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Malvinas: Fotos borrosas y una carta perdida

Ya son 39 años desde aquel 1982 en que a los diez mil veteranos argentinos la Guerra de las Malvinas nos cambió la vida. Tardé mucho en escribir, en saber qué y cómo escribir, sobre esos días terribles.
Este es el primer texto que publiqué en un diario: fue en el décimo aniversario, abril de 1992. En el Suplemento Sí de Clarín, gracias al gran editor Marcelo Franco. Iba con un dibujo que no puedo encontrar ahora, del genio Hermenegildo Sabat, que mostraba a un soldado acribillado de manchas de tinta.
Acababa de leer el libro que me marcó el camino, “Las cosas que llevaban”, del mejor escritor de la guerra y veterano de Vietnam Tim O’Brian. Los que lo leyeron encontrarán el intento de encontrar mi voz en la suya. Lo llamé “Fotos borrosas y una carta perdida”.
Es la primera vez que la comparto después de esa publicación hace 29 años. Y quise acompañarla con primera foto que me tomaron en el living de la casa de mis padres, apenas volví de la guerra y todavía no me había sacado la gorra sucia de humo y de muertes.

Esa es mi foto borrosa:

Y esta es mi carta perdida:

"Esa mañana del 15 de junio de 1982, un día después de la rendición, nevó por primera vez. Ahí me dí cuenta que todavía no había empezado el invierno. Por los caminos escarchados, tropezando con las piedras, los fantasmas bajaban esqueléticos y ojerosos de las montañas. Nunca más vi miradas así. Yo pasaba con un grupo de sobrevivientes por entre los soldados de ambos bandos que enterraban a sus muertos entre los charcos helados y el humo que salía de la boca junto con las puteadas. Después ví en el casino de oficiales a altos jefes militares de ambos bandos risueñamente tomando whisky.
* * *
La guerra de las Malvinas es menos la que yo viví que la que imaginaron ustedes. Tiene más de fantasía que de realidad. Como me imagino le pasará a los que conocieron a Gardel o frecuentaron a Marilyn Monroe, ya se me hace que lo que me acuerdo no es lo que pasó. Malvinas es lo que creen y piensan los millones que nunca pisaron esa turba porosa ni sintieron ese endemoniado viento, siempre del mismo lado, ni respiraron esa mezcla de olor a pólvora de afuera, suciedad del propio cuerpo y miedo de más adentro.
Pero aunque mi historia sea poco importante y nunca pueda transmitir la sensación exacta, quiero contarles dos o tres cosas de Malvinas. Si quieren, escúchenme como a un loco al que le pasó algo fulero y se quedó fijado en ese recuerdo que repite una y otra vez. Pobre tipo. En el fondo, todos somos locos que contamos siempre la misma historia. La diferencia es que ésta es con soldados, tiros y suspenso. Es una de guerra. Pero no es como la pintan en Hollywood. No hay música, no hay gloria, no hay montaje que te evite el espectáculo desagradable de cuerpos cortados por la mitad. El que se muere no aparece después en una de vaqueros. Se murió. Y para los otros, la cosa no termina a la hora y media. Si te cortaron una pierna, si viste a un amigo sin cabeza, si mataste a alguien, es para siempre.
* * *
Hace poco, unos pibes que entraron a la secundaria después del '83 me preguntaron por qué fui a las Malvinas. La verdad es que no se me ocurrió que podía no ir. No se me ocurrió no obedecer cuando vino la policía a decirme que tenía que presentarme ese mismo domingo de Pascua en el comando. Nos habían educado para que no se nos ocurriera la posibilidad de negarnos a obedecer.
Era noche cerrada y un oficial nos arengaba con cínica frialdad: "Cuando vuelvan, si es que vuelve alguno..." No me acuerdo si hacía frio. Me acuerdo que varios temblábamos. Nos probábamos las botas y las camperas y mirábamos a los más bromistas, pero ellos también tenían un nudo en la garganta. Lo peor fue cuando apagaron las luces. Nos acostamos en el piso del comando, casi nadie durmió, y a las seis de la mañana salimos marchando para el aeropuerto de El Palomar, donde nos amucharon en un avión de transporte.
De Río Gallegos volamos a Malvinas en un Fokker. Anochecía y alcanzamos a ver la silueta árida de las islas antes de aterrizar. El sol iba perdiéndose en el mar y nadie sabía lo que le esperaba. Los pibes que nos recibieron esa noche y nos dieron un guiso memorable hablaban como veteranos de Vietnam o de Corea. Habían desembarcado en las Malvinas hacía sólo diez días, tenían 18 o 19 años igual que nosotros, pero si le podés dar a alguien un consejo capaz de salvarle la vida, te sentís un viejo. Cuando 20 días más tarde llegaron los voluntarios, yo también me sentía aquel veterano que se las sabe todas. ¿Y qué sabíamos? Lo que pasaba era que no teníamos conciencia de lo que nos podía pasar.
* * *
El primer refugio que hicimos era una reverenda porquería. Lo terminamos el 30 de abril y el 1ro de mayo fue el primer ataque aéreo y tuvimos que pasarnos cinco horas de cuclillas en ese pozo infame. La peor tortura era que no se podía salir a mear. Nadie se imaginaba que te podía caer una bomba si salías a mear. De hecho, a la tardecita salíamos en pequeños grupos y se fumaba un puchito compartido y se comentaba con los que estaban de guardia detrás de los sacos de arena.
Marcelo, el petiso que cargaba a todo el mundo y tenía un don especial para imitar a los suboficiales, entró justo atrás mío en el refugio cuando sonó la primera alerta roja. Qué cagada, pensé yo. Marcelo me había tomado de punto y no perdería oportunidad de cargarme en continuado en esa convivencia forzosa. Me di vuelta para mirarlo y estaba pálido y serio, con la mirada perdida en el techo de chapa por donde caían hilitos de tierra. Cuando sonaron las primeras bombas me aferró el brazo y no me soltó hasta que gritaron que ya no había más peligro. Después siguió con las bromas y las cargadas, pero nunca más se la agarró conmigo.
En la última reunión de los que estuvimos juntos en las islas - que se hace cada 20 de junio, el aniversario del día que volvimos - me contaron que Marcelo se suicidó. "Estaba medio loco". Quise preguntar más, pero se decidió por consenso cambiar de tema. El bebé de uno, el casamiento de otro, un tercero que se fue a Estados Unidos. Yo no podía sacarme de la cabeza la imagen de Marcelo cagándose de risa de cualquier boludez. Sólo en ese momento, en la oscuridad del refugio, había tenido un mínimo indicio de cómo sería la persona que se escondía detrás de la máscara del payaso, el dueño de esa mano aterrada. La mano que lo mató.
* * *
El último bombardeo era ya a pocos días de la rendición. Supongo que se podrá rastrear el día, porque esa noche (que era el mediodía de las islas) jugaba Argentina en el mundial de España. Yo estaba ese mediodía en la casa de un funcionario inglés que un alto oficial había tomado como vivienda y cuartel general. Nos juntamos todos en la cocina, que tenía paredes de piedra. Yo estaba debajo de la mesa y tenía que levantar la mano y agarrar la antena de la vetusta radio con los dedos para que se escuchara el partido. Los cabos se comían las uñas debajo de la escalera que daba al desván. El partido era algo tan irreal en ese momento ... sin embargo era mucho más cierto que las noticias que transmitía la radio sobre el desarrollo de la guerra. "Poné radio Carve de Montevideo," me decían los oficiales. "Así puede que nos enteremos de algo." Pero el día del partido no hay quien los sacara de Rivadavia. Ese fue el día que el bombardeo inglés voló dos depósitos, el cuartel de policía y la casa de unos kelpers.
* * *
Juan Ramón se había metido en la Escuela de Mecánica de la Armada a los 15 años. Es lo que llaman la "conscripción económica", una de las pocas formas que tienen los que nacieron en el tercio sumergido de zafar del hambre, de la incertidumbre, de la humillación del desempleo. Juan Ramón tenía empleo asegurado, comida, cama, beneficios sociales. Nunca se le había ocurrido que el empleo era prepararse para matar gente y para tratar de que no lo mataran a él. Era marinero de segunda cuando lo mandaron a las Malvinas. Tenía 17 años. Su cuerpo envuelto en una frazada fue enterrado en Bahía Fox una madrugada ventosa de fines de mayo.
Las versiones sobre su muerte no son claras. Parece que marchaban en fila india a esconderse en medio de una lluvia de esquirlas cuando empezó a correr y a disparar para cualquier lado. Los barcos ingleses tenían cañones que disparaban más lejos que la artillería argentina, y entonces se alejaban donde no podían alcanzarlos y tiraban bombas hasta cansarse. "Se volvió loco," decía uno de los cabos que lo trajo a la mañana siguiente. El cabo tenía el casco perforado por una bala que había disparado Juan Ramón. Pusieron el cuerpo envuelto en la frazada al lado de la manguera de donde sacábamos agua. Todo ese día y hasta la mañana siguiente nadie quería ir a buscar agua, para no encontrarse con esas botas saliendo por debajo de la frazada.
* * *
"...y delfines juguetones que siempre nos seguían, patos salvajes y toda clase de aves marinas, y las elegantes gaviotas que nunca me cansaba de mirar, planeando sobre el mar, casi tocando las olas, casi jugando con ellas y pasando una y otra vez por delante de la proa..."
Este es un fragmento de una carta que mandé a mi familia el 8 de junio de 1982 desde las Islas Malvinas. El barquito en el que estaba tenía la misión de buscar sobrevivientes o cadáveres de barcos hundidos y aviones derribados. Yo me la pasaba mirando el mar y la costa, y entre la guerra y mis ojos se interponía la naturaleza, la belleza salvaje de las Malvinas.
* * *
Cuatro días después, el 12 de junio a las cinco de la mañana yo estaba de guardia frente al comando de Marina en Puerto Argentino cuando apareció exultante un Capitán de Fragata artillero dispuesto a contar a quien quisiera oír su hazaña cómo había impactado su Exocet en un buque enemigo. Hacía una semana iba todas las noches a un punto estratégico en la costa rocosa y aguardaba el momento propicio para disparar su sofisticado juguete.
Esta vez las densas nubes de humo que cubrieron el incipiente amanecer le trajeron la certeza del éxito y la satisfacción del deber cumplido. A media mañana la radio dijo que el trasporte de helicópteros Glamorgan había sido seriamente averiado. El capellán vino a darnos la buena noticia. Agregó, con la entonación jubilosa de quien anuncia el castigo divino, que había habido "bajas" entre las tropas enemigas.
Siete años después, el viernes 21 de abril de 1989, alcancé un papelito arrugado a una de las empleadas de la biblioteca de la Facultad de Ciencias Sociales. Contenía varios números y letras, el código de un grueso volumen teórico que debía fagocitar durante el fin de semana. La empleada me trajo otro libro, que respondía a otro número de código. Se llamaba "Cartas de un Marino Inglés." El título era mucho mas sugestivo que el del indigerible tomo que yo había pedido, así que me lo llevé. El nombre de su autor, David Tinker, me sonaba a aventurero de los mares del sur.
* * *
"... Aún aquí hay una sorprendente cantidad de aves marinas, y no solamente de las más grandes. Supongo que cuando se cansan, se sientan simplemente sobre el agua. La semana pasada tuvimos un par de gaviotas, muy blancas y mansitas, que parecian disfrutar paseándose por la cubierta de vuelo buscando bocados interesantes. Les pusimos algunos trocitos de pan, y una de ellas se animó a comer de la mano de un suboficial aeronáutico..."
Este es un fragmento de una carta que mandó el Teniente de Navío inglés David Tinker a su familia el 8 de junio de 1982 desde las Islas Malvinas. David tenía 25 años y esta es la última carta que escribió. Cuatro días mas tarde, un Exocet cayó sobre la cubierta de vuelo del Glamorgan, donde estaba de guardia, matándolo en el acto.
Hugh Tinker, el padre del joven marino muerto 48 horas antes del fin de las hostilidades en el Altántico Sur, recopiló y editó las largas cartas que habían llegado a su casa en Shropshire, Inglaterra y las dolorosas y aún mas largas que fueron llegando luego de saberse la noticia de su muerte. En ellas hablaba de las próximas vacaciones y de planes para el futuro, cuando cumpliría la meditada decisión que ya había tomado al acercarse a las islas: dejar la marina.
* * *
Yo conocí al asesino de David Tinker. Era el orgulloso oficial de bigote gris que entró al comando esa madrugada helada. David probablemente asesinó amigos, compañeros míos. La guerra es así. Suena mal que yo hable de asesinos. Casi de mal gusto. Creo que entiendo las cartas de David Tinker no por lo elocuentes o persuasivas que puedan ser sino porque yo también estuve allí. Yo también sentí esa locura y tuve esa desesperación de escribir cartas, de repetirme que había cosas hermosas, pero también de contar el horror, de sacudir a los insensibles. La diferencia es que yo sobreviví. Lo que no sé es si volví. Tal vez estas líneas desordenadas sean una nueva carta que mando desde el frente."

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2 de abril de 2021
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Cantó el cisne

Sorprende que destacados intérpretes que podrían encarnar en un escenario a Electra o a Hamlet, a Max Estrella o a Bernarda Alba, se hagan concejales o incluso consejeros autonómicos. Cuando Glenda Jackson abandonó en plena gloria el cine y el teatro para ser una oscura backbencher laborista, la pérdida fue dolorosa. Otra gran artista comprometida con las causas de izquierda, Vanessa Redgrave, ha sido, por fortuna, ambidextra; en una mano las octavillas trotskistas que toda su vida ha repartido, en la otra el último guión de Hollywood.

Los que no le votan se burlan ahora de Toni Cantó, y algo hay en efecto de vodevil de puertas giratorias en su vaivén, aunque no es ni mucho menos el único del gremio político que practica ese género. Tuve ocasión de asistir a su debut teatral en una comedia de éxito, Los ochenta son nuestros; el jovencísimo actor estaba entonces verde como una ensalada monocolor, pero pasó poco tiempo y se le volvió a ver trabajando con gran aplomo el repertorio clásico (Shakespeare, Valle-Inclán), dirigido por maestros de la profesión de la talla de José Carlos Plaza y Juan  Carlos Corazza. En 1992, tras un casting en el que desfilaron una docena de galanes de primera magnitud, fue el elegido por Bob Wilson para protagonizar Don Juan último, su primer montaje en lengua castellana, producido por el CDN; en un amplio y magnífico reparto, Cantó daba brillante réplica a Julieta Serrano, que hacía de la madre del libertino, en un texto más bien arduo del que yo era autor. Lo último que le vi fue un Mamet, y una vez más el actor hacía olvidar al alter ego público, como ha de ser.

El 4 de mayo no le voy a votar, y me alegraré si la lista en la que figura fracasa en las urnas. Pero pagaré con gusto cuando vuelva a cantar; en las tablas, no en los escaños.

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1 de abril de 2021
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El hombre cuenta (X): moralidad y sometimiento a la razón

Muchos de los grandes del pensamiento han sostenido que el  deseo de hacer inteligible tanto el entorno como la realidad que nosotros mismos constituimos es inherente a la condición de todo ser humano. El hombre no sólo está dotado de razón cognoscitiva,  sino que tiende a ejercerla.  Jacques Monod dio en cierta ocasión un paso más, sugiriendo que la exigencia moral es la disposición de espíritu que se halla en la base del deseo de saber. Pues bien: creo que esta concepción del estatuto de la moralidad tiene su raíz teorética última en el pensamiento del filósofo que con mayor radicalidad ha pensado sobre las condiciones de posibilidad de la exigencia moral. Sigo pues con Kant, en cuya visión la moral no sólo trasciende la naturaleza, sino que aparece como condición de posibilidad de una naturaleza humanizada.

Para entender la posición kantiana es necesario (perdónese la insistencia) tener bien presente la concepción antropológica según la cual el ser humano intrínsecamente se comporta racionalmente. El humano responde a su singularidad en el seno de la naturaleza cuando avanza y se desenvuelve “con la razón por delante”. Y ya en términos kantianos: el comportamiento cabalmente humano consiste en no instrumentalizar a la razón, en tener a ésta como causa final, lo cual se traduce en el imperativo siguiente: no tratar jamás como un medio (no instrumentalizar) a ser alguno en quien la razón se encarne, o sea: tener un comportamiento  ético, por supuesto dando al término ética un sentido muy diferente al que hemos visto cuando es utilizado por ciertos hermeneutas de la etología animal.

Ha de estar claro este punto: la no utilización del ser humano (por ejemplo, el no abusar del débil) aparece como simple corolario de que la razón ha sido convertida en el objetivo final de nuestras acciones; corolario de que, como antes decía, la razón no se subordina, la razón va por delante. A modo de digresión voy a exponer un ejemplo chocante.

“Las prescripciones que debe seguir el médico para curar a su hombre, aquellas que debe seguir el envenenador para liquidarle con certeza,  son de idéntico valor”

No se trata de una provocativa “boutade”, sino de un párrafo de la kantiana  Metafísica de las Costumbres, uno de los textos más importantes que se hayan nunca escrito en materia de moral.

Supongamos que una persona acuciada por una situación de penuria barrunta el resolverla por cualquier medio, lícito o ilícito, y que tras sopesar los inconvenientes adopta la decisión de desvalijar un establecimiento, una sucursal bancaria por ejemplo. A partir de este momento, tal hecho delictivo será móvil de su voluntad, en términos de Kant “máxima subjetiva de acción”

Naturalmente, hallarse determinado por una máxima, tener una meta a alcanzar, tiene poco sentido si no se está atento a los instrumentos necesarios para la realización efectiva. Si, por ejemplo, nuestro hombre se deja llevar por la abulia, el placer o la pereza, y en lugar de de vigilar cuidadosamente el dispositivo de alarma, se dedica a pasear o acude a un museo, difícilmente alcanzará su propósito. La vigilancia de la alarma, y todas las demás circunstancias análogas, es algo determinado por un fin a alcanzar, y no algo a lo que forzosamente lleva la inclinación del sujeto. En tal medida constituye una suerte de imposición o  deber (Sollen en el texto de Kant), una ley o imperativo de la razón.

Aunque desvalijar una institución bancaria sea en general considerado un acto poco edificante, cabe imaginar que las razones últimas del sujeto sí tenían alguna connotación moralmente positiva (la precaria salud de un miembro de la familia, por ejemplo). De ahí que, para aprehender la esencia del imperativo kantiano sea mejor considerar ejemplos indiscutiblemente turbios: un individuo obsesivamente atravesado por una sexualidad no correspondida, decide pasar al acto contra la voluntad de la persona deseada; un sujeto injustamente envidioso es presa de un deseo homicida contra la persona afortunada.

En uno y otro caso,  imperativo de la razón es buscar la ocasión y el instrumento adecuado. El violador cabal actuará al amparo de la soledad y el homicida ha de elegir el instrumento oportuno, según la implacable lógica que atribuye idéntico valor a la disciplina que sigue el terapeuta y a la que sigue el asesino.

¿Idéntico valor moral? No ciertamente, pero ello en razón de la diferencia de los fines a los que tales disciplinas se ajustan, y no en razón de su condición de instrumentos racionales para alcanzar los mismos, pues como tales su dignidad está garantizada. Si el envenenador probara con la primera pócima a mano, o el violador actuara a plena luz y ante testigos susceptibles de impedir el acto, cabría hablar de impulso conforme a una inclinación, no de de mediación- distancia- interpuesta por la razón, no de acto cabalmente humano.

Esta diferencia (a la que, con buen criterio, tan atenta está la lógica jurídica)  es clave respecto al problema de determinar si ha habido o no responsabilidad,  y la dignidad que la responsabilidad conlleva, en el comportamiento. Hasta para alcanzar fines que atentan a lo que un orden social racional exige, hay que usar la razón, la cual impone una ley a la  que se  subordinan las inclinaciones del individuo: tal es la moraleja de esta reflexión kantiana.

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31 de marzo de 2021
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De viaje

En mi justificado pesimismo di en pensar que ya nadie podía escribir una pieza de viaje como las del 98. Me equivocaba

En mi justificado pesimismo di en pensar que ya nadie podía escribir una pieza de viaje como las del 98. La revelación del secarral manchego como lugar cargado de sentido lo inventaron ellos con la ayuda de Cervantes. Me equivocaba. Un hombre joven, Jorge Bustos, ha repetido la ruta de don Quijote que enalteció Azorín hace más de 100 años. Con admirable tensión literaria se ha pateado, bajo el sol infernal de julio, Campo de Criptana, Argamasilla, El Toboso, en fin, todo El Quijote, incluida la tierra de sus ancestros, los Bustos, que cobijó en sus últimos años a Quevedo y allí le dieron sepultura. Que hombres jóvenes como Bustos se interesen por esas tierras quemadas me anima a creer que aún queda espíritu en España.

Pero Bustos remata la faena con un segundo viaje, esta vez al polo opuesto, a la fecunda Francia, la ebúrnea, la cargada de gozos físicos. Quizás por eso el libro se titula Asombro y desencanto, aunque el lector tendrá que llegar al final para saber cuál es el asombro y cuál el desencanto. Porque Bustos nos obsequia con un viaje francés fenomenalmente inocente, como si fuera el primero en pisar tierra gala, de modo que el lector lee estupefacto una descripción de la Mona Lisa y de la Venus de Milo, pongo por caso, con toda gravedad. No sé yo si el autor es realmente tan buena persona o es lo que los ingleses llaman tongue-in-cheek. Su guía es Josep Pla, de modo que muy ingenuo no ha de ser, pero el choque entre la Francia rebosante de placeres y una España sedienta es espeluznante. El joven Bustos, sin embargo, mantiene viva la fe. Lean la última frase del libro: “Si las palabras vuelven a pesar lo que pesaban, la literatura y el periodismo seguirán sosteniendo la realidad de los hombres libres”. ¡Chapeau!

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30 de marzo de 2021
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La boca del infierno

Hace algunos días conversé por zoom con mi amigo el escritor canadiense John Ralston Saul, anterior presidente del Pen International, y quien estuvo hace algunos años en Nicaragua. El Pen, antes llamado Pen Club, fue fundado en Londres en 1921, y entre sus socios constituyentes estuvieron nada menos que Joseph Conrad, George Bernard Shaw y H. G. Wells. Hoy agrupa escritores de todo el mundo, y se dedica sobre todo a promover y proteger la libertad de expresión, y los derechos humanos.

John me llamaba porque quería saber de Nicaragua, donde el capítulo nacional del Pen, presidido por Gioconda Belli, se vio obligado a cerrar sus puertas, y de Nicaragua fue que hablamos extensamente, recordando la vez que lo llevé a asomarse al cráter encendido del volcán Masaya; una oquedad espantable para cualquier turista, desde donde sube una densa humareda de azufre, como si siempre viviéramos en este país en la boca del infierno. Es como llamó el cronista Fernández de Oviedo a este cráter.

Le dije, para empezar, que los gobiernos resultantes de elecciones en América Latina tienen distintas calidades y formas de comportamiento democrático, pero en las últimas décadas la legitimidad del voto popular ha logrado ser establecida, porque los sistemas electorales han logrado credibilidad, todo distante de la vieja historia de fraudes, con las urnas llenas de votos falsos, con gran concurrencia de ciudadanos difuntos, y las actas burdamente trucadas.

Nadie puede alegar la legitimidad de la aplastante mayoría ganada en las últimas elecciones legislativas de El Salvador por el presidente Bukele. Si esa mayoría, que le abre las puertas del control de todos los demás poderes del estado, será usada para fortalecer el sistema democrático, o para acabar con él, está por verse; pero los votos que se la han dado están bien contados. Y si en el Perú hay una crisis de credibilidad política que se ha vuelto crónica, no se debe a elecciones fraudulentas, sino al desprestigio que trae consigo la reiterada corrupción de los electos.

No es el caso de Nicaragua, donde la Constitución Política manda que se celebren elecciones presidenciales y parlamentarias en el mes de noviembre de este mismo año. Es decir, dentro de algunos meses, y aún a esta fecha no existen las condiciones mínimas para que se puede pensar en un proceso electoral creíble, que pueda servir como un mecanismo de transición democrática.

Una resolución de la Asamblea General de la OEA de noviembre del año pasado, demanda  negociaciones “incluyentes y oportunas” entre el gobierno y la oposición para acordar “reformas electorales significativas y coherentes con las normas internacionales; modernización y reestructuración del Consejo Supremo Electoral para garantizar que funcione de manera totalmente independiente, transparente y responsable; actualización del registro de votantes; y observación electoral nacional e internacional.

La resolución suma que debe haber un proceso político pluralista “que conduzca al ejercicio de los derechos civiles y políticos, incluidos los derechos de libertad de reunión pacífica y libertad de expresión y registro abierto de nuevos partidos políticos”.

Tales compromisos deberían estar concluidos en el mes de mayo, que ya llega, sin que el régimen haya movido un dedo. Por ahora, la única certeza es la de que Ortega y su esposa la vicepresidenta, se disponen a ser reelectos de nuevo, lo que supone continuar, como desde hace ya 15 años, en el control total del poder civil, económico, policiaco y militar. Nada hace prever, hasta ahora, que exista la mínima voluntad política para someter ese poder total al libre escrutinio de los votantes.

El Consejo Permanente de Derechos Humanos de las Naciones Unidos, reunido en Ginebra en marzo de este año, expresó “grave preocupación ante la falta de avances del gobierno de Nicaragua en la implementación de reformas electorales e institucionales destinadas a garantizar elecciones transparentes”.

Manda “abandonar las detenciones arbitrarias, las amenazas y otras formas de intimidación", y "liberar a todos aquellos arrestados ilegal o arbitrariamente”. Exige, también, la derogación de las leyes que violentan el ejercicio de los derechos humanos. Baste mencionar la ley de ciberdelitos, la ley de agente extranjeros, y el establecimiento de la cadena perpetua para “crímenes de odio”.

¿Es posible un clima electoral aceptable cuando hay más de 120 presos políticos, jóvenes en su inmensa mayoría, y miles de exiliados, jóvenes también, que huyeron de la represión desatada a partir de abril de 2018?

¿Y cómo puede desarrollarse así una campaña electoral? La policía vigila en las calles para desbaratar cualquier atisbo de manifestación pacífica, encierra ilegalmente a los opositores en sus casas con prohibición de salir, e irrumpe en locales bajo techo para disolver reuniones políticas.

Hay medios de comunicación y estaciones de televisión con sus instalaciones confiscadas, como Confidencial y 100% Noticias, y otros que viven bajo asedio, como la Radio Darío de la ciudad de León.

Seguimos asomados al cráter encendido, le digo a John. Encontrar el camino para alejarse de la boca del infierno costará mucho, pero no hay esperanzas perdidas.

 

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29 de marzo de 2021

Collage de Anne Carson incluido en su libro 'Nox'.CORTESÍA VASO ROTO EDICIONES / VASO ROTO EDICIONES

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Traducir: un viaje infinito

Verter una obra de una lengua a otra puede ser la lectura más intensa y admirativa. Varios libros dan cuenta de una actividad que tiene mucho de tanteo y creación

Escribir y traducir comparten la misma materia prima: las palabras. A ellas dedicó uno de sus últimos poemas Anne Sexton, y cualquier traductor o escritor que lo lea se identificará con su lamento por el escurridizo término justo. Concluye así: “Palabras y huevos hay que tratarlos con cuidado. / Una vez rotos son cosas imposibles de reparar”. En ese cuidado extremo arraiga el desvelo. Por un lado, se abre un océano de posibilidades, pues “ninguna palabra dice en un idioma todo lo que la otra dice en el suyo”, recuerda Chantal Maillard; por otro, el misterio que empuja al lector, después de leer una palabra, a buscar la siguiente. Salvo en algunos títulos aparecidos en los últimos años, en torno a la traducción ha reinado cierto silencio editorial, roto sobre todo en manuales técnicos, aunque no sea un acto excepcional: el mundo gira porque (nos) traducimos. “Se trata quizás de la actividad más humana que existe”, dijo la gran renovadora de las novelas de Dostoievski en alemán, Svetlana Geier, en unas conversaciones que Alberto Gordo nos trae al castellano. Responsable de traducir los “cinco elefantes” del escritor ruso, entre otras obras, admitió: “Esto no se traduce sin castigo”. Como obstáculos, señaló que “las lenguas no son compatibles”, pero también “los límites de una personalidad”, en su caso forjada en el Kiev del Holodomor y la ocupación alemana.

Como perspectiva y metáfora desde las cuales acercarse a la literatura, la tarea de traducir despierta un renovado interés. Una traducción puede ser la lectura más intensa y creativa, un salvoconducto a otra cultura, la horma con la que se tensa la piel del calzado del propio idioma, un acto amoroso de admiración, un revulsivo contra el ensimismamiento, un diálogo con el tiempo, un vínculo entre diferentes, un generador de variantes, un resucitador de textos olvidados, un taller de escritura, una forma de desaparecer, una mera transacción de bienes y servicios, un escudo de resistencia. Quizá la pregunta sea por qué no se le prestó antes mayor atención y, como para recuperar el tiempo perdido, el polifónico Pedir la luna reúne a una heterogénea nómina de traductores al español que comparten experiencias y reflexiones.

El humor con el que arranca Simpatía por el traidor, de Mark Polizzotti, revela que estamos ante un ensayo-manifiesto desacomplejado y realista que considera el tema “un asunto demasiado serio como para dejarlo en manos de pedantes eruditos”. Ensayista, editor y traductor de Flaubert, Duras o Modiano, Polizzotti recuerda a los lectores que eso que leen es fruto de una complicidad entre autores —su traductor Íñigo García Ureta y él—, y confiesa que el primero ha sabido a veces expresar mejor algo que en el original. Esta simpática confesión es un ejemplo de lo que persigue: brindar “un retrato que ayude a ver la traducción no como un problema”, sino, pese a todo, “como un logro que debe celebrarse”. Si traducir resulta inagotable es porque no se trata de “reemplazar palabras como si fueran baldosas o tramos de moqueta”. ¿Sus premisas? Los traductores son “creadores por derecho propio” y “la traducción es ante todo una práctica”. Más que reglas valen actitudes: empatía, sensibilidad, atención, flexibilidad, creatividad. En menos de 200 páginas aborda los principales debates —sobre el concepto de original, fidelidad, domesticación, reconocimiento, tarifas, condescendencia académica, riesgos del colonialismo lingüístico— para animarnos a renunciar al ideal de la traducción perfecta y a disfrutar del resultado “de muchas pruebas, errores, revisiones e invenciones”.

Helen Lowe-Porter, cuya versión inglesa de Los Buddenbrook de 1924 tuvo tanto éxito que se convirtió en “la traductora de Mann”, decía que no entregaba la traducción de un libro hasta sentir que lo había concebido ella misma. Posteriormente, recibió críticas por su conocimiento imperfecto del alemán, si bien sus traducciones se siguieron publicando. Traducir le parecía un “placer perverso” y lo calificó de “pequeño arte”, pese a su colosal reto.

En ella se inspiró Kate Briggs, profesora y traductora al inglés de Roland Barthes, para el título de su ensayo. Si Polizzotti se muestra pragmático y concreto, Briggs se apoya en la digresión y la serendipia. Lanza un sinfín de preguntas al aire, merodea, avanza y retrocede en una prosa fragmentaria cuyo pulso Rubén Martín Giráldez nunca pierde. Barthes invitaba a colaborar en sus indagaciones (así se refería a sus conferencias) a los estudiantes, y ellos respondían “formulando preguntas, apuntando correcciones, aportando referencias alternativas, redirigiendo la senda de la investigación hacia sus preocupaciones personales (…) y es lo que creo que hago yo aquí”, resume Briggs. Los textos que esta tradujo de Barthes son sus notas para los cursos en el Collège de France, a veces ideas sutilmente enlazadas, listas de palabras, esbozos introspectivos, una tipología de texto cercana al pensamiento poético. El encanto de la casi memoir de Briggs emana de cómo alguien se lanza a vivir y crear a través de la traducción, fuente de grandes placeres y pesquisas intelectuales.

Pero es en Nox (“noche”, en latín), de Anne Carson, su “libro de artista” vertido por Jeannette L. Clariond, en el que la intimidad de traducir se abre en canal. La tentativa de componer una elegía a su hermano, muerto lejos de casa, se funde con su estudio (traducción propia incluida) del poema-epitafio 101 de Catulo, compuesto hace más de 2.000 años en honor al hermano que también halló la muerte en tierra ajena. Carson persigue una sombra —¿la del compañero de infancia que con un pasaporte falso se hizo nómada para eludir la cárcel y con quien apenas tuvo contacto (cinco llamadas en dos décadas) o la proyectada por las palabras latinas?— y constata que es inútil esperar que llegue un torrente de luz. Reconoce: “Nunca logré la traducción del poema 101 como me habría gustado. Pero, a lo largo de los años en que trabajé en ella, empecé a considerar la traducción como una habitación (…) donde se busca a tientas el interruptor de la luz. Quizá nunca se termina. Un hermano nunca termina”. En su diario collage, encuadernado en acordeón, traza el mapa relacional de su familia e incluye fotografías, fragmentos de una carta, meditaciones, dibujos e, intercaladas y en orden, las entradas de un diccionario integrado por cada una de las palabras latinas del poema, en que apunta sus respectivas conexiones con nox y alusiones secretas.

Traducir es un viaje infinito, como lo es descifrar a una persona. Los traductores no se limitan a conocer palabras para dar vida a un texto extranjero: lo arriesgan todo. Como la Caperucita de Sexton, en su cabeza experimentan “una operación a corazón abierto”.

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29 de marzo de 2021
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Lo vacuno

En la larga espera del pinchazo definitivo me puse a lucubrar, y de ahí al delirio hay un paso. Lo di. Prados verdes, manadas circunspectas, forraje ilimitado: las vacas. Se trata de uno de los mamíferos menos expresivos y más exprimidos de la tierra, excepto en la India, donde se les ve con muchos humos, altivos y seguros de ellos mismos, sabedores, por ciencia infusa animal supongo, de que allí son sagrados, y si atropellas accidentalmente a una vaca te la has cargado tú, no a ella. Sé lo que me digo.

El alma delirante, una vez desatada, no se acobarda, y así salté de la vaca a las vacunas: su lentitud exasperante en la Unión Europea, que con tanto bombo anunció hace meses un programa que se incumple, mientras lo cumplen bien gobiernos tan mal mirados como los de Israel, Gran Bretaña o Serbia. También está mejor que nosotros uno de nuestros tres vecinos, Marruecos; de una población de 36 millones, el reino alauita ya ha vacunado a más del 15%, frente al paupérrimo 4% español. De la irritación al chiste fácil; ¿tienen pezuñas vacunas los políticos más borregos?

Me saca de la broma y de mi ignorancia doña María Moliner, que de tantos atascos y tantas dudas me ha sacado en una vida de consultas a su diccionario. Vacuna: “Viruela que se forma en las ubres de las vacas, de cuyo pus se fabrica el virus que se inocula para preservar de las viruelas, o cualquier otra enfermedad”. Hasta aquí la precisión elocuente de Moliner. Vacuna, vaccine, vaccino, la misma raíz etimológica en distintas lenguas, desde que a comienzos del XIX la medicina descubrió en ese pus una salvación, haciendo de todos, hombres y mujeres, el derivado lácteo de una madre engendradora y un infinito rebaño de amas de cría, cuadrúpedas y adoptivas, que hasta de sus infecciones nos dieron remedios. Parsimoniosas pero productivas. Lo contrario del mundo nuestro actual.

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26 de marzo de 2021
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Huyendo de la ciudad

Tres meses de confinamiento asomado a los balcones, seis enmascarado por las aceras y otros tres de largas vacaciones en el campo más o menos urbanizado me dejan muy temeroso de los ajetreos de la ciudad. Apenas regreso a la jungla del asfalto, confieso que no entro todavía en el interior de las tiendas, ni en los bares ni en los comedores cerrados de los restaurantes; desde luego no cojo ningún tipo de transporte colectivo ni acudo a concentración humana alguna. Mi vida en la ciudad se ha limitado a ir al supermercado y al mercado, siempre salvaguardando las distancias de protección; y a la panadería, a la farmacia y a las terrazas de mis restaurantes favoritos. Vivo en modo de ventilación constante a la espera, aunque haga frío, y añoro que no tengamos más estufas a la parisiense y los bares no dispongan de mantas para la clientela como en Copenhague.

Tengo la sospecha, además, de que este estado larvario va a durar más tiempo del que se nos dice, si es que alguna vez alguien pudo decir algo convincente al respecto. Que me temo que no, puesto que apenas se ha cumplido ni uno solo de los vaticinios que anunciaron nuestros gobernantes –de cualquier color, quede claro. No ha habido nueva normalidad más que en un suspiro, los riesgos de la inmunidad de manada resultan elevadísimos, la promesa de una vacunación salvífica y universal se ensombrece y la política sobrevive activando falsos conflictos. Nuestros gobiernos son oscilantes cuando gestionan: o dejan que la realidad nos devore, incapaces de atreverse a comprender cómo se organiza el interés público frente a las multinacionales del universo digital, más “matrix” que nunca, o bien son todo inconvenientes y cortapisas frente al dinamismo empresarial, más envalentonado el aparato funcionarial cuanto más pequeño el tamaño de la empresa.

Sin embargo, los tiempos vuelven a estar cambiando como hace medio siglo ya cantase el bardo de Duluth, Minnesota, tanto que el propio cantante-premio nobel ha vendido los derechos de sus canciones a un fondo de inversión dadas las incógnitas que depara el futuro, sobre todo el inmediato. Hace dos veranos le vi por última vez: Bob Dylan parecía una momia. El coronavirus, simple y llanamente, acelera el tiempo. Podremos vivirlo con cierta melancolía, pero la realidad es esa: la idea de las grandes aglomeraciones ha entrado en crisis. Aquel espíritu que respiraban películas como New York, New York, un mundo veloz, de alta densidad, el modelo Manhattan que tantas veces ha narrado Woody Allen, se ha volatilizado. El maestro sociólogo de Benidorm, José Miguel Iribas, preconizó el éxito del urbanismo social: la gente quiere vivir donde hay más gente, donde hay más vida, solía decir. Hoy, ha cambiado de perspectiva.

Otro agitador de ideas urbanistas, el arquitecto holandés mundialmente reconocido, Rem Koolhaas, inauguraba poco antes de la pandemia –en febrero de 2020– una multidisciplinar exposición en el corazón mismo de la gran manzana: el Museo Guggenheim con fachada a la mítica 5ª Avenida, un helicoide invertido que hizo famoso a otro arquitecto, Frank Lloyd Wright. La muestra llevaba por título Country side. The future, pero igual podría haberse llamado “¡Vámonos de la ciudad!”. Su catálogo, en formato pocket, ha sido editado por Taschen.

En suma, Koolhaas y su equipo de investigación, el AMO –que incluye gente de Harvard, la escuela de Bellas Artes de Pekín o la Universidad de Nairobi–, lo que han venido a decir es que la vida urbana es insostenible, que no es viable que el 80% de la humanidad viva concentrado en apenas el 2% del suelo de la Tierra mientras el 98% restante permanece vacío o se dedica en grandes extensiones –agrarias y ganaderas también– a alimentar a esas ciudades. Ese es un mundo ineficiente y absurdo en opinión del holandés, un mundo urbano factible frente al retraso existencial del campo, lo cual, ahora, es una falacia.

Al menos en Europa, ese espacio antropizado en su totalidad como decía George Steiner (en su famosa conferencia sobre Europa, cuya sexta edición en Siruela se ha impreso hace apenas unos meses), ese lugar donde encontramos una cabaña en el recodo más inhóspito de los Alpes, dispone a día de hoy de todos los recursos para satisfacer la vida contemporánea. Así, por ejemplo, resulta difícil no encontrar lugares a más de hora y media de distancia en coche de una gran ciudad que ofrezca de manera habitual alta cultura y educación universitaria…, o a más de media hora de un centro comercial o de un hospital con mínimos asistenciales… Y así podríamos seguir. Como en la vieja y noble campiña inglesa, la del retorno a Brideshead de Evelyn Waugh, donde no es posible mantener legiones de trabajadores domésticos y otras servidumbres, pero que dispone de agua, luz, gas, teléfono, televisión y wifi sin más limitaciones.

Nos vamos de la ciudad y regresamos al campo, sí… Comprobamos que Amazon llega hasta el último confín al tiempo que las ediciones digitales de la prensa nos conectan instantáneamente con la conciencia mundial. También teletrabajamos, compramos online y, para nuestro asombro, incluso Glovo o Deliveroo son capaces de llevarnos las pizzas recién horneadas con su tropa motorizada hasta el borde mismo de la piscina de igual modo que hace unos años nos acostumbramos a manejar la cuenta del banco, reservar hoteles y comprar billetes para viajar desde el teléfono móvil.

Ahora bien, volver al campo en vísperas del 5G y la inteligencia artificial está muy bien, pero va a requerir solucionar otras muchas cosas, empezando por la gestión de residuos y siguiendo por la propia planificación urbanística. Ha llegado la hora, irrenunciable, de gobernar en la escala del territorio y de la movilidad real de las personas, que ya no es a través de la calle sino de la autovía. Aquellos que se aferren a las viejas estructuras, a las administraciones heredadas, al conflicto ideológico y a la falta de ingeniería de la imaginación, los que se muestren sin versatilidad en las líneas fronterizas de las competencias, los que no sepan fomentar en vez de prohibir, están condenados a la decadencia más irremisible.

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25 de marzo de 2021
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El honor de la filosofía

Todo indica que el concepto latino honor era una galaxia semántica en la que gravitaban ideas como la honestidad, la dignidad, la gracia, la belleza, la brillantez, el respeto, el coraje ante las vicisitudes. Más que una palabra, era una condensación de sentidos que la desbordaban.

En nuestro tiempo, fervorosamente ignorante, pensamos que se trata de un término retórico, referido a asuntos personales de antes del siglo XVIII, pero no es verdad. He oído a republicanos españoles en el exilio emplear con cierta insistencia el concepto “honor”. “No pudimos hacer esto o aquello por honor”, te solían decir. No eran gente de la Edad Media. Eran españoles que habían pertenecido a la División Leclerc, que habían participado en dos guerras, y que podían abarcar una amplia variedad ideológica, cierto, pero para los que todavía la palabra “honor” significaba más o menos lo mismo que en Roma: un poco de dignidad, un poco de belleza, un poco de respeto. No hace falta más para cambiar la mecánica del mundo.

Cuando los personajes de las grandes obras del Siglo de Oro hablan del honor, no bromean. El alcalde de Zalamea nos informa sobradamente de ello, y los habitantes de Fuenteovejuna también, aunque de otra manera. Lo que en este momento entendemos por dignidad no hubiese advenido sin una larga tradición en la búsqueda y la defensa de la belleza moral, que ya prevalecía como una poderosa reverberación en la palabra “honor”.

-¿Por qué no hacen vuestras mercedes esto?

No responderán que no lo van a hacer por dignidad, o por pudor, o por humanidad, o por respeto. Dirán simplemente que no lo pueden hacer…

-…por honor.

Y al decirlo no están hablando como un monarca, o un duque, o un funcionario de la corona, o un capitán de artillería. Lo dicen como lo hubiese dicho todo el mundo, desde Sevilla a Veracruz. ¿Por qué no hace vuestra merced lo que le digo?

-Por honor.

No era necesario emplear más palabras. La que acababa de ser de pronunciada por ese caballero o esa dama pesaba casi lo mismo que toda la humanidad.  El concepto honor se cargó tanto de significado que estalló y se desintegró en algún momento de nuestra historia. Podemos atribuir el origen del término a la aristocracia, pero es evidente que la plebe también lo aceptó, desplazando un poco su significado pero no lo suficiente como para que la palabra perdiese su sentido original. Ahora ya casi lo ha perdido por completo, lo que invita a pensar que la lucha por la dignidad empezó hace mucho tiempo, y  que se trata de una búsqueda retorcida y endiabladla, que va cambiando de máscara en cada época, y en la que han ido intervenido no pocos filósofos a los largo de la historia, además de muchas personas de bien. Ya indiqué que todavía los excombatientes españoles que conocí en París la empleaban con cierta naturalidad. Asombrosamente, alguien tan valiente como ellos, pero que ha luchado en otras guerras, se ha atrevido a resucitar el concepto en su último libro.

-¿Quién?

-Víctor Gómez Pin.

-¿Para hablar de qué?

-Del honor de los filósofos. Podría haber titulado su libro La dignidad de los filósofos, pero ha preferido el término honor, que significa desde luego dignidad, además  de algunas casas más, y que en otro tiempo lo significó todo.

-Y el libro de Víctor,  ¿qué te parece?

-Excelente.  Habla de pensadores que se jugaron la vida por luchar contra las tinieblas y por  defender la dignidad del pensamiento, habla de la verdadera grandeza de la filosofía. Víctor es un filósofo con sentido del honor. Del honor de la filosofía, especialmente, por eso su pensamiento está lleno de dignidad y es pródigo en logros.

-Sí, todavía quedan filósofos honorables. Celebrémoslo con un buen vino de Toro.

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24 de marzo de 2021
Clara Sanchis en un momento de la representación. Fotografía: Sala Beckett/Obrador Internacional de Dramatúrgia
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Momento de aplaudir

Clara Sanchis/Virginia Woolf acaba su conferencia ante un desconcertado público que, inmerso en una timidez sobrevenida, todavía no se atreve a aplaudir. Entonces, derrochando los restos de la cautivadora soberbia irónica con que la actriz ha tenido sometido al público durante toda la función, espeta la que para mí es la frase más genial de todo el montaje. Estocada final.

Fuera del espectáculo, Clara Sanchis ha explicado que abandonó por tres veces la lectura de Una habitación propia, pero que cuando por fin el texto la sedujo lo hizo con la potencia propia de un arrebato. Pertenezco al grupo a quienes se les resistió el texto durante un tiempo. Intenté acercarme en versión de Jorge Luis Borges, e incluso llegué a culpar a su traducción, pensé que tal vez la interpretación masculina me estaba privando de alguna idea o concepto clave. No hace muchos meses que por fin conseguí acabarlo, aunque el arrebato no llegó hasta que no vi a Virginia Woolf en el cuerpo de Clara Sanchis, o viceversa, en el escenario de la barcelonesa Sala Beckett. La versión teatral que María Ruiz ha hecho del texto supone una sólida base para que, paradójicamente, la actriz se eleve y nos alce hasta un punto que ofrezca la perspectiva necesaria para ver qué les ha pasado a las mujeres en los últimos siglos en ámbitos como el literario.

Sin embargo, no me parece lo más interesante del espectáculo el mensaje que Woolf quiso enviar, y que sí, todavía es vigente. Lo que hace vibrar –en el sentido más literal del término– de la interpretación de Sanchis es la metáfora del ser humano que consigue crear. Cualquier espectador puede sentir que nada puede hacer sucumbir a quien es capaz de poseer esa actitud ante el mundo, desafiante, irónica y con resabios de resentimiento. No es que nada malo le pueda suceder, sino que nada puede hacerle sucumbir definitivamente. Eso es mucho. Ese es el regalo que la actriz, música y autora hace a quien ha tenido la suerte de verla en el escenario en la piel de Virginia Woolf. La obra se estrenó en el Pavón Teatro Kamikaze en diciembre de 2016. Desde entonces –salvo los meses de encierro generalizado, por supuesto– ha hecho gira por todo el país.

Uno de los consejos que la conferenciante Woolf repite es que hay que mirar y apreciar las cosas como son. Debemos mirar con atención hacia la realidad, lo que no significa que deba aceptarse todo lo que nos presentan como tal. Y ya desde el título sabemos que reivindica una habitación propia para que las mujeres puedan escribir. De nuevo, ‘encierro’ es una palabra que sobrevuela en sus diversos significados. Paradójicamente, el cuarto propio de Woolf me trae a la memoria las habitaciones que recorre la desesperada Tilda Swinton en La voz humana, el corto de Pedro Almodóvar. Virginia Woolf afirma que, cuando recibió la pensión vitalicia heredada de su tía que hizo posible su independencia económica y su habitación propia, se dio cuenta de que ya no necesitaba odiar a ningún hombre. Tilda Swinton exhibe el odio provocado por el abandono y su desesperada dependencia emocional de un hombre, aunque en una casa muy lujosa. La interpretación de esta actriz y el cortometraje me produjeron una sensación muy similar a la causada por el personaje de Clara Sanchis. Almodóvar destila todo su imaginario y su concepción del cine en esta obra. Toda su esencia está allí, a partir del texto de Jean Cocteau, y Tilda Swinton sabe que debe obrar la alquimia, y lo hace.

De nuevo, no es el mensaje o el relato lo que nos detiene, sino que lo que conmueve es la metáfora de mujer representada por la actriz. Efectivamente, muestra su desesperación y la vulnerabilidad extrema de quien necesita a otro ser humano y trata de retenerlo con palabras a través de un teléfono; pero cuando considera que ya ha reconocido su fragilidad, le ha dado una forma y se ha enfrentado a ella, es capaz de desprenderse. Algo de todo esto hay también en el recorrido conceptual que propone Woolf. Se trata de identificar las vulnerabilidades genuinas antes que las fortalezas. Una vez identificadas, Swinton pretende abandonarlas en la habitación que había sido la suya propia y que a veces había compartido con un hombre. Por su parte, Woolf se ríe ostentosamente de las flaquezas que la historia ha señalado en las mujeres. Swinton se dispone a salir de la casa, pero no sin antes mostrarnos también explícitamente el escenario, el cartón piedra que había acogido su representación. Swinton y Almodóvar nos enseñan las maderas de las que está hecho el escenario justo antes de prenderles fuego. Como quien enciende las luces de platea: la función se ha terminado, toca enfrentarse con lo que hay fuera.

Woolf acaba su conferencia y anima a las mujeres que le han escuchado a que salgan a la calle imitando la arrogancia irónica de Clara Sanchis y el paso firme y elegante de Tilda Swinton. Momento de aplaudir.

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23 de marzo de 2021
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