aseguraron los 27 fue que la creación del mayor servicio diplomático del mundo, el nuevo Servicio de Acción Exterior de la Unión Europea, se haría sin un liderazgo fuerte y claro. Es fácil imaginar cómo hubieran funcionado las cosas si Javier Solana hubiera recibido el encargo. Pues bien, exactamente eso es lo que no querían los 27. El perfil de Solana ha determinado, a sensu contrario, el de quien debía sucederle. En vez de un voluntarismo sin horarios ni fines de semana y una disposición a viajar y a asistir a todas las reuniones; la conciliación entre el trabajo y el hogar que dosifica horarios, desplazamientos y encuentros. En vez de un currículo cargado de experiencia electoral, responsabilidades de Gobierno y contactos internacionales; una biografía de retaguardia, sin pasar por las urnas y con un acuerdo comercial con Corea como mayor y solitario trofeo. En vez de una acreditada experiencia en la equidistancia respecto a los socios de la UE, incluido su propio Gobierno; la tutoría del Foreign Office, con la seguridad de que la poderosa diplomacia británica tendrá buena mano en el Servicio Exterior. Lo más cómico del caso es que después de nombrar a una personalidad como Ashton, bien adaptada a las escasas ambiciones europeas y los muchos intereses y conveniencias nacionales de cada uno de los 27, éstos han empezado a presionarla con críticas y malevolencias precisamente para obtener los mejores puestos en este Servicio exterior en construcción. Y ahora, ante la magnitud del linchamiento, están en la fase de reconfortar a la víctima, no fuera caso de que todo terminara rebotando contra quienes hicieron el casting. Lady Ashton es hija de los intereses de los 27, como lo es ahora la hipócrita compunción con que la defienden. Cada una de las pullas dirigidas hasta ahora a la nueva vicepresidenta de la Comisión debieran aplicárselas todos y cada uno de los 27 a ellos mismos, pues fueron ellos los que la nombraron.

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14 de marzo de 2010
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Sobre el método comparativo en tiempos de penuria

 

A Jorge Arrate 

 

Chile es un país creado por el Código Civil, formalizado por la Gramática y sustentado en el discurso jurídico. Se debe, por lo mismo, al estado de derecho, a la socialización, al equilibrio de los consensos. Es también admirable que sea una interpretación puesta a prueba, y que el lenguaje mismo resulte allí más político.  Hablar es confirmar una representación y formar parte del debate. Esa racionalidad civil crea también su contradiscurso: la marginalidad de todo signo que, siendo recusada, afirma su propio territorio. Es uno de los primeros países latinoamericanos que se imaginó como una nación: muy temprano, en la pintura de los viajeros, las chozas de los campesinos llevan la bandera nacional. El nacionalismo no es el primitivismo que se les atribuye a los gobiernos populistas; como hoy sabemos, sólo son nacionalistas los países que han logrado ser modernos.
 

La dictadura de Pinochet fue una noche negra del lenguaje moderno. Los huesos de las víctimas de la violencia han sido, en otros países, leídos por la biología forense, una ciencia que se hizo más efectiva gracias a las tumbas de los desaparecidos en Argentina. Pero en Chile la policía de Pinochet quemó los cadáveres y mezcló las cenizas, en una operación bárbara contra la humanidad de la lectura. Los medios de comunicación reprodujeron el dialecto de la dictadura, y el silencio se prolongó por mucho tiempo. Todavía hasta hace muy poco, en el metro de Santiago  nadie hablaba con nadie, doble negación del habla.
 

El dictador se llenaba la boca con los nombres de la Civilización Occidental y Cristina; pero fueron los escritores, desde sus escasos márgenes, quienes recuperaron de sus fauces los nombres de nación, patria y familia. Por la patria se llama la novela de Diamela Eltit donde las mujeres, desde sus poblaciones, recobran el lenguaje en una épica desamparada.  La mejor literatura chilena es una voz en el desierto (el “Cristo de Elqui” de Nicanor Parra);  un soliloquio en el exilio  (Jorge Edwards, Enrique Lihn); una búsqueda de la casa perdida donde afincar (José Donoso).  Pero también la documentación imaginaria contra la violencia, tanto de la dictadura  como del mercado, que corrompen el lenguaje, subyugan el cuerpo y ocupan la subjetividad (novelas de Diamela Eltit, relatos de Pedro Lemebel, poemas de Elicura Chihuailaf). Igualmente valiosa es la auscultación de la memoria que hace Carlos Franz, impecable de forma y luminosa de visión; la riqueza anímica del relato de Arturo Fontaine, capaz de remontar el laberinto social con vivacidad; la ironía antiheroica de Alberto Fuguet, quien desde la cultura popular rescribe el Apocalipsis … Bolaño es un árbol de ese bosque.
 

Pero el terremoto echa abajo también los edificios discursivos. La catástrofe revela la pobreza, y al igual que Argentina cuando la crisis bancaria, el país se descubre súbitamente latinoamericano: desigual, frágil en su modernización compulsiva, y no le queda más remedio que compararse con Haití.
 

Chile había vivido del mito neoliberal, esa deuda impagable: un Estado minimalista al servicio de un Mercado maximizado.  Un ministro de economía de la Concertación, soy testigo, declaró en una reunión que Chile había eliminado la pobreza.  Quizá en ese momento de optimismo la comparación era con China: mano de obra barata dedicada al aparato exportador. Pero, otra vez, se trataba del discurso, en este caso del economicismo, que confunde el balance de ingresos con la balanza de la justicia. Lo que había desaparecido, como una epifanía de las expectativas, es el pueblo. Cada vez que los encuestadores preguntaban por la clase social a los pobres, éstos respondían: Clase media. El pueblo, en efecto, era ahora los migrantes, bolivianos y peruanos.  
 

Me llamó la atención el ejercicio comparativo que la clase política puso en juego para naturalizar el desastre: el temblor de Haití, proclamaron, fue de menos intensidad pero mató más gente.  Esto es, gracias al terremoto sabemos que Chile es mejor que Haití.  Este mal de muchos y consuelo de pocos, demuestra hasta qué punto el terremoto fracturó las bases del discurso autocomplaciente que no pudo procesar  las evidencias. Dada la autorepresentación primermundista, la pobreza revelada probaba, más bien, que el Chile neoliberal no es mejor que el Chile sobreviente. O sea, no es mejor que Haití. Al menos, Haití es el subproducto de la colonización brutal (exportadora, por cierto), tanto como de su abandono institucional, lo que impidió construir un estado autónomo, resistente a la corrupción. Un pequeño país expoliado, invadido, ilegalizado, no podía resistir no ya el terremoto sino la comparación con Chile.  Lo que demuestra que, en tiempos de penuria,  las comparaciones ofenden: el sufrimiento es el mismo y su veracidad es mayor que el lenguaje.  
 

Pero el terremoto también descubrió que el país más pobre es el de los migrantes mapuches y el pueblo semirural. Aunque la población urbana de clase media baja (esa extraordinara mayoría taciturna que a las seis de la mañana desciende de los buses en el barrio de Providencia en pos de su lugar en los servicios) debe ser la que ha perdido más horizonte de expectativas. Y, probablemente, no tenga otro modo de reconstruirlas sino endosando a un Estado todavía más ajeno.  Contagiado por las metáforas de la catástrofe, el corresponsal del New York Times afirma que este es un terremoto de derechas. Es cierto que reforzará a los socios de la industria de la construcción (o de la reconstrucción), pero las catásfrofes no se tachan con cemento. Sus repercusiones (como ocurrió con Katrina) son de varia intensidad demorada.
 

Esos migrantes mapuches se hicieron, de pronto, escuchar: son tímidos ante las cámaras pero más reales que los funcionarios formulaicos. Fue sobrecogedor verlos al pie de sus pequeños pueblos barridos por el maremoto.  Me parecieron migrantes peruanos que han adquirido la entonación ascendente de la dicción chilena popular, que pregunta al afirmar. O sea, afirma dos veces.

 

Y como a comienzos del siglo XIX, en los albores de la república, pudo verse flamear la banderita chilena. No sobre sus casas, sobre los escombros.  
 

A pesar de todo, me dije consolado, son hijos del discurso jurídico.  

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13 de marzo de 2010
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Narrar la noticia? vivir la noticia

Contar lo que nos duele, escribir sobre aquello que hemos rozado, tocado y sufrido, trasciende la experiencia periodística para convertirse en un testimonio de vida. Hay un abismo de distancia entre las crónicas sobre un hombre en huelga de hambre y el acto de palparle las costillas que le sobresalen en los costados. De ahí que ninguna entrevista pueda reproducir los ojos llorosos de Clara ?la esposa de Guillermo Fariñas? mientras cuenta que para la hija de ambos el padre está enfermo del estómago y por eso enflaquece cada día. Ni siquiera un largo reportaje conseguiría describir el pánico inducido por la cámara que ?a cien metros de la casa de este villaclareño? observa y filma a quienes se acercan al número 615 A de la calle Alemán. Acumular párrafos, compilar citas y mostrar grabaciones, no alcanza a transmitir los olores del Cuerpo de Guardia a donde trasladaron ayer a Fariñas. Se me hace insoportable la culpa de haber llegado tarde a pedirle que volviera a comer, a persuadirlo de evitar que su salud sufriera un daño irreversible. Durante el viaje en la carretera hilvané algunas frases para convencerlo de no llegar hasta el final, pero antes de entrar en la ciudad un SMS me confirmó su hospitalización. Le iba a decir ?Ya lo has logrado, has ayudado a quitarles la máscara? y en lugar de eso tuve que pronunciar palabras de consuelo para la familia, sentarme en su ausencia en aquella sala del humilde barrio de La Chirusa. ¿Por qué nos han llevado hasta este punto? ¿Cómo han podido cerrar todos los caminos del diálogo, el debate, la sana disensión y la necesaria crítica? Cuando en un país se suceden este tipo de protestas de estómagos vacíos, hay que cuestionarse si a los ciudadanos se les ha dejado otra vía para mostrar su inconformidad. Fariñas sabe que jamás le darán un minuto en la radio, que su criterio no será tomado en cuenta en ninguna reunión del parlamento y que su voz no podrá alzarse, sin penalización, en una plaza pública. Negarse a ingerir alimentos fue la forma que encontró para mostrar el desespero de vivir bajo un sistema que ha constituido la mordaza y la máscara en sus ?conquistas? más acabadas. Coco no puede morir. Porque en la larga procesión funeraria donde van Orlando Zapata Tamayo, nuestra voz y la soberanía ciudadana que hace rato nos asesinaron? ya no cabe un muerto más.

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12 de marzo de 2010
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Edipo es un destino

Rafael Argullol: Llegar a dominar el arte del equilibro entre el logos y el misterio. Algo de eso nos dice el viejo Sófocles en lo que sería su última lección, que está en su última obra, en su último año de vida.

Delfín Agudelo: La imagen del peregrinaje ciego me parece muy relevante, simbólico. Es contemplar la idea del viajero como aquel que no ve físicamente, por lo que presuntamente no necesitaría del desplazamiento físico. Ya estaria viendo con los ojos interiores, pero aún así somete su cuerpo al atravesamiento físico.

R.A.: Creo que el simbolismo más rotundo de Edipo en el momento en que se arranca físicamente los ojos, puesto que se arranca también el falso conocimiento que tenía acerca de sí mismo. Se arranca una sabiduría superficial y de corto plazo. En ese mismo momento está simbólicamente preparado para ulteriores pasos en el conocimiento. Esos ulteriores pasos aún no los ha dado; el arrancarse los ojos es una especie de catarsis y preparación para el siguiente camino.

Esos años de oscuridad literaria, estos años carentes de información literaria acerca de la errancia de Edipo podemos suponer que son los años en los que él va acumulando ese conocimiento ulterior para el que se había preparado cerrándose la mirada a corto plazo, y dirigiendo una mirada a largo plazo hacia el interior de sí mismo. Esa mirada hacia el interior, que en términos de Novalis podemos comprender como el viaje hacia el interior, al mismo tiempo debe transcurrir por el exterior, debe transcurrir a través de ese peregrinaje, ese nomadismo, ese ser transeúnte, ese ser pasajero, ese ser desterrado, ese ser de alguna manera exilado de todas las tierras. En ese sentido antes hablaba también del ciclo de Jesucristo: tras un sedentarismo de 18 años, del que no sabemos nada, los 3 años de los que nos informan los evangelios muestran de alguna manera a un transeúnte frenético: está cambiando continuamente de tierra.

Creo que en es simbolismo de Edipo la adquisición de la sabiduría exige un doble movimiento: el viaje hacia el interior, para el que le han preparado la propia ceguera, que se contrasta con el peregrinaje físico exterior, con el movimiento. Esto enlaza además creo que con una tradición muy arraigada en distintas culturas, y es la tradición del peregrino errante como portador de sabiduría, e incluso, como antes decía, como persona sagrada. Edipo es de estas figuras de personas santas de distintas culturas, que son personas que incluso los ejércitos que están en guerra respetan a su paso: se hace una especie de armisticio provisional mientras pasa la figura y luego se reanudan las hostilidades. ¿Por qué? Porque están rodeadas del aura de la mirada interior que le provisiona una luz especial que hace que sean respetados. Generalmente esas figuras son ciegas, nómadas, son personajes que se vuelven en una franja ambivalente entre lo físico y lo metafísico, son personajes que ellos mismos son, en palabras de Nietzsche, un destino. Probablemente Sófocles nos dice eso: Edipo se convierte en un destino en sí miso, y en la última tragedia hace la representación del significado de ese destino. 

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12 de marzo de 2010
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El Boomeran(g)
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