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Infierno sonámbulo

Toda vez que la novela pierde narratividad y se adentra en el narcisismo y el solipsismo, es invadida por un maremoto de novelas que recuperan los elementos fundamentales de la narratividad: personajes conmovedores, historias intensas y bien configuradas, espíritu lírico, épico y dramático: la novela real y total, la que aborda el mundo con verdadero sentido de la multiplicidad, con visibilidad y capacidad para arrastrar al lector y trasportarlo a un mundo que a la vez que suplanta la realidad, la dilata y la ilumina con el poder de una radiación. Es lo que hace  Yan Lianke en La muerte del sol, una novela  donde  la vida es una pesadilla narrada por un idiota en cuya mente se funden indisolublemente la inocencia y la clarividencia.

El idiota nos cuenta lo que ocurre en un pueblo invadido por la plaga del sonambulismo. Todas las costumbres se trastocan y emerge el infierno. La aldea se llena de golems dispuestos a consumar sus deseos más secretos.  El pueblo se convierte en la dimensión de lo inconfesable materializándose bajo la campana de sombra que lo envuelve. Yan Lianke se permite la ironía cervantina de incluirse como personaje en la narración, retratándose como un escritor en plena sequía creadora. No conviene desvelar más elementos porque la novela se explica a sí misma y a la vez multiplica sus sentidos en la mente del lector.

Tiene muchos antecedentes que la crítica olvida: el cuento de La bella durmiente, El país de los ciegos de Wells, Bajo el bosque lácteo de Dylan Thomas, algún capítulo de Cien años de soledad, pero de esa tradición occidental (así como de la tradición china) Yan Lianke sabe sacar lo mejor para crear una novela llena de verdad y de locura, donde a la vez que consigue un gran efecto realidad, conquista altas cotas de fantasía y de originalidad, sin renunciar a la alegoría y a la fábula moral, en un universo expresionista donde no es difícil ver una imagen de la ilimitada insensatez de nuestros días.  Cuando concluyes la lectura, el universo de la narración se agranda en tu cabeza. El mundo se tambalea, el mundo recupera su oscilante y misteriosa naturaleza.

(Aparecido en Babelia (16/1/21)

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22 de enero de 2021
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Bóveda o Bovino

El lugar corresponde a una localidad española de tamaño medio y mi coche es un Land Rover Defender. Se ha averiado y aguardo, de pie, en el centro de la plaza, al dichoso mecánico. De pronto aparece una figura humana; habrá doblado una esquina y camina veloz, con paso firme, hacia el punto en el que me encuentro. Es el mecánico, sin duda, aunque lleva traje, chaleco y corbata. Al aproximarse, reparo en que es alguien conocido. Es José Antonio Bové, un compañero de colegio, al que algunos llamábamos Bóveda y otros Bovino. Es él, seguro, han pasado muchos años, tiene la barba cerrada, puede que un brazo ortopédico, pero conserva la apostura, la que le permitió apropiarse de mi novia apellidada Carlinga. Dejo de preocuparme por si es o no es el mecánico, solo quiero confirmar si es mi condiscípulo, aunque podría suceder que Bovino arreglara automóviles. Mas la figura humana pasa de largo, y se despeja así una de las dos incógnitas. Incapaz de reaccionar gritando Bóveda o Bovino (¿tengo voz en este sueño?) vuelvo a quedar solo en la plaza. Ya despierto, intento razonar. No llevar la rídícula mascarilla podría situar la acción antes de la pandemia. O podría situarla en un tiempo posterior. Apenas se vio gente. En especial no se vieron los habituales viejos sentados en los bancos. Quizá, en ese pueblo, en esa región, en ese país, la mortalidad superó el noventa por ciento.

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22 de enero de 2021
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Tú la llevas

En mi infancia jugar a tula no tenía nada que ver con Unamuno, ni con tías; esos dos temperamentos estaban excluidos de mi colegio de curas. El juego consistía en pasarse los chicos unos a otros la humillación de un toque al hombro si no corrías lo bastante para eludirlo: “¡tú la llevas!”, y empezaba tu búsqueda de un colegial rollizo o tardón a quien hacerle portador de la culpa. Ganaba el que al fin del recreo se iba sin golpe. En alguna provincia española más retorcida que la mía pegaban, me han contado, no solo el toque sino una chapa de gaseosa en el babi de cada víctima, como baldón que había cuanto antes que quitarse de encima.

Me he acordado del tula al ver a los expertos que han ido a China a dilucidar quién fue el primer trasmisor del covid19. ¿Importa eso? Se trata sin duda de personas competentes que no viajan allí para cargarle el mochuelo a nadie; sus averiguaciones, si les dejan hacerlas, podrían dar rostro o genealogía al virus. El mes pasado el canal francés Histoire TV estrenó Le patient zéro, un documental de Laurie Lynd que refleja otra pandemia de fines del siglo XX, el Sida, que sí tuvo un paciente cero identificado, el ayudante de vuelo de Air Canada Gaétan Dugas, cuya historia personal y la grave crisis de esa enfermedad enlaza Lynd con acierto, disponiendo de 40 años de hemerotecas, videotecas, testigos y evidencias: el culpable Dugas  no fue tal, se descubre, y “la epidemia gay” además de mundial, se hizo pansexual.

El día en que estas buenas personas de Wuhan empezaron su misión científica, una octogenaria recién vacunada en Canarias estuvo filosófica en el telediario: “las enfermedades no se curan solas”. Tampoco nacen solas unas cuantas. Mientras ignoremos el dónde y el por qué, acabar con ellas requiere no sólo el cuidado, sino la rapidez. Tú la llevas.

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22 de enero de 2021
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El hombre cuenta (II): “El amante del mito…”

Mirar a los animales con la intención de protegerse de ellos, instrumentalizarlos o alimentarse de los mismos, es una disposición diferente de  la que  adoptamos  cuando nos admira  la fuerza del león o nos produce ternura la fragilidad de la mariposa,  pero diferente sobre todo de cuando miramos a los animales con el exclusivo afán de establecer aspectos invariantes y aspectos diferenciadores que posibiliten el establecer clases entre la variedad de los animales individuales que se presentan. Esta nuestra  disposición cognoscitiva es inequívoco  indicio de que el hombre constituye  un animal…raro; un animal  cuya singularidad  exploró meticulosamente  el propio Aristóteles (el primer gran taxónomo de la historia).

Un animal, el hombre, cuyos individuos  comparten con los individuos de otras especies toda una serie de facultades: la de percibir a través de los sentidos (aisthesis, sensibilidad), la de alcanzar saber experimental  (empereia, experiencia) como resultado de la iteración de percepciones, o la anticipar una situación que aún no se da en acto (fantasía, imaginación). Pero un animal, el hombre, que además de todo lo anterior,  tiene la rara capacidad  de idear o conceptualizar, encadenar tales ideas en forma de razonamientos (por los cuales el entorno físico queda empapado.

A diferencia de Platón, Aristóteles considera que las ideas tienen necesariamente un soporte físico,  y que consideradas con independencia de tal soporte,  las ideas carecen de realidad física: no pueden ser lanzadas como un arma (salvo metafóricamente), no son susceptibles de movimiento o reposo y en términos contemporáneos: no son materia, ni antimateria, ni partícula,  ni onda…, y el campo que ocupan no es el mismo otra cosa que un discurrir de conceptos (platónico campo eidético). Nótese que eso pasa también con las entidades geométricas: podemos mover la mesa pero no podemos mover ni la superficie de la mesa ni la línea inscrita en ella ni el volumen total de la mesa. Se mueven con la mesa, no se mueven solas.

Por  esta carencia de entidad física no deja de ser un misterio la fuerza de las ideas, y el hecho de que el hombre pueda ser afectado (no sólo en su psyche sino también en su cuerpo) por  las mismas. La singular capacidad del hombre de tratar con ideas puede tomar la forma de hacer cuentas, incluso eventualmente contemplando las cosas bajo el prisma de los números, de lo cual Aristóteles no era partidario (contrariamente a Platón y los pitagóricos), aunque no negaba simplemente esta tendencia sino que la "discutía”, es decir la “sacudía” con razones para ver si resistía el embate.

Aristóteles nos enseño a ver las cosas con la inquisitiva mirada de las cuentas de la ciencia, pero también a ordenar bajo conceptos las otras cuentas de los hombres, desde el sentir de quien en el teatro encuentra un espejo de su destino hasta el sentir de un niño al que una narración (un cuento) deja estupefacto: “el amante del mito –philomythos- es de a su manera amante del saber –philomythos- pues el mito compila a partir de cosas que dejan estupefacto” (Metafísica 982 b18-19).

Y ¿qué es lo que deja estupefacto? Pues no otra cosa que lo que simplemente ocurre: el hecho de que uno sea seguido por su propia sombra, el hecho de que el hermano pequeño con el que jugamos desde que gatea, al crecer arranca a hablar, mientras que el perrito con el que hacemos lo mismo no lo hace…Y la cosa no se detiene ahí:

Estupor pueden provocar las vicisitudes por las que los hombres atraviesan y entonces surge ese mito (composición de los hechos- sustasis ton pragmaton  Aristóteles Poética  1450 b.) que la tragedia griega constituye, pues la ordenación mítica es como la esencia de la tragedia (“arche men oun kai oion psyche  o mythos tes tragodias”- Idem).

“Al principio el estupor lo provocaban cosas que se presentan de inmediato al espíritu, más  poco a poco se extendía a cosas más sobresalientes como el comportamiento de la Luna, el Sol, las estrellas y finalmente el hecho mismo de que haya universo” (Metafísica  982 b 11-17. Traducción propia algo libre pero que creo no traiciona el espíritu del texto).

Y así lo que ocurre hace al hombre discurrir, buscando una explicación. El mito es ya un enorme paso. Carlos García Gual lo ha explicado con toda claridad: El tantas veces llamado “pensamiento mítico” se caracteriza por servirse de los “mitos” para explicar y comprender el universo, el entorno tanto físico como social, y justificar con esas narraciones míticas las normas e instituciones tradicionales de la sociedad” (Carlos García Gual “Apuntes sobre los comienzos del filosofar y el encuentro griego del Mythos y del Logos” en La invención del Logos. Monográfico de Daimon Revista de Filosofía Julio- Diciembre 2000, p.55).

¿Quiero ello decir que hay allí un pensamiento científico? No exactamente pues meramente no puede tratarse eso. En primer lugar porque algunas ce las cosas que provocan estupor no han sido nunca objeto de ciencia, al menos en el sentido que nosotros damos a esta palabra,  simplemente porque no pueden serlo (me refiero a los asuntos sociales que involucran costumbres o instituciones); en segundo lugar porque aquello de lo que ocurre que sí llegara a ser objeto de ciencia a saber la naturaleza no se presenta de entrada como marcada por aquello que posibilita la ciencia, a saber, la necesidad natural. Ello ocurre en la historia de la humanidad por vez primera en Jonia y  como consecuencia surgirá la física y tras ella la metafísica, la reflexión que viene tras la física, es decir, la filosofía.

Pero la ciencia es un fruto, sólo un fruto más de la razón humana que tiene imperativos éticos y exigencias estéticas además de  prodigiosa capacidad de contar  o mitificar:

“Desde aquel lugar fui errante nueve días y en la noche del décimo lleváronme los dioses a la isla Ogigi, donde vivo Calipso, la de lindas trenzas, deidad poderosa dotada de voz, la cual me acogió amistosamente y me prodigó sus cuidados. Mas ¿a qué contar el resto?” (Homero Odisea Canto 12 versos 447 y siguientes. Traducción de Luís Segalá y Estalella. Montaner y Simón editores, Barcelona 1910).

Y en efecto poco en principio  debería quedar por contar, a tenor de lo ya contado.  Pues en el canto XII los retornados del Hades  escuchan en boca de  la diosa (“Circe la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz” Idem 142.) ” las  siguientes palabras: “¡Oh desdichados, que, viviendo aún, bajasteis a la morada de Plutón, y habréis muerto dos veces cuando los demás hombres mueren una sola! (Idem, Canto 12, 21-22).

Y después,  cogiendo  a Ulises de la mano  y apartándole de los demás, Circe le pide  que le contara lo ocurrido, “yo se lo conté por su orden” nos dice Ulises, tras lo cual la premonición y consejo de la hija del Sol:

“Llegarás primero a las Sirenas, que encantan a cuantos hombres van a encontrarlas. Aquél que imprudentemente se acerca a las mismas y oye su voz, ya no vuelve a ver su esposa ni a sus hijos pequeñuelos rodeándole, llenos de júbilo, cuando torna a sus hogares; sino que le hechizan las Sirenas con el sonoro canto, sentadas en una pradera y teniendo  a su alrededor enorme montón de huesos y de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo. Pasa de largo y tapa las orejas de tus compañeros con cera blanda, previamente adelgazada, a fin de que ninguno las oiga; mas si tú desearas oírlas, haz que te aten en la velera embarcación de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del mástil y que las sogas se liguen al mismo; y así podrás deleitarte escuchando a las Sirenas. Y en el caso de que supliques ó mandes a los compañeros que te suelte, átente con más lazos todavía”

Tras un Canto que contiene el episodio quizás más emblemático de la contradictoria síntesis de atracción y terror que provoca la belleza (resuelta privándose voluntariamente  de la capacidad de sucumbir) aun quedará sin embargo mucho por contar, y ello como Ulises exige “por su orden”, con una modalidad de rigor no coincidente con  el rigor de las cuentas métricas, pero no menos inapelable que  este último.

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21 de enero de 2021
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Una mujer

Se me había olvidado lo que era leer a Annie Ernaux. Ayer, bien caída la tarde, con una monografía de Auschwitz y tres mil quinientos trámites burocráticos todavía pendientes —qué mejor manera de pasar el mítico Blue Monday— me presenté ante mi estantería favorita de la casa y elegí Una mujer. Algunos lo llamarán procrastinar. Ya lo había leído aquella vez en Formentor, pero no importa, suelo releer los libros de Ernaux con la misma intriga que la primera vez, me ocurre desde que descubrí aquella edición antigua de Pura pasión. Es lo que tiene creer que padeces los mismos males que la autora.

Justamente, fue ayer cuando me di cuenta de que lo que más me gusta de Ernaux es su manera de ver su presente y situarlo de manera tan precisa. Creo que esta revelación se debe a que no tengo buena memoria, apenas me acuerdo de mi infancia, diría que mi primer recuerdo es de cuando tenía ocho años. Incluso mi pareja se lleva las manos a la cabeza cuando le cuento alguna historia, repetida, por supuesto, con la misma ilusión que la primera vez. Aun así, qué más da, se la vuelvo a contar.

Es la belleza y el arte de la situación literaria —los que hayan leído Una mujer me entenderán: las forsythias y el crucifijo, los barrotes subidos de la cama y el camisón blanco bordado, L’école des fans de Jacques Martin en un hospital de Pontoise. «Ahora, todo está unido».

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19 de enero de 2021
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Falsedades

Los inmigrantes que llegan al Reino Unido se ven ahora aún más humillados teniendo que memorizar una sarta de embustes

En la Edad Media el poder terrenal de la Iglesia era absoluto y se basaba sobre todo en tener a la gente divinamente engañada. No lo puedo asegurar, pero hay una alta probabilidad de que el siglo XXI sea conocido como “el siglo de la mentira”, una repetición de la Edad Media ahora con ejército inmaterial. Ello ha sido posible gracias a la destrucción de la educación llevada a cabo por todos los centros de poder a fin de gobernar con mayor facilidad.

Sin duda, estos primeros 20 años son una admirable farsa incluso allí en donde antes mentir estaba mal visto. He leído en un extenso artículo de Frank Trentmann, Britain First (está en la Red) las majaderías que los inmigrantes han de estudiar para asimilarse a los británicos. El autor conoce bien el texto (Life in the UK) porque él es uno de esos profesores de origen alemán que tuvieron que estudiarlo para ejercer. Hay aspectos cómicos como decir que el Día D “los británicos invadieron Europa”, olvidando que lo hicieron con las tropas aliadas. Otros tienen menos gracia, aunque sean igualmente detestables, como el blanqueo de los nazis y de Hitler eliminando cualquier mención del Holocausto.

También callan los crímenes del Imperio colonial y desaparece cualquier rastro de esclavitud en la isla. El Reino Unido parece una limpia patena, sin tacha de jingoísmo. El documento, editado por el Ministerio del Interior (Home Office), está a la sombra del Brexit en esta nueva y ridícula redacción patriotera. Los inmigrantes que llegan a Gran Bretaña se ven ahora aún más humillados teniendo que memorizar esta sarta de embustes. La denuncia de Trentmann exigiendo su retirada la firmaron 180 historiadores profesionales. ¿Alguien imagina algo semejante en Cataluña o el País Vasco?

 

 

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19 de enero de 2021

Imagen por Angel Santos en Unsplash

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Soñar en pequeño

No lo han dudado. Han negociado con los dueños de la casa rural que suelen alquilar los veranos, y se han mudado allí a pasar el invierno contemplando amaneceres con escarcha y zorros que platean el monte. “Las niñas van al colegio a caballo”, me cuenta mi amiga, que aguantará con su marido y sus dos hijas hasta la primavera en una aldea abulense sin hacer colas enmascarilladas, aunque tampoco se paseará bajo la luz de las farolas. Dos escritores teletrabajando: seis meses en una casona, forrados de libros. Las niñas sentadas en un pupitre de la escuela rural, los sábados corretean entre gallinas. Se trata de una escena bucólica en la que carecen de importancia las goteras o la impotencia de Amazon.

Difícilmente el mundo precovid hubiera aceptado el nuevo contrato en remoto que se ha impuesto, por el cual han empezado a renacer algunos pueblos golpeados por la falta de empleo de calidad, razonablemente remunerado y estable. Las normas que parecían sostener la estructura de las relaciones laborales se han flexibilizado, y acaso el mayor inconveniente sea el social: equipos sin contornos, sin roce ni perfume, envasados al vacío.

Lo rural se ha ido proyectando como un espacio pintoresco para los urbanitas. Un poco de antropología y otro tanto de paisajismo, una práctica accesible para doparse de neorruralismo chic. Pero la realidad es que los pueblos se empequeñecieron todavía más porque el modelo de vida que ofrecían había acabado por alejarse demasiado del ideal. La desconexión con las ciudades se había convertido en traumática: ahí estaba su gran anuncio de una vida con escaparates y avenidas con setos, de trabajos interesantes y centros de formación solventes, clubs, tascas y robots aspiradores Roomba, mercados capaces de proveerte de fresas durante todo el año aunque los tomates sepan a poliespán. Por ello muchas zonas rurales fueron perdiendo su dibujo al carbón y se ajaron, ante el peligro de convertirse en no lugares, una especie de pueblos dormitorio donde sus habitantes –sobre todo los jóvenes– adoptaban una posición más nihilista que en las áreas de extrarradio.

Algunos ayuntamientos creativos han empezado a promocionar a través de las redes campañas de repoblación, eso sí, sin autocares de solteras ni sorteos de jamones. Se trata de una invitación a un éxodo en sentido contrario. Porque, de repente, el tan humano soñar a lo grande se ha visto sacudido por lo imprevisto, instaurando una nueva humildad desde la que resurge el pueblo como un lugar donde respirar.

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19 de enero de 2021
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Los protocolos de los sabios de Trump

Igual que las novelitas pornográficas copiadas a máquina que circulaban de mano en mano con grave sigilo entre los adolescentes en mi pueblo, los adultos se pasaban entre ellos en las barberías, con no menos avidez, un folleto en cuya portada figuraba un judío barbado a cuyas espaldas brillaba, con fulgores luciferinos, una estrella de David.

Los Protocolos de los sabios de Sión. Este panfleto, de pobres pero convincentes invenciones, exponía la trama de una conspiración tejida por los judíos para sojuzgar al mundo. Nadie, ni en un lugar tan alejado de los centros de poder como Masatepe, ni en ningún otro de la tierra, escaparía a esos tentáculos viscosos; y si hasta el magnate Henry Ford, quien había pagado de su abundante bolsillo la impresión de ediciones enteras del folleto en Estados Unidos, creía en esa fábula urdida con habilidad pueril, cómo no iba a convencer a un ebanista de mi pueblo, o a un criador de gallos de pelea de los que se congregaban en la tertulia de las barberías.

Hitler creyó también, o fingió creer en Los Protocolos de loa Sabios de Sión, que le sirvieron como pretexto ideológico para el exterminio de millones de judíos. Cuando me topé con ese folleto, que aún hoy no pierde vigencia, estoy hablando de los años cincuenta del siglo pasado. Entonces el horror de los campos de concentración nazi era ya cosa más que sabida, aún en los pequeños pueblos como el mío, pero era mucho más fuerte la avidez de la gente sencilla de ser partícipe de los graves secretos que los protocolos revelaban.

Sencillos y letrados, todos somos hijos del mito, y es tentador siempre pensar en términos de fábula; en ese terreno pantanoso, la conspiración y la profecía se hallan a sus anchas para explicar las ocurrencias diarias del mundo, desde la catástrofes naturales a las guerras; no en balde las Profecías de Nostradamus reviven cada comienzo de año para develar las contingencias siempre amenazadoras del futuro.

Y Los Protocolos de los Sabios de Sión, que justificaron los pogromos en la Rusia zarista, y las cámaras de gas de los nazis, no sólo no pierden vigencia hoy día, en pleno siglo veintiuno, sino que engendran descendencia.

Todas las fábulas inventadas por los militantes de la secta QAnon de la ultraderecha de Estados Unidos, pertenecen a la misma estirpe alimentada en la puerilidad que lleva a millones a creer que debajo de nuestros pies hay un mundo de aposentos subterráneos donde figuras famosas celebran aquelarres para manipular a su antojo nuestras vidas; cuando en realidad los manipuladores son quienes crean esas leyendas que pertenecen al mejor de los mundos de las historietas dibujadas en cuadros.

Nos hallamos en el apogeo de la era de las realidades alternativas. Ese otro mundo que no vemos, pero desde el que se controlan supuestamente  nuestras mentes, responde a los mecanismos naturales a la ficción. Y es regido por claves secretas, como en El código Da Vinci, de Dan Brown.

No es que quiera culpar a Dan Brown de la existencia de QAnon, pero la credibilidad de un dedicado lector suyo, viene a ser la misma. En una ocasión, me encontraba en la iglesia de San Sulpicio en París frente al cuadro de Delacroix, Jacob luchando contra el ángel, cuando la voz del guía al que rodeaba un grupo de turistas llamó mi atención: habían viajado hasta allí, desde Ohio o desde Dakota, con el exclusivo propósito de ver el lugar donde Silas, el albino del Opus Dei, busca la clave del paradero del Santo Grial.

Claves siniestras, hilos conductores de la conspiración de que se sienten víctimas, dirigida por estrellas de Hollywood, y a cuya cabeza se halla el villano mayor, George Soros, Gran Maestro del Estado Profundo, peor que Lex Luthor, el archienemigo de Supermán.

Es una historieta cómica, pero con consecuencias. Uno de los QAnonianos entró disparando en 2016 en una pizzería de un barrio de Washington, antes los ojos asustados del pobre dueño del local. El agresor había sido convencido de que desde allí se dirigía una red de ritos satánicos dedicada a la pedofilia, según la secta descubrió en el texto de correos electrónicos que contenían mensajes codificados. A la cabeza de esa red diabólica se hallaba nada menos que Hilary Clinton, candidata entonces a la presidencia por el partido Demócrata.

Enlistados por el FBI como terroristas potenciales, los cabecillas de QAnon se hicieron visibles en el reciente asalto al Capitolio. Y como en las tramas de los comics, responden ante un Jefe Supremo incógnito que se halla dentro de la misma Casa Blanca, al lado de Trump, y que a través de las redes va dejando rastros para que sean encontrados por los soldados de la causa de la pureza racial.

Que los QAnon pertenecen a una historieta cómica puede verse por sus atuendos, como el de Yellowstone Wolf, con sus cuernos de vikingo, envuelto en una piel de bisonte y su lanza en ristre, y que ahora en la cárcel reclama comida orgánica.

Y, por supuesto, los QAnon creen en los platillos voladores, y en los extraterrestres, desde luego que las civilizaciones intergalácticas desarrolladas están gobernadas por supremacistas blancos. Faltaría más.

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18 de enero de 2021
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Eterna sed de amar

 

A finales del año en el que redescubrimos nuestra condición de Homo nostalgicus, volvió a las salas de cine, remasterizado en 4K, el universo de Wong Kar-wai, y seguirá acompañándonos en el inicio del nuevo. La sensación de déjà vu renueva el encanto de películas como In the Mood for Love en su vigésimo aniversario. Un plano memorable es como el amor, dice el director, pues requiere el momento preciso en el lugar idóneo, con la luz adecuada y el movimiento exacto. Así construye sus narraciones fílmicas, a medida que la cámara graba múltiples variantes, de las que solo una ínfima cantidad acaba en el montaje final. A menudo sus películas son resultado de un rodaje tan largo como extenuante y conflictivo, que arranca apenas sin guion. Sobre Happy Together declaró que había ido a parar a Argentina con dos personajes en mente, una ciudad y nada más. In the Mood for Love la ultimó un 20 de mayo de 2000, in extremis para Cannes, pero el rodaje habría podido eternizarse. Tenía tanto metraje que solo utilizó una trigésima parte. Apuró lo indecible cuando optó por un final crepuscular en las ruinas del templo camboyano de Angkor Wat. En busca de localizaciones en Tailandia, visitó el barrio chino de Bangkok. Las calles, las oficinas y los comercios tenían una textura más parecida a la de su niñez en el antiguo Hong Kong, desaparecido bajo los rascacielos de la ciudad globalizada. Allí, entre el colectivo de emigrantes de Shanghái, con sus propias costumbres y lengua, recalaron sus padres, y él creció rodeado de puestos de comida callejera y viviendas comunitarias, atestadas de aromas y convenciones sociales. Como si en Bangkok hubiera mordido la magdalena de Proust, decidió rodar escenas allí para dar con la tonalidad que se le había resistido. Sumaba ya quince meses de producción, y pidió al Festival de Cannes que la suya fuera la última película en proyectarse. Los subtítulos se acabaron de ajustar justo antes del estreno, pero el sonido no se oyó en estéreo ni se mostró la versión final. Aun así, cautivó con su viaje en el tiempo al Hong Kong de inicios de la década de 1960 —el de su infancia— a través de la historia, en apariencia nimia, de dos individuos solitarios que se cruzan al alquilar sendas habitaciones vecinas y a quienes no solo se les mezclan los muebles en la mudanza, sino también sus respectivos cónyuges. De la herida surge el acercamiento para explorar juntos cómo empezó el romance entre sus parejas y así quedan atrapados en una historia de bolero. Y entonces se obra el milagro del cine: toda la sala vibra en una imborrable coreografía de cuerpos, colores y música. De aquí para allá, termos con fideos, miradas esquivas o directas, los ceñidos quipaos con cuello alto de ella y los trajes occidentales de él que se rozan en escaleras y pasillos...

En 2000, terminado un siglo cruento y con un futuro de libre mercado, digitalización y crecimiento por delante, se estrenó la obra maestra de Wong Kar-wai sobre oportunidades malogradas y sentimientos silenciados. En la antesala de las redes sociales, su película, anclada en la especificidad de Hong Kong (de identidad híbrida, transitoria y convulsa), caló en buena parte del público internacional porque el sentimiento de pérdida y la necesidad de consuelo son universales. Vista hoy, su apuesta narrativa vuelve con la transgresión redoblada de premiar la imaginación del público —a sus parejas no se les ve la cara y a los protagonistas los observamos a través de obstáculos: paredes, cortinas, espejos, relojes, cristales polvorientos, igual que se mira el pasado—, cuando hoy priman la sobreexposición, la transparencia y la hipervigilancia. 1966, cuando acaba la relación entre el señor Chow y la señora Chan, supuso el fin de una época con la llegada de la Revolución cultural. Este 2020, que nos hizo sentir atrapados en el tiempo, también lo percibimos como el desenlace de algo.

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18 de enero de 2021
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Dos  blancos

Me fijé en las fotos de los reportajes periodísticos, en las imágenes de todos los informativos, algunas en directo, y nada: se veía sólo una porción del género humano. ¿Por la nieve? La nieve aquí caía, es verdad, con su luminaria post-navideña llena de símbolos, ramas de árbol rotas, estalactitas colgantes como espadas de Damocles de un firmamento que se te puede venir encima, la alfombra helada donde te caigas y te rompas la crisma. Para el resbalón no hay vacuna; sólo yeso, o titanio.

Yo me refiero a otro blanco, a otro mundo, a otro peligro que no depende del tiempo atmosférico. En los cientos o miles de asaltantes del Capitolio las consignas y los atuendos variaban, pero había algo que identificaba a todos: el color de su piel. Como si una nevada racial hubiese irrumpido en los hogares de los descontentos pro-trumpianos (los hay por decenas de millones), unidos no solo en la patochada violenta sino en la unanimidad del cutis.

Ha habido en la historia guerras de religión, de conquista territorial, de herencias y pendencias tribales o sociales. Y guerras civiles, de las cuales conocemos, los legos en la materia, dos casos próximos, la nuestra del siglo XX y la guerra civil del XIX que la novela y el cine norteamericano nos han acercado con detalle. El rubio Trump está al frente de un ejército confederado de gente blanca que no soporta la libertad o el progreso del negro. ¿Dos américas, al modo machadiano de las dos españas? El auge, aún tan tímido, de la gente negra tiene sus precedentes históricos: las mujeres, los homosexuales, los desposeídos de sus tierras natales o sus casas, los explotados, han sido como negros durante siglos, y en todo lugar donde una mayoría se sienta amenazada por los igualitarismos del diferente habrá conflicto o guerra. Ahora, mientras escribo, se disipa la nieve y su hermoso blanco. Pero el color mata.

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18 de enero de 2021
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El Boomeran(g)
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