Xavier Velasco
XXVIII. Venus conoce a Vulcano.
El Peugeot va avanzando cuesta arriba por Avenida de las Palmas, en medio de la lluvia que ya se hace llovizna. Todavía aturdido por las últimas nuevas, Segismundo Andersón sólo atina a pedirle a Carolina que continúe subiendo. Hace un instante miró hacia el piso del coche y el espectáculo le revolvió el estómago. Pensó en esa película donde Sam Jackson y John Travolta deben lavar un coche regado de zalea de cadáver caliente. Todavía en este punto se pregunta cómo es que la falsa enfermera no le metió otra bala a él, que a estas alturas sigue sin haber matado a nadie y es apenas culpable de un par de inhumaciones clandestinas, cuya gravedad no hace sino palidecer frente a los más recientes acontecimientos. Se toca la barriga, se pregunta dónde estarán los riñones, se imagina a estas horas esperando el ingreso al quirófano del que quizás jamás iría a salir.
-¿Por dónde, Corazón? -Carolina Rodríguez le ha plantado una mano sobre la rodilla, detalle por demás reconfortante luego de ver lo que hizo con Peñuelas.
-¿Por qué les disparaste? No te habían hecho nada…
-Yo misma no lo entiendo -ahora la chica desacelera, mira hacia el horizonte, o tal vez se concentra en las gotas que escurren por el parabrisas-. Instinto de conservación, supongo. No podía dejar vivo a ninguno, empezando por ese viejo apestoso
-¡Camilo! ¿Qué había hecho de malo ese pobre infeliz?
-Enloquecer, nomás. Ayer mismo me dijo que tenía que vengarse de los cubanos. Quería entrar por la fuerza a la embajada, estaba decidido a incendiarla.
-No me digas… ¿Y cómo pensaba incendiarla?
-Con un corto circuito, según él.
-¿Te tengo que creer?
-Yo diría, Corazón. No te queda otra, ¿o sí?
-¿Y los dos policías?
-Mala suerte. Chocamos contra ellos, ¿que más querías que hiciera?
-¿Son tus primeros muertos, esos tres?
-No, claro. Me gustaría que fueran los últimos, pero me falta uno y tú vas a ayudarme. No te voy a soltar si no me llevas antes con ese Morazán.
No es preciso decirte de dónde vengo, simplemente la vida lo quiso así. Ya mañana temprano seremos dos extraños, pues jamás me detengo ni en el camino ni en el amor… El cd que Peñuelas traía en la mochila -una colección de éxitos de Fruko y sus Tesos- resuena inoportuno dentro del Peugeot, insinuando una fiesta inconcebible. Segismundo se esfuerza por recordar, pero evidentemente ya se pasaron. De regreso hacia abajo, Segismundo lee Monte Ararat y hace nuevos esfuerzos por recordar el nombre de la calle. Carolina lo mira de reojo, ya desconfiando.
-Era algo sobre Venus… -recapacita él, sólo para que la mujer lo encañone.
-No te hagas el gracioso, Corazón. ¿Quieres que nos paremos en la gasolinera a preguntar por la calle de Monte de Venus?
-Monte no… ¡Fuente! -recuerda al fin, saltando del asiento.
-Eso es Tecamachalco, ya sé por dónde -Carolina acelera, mira el reloj, son ya casi las cuatro, no queda mucho tiempo-. Más te vale que esté ahí Morazán.
-No puedo asegurarte que allí está. Pero es la casa de Alejandro Zarur, que es su patrón -si Carolina lo mirase de frente, advertiría el rayo de rencor en sus ojos. Un tanto sorprendido de sí mismo, Segismundo resiente aquel millón de dólares prometido. Quiere cobrárselo, de alguna manera. Le viene a la cabeza la idea de que tanto él como Camilo y Carolina huyeron de la clínica pensando cada uno en sus cuentas pendientes.
Los empleados de la gasolinera de Tecamachalco no acaban de ponerse de acuerdo sobre el mejor camino hacia Fuente de Venus, pero Andersón no está para perder el tiempo. Compra dos tambos de veinticinco litros, pide que se los llenen de gasolina Premium y los coloca en el asiento trasero. Ya de camino a la casa de Don Alex, Carolina se queja por el olor. ¿No sería mejor echar los tambos en la cajuela? Mas Andersón observa que prefiere ese tufo al de la sangre. Una vez que divisan la casa, notan que el coche de Mauricio Morazán está guardado dentro del garage. Como la mayoría de las mansiones circundantes, la de marras está construida en desniveles, barranca abajo. Carolina le ayuda a Segismundo a bajar los dos tambos del Peugeot, no sin antes verter algo de gasolina dentro. Durante el tiempo que toma vaciar el contenido de los tambos, Segismundo recuerda que desde niño aborreció la sangre. El aspecto, el olor, el horror.
Para suerte de todos, los quemados no sangran.