Xavier Velasco
XXX. ¿Te importa si respiro?
Las soluciones fáciles difícilmente alcanzan para más que relajar los nervios de quien las ingenia. No poca cosa, en fin, cuando ni con los ojos bien abiertos consigue uno librarse de los gritos de aquellos a quienes hace poco despachó hacia el infierno. Son las seis de la tarde en la carretera San Luis-Matehuala y ninguna estación de radio informa de los muertos del día anterior. Por un momento Segismundo vuelve a cerrar los párpados y alberga la fugaz ilusión de que todo ese horror sólo ha sido un mal sueño.
-Nunca he matado a nadie -murmura en voz bien baja, pero ya Carolina lo ha escuchado y le dedica una mueca de sorna.
–Nunca habías, Corazón -corrige Carolina desde el volante del Land Rover que ambos robaron en Querétaro, en reemplazo del Mustang que traían desde Tecamachalco-. Bienvenido al selecto club de los chacales.
-¿No sientes nada… tú? -Segismundo no acaba de saber si se refiere al tema de la mala conciencia o piensa en sentimientos más elaborados. En todo caso se pregunta si ella es aún capaz de sentir cualquier cosa.
-Siento algo de calor, aunque no sé si sea cosa mía. ¿Por qué no enciendes el aire acondicionado?
-No te entiendo -intenta provocarla Segismundo-. En realidad no sé quién seas, ni qué busques… ni qué esperas de mí.
Silencio. ¿Será que a esta mujer no le pega cuando menos el miedo, ya que el remordimiento y la ternura están lejos de ser su negocio? ¿Tendría que querer o buscar cualquier cosa que no fuera evitar pagar las consecuencias de la noche anterior? Nuestro héroe baja ya por la pendiente de la desilusión y no tiene intenciones de llegar más abajo. A diferencia de ella, siente frío, pero ya se lo quita con un par de recuerdos querendones. Como siempre que cae en el vacío pasional hacia el que ahora mismo se precipita, recobra la entereza dibujando en el aire el nombre de otro amor imposible. ¿Era imposible Wendy, ahora que lo piensa? Imposible sería, para el caso, salvarse en compañía de Carolina, cuya mayor destreza parece consistir en reemplazar los agujeros con despeñaderos. ¿Le habría ido mejor en compañía del Fidel colombiano? Lo más probable es que se muera sin saberlo. ¿Qué es, pues, lo que sí sabe? Una cosa nomás: si estuviera a su lado, Wendy no dudaría en rescatarlo.
Sharon Eileen Westinghouse, conocida también como Wendy West. Nacida veintiséis años atrás en Shreveport, Louisiana, hija única de un pastor evangelista que vivió catorce años eludiendo el olfato del FBI por una larga cadena de estafas, y una administradora luterana condenada a la pena capital desde diciembre de 1991 por el asesinato de dos policías en Austin, Texas, más el de su marido estafador en Gonzales, Louisiana. De enero de 2003 a septiembre de 2007, trabajó como stripper en el club Cheetah III de Atlanta, Georgia, a cuyo dueño debe su nombre de batalla. Más tarde se integró al equipo de call girls ambulantes que hasta hace unas semanas se movía en la camioneta conducida por Segismundo Andersón, hasta ahora su único novio conocido.
–Hello, Wendy? -luego de meditarlo por un par de horas, Segismundo aprovecha que Carolina lo ha dejado solo para entrar en el baño de una gasolinera a la salida de Saltillo, Coahuila: cruza la calle, compra una tarjeta telefónica y se esconde tras una cabina, con la cara cubierta por el auricular y un sombrero de palma sucio y roto que levantó del piso. Le ha vuelto el alma al cuerpo cuando escuchó del otro lado del cable a la única mujer que estaría dispuesta a tomar un avión y llevarlo de vuelta a Florida, de donde nunca habría querido salir.
Una vez que termina de conversar con la que, ahora lo piensa, podría muy bien ser la mujer de su vida, Segismundo toma aire y da unos cuantos pasos en reversa. Contra lo que temió cuando tomó la decisión de escapársele, Carolina regresa al Land Rover alzando apenas la mirada para buscarlo. Espera dos minutos, prende el motor y arranca. A Segismundo se le ha helado la sangre no bien lo vio inclinarse hacia la guantera, seguramente para hacerse con la única mercancía allí guardada, que es una .38 con una sola bala en el revólver. Tanta es su paranoia intempestiva que se acerca al primer policía que ve y le pregunta dónde puede tomar un autobús para Nuevo Laredo.
¿Otra solución fácil?, se pregunta, pero no se molesta en responderse. Le basta con no ver un muerto más; esa mera esperanza lo inunda de optimismo. Si todo sale bien, Wendy estará esperándolo mañana en la mañana.