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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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Alta fidelidad, baja definición

"Es más fácil mimeografiar el pasado que imprimir el futuro", sentencia la canción de Zeca Baleiro. Ahora bien, ¿quién ha puesto una mano en un mimeógrafo? ¿Quién siquiera los vio, o sabe cómo eran? Antiguamente, el pasado remoto tenía que ver con siglos o milenios; hoy nos cuesta trabajo imaginar cómo era el universo cuando fuimos niños. ¿Quién concibe del todo un mundo monaural? ¿Uno sin internet, ni celulares, ni mp3, ni cds, ni fax, ni videojuegos, ni aparatos de control remoto? Cada vez que asistimos a la proyección de imágenes de los años ochenta, éstas ya lucen lo bastante borrosas para ubicarlas junto a las películas en blanco y negro, que a su vez son vecinas del cine mudo, amontonadas todas en el tiradero de lo que casi nadie quiere ya mirar. Diría incluso que una máquina reproductora de laserdisc parece de algún modo más antigua que un tocadiscos, pues amén de vetusta se ve descontinuada y eso ya es demasiado.

     Hace unos días supe que un antiguo compañero de escuela resolvió, allá por los ochenta, que todo ese blin-blin del compact disc era una estafa planetaria con la que no pensaba colaborar. Desde entonces, el tipo atesora sus long plays, convencido de que aquella es una tecnología superior, cuidando de que sus mágicos surcos no sufran menoscabos apreciables y gozando del hiss cual si fuese un resuello de Marilyn Chambers; tras un cuarto de siglo de pureza inviolable, hoy cantará victoria nada más enterarse de que el mp3 se halla en trance de sepultar al cd, y hasta habrá hecho la cuenta del dineral que ha terminado por ahorrarse. En cuanto me contaron de tan obsceno affaire con la obsolescencia, ya no pude evitar imaginar a aquel sujeto en rigurosa baja resolución, acaso con fantasma y la piel invadida de tonos rojizos. Asimismo supongo que todo ese negocio del video digital y la alta definición le parecerá nada más que un chanchullo intolerable frente a la refulgencia de su Betamax; verá quizás la vida como una suspirante invitación al rewind.

     La apariencia del mundo puede ser similar a la de hace veinte años, no así los aparatos que la registran. Tampoco las costumbres comodinas de sus dueños, entre los cuales pocos ya recuerdan en qué se entretenían mientras se regresaba la cinta. Tengo, eso sí, aún impresa en el coco la imagen de mi padre manipulando los botones traseros de la televisión con el celo de un cirujano cardiovascular, o la mía soportando un programa infumable por la pura pereza de levantarme a cambiar de canal. ¿Qué habría hecho luego sin el control alámbrico de la TV por cable, o sin la Betamax que llegó equipada con mi primer control de rayos infrarrojos? Quienes no contemplamos la posibilidad de pasarnos de nuevo diez horas seguidas jugando al Burger Time en el Intellivision, vemos cualquier posible retroceso como la pérdida de un órgano o un miembro. ¿Cómo a explicarle a un fanático analógico el cariño enfermizo que inspiran ciertas prótesis, y el naufragio que implica verse un día orillado a prescindir de ellas?

     Jamás es uno justo con el pasado, y al futuro tal vez lo sobrestima. Imagino a mi ex compañero de la escuela reparando una cinta de ocho tracks y echando pestes contra la tramposa modernidad de los cassettes. No vayamos tan lejos, ¿cuándo sería la última vez que empleamos la palabra diskette? ¿Hasta cuántas docenas de fotos de una Sony Mavica llegaban a caber en sus mil cuatrocientos humildes kilobytes? ¿Quién no va a carcajearse cuando de aquí a cinco años nos acordemos de una foto pixeleada? Escucho el tic-tac de un reloj analógico y me temo que cualquier día de éstos el futuro despertará obsoleto.

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23 de septiembre de 2008
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Al final del verano

Regresar a la noria de la vida real es como estar de vuelta de unas vacaciones. Tiene uno varias cosas que contar y todo un equipaje por deshacer. Se diría que estamos mejor preparados para enfrentar a los demonios mustios de la rutina. Hace ya mes y medio que sin pensarlo mucho -en cuyo caso me habría arrepentido a tiempo- partí hacia una ficción que, como todas, se aparecía simple en un principio. Sería por ahí del capítulo sexto que lo que suponía una lagartija revelóse como un mañoso cocodrilo de cola tan extensa como esquiva. Y ni modo de dar marcha atrás, si ya estaba metido hasta el cuello en el pantano.

     Hace unos meses que Santiago Roncagliolo me sugirió -con la sonrisa socarrona que adiviné a través de la línea telefónica-, no bien le confesé que andaba por la página cuatrocientos de la novela y no veía el final ni con prismáticos, que simplemente los matara a todos y empezara con una nueva historia. Uno de esos anticonsejos que se agradecen por las risas que regalan. Lo cierto es que es difícil matar a uno solo de los personajes, ya no digamos a la totalidad. No se dejan, son harto resbalosos, apenas se descubren acorralados aducen que les falta mucho por hacer. Y uno, por más que quiera, está muy lejos de ejercer el despotismo que se antoja urgente. No se escribe ficción para contar un chisme, como para indagarlo; y eso toma su tiempo. Esto es, el tiempo de uno, incluyendo esas horas de sueño en las que se despierta intermitentemente sólo para enfrentar una desesperante sequía de respuestas. "¿Y ahora qué va a pasar?", sería la pregunta. No saberlo es dormir sin descansar, o en su caso descansar sin dormir. Peor todavía cuando en cuestión de horas hay que volver con una respuesta que al menos en principio parezca verosímil. Trabajo de malandro, a todas luces.

     No era que me faltaran las ganas de matarlos, pero tenía que empezar por Fidel y para ello contaba con un solo atorrante, cuyas habilidades se limitaban a maltratar borrachos y transportar putitas. ¿Podía un hombre así cumplir con un trabajo ligeramente menos complicado que viajar hacia el norte de Pakistán y volver con el fiambre de Bin Laden? No había mucho tiempo para meditarlo. Cuando uno se somete a los rigores del folletín en diarios episodios y lo hace sin más plan que ir detrás de la historia a como dé lugar, difícilmente puede adelantarse. La ficción le acontece, como la vida diaria, y hora tras hora se confunde con ella. Terminar un capítulo es comprar un par de horas de respiro y sentenciarse a veintidós de respingo, durante cuyo transcurso se escapa de ese limbo sin destino al que toda ficción en proceso parece irremediablemente condenada.

     El gran problema de los personajes es su similitud con las personas. No puede uno confiarles una misión sin arriesgarse a que se le pongan al brinco y terminen haciendo lo que les venga en gana. Crecen los personajes y el narrador ha de calzarse zancos. Encima de eso uno cree conocerlos y cualquier día le vienen con facetas ocultas, de modo que no acaba de quererlos, ni de odiarlos. Así que al fin se lanza a devorar todos aquellos datos paralelos que juzga pertinentes para seguir con su averiguación. En mitad de la historia, tomé un avión de México a São Paulo llevando en la maleta dos novelas de Henning Mankell, que a la postre no hicieron sino confirmar mi papel de investigador transparente en una historia donde la policía tenía un papel tan fugaz como decorativo. Días después, la proyección de la espléndida Tropa de elite me recordó que las historias nunca transcurren por el camino deseable, sino por el posible. La ficción nada sabe de moral, menos aún de escenarios deseables. La creemos o no, tal es en cualquier caso su derecho a existir.

     Me habría gustado repasar Flor de Lottoir un tanto más lento, darle forma, afinarla, como se hace con una novela. También habría querido meterle un buen plomazo a Segismundo Andersón, y cuando menos rasurar las barbas de Fidel, pero esas cosas uno jamás las decide. Llegué a temer que la ficción de verano cruzaría impunemente la frontera del otoño -igual que la novela de las cuatrocientas páginas pasa ya de quinientas y va en camino hacia las setecientas- pero la matazón ocurrió con una razonable celeridad. No quisiera decir que es un experimento, si bien toda ficción lo es a su modo. Sucedió y ahí está, como la consecuencia de una fechoría secreta. Quiero pensar en ella como un bonsai -una rama deforme que no espera crecer, ni dar sombra, ni servir de columpio- y creer que algún día, tal vez otro verano, una de sus semillas se convertirá en árbol. Igual que un atorrante se transforma en matón, un dictador en mito, una puta en señora. Wishful thinking, diría el facilitador Mauricio Morazán.

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22 de septiembre de 2008
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Flor de Lotto / y XXXII

XXXII. Epílogo y oasis.

-¿Qué me cuentas, amiguito? -el facilitador viste un saco de terciopelo guinda y un pantalón de pana que lo tienen sudando de la frente a los pies- Ya me dabas por muerto ¿no?

     -¡Mauricio! -Segismundo se queda de una pieza, pero ya se maldice por haber cometido la torpeza de pretender esconderse en Las Vegas.

     -What the hell is this asshole doin' here? -murmura en sus oídos Wendy West, lo ve palidecer ante la aparición.

     -Calma, chicos, no muerdo -Morazán les sonríe con una rara afabilidad- ¿Me dejan invitarles un whisky, un martini, un Bloody Mary?

     Han pasado ya veintisiete días desde que Segismundo regresó a los Estados Unidos. Luego de una semana encerrados en un hotel de Gatesville, en espera del día de visita en la Unidad Mountain View, él y Wendy salieron de Texas con la avidez de vida suficiente para correr en busca del primer oasis. Se había quedado afuera de la cárcel, la vio salir de ahí llena de una tristeza que lo hizo sentir fuerte. Responsable. Entero. Funcional. ¿Será tal vez por eso que le acepta a Mauricio la invitación y le suplica a Wendy que lo espere a las puertas del MGM?

     -¿El Fidelotto? -se sorprende genuinamente Morazán- ¡Eso quieres saber! No me digas que no te lo explicó tu enfermerita...

     -Nadie me explicó nada, empezando por ti.

     -No irás a reclamarme, después de haber quemado mi coche. Tienes suerte, amiguito. Me lo pagó el seguro, estamos a mano.

     -¿Esperas que te crea que nos vas a dejar en paz?

     -¿Quién es esa gringuita? -a no ser por el tono de sarcasmo, se diría que el facilitador está del todo libre de malos sentimientos- ¿No es de casualidad una de tus mininas cariñosas?

     -¿Qué te importa, mierdita? -masca rabia Andersón- Sigo esperando que me expliques en qué me metiste.

     -¡Qué carácter, muchacho! Yo te hacía contento, en tu papel de Supermario. Ya te dije que estás perdonado. En lo que a mí me toca, no hard feelings.

     -¿No me vas a contar? Me voy, entonces.

     -¿Qué quieres que te cuente? Pura historia antigua. Supongo que ya sabes para quién trabajábamos...

     -No sé nada, te digo. Sé que querían matarme, ayudados por ti.

     -Tú también intentaste quemarme vivo, ¿no? Jurabas que yo estaba en la casa de los Zarur. Por eso digo que estamos a mano. ¿Esperabas que te dijera que trabajábamos para el gobierno cubano? Me habrían escabechado antes que a ti. ¿De qué te quejas, pues? Te cagaste en las instrucciones que te dimos. Te echaste a mi cliente y a su hijita, con todo y piernotas. Y estás vivo, además. ¡Lotería, amiguito!

     -¿Y tú esperas que yo me crea esas paparruchas?

     -Tú te crees cualquier cosa, mi rey. Te tragaste completo el cuento del Fidelotto, ¿no es cierto? Ahora ya no tengo para qué mentirte. Si no me crees, termínate tu bloodybloody y bye-bye.

     -¿Me estás diciendo que el gobierno cubano quería que matáramos a...?

     -A Camilo Peñuelas, claro. Igual que a otros catorce dobles que andaban en diferentes países, dos de ellos en La Habana. ¿Quién más querías que se inventara el cuento del Fidelotto, sino El Interesado? ¿Sabes la cantidad de cubanos de Miami que pusieron sus ahorros en ese negocio? ¿Por qué se lo creyeron? Porque querían creérselo. Wishful thinking, nomás. A estas alturas, ninguno tiene claro qué pasó con el verdadero Fidel Castro. Para que de una vez me entiendas, ni yo sé si está vivo. Luego de tantos dobles muertos por aquí y por allá, nadie tiene muy claro qué fue del legítimo dueño de las barbas. Esa era la tirada, amiguito. Además, claro, de hacer algún dinero. Cash for The Revolution, buddy. Y es más, para que veas que no te guardo rencor, voy a darte de vuelta tu tarjeta. No te voy a decir que hay un millón de dólares en la cuenta, pero dudo que no te sirvan veinte mil... Puedes sacar hasta quinientos diarios, en cualquier ATM.

     -¿Mi tarjeta? -Segismundo abre la boca y extiende la mano: es, en efecto, la tarjeta que usaba en sus primeros días en México -¿Por qué la traes contigo?

     -Ya sabía que estabas en Vegas, mi querido Andersón. Soy un tipo informado, ¿no sabías? Y ocupado también, así que hasta la próxima. La vidita da vueltas, Segismundo. Nunca sabe uno cuándo se le va a ofrecer algo de sus amigos. ¿Amigos, pues?

     Se despiden con un apretón de manos. Antes de regresar a la calle, Segismundo se acerca a un cajero electrónico y comprueba que el saldo de la tarjeta asciende a poco menos de veintiún mil dólares. No acaba de creérselo. Regresa al bar, pide una botella de Moet et Chandon y se la acaba en quince minutos. Sale a la calle, cruza el Strip y sonríe con ganas al advertir que Wendy lo espera entre las garras del gigantesco león del MGM. No va a salir de pobre con veinte mil dólares, pero alcanza para llevársela a otro pueblo. ¿Vancouver, Seattle, Los Angeles, Tijuana? Una vez que la alcanza y se deja abrazar por ella, que todavía tiembla por su ausencia, le pregunta si trae su pasaporte, pero es inútil: hasta donde recuerda, lo olvidó en Mountain View.

     -Your driver's license, Honey? -insiste Segismundo, que a pesar o quizás a causa de su profundo estado de ebriedad recuerda que según las leyes de Nevada, Wendy no necesita de más documentos para enfrentar a un juez del registro civil en la capilla de cualquier hotel.

     Han pasado unas horas. Son las diez de la noche y la pareja apenas se tiene en pie. Han bebido champaña como náufragos. Son indudablemente inconvenientes el uno para el otro, pero al menos los dos conocen de memoria el estribillo de la canción. La licencia de Wendy, expedida por el estado de Louisiana, certifica que el nombre de la portadora es Sharon Eileen Westinghouse y nació el 27 de febrero de 1982 en la ciudad de Shreveport. Detrás de ellos, un doble de Elvis Presley se descose cantando Love Me Tender.

Ilhabela, Brasil. Verano de 2008.

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18 de septiembre de 2008
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Flor de Lotto / XXXI

XXXI. A Fish Called Wendy.

Segismundo habría deseado comprarse algo para beber, pero ya el precio del pasaje de autobús a Laredo ha dado al traste con el resto de los pesos que sustrajo de la mochila del difunto Camilo Peñuelas. Afortunadamente le pidió a Wendy que lo busque en la terminal de autobuses de Nuevo Laredo. Jamás ha puesto un pie en Tamaulipas; no se le habría ocurrido otra referencia. Cuando llega la hora, trepa al estribo presa de una jaqueca indiferente al poder de las dos aspirinas que alcanzó a comprar con las pocas monedas que le quedaron. Vomitó un par de veces, en el baño. Después se echó a llorar, con la imagen de Carolina fija en la cabeza. Sumergido en una ola de remordimientos.

     Había tomado un taxi, no bien vio que la falsa enfermera desaparecía y esperó unos minutos en la cabina telefónica, con un idiota miedo a verla aparecer de nuevo. Ya de camino a la terminal, un tumulto le hizo volver la vista hacia el Land Rover negro parado a media calle. En medio del gentío había dos patrullas y una ambulancia que le dieron un vuelco en las entrañas. Bajó del taxi, caminó como un zombi entre la gente, que al final no era tanta porque llegó bien pronto hasta el cordón policial. La vio entonces ahí, con la cabeza recargada en el cristal derecho salpicado de sangre. No tuvo fuerza para preguntar, pero ya los mirones difundían la brevísima historia del siniestro: la señorita se paró delante del semáforo y se metió un plomazo en la boca. Las puertas aún estaban cerradas con seguro, el motor continuaba funcionando.

     A lo largo de todo el viaje a la frontera, no dejó de escuchar el eco desquiciante de sus palabras. Bienvenido al selecto club de los chacales. ¿Terminan todos los matones así? ¿Opera en cualquier caso la moraleja de Judas Iscariote? ¿Se atrevería a contarle esas cosas a Wendy, que ya tenía bastante con vivir esperando la inminente ejecución de su madre? ¿Acabaría enterrándolo, cuando el remordimiento lo alcanzara igual que a Carolina? No sabe si se siente peor por haberla juzgado injustamente o por dejarla sola con sus demonios, pero al cabo una cosa condujo a la otra. Cuando el autobús llega a su destino, luego de detenerse en dos docenas de pueblos y esperar media hora en Monterrey, son ya casi las seis de la mañana. Ha olvidado a qué hora prometió Wendy que lo recogería, pero igual ya dejó de interesarle. Está tieso, aturdido, vencido, ni siquiera echa en falta el instinto de supervivencia. No es que quiera matarse, pero sí morirse. Sin meter una mano, como una planta seca.

     Wendy aparece al cuarto para las once. Lo encuentra dormitando en una banca, con un aspecto tan lamentable que siente pena de tener que despertarlo. Para extrañeza y sobresalto generales, Segismundo no ha abierto los ojos y ya grita como un desquiciado. Wendy lo abraza fuerte y le repite que está con él, pero la pesadilla no se disuelve. Se levanta con un rictus de horror, no soporta siquiera la culpa por haberse atrevido a conciliar el sueño. Con todo, reúne la congruencia suficiente para rogarle a Wendy que compre los periódicos.

     Ya son las tres cuando se atreve a leer. Nada de Carolina, ni del incendio, ni de los otros muertos. Están los dos sentados a un lado de una tienda de artesanías. Wendy insiste: ya es hora de cruzar la frontera. Encontró sus papeles en el departamento de Key Biscayne, pero ni un solo dólar. Todo estaba revuelto, además. ¿Desde cuándo? Quién sabe. Vale más que no vuelvan a Miami. Ella tiene un dinero, por lo pronto. Pueden tomar un Greyhound a Los Angeles, pasarse a Canadá, buscar algún pueblito donde a nadie le quepa en la cabeza buscarlos. ¿Le importa si antes de eso hacen una pequeña escala en la cárcel de Gatesville, donde está su mamá en el corredor de la muerte? Querría despedirse, cuando menos. Segismundo la mira de hito en hito, hasta soltar una risilla amarga que le da algún consuelo. Como siempre que deja un tiempo de verla, vuelve a decirse que bien podría ser hija de Jamie Lee Curtis. La melena, los ojos, la sonrisa. Mucha mujer para un sacaborrachos culpabe de tres homicidios en defensa propia y uno por abandono.

     Al momento de cruzar la frontera, Segismundo Andersón alberga la esperanza de ver su foto en la oficina de inmigración. Mirarse detenido, esposado, deportado, preso en alguna celda llena de cucarachas. Aún así, experimenta alguna piedad por su salvadora. Se dice que a la pobre le ha tocado vivir entre criminales. Se siente bien por ella, más que por él, cuando el oficial les franquea el paso. U.S. citizen, ha dicho, presa de una asquerosa comezón en la conciencia. Dos cuadras adelante, se desmaya en los brazos de Wendy West.

     Cuando despierte se lo contará todo. Y ella lo abrazará, llena de gracia.

Mañana en FLOR DE LOTTO: XXXII. Epílogo y oasis.

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17 de septiembre de 2008
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Flor de Lotto / XXX

XXX. ¿Te importa si respiro? 

Las soluciones fáciles difícilmente alcanzan para más que relajar los nervios de quien las ingenia. No poca cosa, en fin, cuando ni con los ojos bien abiertos consigue uno librarse de los gritos de aquellos a quienes hace poco despachó hacia el infierno. Son las seis de la tarde en la carretera San Luis-Matehuala y ninguna estación de radio informa de los muertos del día anterior. Por un momento Segismundo vuelve a cerrar los párpados y alberga la fugaz ilusión de que todo ese horror sólo ha sido un mal sueño.

     -Nunca he matado a nadie -murmura en voz bien baja, pero ya Carolina lo ha escuchado y le dedica una mueca de sorna.

     -Nunca habías, Corazón -corrige Carolina desde el volante del Land Rover que ambos robaron en Querétaro, en reemplazo del Mustang que traían desde Tecamachalco-. Bienvenido al selecto club de los chacales.

     -¿No sientes nada... tú? -Segismundo no acaba de saber si se refiere al tema de la mala conciencia o piensa en sentimientos más elaborados. En todo caso se pregunta si ella es aún capaz de sentir cualquier cosa.

     -Siento algo de calor, aunque no sé si sea cosa mía. ¿Por qué no enciendes el aire acondicionado?

     -No te entiendo -intenta provocarla Segismundo-. En realidad no sé quién seas, ni qué busques... ni qué esperas de mí.

     Silencio. ¿Será que a esta mujer no le pega cuando menos el miedo, ya que el remordimiento y la ternura están lejos de ser su negocio? ¿Tendría que querer o buscar cualquier cosa que no fuera evitar pagar las consecuencias de la noche anterior? Nuestro héroe baja ya por la pendiente de la desilusión y no tiene intenciones de llegar más abajo. A diferencia de ella, siente frío, pero ya se lo quita con un par de recuerdos querendones. Como siempre que cae en el vacío pasional hacia el que ahora mismo se precipita, recobra la entereza dibujando en el aire el nombre de otro amor imposible. ¿Era imposible Wendy, ahora que lo piensa? Imposible sería, para el caso, salvarse en compañía de Carolina, cuya mayor destreza parece consistir en reemplazar los agujeros con despeñaderos. ¿Le habría ido mejor en compañía del Fidel colombiano? Lo más probable es que se muera sin saberlo. ¿Qué es, pues, lo que sí sabe? Una cosa nomás: si estuviera a su lado, Wendy no dudaría en rescatarlo.

     Sharon Eileen Westinghouse, conocida también como Wendy West. Nacida veintiséis años atrás en Shreveport, Louisiana, hija única de un pastor evangelista que vivió catorce años eludiendo el olfato del FBI por una larga cadena de estafas, y una administradora luterana condenada a la pena capital desde diciembre de 1991 por el asesinato de dos policías en Austin, Texas, más el de su marido estafador en Gonzales, Louisiana. De enero de 2003 a septiembre de 2007, trabajó como stripper en el club Cheetah III de Atlanta, Georgia, a cuyo dueño debe su nombre de batalla. Más tarde se integró al equipo de call girls ambulantes que hasta hace unas semanas se movía en la camioneta conducida por Segismundo Andersón, hasta ahora su único novio conocido.

     -Hello, Wendy? -luego de meditarlo por un par de horas, Segismundo aprovecha que Carolina lo ha dejado solo para entrar en el baño de una gasolinera a la salida de Saltillo, Coahuila: cruza la calle, compra una tarjeta telefónica y se esconde tras una cabina, con la cara cubierta por el auricular y un sombrero de palma sucio y roto que levantó del piso. Le ha vuelto el alma al cuerpo cuando escuchó del otro lado del cable a la única mujer que estaría dispuesta a tomar un avión y llevarlo de vuelta a Florida, de donde nunca habría querido salir.

     Una vez que termina de conversar con la que, ahora lo piensa, podría muy bien ser la mujer de su vida, Segismundo toma aire y da unos cuantos pasos en reversa. Contra lo que temió cuando tomó la decisión de escapársele, Carolina regresa al Land Rover alzando apenas la mirada para buscarlo. Espera dos minutos, prende el motor y arranca. A Segismundo se le ha helado la sangre no bien lo vio inclinarse hacia la guantera, seguramente para hacerse con la única mercancía allí guardada, que es una .38 con una sola bala en el revólver. Tanta es su paranoia intempestiva que se acerca al primer policía que ve y le pregunta dónde puede tomar un autobús para Nuevo Laredo.

     ¿Otra solución fácil?, se pregunta, pero no se molesta en responderse. Le basta con no ver un muerto más; esa mera esperanza lo inunda de optimismo. Si todo sale bien, Wendy estará esperándolo mañana en la mañana.

Mañana en FLOR DE LOTTO: XXXI. A Fish Called Wendy.

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16 de septiembre de 2008
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Flor de Lotto / XXIX

XXIX. A ella le encanta la gasolina. 

Enamorarse siempre de la persona errónea es también una forma de salvar al amor; conservarlo en su estado purísimo, evitarle la corrupción de la rutina, liberarlo del peso muerto del compromiso. Otorga uno todo de sí mismo a quien no ha prometido devolver ni el saludo, de manera que cuando al fin deja pasar el flujo de la decepción correspondiente, cada uno de los antes ardientes sentimientos se disuelve en el agua tibia del olvido, y el campo queda libre para que otra pasión venga a suplantarlo. Nada muy complicado, si tomamos en cuenta que el nuevo sentimiento intempestivo será también producto de una decisión unilateral, a la que la opinión genuina del prospecto le servirá de estorbo, en todo caso.

     Segismundo no aspira a ser amado; le basta con amar, en lo posible a contracorriente del gusto y el deseo de la destinataria de todos sus cariños. Más todavía, elige nunca ser querido, apreciado o siquiera contemplado. Es su manera de saberse libre de dar y arrebatar el paquete candente de sus obsesiones. Carolina le miente y él lo sabe. Lo corroen los celos, además. ¿Qué asunto había entre ella y Camilo Peñuelas que ambos se repelían en privado, aun si se soportaban frente a él, hasta que aconteció lo inevitable? ¿No es cuando menos digno de sospecha que se atreva a tachar al muerto de pirómano, cuando han sido ellos dos, por sugerencia de ella, quienes prendieron juego a la casa de Fuente de Venus? ¿Había mejor salida, sin embargo, que incendiar el Peugeot y la casa al mismo tiempo, y con ello de paso las fotografías que hasta esa madrugada lo habían desvelado? ¿Debería temerle o vivirle por siempre agradecido? ¿Qué interés la sostiene a su lado, una vez que corrió el combustible mansión adentro, y detrás de él las llamas purificadoras? ¿Qué clase de mujer celebra con un beso apasionado los gritos destemplados de las víctimas y el salto de dos de ellas por las ventanas? ¿Por qué es siempre una hilera de preguntas sin respuesta lo que termina por rendirlo a los pies de una chica sin duda inconveniente que a todas luces nunca le corresponderá? Y si es así, ¿qué hacen ella y él solos en el motel Real Hacienda, desnudos y felices cual si en vez de haber masacrado a una familia celebrasen una luna de miel secreta?

     -No me hagas más preguntas, Corazón -ronronea bien quedo Carolina, mientras le besuquea el lóbulo derecho- y te prometo no contarte mentiras.

     -¿Crees que estarían todos en la casa? -se inquieta Segismundo, todavía rejego ante unas caricias que como es evidente no cree merecer- ¿Sabes lo que nos pasa si Don Alex o su hija sobreviven?

     -¿Ahí vamos otra vez con las preguntas? ¿Qué más da lo que crea, si para el caso sé lo mismo que tú?

     -¿Qué no daría yo por saber lo que sabes? -ahora al fin le responde con la boca, las manos y el ritmo palpitante de sus jadeos. Ya ni siquiera piensa en el coche robado que les espera afuera o el orgullo perdido de no ser asesino. Al contrario, se excita recordando aquellos alaridos de mujer en llamas que con lúbrico afán atribuyó a la Corleonetta. "Que en pus descanse", piensa y sin mayor tardanza experimenta una erección rampante, que Carolina aplaude con un terso mordisco en las proximidades de la vena carótida.

     Afuera -en los suburbios de Toluca, a medio centenar de kilómetros del último siniestro- son las diez de la mañana. En términos estrictamente humanos, ocho muertos después de la media noche.

Mañana en FLOR DE LOTTO: XXX. ¿Te importa si respiro?

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15 de septiembre de 2008
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Flor de Lotto / XXVIII

XXVIII. Venus conoce a Vulcano.

El Peugeot va avanzando cuesta arriba por Avenida de las Palmas, en medio de la lluvia que ya se hace llovizna. Todavía aturdido por las últimas nuevas, Segismundo Andersón sólo atina a pedirle a Carolina que continúe subiendo. Hace un instante miró hacia el piso del coche y el espectáculo le revolvió el estómago. Pensó en esa película donde Sam Jackson y John Travolta deben lavar un coche regado de zalea de cadáver caliente. Todavía en este punto se pregunta cómo es que la falsa enfermera no le metió otra bala a él, que a estas alturas sigue sin haber matado a nadie y es apenas culpable de un par de inhumaciones clandestinas, cuya gravedad no hace sino palidecer frente a los más recientes acontecimientos. Se toca la barriga, se pregunta dónde estarán los riñones, se imagina a estas horas esperando el ingreso al quirófano del que quizás jamás iría a salir.

     -¿Por dónde, Corazón? -Carolina Rodríguez le ha plantado una mano sobre la rodilla, detalle por demás reconfortante luego de ver lo que hizo con Peñuelas.

     -¿Por qué les disparaste? No te habían hecho nada...

     -Yo misma no lo entiendo -ahora la chica desacelera, mira hacia el horizonte, o tal vez se concentra en las gotas que escurren por el parabrisas-. Instinto de conservación, supongo. No podía dejar vivo a ninguno, empezando por ese viejo apestoso

     -¡Camilo! ¿Qué había hecho de malo ese pobre infeliz?

     -Enloquecer, nomás. Ayer mismo me dijo que tenía que vengarse de los cubanos. Quería entrar por la fuerza a la embajada, estaba decidido a incendiarla.

     -No me digas... ¿Y cómo pensaba incendiarla?

     -Con un corto circuito, según él.

     -¿Te tengo que creer?

     -Yo diría, Corazón. No te queda otra, ¿o sí?

     -¿Y los dos policías?

     -Mala suerte. Chocamos contra ellos, ¿que más querías que hiciera?

     -¿Son tus primeros muertos, esos tres?

     -No, claro. Me gustaría que fueran los últimos, pero me falta uno y tú vas a ayudarme. No te voy a soltar si no me llevas antes con ese Morazán.

     No es preciso decirte de dónde vengo, simplemente la vida lo quiso así. Ya mañana temprano seremos dos extraños, pues jamás me detengo ni en el camino ni en el amor... El cd que Peñuelas traía en la mochila -una colección de éxitos de Fruko y sus Tesos- resuena inoportuno dentro del Peugeot, insinuando una fiesta inconcebible. Segismundo se esfuerza por recordar, pero evidentemente ya se pasaron. De regreso hacia abajo, Segismundo lee Monte Ararat y hace nuevos esfuerzos por recordar el nombre de la calle. Carolina lo mira de reojo, ya desconfiando.

     -Era algo sobre Venus... -recapacita él, sólo para que la mujer lo encañone.

     -No te hagas el gracioso, Corazón. ¿Quieres que nos paremos en la gasolinera a preguntar por la calle de Monte de Venus?

     -Monte no... ¡Fuente! -recuerda al fin, saltando del asiento.

     -Eso es Tecamachalco, ya sé por dónde -Carolina acelera, mira el reloj, son ya casi las cuatro, no queda mucho tiempo-. Más te vale que esté ahí Morazán.

     -No puedo asegurarte que allí está. Pero es la casa de Alejandro Zarur, que es su patrón -si Carolina lo mirase de frente, advertiría el rayo de rencor en sus ojos. Un tanto sorprendido de sí mismo, Segismundo resiente aquel millón de dólares prometido. Quiere cobrárselo, de alguna manera. Le viene a la cabeza la idea de que tanto él como Camilo y Carolina huyeron de la clínica pensando cada uno en sus cuentas pendientes.

     Los empleados de la gasolinera de Tecamachalco no acaban de ponerse de acuerdo sobre el mejor camino hacia Fuente de Venus, pero Andersón no está para perder el tiempo. Compra dos tambos de veinticinco litros, pide que se los llenen de gasolina Premium y los coloca en el asiento trasero. Ya de camino a la casa de Don Alex, Carolina se queja por el olor. ¿No sería mejor echar los tambos en la cajuela? Mas Andersón observa que prefiere ese tufo al de la sangre. Una vez que divisan la casa, notan que el coche de Mauricio Morazán está guardado dentro del garage. Como la mayoría de las mansiones circundantes, la de marras está construida en desniveles, barranca abajo. Carolina le ayuda a Segismundo a bajar los dos tambos del Peugeot, no sin antes verter algo de gasolina dentro. Durante el tiempo que toma vaciar el contenido de los tambos, Segismundo recuerda que desde niño aborreció la sangre. El aspecto, el olor, el horror.

     Para suerte de todos, los quemados no sangran.

Lunes en FLOR DE LOTTO: XXIX. A ella le encanta la gasolina.

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12 de septiembre de 2008
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Flor de Lotto / XXVII

XXVII. ¡Lotería! 

Son dos los hombres duros apostados a la entrada de la clínica, con la única misión de asegurar que nadie conocido salga de ahí. Están ambos echados en un Chevrolet viejo con los respaldos a medio reclinar, dormitan arrullados por la lluvia y las baladas que escapan del radio a muy bajo volumen. Han detenido el coche con la trompa apuntando hacia el garage, de modo que ningún vehículo consiga salir sin tener que pasar literalmente por encima de ellos. Una idea que hasta ahora ninguno consideró, pese a la inclinación de la rampa que viene desde el sótano y permite que de forma eventual un vehículo conducido desde adentro a cuarenta o cincuenta kilómetros por hora pueda, en efecto, caerles encima. En concreto, una camioneta de la clínica, conducida por una enfermera.

     Se escucha un golpe seco, tras un abrupto rechinido de llantas que despertó a los dos ocupantes del Chevrolet, cuyos ojos se abrieron sólo para asistir al último momento de sus vidas. Tal como Carolina y Camilo calcularon, ante el escepticismo de Segismundo, el golpe es suficiente para lanzar los dos vehículos hasta media avenida, de modo que un segundo coche, con Camilo al volante y Segismundo atrás, sale esquivando los pedazos de Chevrolet y tuerce hacia la izquierda, mientras la mujer sale por la ventana lateral de la camioneta, con un hilo de sangre a media frente, y en un tris-tras alcanza la puerta del pequeño carro en marcha, un Peugeot 206 azul marino que el cuidador no tuvo más remedio que entregarles. Un minuto más tarde, los tres ya van que vuelan recorriendo las calles de Polanco, preguntándose aún cómo ha sido posible que un plan así de idiota llegase a funcionar.

     -Una cosa es salir vivos del hospital, y otra muy diferente del país -observa Segismundo, mientras lee uno a uno los nombres de las calles: Lope de Vega, Lamartine, Calderón de la Barca, nada que lo remita a referencia alguna.

     -Dése vuelta a la izquierda llegando a Molière -ordena Carolina, que es quien supuestamente sabe dónde están. Peñuelas obedece, o más exactamente finge obedecer, pues ya sobre Molière da vuelta a la derecha y después a la izquierda.

     -¡Por ahí no, señor! -le grita Carolina, pero el chofer persiste. Se diría que sabe adónde va.

     -¡Es sentido contrario! -se suma el alarido de Segismundo cuando por fin el coche tuerce hacia la derecha en Campos Elíseos y advierte que los autos estacionados miran todos de frente hacia ellos.

     -¿Cómo así? A esta hora no hay sentidos, mi hermano -sentencia y acelera el colombiano, de pronto poseído por una determinación tenaz.

     -¡Adónde crees que vas, imbécil! -estalla Carolina con el pánico impreso en los ojos, al tiempo que se pesca del volante.

     Pasado un forcejeo y sendos frenazos, dos ruedas del Peugeot trepan a la banqueta y la salpicadera derecha se incrusta en la salpicadera izquierda de una patrulla estacionada sobre la banqueta. Carolina no pierde ni un segundo: mete la mano a la funda-mochila de Camilo, saca de ahí el revólver Taurus .38 y aprovecha el aturdimiento del chofer para descerrajarle un plomo en plena sien. Lejos de adivinar que saldrá vivo de ésta, Segismundo sólo cierra los párpados y espera que la chica termine con él. Escucha un tiro, dos, tres, cuatro, ninguno para él, abre otra vez los ojos y advierte que los policías de la patrulla están no menos quietos que Camilo. Con frialdad presurosa, Carolina le quita la venda al cadáver y desvela la imagen de un Fidel reventado.

     -Ayúdame a bajarlo, antes que se aparezcan los refuerzos -la mujer ha empezado a empujar el cuerpo hacia afuera, ya con la puerta del chofer abierta. Segismundo no atina ni a moverse, pero ya Carolina lo encañona.

     -¿Dónde estamos? -susurra, como una súplica.

     -Lotería, muchacho -escupe la enfermera, sonriendo amargamente-, estás justo atrasito de la embajada cubana.

     -¡Me cago! -Andersón salta del asiento trasero, súbitamente mira hacia el cadáver caliente de Camilo como una ficha que es preciso sacar del tablero. Una ficha pesada que resbala hacia el charco tan lentamente que ya los dos mascullan vocablos sin sentido ni concierto, hasta que Carolina cambia de asiento, se hace con el volante, comprueba que el motor aún está en marcha, mete reversa, avanza medio metro hacia atrás, mete primera y finalmente arranca, derrapando al pasar por encima del cuerpo del Fidel de mentiras. Tump, tump.

     -Vámonos, Corazón, no es hora de cagar -Carolina da vuelta hacia la izquierda, luego inmediatamente a la derecha. Como un regalo de la Providencia, se abre una vía rápida frente al Peugeot. El aguacero arrecia, ya graniza. Con trabajos se ve de aquí a diez metros.

     De repente, la vida comienza de nuevo.

Mañana en FLOR DE LOTTO: XXVIII. Venus conoce a Vulcano.

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11 de septiembre de 2008
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Flor de Lotto / XXVI

XXVI. Dos ya son multitud.

En ciertas circunstancias, a una momia le es más sencillo pasar inadvertida que a un barbudo. Luego de seis intentos de afeitarse con un bisturí roto, el fugitivo Camilo Peñuelas ha acabado por aceptar cubrirse el rostro entero con una venda. Segismundo lo mira y comprueba que incluso con la barba bien tapada el colombiano guarda un parecido asombroso con el antiguo autócrata. ¿Debería creer la historia que sin muchos matices Camilo le contó, digna de una novela de espionaje fantástico? A juzgar por sus ojos desorbitados y las manos temblonas, debe concluir que el pobre viejo tiene tanto miedo como él. ¿Es tan viejo, a todo esto? No, pero lo parece. Su semblante es la medioviva imagen de ese Fidel enfermo que tantas veces apareció en la prensa junto a Hugo Chávez Frías. Ambos, diría Camilo, de pipí cogido.

     -Yo era un hombre bien sano, compadre, pero desde el secuestro no sé ni qué me hicieron esos mierdas que míreme nomás, parezco un moribundo -se lamentó Peñuelas, cuando aún no había resuelto enfundarse la venda, al tiempo que Andersón, ya cansado de hurgar por el website del Granma, rebuscaba en el Google algún mapa de la ciudad de México sin el cual, se temía, quedarían los dos fatalmente a merced del infortunio.

     ¿Los dos? ¿Sólo los dos? ¿Y por qué no los tres? Con la pistola que Peñuelas consiguió arrebatar a uno de sus guardianes, que yacía noqueado en el baño de su cuarto, podían darse el lujo de escaparse con todo y enfermera. ¿Una rehén a modo, para el camino? Hace ya un par de horas que Andersón se inclinó por un cambio de táctica. Son apenas las tres de la madrugada, calcula que aún el tiempo está de su lado. A Camilo no le parece buena idea, pero el socio no ceja. Si la chica se ha puesto de su lado, ¿es justo que la dejen atrás? A saber lo que la gente de Don Alex o los agentes de seguridad cubanos se atreverían a hacer con ella si llegan a enterarse de la verdad.

     Carolina Rodríguez Atristáin, nacida en la ciudad de México al comienzo de la segunda mitad de los años ochenta. 1.71, 59 kilos, cabello corto y extremidades largas, egresada de la carrera de Sociología, reclutada entre un grupo de simpatizantes de la revolución cubana por un hombre sin nombre que trabajaba entonces para un tal Morazán. Hizo algunos estudios de enfermería el año pasado, en Managua, de cara a una misión que, según le indicaron, la pondría a unos metros de distancia del Comandante. Es decir, de la Historia. Desde que conoció a Camilo Peñuelas y éste la hizo consciente del engaño, hierve en ella un despecho ilimitado, que sin embargo oculta bajo una falsa imagen de sumisión. Hasta el día de hoy, nunca nadie la ha visto exhalar una queja ni desobedecer una orden. Por supuesto, ninguno la imagina introduciendo un PSP conectado a internet al cuarto donde ¿duerme? Segismundo Andersón, teóricamente incomunicado.

     -Ella sabe lo que hace, mi hermano. Llevarla es mucho riesgo, no sobreviviríamos. Quién va a perder la pista de dos hombres y una mujer...

     -Ya te dije que viene con nosotros. Está de acuerdo, conoce bien la clínica y la ciudad. Sería una mexicana de nuestro lado.

     -¿Del nuestro o del de usted? ¿No le basta con tener la escalera de incendios a un ladito de la ventana del baño? No la joda, compadre, que nos van a agarrar -Peñuelas acaricia la .38, como quien piensa en ser más convincente.

     -La escalera va a dar directo al sótano. Ella nos va a esperar ahí, con una camioneta del hospital. Me lo explicó mientras tú te vendabas. Va a parecer que la secuestramos. ¿O prefieres que nos larguemos a pie?

     -Sepa usted una vaina, Andersón. No confío nadita en esa mujer con la que usted conspira a mis espaldas. Si los traicionó a ellos, nada le cuesta hacer lo mismo con nosotros.

     -Entonces yo tampoco puedo confiar en ti, por desagradecido. Óyete nada más, ya estás hablando de conspiraciones: cierro los ojos y miro a Fidel. ¿No fue ella quien te dijo que iban a escabecharnos, en el nombre del pueblo cubano? -Andersón no lo dice, pero encuentra que la noticia de su fuga con una mujer tendrá que aterrizar en los oídos de la Corleonetta. Él también, a su modo, tiene un despecho gordo aguardando revancha. Toda pena de amor, decía La Rochefoucauld, es de amor propio.

     Ya entrado en sensatez, Peñuelas mete de regreso la pistola en la funda de almohada que transformó en mochila y se asoma por fin a la ventana rota del baño, constatando otra vez que es lo bastante amplia para dejar pasar su cuerpo entero. Ya no se escucha el ruido de coches circulando que hasta hace pocas horas llegaba de la calle; apenas el rumor de un aguacero que lo reconforta. Siempre es más fácil escapar cuando llueve, se dice mientras trepa por el lavabo, ayudado por un Segismundo exultante, pero ya la experiencia le dice que a esta gente no se le escapa nadie. Murmura entonces, sin que nadie lo escuche, que siempre es más bonito morir a media lluvia.

Mañana en FLOR DE LOTTO: XXVII. ¡Lotería!

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10 de septiembre de 2008
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Flor de Lotto / XXV

XXV. ¿Papá...?

Cuando Gabriel García Márquez le preguntó a Fidel Castro Ruz por un deseo que se hallara más allá de sus posibilidades, éste le respondió con cuatro palabras contundentes: "Pararme en una esquina." ¿O es que alguien esperaría encontrarse al dictador más experimentado del mundo parado simplemente en la próxima esquina? Tampoco espera uno dar con él arrodillado al lado de la puerta que comunica a dos cuartos de hospital. Vamos, que hasta esa puerta parece inconcebible. Pero todo eso no se lo pregunta Segismundo Andersón, cuya capacidad de acreditar lo inacreditable ha crecido en tan amplias proporciones que ahora lo tiene atónito, en cuclillas ante la puerta entreabierta.

     No alcanza a ver gran cosa, pero le basta con las barbas irregulares y esos pants rojo y blanco marca Adidas que tantas veces han aparecido en los periódicos. Hay algo, sin embargo, que lo paraliza. Creyó siempre que en un momento como éste -una oportunidad tantas veces soñada, jamás sensatamente esperada- le saltaría al cuello en el nombre de todos esos años junto a su madre sola, desamparados ambos, e inclusive le pediría cuentas, antes de terminar de estrangularlo. Pero al cabo está tieso y tembloroso, diríase que de pensamiento, palabra y obra. Asoma apenas una chispa de odio en su mirada, un sentimiento en tal modo profundo que al otro de inmediato lo intimida.

     -Un momento, mi hermano. Calma, que yo no soy quien usted piensa.

     -Yo no pienso, yo actúo -escupe finalmente Segismundo, con los ojos ardientes, cual si en este momento se tornara de vuelta en el hombre rudo que aporreaba borrachos en el Cheetah y levantaba en vilo a los tramposos del Treasure Island. Todavía no consigue mandar sobre sus brazos, pero su voz ya lo obedece cabalmente.

     -Míreme bien, mi hermano, no vaya usted a ponerse verraco, que estos hijos de puta van a oírnos.

     -¿Verraco, yo? -ahora la voz le tiembla, no tanto por el miedo como por la duda. Conoce esa palabra y no le cuadra. No en labios de quien cree tener enfrente. O mejor, de quien ya no sabe si cree que es quien creía. El acento, la voz, la situación: nada coincide. Ha vivido en Florida por demasiados años para no darse cuenta de ciertos detalles.

     Camilo Alfonso Peñuelas Macías. Bogotano, nacido en Medellín por un mero accidente, al principio del último día de 1939. Siguiendo convicciones por entonces muy sólidas, se instaló en La Habana hacia el final de los años sesenta. Ingeniero de profesión, contrajo matrimonio con la hija de un miembro del Comité Central del PCC, fallecida en extrañas circunstancias durante la primavera de 1974. Aprovechando un viaje de trabajo a Barcelona, encontró la manera de escabullirse y volver a Colombia en el ‘77. Se instaló entonces en Medellín, donde echó a andar una pequeña empresa consultora. De paso por Caracas, en 2002, desapareció de su cuarto de hotel y nadie más volvió a saber su paradero. Aún hoy se le cree secuestrado por las FARC, sin una sola prueba que así lo acredite. María Isabel Peñuelas, hija única de su segundo matrimonio, todavía se esfuerza en dar con él.

     -O sea que usted...

     -Me parezco, eso sí, pero no porque sea. Ni porque quiera, pues. Soy un doble forzado, mi hermano. Y ya deje de echarme esos ojos, que no le voy a poner gotas... -ahora el extraño le tiende la mano- ¿Tiene usted una vaina allí en su cuarto para ayudarme a quitarme estas barbas? Soy Camilo Peñuelas, un placer conocerle.

     -Segismundo Andersón -se presenta a su vez, como un autómata, y aprovecha para asomarse a la habitación: más grande, aunque también vacía de testigos. Lo contempla por fin, con cierta calma. El hombre no es Fidel y se muere de miedo. Igual que él, al final. Desde que llegó a México, es la primera vez que Segismundo no se siente solo. De repente, la idea de morir acompañado le parece un consuelo. Y, por qué no, un estímulo.

Miércoles en FLOR DE LOTTO: XXVI. Dos ya son multitud.

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8 de septiembre de 2008
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El Boomeran(g)
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