Juan Lagardera
Ahora que andamos con los dimes del Consejo Superior del Poder Judicial, y a la espera de los diretes, me he tomado la molestia de proponerles un top ten tan del gusto anglosajón sobre al género cinematográfico dedicado a la justicia, empezando por recomendarles que se abonen a cuantas plataformas de televisión puedan y deseen dado que los últimos aparatos reproductores ya son capaces, conectados a internet, de conseguir cualquier película en el archivo infinito de la red. Al parecer, desde que tenemos esta capacidad alienante de ver la tele sin desmayo ha disminuido el consumo de alcohol y hasta el índice de criminalidad.
Así que vayamos a los clásicos. La película predilecta del gran penalista Javier Boix, no puede ser otra que Testigo de cargo (Witness for the Prosecution), obra maestra de Billy Wilder en la que el guapo Tyrone Power consigue engañar a su propio abogado, el inefable Charles Laughton, quien termina fumando puros a pesar de su infarto y fascinado con Marlene Dietrich. La mentira como herramienta de convicción.
Otro clásico, Anatomía de un asesinato, de Otto Preminger, comparte con la película anterior la estrategia del engaño por parte del criminal ante su propio defensor, en este caso el soldado Ben Gazzara frente a James Steward, este último dedicado a la pesca y a fumar en pipa con un amigo jubilado, con quien forma un dúo de solitarios en la América rural. Aunque el clásico de los clásicos es, claro está, el film Matar a un ruiseñor de Atticus Finch / Gregory Peck bajo dirección de Robert Mulligan, cuyo sentido de la justicia y la ética le hace ser uno de los personajes más empáticos sino el que más de la historia del cine –y de la literatura, por más que su creadora, la novelista sureña Harper Lee, firmara una segunda parte (Ve y pon un centinela, publicada en 2015) tratando de liquidar el mito de Atticus. No ha podido.
Cómo no, en esta lista no puede faltar Doce hombres sin piedad (12 Angry Men) de Sidney Lumet, la duda razonable y razonada con Henry Fonda rodeado del mejor elenco de secundarios que se hayan podido concentrar en un escenario tan reducido como la sala de un jurado bajo el mando fotográfico de Boris Kaufman (el hermano de Dziga Vértov). A su altura, la francesa La verité, de Henri-Georges Clouzot, con Brigitte Bardot en el mejor papel de su carrera, una musa del situacionismo parisino. También añadiría al top la producción monumental con actores de postín que llevó a cabo Stanley Kramer sobre el juicio de Nuremberg, que aquí titularon ¿Vencedores o vencidos? (Judgment at Nuremberg). Y debería incluir otra de Spencer Tracy, el afable actor que todos desearíamos como letrado: Una noche traicionera (The People Against O’Hara), de John Sturges.
De las recientes solo seleccionamos El juez, duelo de actores y actitudes complejas, Robert Duvall y Robert Downey Jr. Y una teleserie, desde luego, The Good Wife –y su secuela, The Good Fight–, en las que lo mejor no son los abogados sino los jueces, precisamente, a cada cual más extraviado en su propio mundo. Ya no se parecen en nada a los magistrados de las películas clásicas. Todo ha cambiado, la justicia se ha ensimismado, convertida en un oficio de papeleos y recursos. En nuestro país, además, se suele tardar de uno a dos lustros en instruir una causa. Entonces, me pregunto, si en el tiempo en que se tarda con la instrucción, el acusado se ha arrepentido, pide perdón, restituye lo que pueda del mal cometido y la comunidad de vecinos avala su integración social, entonces qué, ¿cómo se hace justicia?