Xavier Velasco
XXIX. A ella le encanta la gasolina.
Enamorarse siempre de la persona errónea es también una forma de salvar al amor; conservarlo en su estado purísimo, evitarle la corrupción de la rutina, liberarlo del peso muerto del compromiso. Otorga uno todo de sí mismo a quien no ha prometido devolver ni el saludo, de manera que cuando al fin deja pasar el flujo de la decepción correspondiente, cada uno de los antes ardientes sentimientos se disuelve en el agua tibia del olvido, y el campo queda libre para que otra pasión venga a suplantarlo. Nada muy complicado, si tomamos en cuenta que el nuevo sentimiento intempestivo será también producto de una decisión unilateral, a la que la opinión genuina del prospecto le servirá de estorbo, en todo caso.
Segismundo no aspira a ser amado; le basta con amar, en lo posible a contracorriente del gusto y el deseo de la destinataria de todos sus cariños. Más todavía, elige nunca ser querido, apreciado o siquiera contemplado. Es su manera de saberse libre de dar y arrebatar el paquete candente de sus obsesiones. Carolina le miente y él lo sabe. Lo corroen los celos, además. ¿Qué asunto había entre ella y Camilo Peñuelas que ambos se repelían en privado, aun si se soportaban frente a él, hasta que aconteció lo inevitable? ¿No es cuando menos digno de sospecha que se atreva a tachar al muerto de pirómano, cuando han sido ellos dos, por sugerencia de ella, quienes prendieron juego a la casa de Fuente de Venus? ¿Había mejor salida, sin embargo, que incendiar el Peugeot y la casa al mismo tiempo, y con ello de paso las fotografías que hasta esa madrugada lo habían desvelado? ¿Debería temerle o vivirle por siempre agradecido? ¿Qué interés la sostiene a su lado, una vez que corrió el combustible mansión adentro, y detrás de él las llamas purificadoras? ¿Qué clase de mujer celebra con un beso apasionado los gritos destemplados de las víctimas y el salto de dos de ellas por las ventanas? ¿Por qué es siempre una hilera de preguntas sin respuesta lo que termina por rendirlo a los pies de una chica sin duda inconveniente que a todas luces nunca le corresponderá? Y si es así, ¿qué hacen ella y él solos en el motel Real Hacienda, desnudos y felices cual si en vez de haber masacrado a una familia celebrasen una luna de miel secreta?
-No me hagas más preguntas, Corazón -ronronea bien quedo Carolina, mientras le besuquea el lóbulo derecho- y te prometo no contarte mentiras.
-¿Crees que estarían todos en la casa? -se inquieta Segismundo, todavía rejego ante unas caricias que como es evidente no cree merecer- ¿Sabes lo que nos pasa si Don Alex o su hija sobreviven?
-¿Ahí vamos otra vez con las preguntas? ¿Qué más da lo que crea, si para el caso sé lo mismo que tú?
-¿Qué no daría yo por saber lo que sabes? -ahora al fin le responde con la boca, las manos y el ritmo palpitante de sus jadeos. Ya ni siquiera piensa en el coche robado que les espera afuera o el orgullo perdido de no ser asesino. Al contrario, se excita recordando aquellos alaridos de mujer en llamas que con lúbrico afán atribuyó a la Corleonetta. "Que en pus descanse", piensa y sin mayor tardanza experimenta una erección rampante, que Carolina aplaude con un terso mordisco en las proximidades de la vena carótida.
Afuera -en los suburbios de Toluca, a medio centenar de kilómetros del último siniestro- son las diez de la mañana. En términos estrictamente humanos, ocho muertos después de la media noche.