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Al final del verano

Por 22 de septiembre de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

Regresar a la noria de la vida real es como estar de vuelta de unas vacaciones. Tiene uno varias cosas que contar y todo un equipaje por deshacer. Se diría que estamos mejor preparados para enfrentar a los demonios mustios de la rutina. Hace ya mes y medio que sin pensarlo mucho -en cuyo caso me habría arrepentido a tiempo- partí hacia una ficción que, como todas, se aparecía simple en un principio. Sería por ahí del capítulo sexto que lo que suponía una lagartija revelóse como un mañoso cocodrilo de cola tan extensa como esquiva. Y ni modo de dar marcha atrás, si ya estaba metido hasta el cuello en el pantano.

     Hace unos meses que Santiago Roncagliolo me sugirió -con la sonrisa socarrona que adiviné a través de la línea telefónica-, no bien le confesé que andaba por la página cuatrocientos de la novela y no veía el final ni con prismáticos, que simplemente los matara a todos y empezara con una nueva historia. Uno de esos anticonsejos que se agradecen por las risas que regalan. Lo cierto es que es difícil matar a uno solo de los personajes, ya no digamos a la totalidad. No se dejan, son harto resbalosos, apenas se descubren acorralados aducen que les falta mucho por hacer. Y uno, por más que quiera, está muy lejos de ejercer el despotismo que se antoja urgente. No se escribe ficción para contar un chisme, como para indagarlo; y eso toma su tiempo. Esto es, el tiempo de uno, incluyendo esas horas de sueño en las que se despierta intermitentemente sólo para enfrentar una desesperante sequía de respuestas. "¿Y ahora qué va a pasar?", sería la pregunta. No saberlo es dormir sin descansar, o en su caso descansar sin dormir. Peor todavía cuando en cuestión de horas hay que volver con una respuesta que al menos en principio parezca verosímil. Trabajo de malandro, a todas luces.

     No era que me faltaran las ganas de matarlos, pero tenía que empezar por Fidel y para ello contaba con un solo atorrante, cuyas habilidades se limitaban a maltratar borrachos y transportar putitas. ¿Podía un hombre así cumplir con un trabajo ligeramente menos complicado que viajar hacia el norte de Pakistán y volver con el fiambre de Bin Laden? No había mucho tiempo para meditarlo. Cuando uno se somete a los rigores del folletín en diarios episodios y lo hace sin más plan que ir detrás de la historia a como dé lugar, difícilmente puede adelantarse. La ficción le acontece, como la vida diaria, y hora tras hora se confunde con ella. Terminar un capítulo es comprar un par de horas de respiro y sentenciarse a veintidós de respingo, durante cuyo transcurso se escapa de ese limbo sin destino al que toda ficción en proceso parece irremediablemente condenada.

     El gran problema de los personajes es su similitud con las personas. No puede uno confiarles una misión sin arriesgarse a que se le pongan al brinco y terminen haciendo lo que les venga en gana. Crecen los personajes y el narrador ha de calzarse zancos. Encima de eso uno cree conocerlos y cualquier día le vienen con facetas ocultas, de modo que no acaba de quererlos, ni de odiarlos. Así que al fin se lanza a devorar todos aquellos datos paralelos que juzga pertinentes para seguir con su averiguación. En mitad de la historia, tomé un avión de México a São Paulo llevando en la maleta dos novelas de Henning Mankell, que a la postre no hicieron sino confirmar mi papel de investigador transparente en una historia donde la policía tenía un papel tan fugaz como decorativo. Días después, la proyección de la espléndida Tropa de elite me recordó que las historias nunca transcurren por el camino deseable, sino por el posible. La ficción nada sabe de moral, menos aún de escenarios deseables. La creemos o no, tal es en cualquier caso su derecho a existir.

     Me habría gustado repasar Flor de Lottoir un tanto más lento, darle forma, afinarla, como se hace con una novela. También habría querido meterle un buen plomazo a Segismundo Andersón, y cuando menos rasurar las barbas de Fidel, pero esas cosas uno jamás las decide. Llegué a temer que la ficción de verano cruzaría impunemente la frontera del otoño -igual que la novela de las cuatrocientas páginas pasa ya de quinientas y va en camino hacia las setecientas- pero la matazón ocurrió con una razonable celeridad. No quisiera decir que es un experimento, si bien toda ficción lo es a su modo. Sucedió y ahí está, como la consecuencia de una fechoría secreta. Quiero pensar en ella como un bonsai -una rama deforme que no espera crecer, ni dar sombra, ni servir de columpio- y creer que algún día, tal vez otro verano, una de sus semillas se convertirá en árbol. Igual que un atorrante se transforma en matón, un dictador en mito, una puta en señora. Wishful thinking, diría el facilitador Mauricio Morazán.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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