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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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Especial de difuntos / II

II. Más fantasmas fallecibles. 

Me restan otras dos calaveras, cuyos protagonistas no son menos etéreos e imposibles que Miss Hilton. Creo firmemente que Michael Jackson difícilmente pasa de ser un holograma, y Paloma Picasso debería serlo. Uno y otro se empeñan en dar prueba de su existencia y consiguen el efecto contrario. Asumiendo que alguna vez vivieron -cosa muy peliaguda de certificar- ambos son candidatos idóneos al fugaz epitafio del 2 de noviembre. Prometo, en lo posible, no volver a hacerlo.

 

 

Para el magno funeral
de Jackson, el ex mulato,
se pidió a los convidados
(aun a los acongojados)
que eviten del luto el boato
y vistan de carnaval.

Pero, ojo, carnaval blanco
(código neverlandés).
Él, que hizo de Elvis su suegro,
a nadie quiso de negro
,
advierte en perfecto inglés
un viejo pirata manco.

El Peter Pan blanquecino
yace en su cajón pastel
luego de que Campanita
(¿o sería Caperucita?)
exclamara, al dar con él:
¡Mierda, ¿quién se echó a ese albino?!

 

 

Un pintor con buena vista
no siempre solo se basta
para pintar un retrato
provisto de buen olfato.
Pero Pablo, iconoclasta,
tuvo un capricho de artista.

"Paloma", le puso a la obra,
mas no le plantó ni un ala,
y desde entonces se asume
ave, mujer y perfume,
más la crítica, que es mala,
jura que como obra sobra.

Nunca fue chica cubista
ni ave de la época azul.
Por eso, cuando cayó
del árbol donde empolló,
con esa pose tan cool,
su fama de picassista,
ya ni siquiera logró
llegar al taxidermista.

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3 de noviembre de 2008
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Especial de difuntos / I

I. La calavera de Hilton.

Nunca había pergeñado una calavera. Que es un poco matar al personaje, a costillas de la persona. Mandarlo al otro mundo a punta de versitos, con el pretexto de que es Día de Muertos. En el más generoso de los casos, juguetear con su muerte para afirmar su vida. Intenté hacerlo con personajes que por algún motivo me parecían admirables, pero al segundo intento de matar tiernamente a Ana Ivanovic entendí que deseaba cualquier cosa menos llegar al folklórico género consumando tamaña carnicería. Más propio me parece, para el caso, matar a aquellos cuya existencia me parece más bien dudosa. Comienzo, pues, con la de Paris Hilton, en la certeza de que si un día la topara en la calle, correría cual si fuese el cadáver danzante de su abuelo...

 

 

"Nada te encuentro, Flaquita"
dijo a Paris el doctor
al terminar de auscultarla
y darse a diagnosticarla
en relación al tumor
con pinta de estalagmita
que despertara su horror
de princesa sibarita.

"Una cosita de nada",
opinó el especialista
frente a la radiografía,
pero ya Paris traía
el ánimo nihilista
de Britney recién rapada.

"No di con nada de nada",
bramó el forense rendido
ante tanta nadería.
Nada de noche y de día,
nada ser, nada haber sido:
Nada rubia embalsamada
(eso sí: ya no tan fría).

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3 de noviembre de 2008
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De tímido a taimado / y IV

IV / Cara, carita, careta. 

No poder hablar de algo es obligarse a pensarlo dos veces. Se envicia uno craneando caminos alternos, bifurcaciones prontas, puentes posibles; asuntos que se impuso el deber de callar porque es más grande el miedo que el deseo. Ahora bien, el miedo es un enano bravucón. Eso queda bien claro cada vez que un impulso de osadía basta para inducirlo a correr despavorido. El problema es que nunca se va, lo suyo es ocultarse detrás de los arbustos y regresar a rastras a su parapeto. No tiene dignidad, solamente ese instinto pordiosero que le lleva a adular a quien lo ha despreciado. Es rápido, además. Crees que lo enviaste lejos tras la última patada, vuelves la vista y aquí está otra vez, al mando de tus peores titubeos.

     Cierta vez, mientras compartía escenario con el pianista Hermeto Pascoal en el Festival de Montreux, Elis Regina tuvo un acceso de pánico. "¿Qué estoy haciendo aquí, yo que sólo soy hija de una lavandera?", confesó luego haberse preguntado. Desafinaba, improvisaba mal, no conseguía estar ahí del todo. Era aún la primera mitad del concierto, pero ya parecía el más hondo nadir de su carrera. Luego del intermedio, el público asistió a una de las más grandes noches de su carrera, que algunos rememoran como una lucha a muerte entre pianista y cantante. Soporta el miedo, al fin, que lo eche uno a patadas cuantas veces se ofrezca, pero nada lo jode y lo avergüenza tanto como que uno lo obligue a trabajar para una causa opuesta a la suya. Ser el mejor aliado de la osadía la gran pesadilla del miedo, pues le augura un futuro de esclavo.

     "Todavía me sucede. Puedo estar en un sitio y de la nada ensimismarme. Introvertirme. Querer únicamente estar en otra parte." ¿Quién creería que esto lo dijo David Bowie, cuyas extroversiones legendarias gozan de popularidad universal? Ya sea porque nunca tuvo la fuerza para rebelarse contra ciertos demonios, o porque la ha tenido demasiadas veces, a uno de pronto no se le da la gana seguir dando la cara por sí mismo. Pesa mucho la cara, en ocasiones. Pesa también la expectativa ajena, qué les hace pensar que va uno a estar de humor para representarse dignamente. Dan ganas, de repente, de enconcharse, escurrirse, esfumarse. No siempre el tímido está lleno de miedo, a veces la que manda es la pereza, que suele ser más fuerte, digna y resistente.

     Cierta vez, durante una mesa redonda cuyo tema de nada sirve recordar, uno de los participantes sólo tomó el micrófono para informar al público que era un tipo muy tímido y no sabía qué diablos estaba haciendo ahí, motivo por el cual ya no diría ni pío hasta el fin del evento. Ninguno de los otros se llevó una ovación tan cerrada y cariñosa. Y es que la timidez, como espectáculo, rivaliza de pronto con la extroversión. A la multitud tímida le compensa asistir a la capitulación pública de otro introvertido, se ven representados por el honesto pánico escénico del otro. Pero no hay que engañarse. Sentir miedo no es mérito; confesarlo, en lugar de combatirlo, ayuda a pertrecharse de empatías más o menos lindantes con la piedad. Vivir acorralado por la autocensura es dejar de vivir, discretamente.

     Hace unos días, los marchantes de Amazon dieron una noticia espectacular: las máscaras de Barack Obama se han vendido un ocho por ciento más que las de John McCain. Hay quienes piensan que se precisa mucha valentía para andar en la calle con una de esas máscaras, pero la mayoría estará de acuerdo que falta aún más valor para quitárselas.

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29 de octubre de 2008
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De tímido a taimado / III

III / El consejo de Collins.

Todo el mundo tiene algo que contar sobre el tema punzante de la timidez. Incluso los más cínicos se jactan de sufrirla y la usan por coartada para escapar a alguna responsabilidad. Se supone que quien se dice tímido lo hace ya con trabajos; asumimos de pronto que hay un mérito en ello, aun sabiendo que es una salida fácil. ¿Quién, que suplique auxilio, espera que la cosa se ponga aún más difícil? Para el genuino tímido, no obstante, nada es tan engorroso como el amable asedio del buen samaritano que se empeña en volverle el alma de la fiesta. Si confesó que es tímido, fue para ver si así lo dejaban en paz. No quiere ayuda externa, sabe su cuento. ¿Serían tan gentiles de largarse y dejar de joderlo a tiempo para evitar que una inocua introversión se transforme en nociva misantropía?

     Quienes alguna vez fungimos como críticos de fiesta -esos tiesos alertas y sardónicos que se alimentan del ridículo ajeno e irremediablemente duermen solos- sabemos lo apestosa que es la vida cuando el ingenio se usa para ocultar el miedo y eludir la aventura. Librarse de apostar, sacar el cuerpo al riesgo, es un camino ingenuo para evitar perder, pues en tal caso se derrocha el tiempo, que es la única cierta de las riquezas. En mis tiempos de crítico de fiesta, fugaces por fortuna, conservé la amistad de un solo aliado, por cuya intervención aprendí aún a tiempo que el temor al ridículo es transparente, por eso siempre llama al diablo que más teme. Un aliado, por cierto, olvidadizo pero inagotable, capaz de convencer a sus amigos de afirmarse a sí mismos no pese al qué dirán, sino prácticamente a sus costillas. Llamémoslo Tom Collins.

     En la carrera contra la introversión, el paso por la barra equivale a la parada en los pits. Carga uno el combustible apenas necesario para no ir por la pista como un plomo. Se persigue no el peso, sino la liviandad. Se intenta proferir la suficiente cantidad de idioteces para ganarse el odio de un crítico de fiesta. Cuando uno dice "hoy sí voy a ponerme bien idiota" no es porque se proponga cometer errores, pero en algunos casos, especialmente aquellos empantanados en territorio romántico, la inteligencia se vuelve una imbécil y es preciso ponerse en manos del instinto. Sería ocioso, amén de bochornoso, relatar los extremos a los que llega un tímido retirante que parrandea con el amigo Collins, a lo largo de cuatro meses de recorrer los bares con el fervor de un lobo hambriento de quimera. Básteme con decir que milagrosamente logramos eludir la visita obligada a cárceles y clínicas. Se trataba de entrar en sociedad, no de volver a marginarse de ella.

     No ayuda mucho el vicio de escribir para quien se ha propuesto conquistar a la noche y sus libélulas -habla uno demasiado para su conveniencia, para colmo de asuntos que a semejantes horas juzga serios-, aunque sí la manía de inventarse una historia y lanzarse a vivirla con total desenfreno. ¿Todo por cortesía de Mister Collins? Pasadas tantas noches en la farra de marras, noté que aquella máscara de ginebra me había dejado la cara bien dura. En términos concretos, me valía todo madres. O tal vez fuera así desde siempre, pero difícilmente esas facciones parecerían las mismas una vez que su gesto había cambiado el qué dirán por el que se jodan. No podía seguir dependiendo de Tom; tenía que intentarlo solo y en sobriedad.

     Frank Sinatra solía cantar acompañado por un cómplice de Tenessee, conocido mejor como Jack Daniel. De esa forma alcanzaba un ambiente de intimidad escénica que medio litro de agua tal vez no habría provisto. ¿Quién, sin embargo, no sería un perpetuo sonrojado sólo de ir por el mundo debiendo dar la cara por Sinatra Himself? Nada más de pensarlo me da la tentación de encomendarme a Remy Martin. Pero es tarde para eso. Desafiar a la introversión implica intensidades que superan con creces a una noche de excesos. Me lo dijo Tom Collins, en un momento de extrema franqueza. Resaca, que le llaman. De manera que gracias, señora Romero. Es usted muy amable, señora Clicquot. Con su permiso, pues. Denme una Coca-Cola a cambio de esta máscara.

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28 de octubre de 2008
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De tímido a taimado / II

II / Deleitosos martirios. 

Afirma Georges Bataille que el erotismo nace a partir de los interdictos. Por cada prohibición que anida en la cabeza del introvertido, debe de haber al menos un deleite que aguarda a ser debidamente ventilado. Si los desinhibidos se juran felizmente libres de atavismos, quienes crecimos tímidos atesoramos esos miedos idiotas como quien almacena cohetes chinos. Ya llegará la hora de quemarlos, se promete uno a solas en la penumbra, y entonces va a alumbrarse el cielo entero. Entre tanto, se vive en apariencia sometido por esas mismas bardas invisibles que algún día, con suerte, harán las veces de trampolines.

     Emboscarse detrás de temores que no terminan de explicarse, y de hecho con trabajos se manifiestan, es crearse un espacio clandestino donde todo se vale, por principio. Si otros cantan y bailan para mostrar que nada les amedrenta, el tímido se esmera en subir uno a uno los escalones de un escenario tan distante como sus sueños inconfesos. Tanto esconder los propios sentimientos le ha permitido dar albergue a ideas todavía más bochornosas, que para colmo se irán haciendo comunes conforme se las piense con mayor insistencia. Imposible contar la cantidad de virgos que se apilan al fondo de un alma intimidada por subjetividades circunstanciales u oscuras cicatrices traumáticas; bástenos con saber que están ahí para reventarlos y ello traerá placeres inenarrables.

     Es cierto que escribir es trabajo de tímidos -lisiados sociales, que diría Tom Jobim- como también el hecho de que a cada renglón se debilita un pelo la timidez. De pronto las palabras escritas, tachonadas, corregidas, aumentadas, cumplen una función similar a las pequeñas ruedas atornilladas a una bicicleta infantil. Si otros se atoran cuando hablan en público, y al hacerlo no pueden evitar sufrir una hecatombe emocional, quien escribe hace uso de premeditación, alevosía y ventaja para eludir con relativo éxito los peligros de la improvisación. Nadie nos asegura que una idea meditada y recompuesta está del todo libre de parecer estúpida, o serlo. Dos extremos opuestos aunque confundibles, según se teme el tímido, cuyas ideas más osadas ni él mismo está seguro de que sirvan para algo. ¿Que de raro tendría que la osadía fuese la kryptonita verde de la timidez?

     Si hubiera que clasificar a los mortales tímidos, valdría dividirlos en dos grupos: defensivos y ofensivos. Bajo un esquema razonablemente optimista, se trataría de dos fases diferentes. La primera, infantil de raíz, consiste en aprender a sobrevivir a las extroversiones ajenas, como esos niños educados a golpes de cara caliente; la segunda es, diríase, puro y duro erotismo redentor, pues consiste ya no en agazaparse tras las bardas, como en ir enseñándose a brincárselas. Todo tímido es, en el fondo torcido de sus aprehensiones, un exhibicionista potencial. La clase de individuo que aprende a disfrutar de lo que antes solía martirizarlo.

     La condición de tímido es también una suerte de escasez, y como tal invita a la voracidad. Seguir ese camino es inventarse un curso de autoayuda pleno de recompensas automáticas. Pensemos en aquellos yonquis de la terapia grupal que al ver llegar su turno se desgarran como una plañidera en psilocibina. Momentos estelares de ese calibre son oportunidades ya no para ayudarse, sino para enviciarse. ¿No era aquella muchacha retraída y huidiza la que baila en pelota sobre la mesa? Cuidado con los tímidos, que no callan por nada. En el primer descuido podrían tomarlo todo.

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27 de octubre de 2008
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De tímido a taimado / I

I. La extroversión anónima.

"Es que es muy tímido", reza la vieja excusa que alcanza por igual para justificar arrogancia, estupidez, ruindad o ñoñería, cualidades curiosamente afines a la introversión. No es que sea uno el que parece escandalosamente ser, sino que no se atreve a manifestarse como en realidad es. Vive, pues, emboscado tras las carencias que sus miedos engendran. Colecciona complejos y es cliente frecuente de los rencores raudos. Sólo le reconforta saberse facultado para cualquier locura, un día de estos van a enterarse todos con quién tratan.

     Debo de haber pasado la mitad de la adolescencia sometido a las reglas de ese club pusilánime al cual se pertenece con la cabeza gacha de vergüenza. A veces, cuando andaba solo por las calles, me entretenía mirando fijamente a cada transeúnte, hasta que conseguía intimidarlo con esa clase de ojos impertinentes que en general sólo muestran los niños. Eran los únicos que me costaba trabajo dominar, algunos sostenían la mirada por minutos. Los adultos, en cambio, en un par de segundos me esquivaban. ¿Cómo podía explicarles que aquellos ejercicios antisociales eran el solo desafío que hasta entonces había conseguido inventarme para plantarle cara a la timidez? Bajar de un autobús con la certeza de haber vencido las miradas de la totalidad de sus ocupantes, sin experimentar vergüenza alguna porque ya había hecho concha a ese respecto, me daba una torcida sensación de victoria. No me atrevía a saludar a la vecina que tanto me gustaba, menos aún a mirarla a los ojos, pero debía de haber centenares de extraños que ya me habían tachado de insolente.

     Había algún consuelo en ser considerado un bicho despreciable por personas que no iba a volver a ver. Era un placer mezquino y acobardado, como el del viejo lúbrico que mira descaradamente los escotes, las piernas, los traseros y murmura vocablos libidinosos, entre jadeos teatrales y pujidos cinematográficos. "¿Qué me ves, güey?", escuché alguna vez de labios del chofer, luego de desafiarlo con aquella mirada de niño entrometido, y sin más me hice el loco. "Pinche escuincle ladilla", me dijo todavía. Seguí sin hacer caso, ya le gritaría algo en cuanto me bajara. ¿Qué dirían quienes nomás conocen al tímido, me preguntaba en casos como ese, si supieran que soy capaz de mirar a la gente como un perturbado, o asomarme a las faldas de las pasajeras sin preocuparme que me descubran, y de hecho intentándolo? ¿No era de esa manera, por cierto, como los dizque tímidos se convertían en violadores potenciales?

     Para el tímido, todo exceso de confianza es poco más que un simulacro de estupro. A los extrovertidos les divierte provocar a los tímidos. No es que sean ingeniosos, es sólo que no temen quedar mal. Pero habíamos tímidos que teníamos un plan. Si me han de avergonzar, me decía cuando lograba andar a solas por la calle, prefiero adelantármeles. Se me caía la cara de vergüenza la tarde que el empleado de seguridad me sacó a empujones del Liverpool Polanco por mirar piernas bajo la escalera eléctrica, pero aguantarlo me hacía extrañamente fuerte. Mi cara, al fin, seguía en su lugar. Se sentía algo más dura, por cierto. Cada vez que mi madre me etiquetaba como tímido, pensaba en la sonrisa que le había plantado a la empleada de Liverpool que me acusó. Un tímido no hace eso, me decía, orgulloso de conocer de memoria el trecho que separa al pudor del cinismo. Apenas unos pasos, pero en diversos pisos...

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24 de octubre de 2008
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Les pasa a los más cuerdos

A veces uno escribe solamente para estar bien seguro de que no ha terminado de volverse loco. Cierto, suena dramático, tal como suele serlo la paranoia. Habría que ver, no obstante, si el acto de empujar la pluma para expresar alguna forma de cordura lleva efectivamente hacia allá, o hacia el lado contrario -como sería el caso de esos beatos que de tanto cargar cruces y cirios acaban por llamar al santo señor del trinche-. ¿Da la locura alguna señal cuando está cerca de atraparlo a uno en sus garras? Seguramente sí, mas no al interesado, que suele ser el último en saberlo. Cree uno que si escribe y logra que las frases tengan algún sentido estará comprobando su cordura, pero el cerebro tiene este raro chip que halla congruente todo cuanto pergeña, más allá de cualquier opinión.

     Escribir nos delata ante los otros, que se asoman así a la lógica secreta que nos mueve, remueve o conmueve. Da horror toparse con esos orgullosos ingenuazos que a los treinta años siguen enseñando el poema que escribieron cuando tenían quince. Como no sean Rimbaud, qué papelón. Una de las cuestiones más intimidatorias de la escritura tiene que ver con el papel que uno hace ante sí mismo cuando deja dormir algunas parrafadas y al retornar a ellas las encuentra patéticas, de manera que el único verdadero consuelo consiste en darles fuego sin demora. Sin pausa. Sin la mínima gana de recordar que esa inmundicia alguna vez existió. Preferimos ser duros con nosotros mismos antes que permitir que a otros se les ocurra torturarnos ya no con un denuesto -merecido lo tendríamos- sino con un elogio, que es mucho peor. A ver quién nos convence de que esos aplausetes no han sido cocinados con pura mala leche.

     Cree uno, ya con alguna razón de su lado, que escribir diariamente durante años le quitará el complejo y le permitirá guardar algunos engendros sin tener que sacar los cerillos, pero no está de más recordar el ejemplo de Pedro Camacho, aquel escribidor de Vargas Llosa que de tanto hacer guiones de radionovelas, para colmo de forma simultánea, termina más que listo para el frenopático. Frecuentemente me descubro contando como novedad cosas que ya he narrado infinidad de veces, o creyendo que he dicho lo que jamás dije. ¿Quién me asegura que tanto y tanto intento de congruencia verbal no me conducirá donde el temblor y el rechinar de dientes, o me dejará presa de una estúpida carcajada perpetua?

     Supersticiones todas, claro está. Uno se vuelve loco cuando se vuelve loco, por circunstancias rara vez previsibles, pero al menos quisiera que pasara con cierta discreción. All work and no play makes Jack a dull boy, reza el viejo proverbio que transcribía el personaje de Jack Nicholson miles de veces consecutivas en The Shining, para horror de la esposa y delicia del público. Si hubiera que intentar alguna explicación racional a esa conducta, apostaría a que el desquiciamiento del personaje parte del puro miedo a la esterilidad. Se escribe mal, de pronto, por más que intenta uno lo contrario. Se borra a veces más de lo que se escribe. Ahora y aquí, abordo del avión que me devuelve a mi madriguera, me he pasado un par de horas anotando las frases que luego borré, y que cualquier mañana podrían ser la misma incongruencia repetida hasta el vómito. Un pequeño ejercicio de autohumillación, tan gustada por ciertos ficcionantes.

     Pide uno de repente a sus amigos, supuestamente en mero plan de broma, que le avisen si un día comienza a desvariar inopinadamente, mas pensándolo bien preferiría que ni abrieran la boca. Que me dejen caer en el abismo negro, qué tal que en una de éstas vuelvo con un extraño tesoro entre manos. Y al fin, si no es así, podré siempre pensar que los locos son ellos. A saber si tal cosa no ha sucedido ya...

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21 de octubre de 2008
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Testimonio de gesta

Se desconoce uno, en lo esencial. Antes son los demás quienes osan creerle capaz de algo a darse a solas crédito al respecto. Gracias a eso, una idea tan simple como escribir en torno a viejas aficiones parece una aventura tan suculenta como intimidatoria. Invade uno los géneros ajenos con la fascinación de un niño fantasioso y el horror de la monja que sin colgar los hábitos ya se los arremanga. Se precisa un arrojo que prescinda del temor al ridículo, y en ciertos casos también una brújula que lo lleve a uno cerca de esa zona fogosa donde las habas se calientan sin quemarse. Que es el caso presente, además. Me he impuesto la misión de retar al ridículo en una zona de por sí resbalosa, y por ello dos veces más interesante. ¿Cómo se hace, por cierto, crónica deportiva?

     Todos alguna vez ejercimos sin pago este trabajo. Me recuerdo, con menos de diez años, compitiendo con varios amiguitos para ver quien lograba entrar sin pagar a la Copa Davis. Una vez que logramos el cometido, el segundo proyecto consistió en comprender las reglas del juego, toda vez que el espectador debía permanecer callado durante las jugadas y un sacrificio así exigía altas garantías de diversión. Al final de la serie, con tres entradas libres consecutivas, ya nos habíamos enseñado a pujar, brincar, gritar, berrear y aullar por causa de ese juego de intensidad creciente, cuyas particulares incidencias comentaríamos luego durante semanas. No recuerdo, a todo esto, haber comprado un solo boleto antes de los trece años, ni que me haya perdido una serie Copa Davis. Si los tenistas se peleaban por tener esa copa, la mía consistía en estar ahí. Entrábamos campeones: Don Gato y su pandilla van a Wimbledon.

     Jamás rehúyo una conversación sobre tenis. Nada más agradable que encontrar un maniático afín. Alguien que se aparezca de la nada al cabo de unas semifinales ardientes y te recuerde con puntería cómplice que "ya nos pasaron a torcer...". Me he quedado en Madrid siete días de más por estar en el Masters. Le he prometido al Commander in Chief que le enviaré las crónicas consecuentes. Luego lo dejé todo para así sumergirme en el torneo, con la extraña responsabilidad de reseñarlo.

     ¿Qué se hace en estos casos? Memoria, antes que nada y aun cuando se pretende lo contrario. Escribir es de pronto reproducir palabras atendiendo a las órdenes de un cerebro que copia cuando inventa e inventa cuando copia. No se quiere ya ser original, si bastante ya cuesta conservarse genuino. La magia está, no obstante, en el retorno de ese duende correoso que lo encierra a uno en el mundo del torneo, hasta que al fin contar lo que está viendo se convierte en un desahogo emocional. Escribir sobre un juego de tenis es tener el placer de sopesarlo, reconstruirlo, reinventarlo con esos acentos épicos sin los cuales sería inexpresable el calibre sofocliano de una semifinal como la de Rafa Nadal y Gilles Simon.

     Recién envié la última de las cuatro crónicas, ya me fumo el Marlboro imaginario que sigue al sacrificio ritual del virgo y hasta hago planes largos para un día armar lo mismo en Roland Garros, el más tortuoso de todos los torneos. Territorio Nadal, además. El día que me dieron la acreditación, no tuve más que sacar el boleto que había comprado en reventa para ese día y un niño me asaltó con la misma pregunta que tantas veces repetí a la puerta del estadio. "¿Le sobraría una entrada?", me atajó con angustia esperanzada y comenzó a hacer señas a la madre, que estaba a quince, veinte metros de nosotros. Tendría trece años, puede que menos. Se le encendió el semblante nada más escuchar que no pedía más que el precio de taquilla. Verlo alzar el boleto y llevárselo fue también verme entrar en la Copa Davis con el cerebro inmerso en una gesta heroica que sólo quien la sufre la comprende. Habría visto los juegos tan solo como yo entonces y ahora. Habría salido con la cabeza en llamas, diría a sus amigos que vio jugar a Djokovic y ganar a Nadal y entrenar a Federer... Contraerá en una de estas el vicio de sufrir más allá de la red. No se me ocurrió ayer, es de toda la vida, pero igual la emoción no ha cambiado gran cosa. Soy un niño extranjero que juega a solas a corresponsal de guerra. Corro de ver jugar al suizo a interrogar al serbio en la rueda de prensa. 

se me queman las habas por contar la historia.

     Puf. Qué nivel. Chilangamente hablando, este cronista se ha pasado a rayonear.

Bonus track:

Magnicidio en dos tiempos (Federer-Murray, Nadal-Simon).

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20 de octubre de 2008
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Generador

El camino de los excesos, escribió William Blake, conduce al palacio de la sabiduría. Me lo repito a ratos, de butaca en butaca, sin querer ya pensar desde hace cuantas horas no hago otra cosa que ver bolas amarillas yendo y viniendo sobre la misma cancha. Es un drama que crece lentamente, como lo haría el cariño o el rencor a lo largo de una semana de intensidades multidireccionales, aunque monomaniáticas. Luego de las primeras seis horas ininterrumpidas de tenis, comienza uno a entender al mundo en función de la lógica del juego. Todo el drama vital se puede reducir al trazo de las líneas sobre la cancha. Podría narrarse el total de los aciertos y errores de una vida a partir de términos como servicio as, falta y doble falta.

     No quisiera saber la clase de ridículo que haría sobre una cancha, raqueta en mano. Ya lo hice en su momento, sin el mínimo espíritu de sacrificio, y hasta sin un sentido elemental del decoro. Dudo que dejaría el pellejo ante la red, pero difícilmente puedo prescindir de la aventura de viajar abordo de una estrategia ajena que sale disparada a doscientos kilómetros por hora. No sé si haya heroísmo o masoquismo en la manía de ir tras las últimas pelotas, pero entiendo y comparto a la distancia el proceso mental que lo hace indispensable. Sufro ahí en la butaca, pues de sufrir a gusto es que trata todo esto. Padezco cada uno de los servicios que el favorito en turno intenta inútilmente devolver. Espero como un beato que dispare un as, y me derrumbo como un búfalo muerto si en lugar de eso sale doble falta.

     Hay, entre jugador y aficionado, una simbiosis similar a la que une al autor y al lector. Sólo que en este caso el asunto de la profundidad corre a cargo de cada quien. Nadie sino uno mismo sabe lo que apuesta. O en fin, lo que involucra en este juego abstracto de ganar o perder. Ganarle al otro, ganarse a sí mismo, perder con suerte el miedo de perder. Entrar en componenda dichosa con los astros si acaso el marcador le favorece a aquel que yo escogí, y por lo tanto a mí, que por propia elección vengo detrás. He querido expropiar un juego ajeno, y en su momento erosionarme el hígado por su sola causa. Que es la mía, se entiende. Como mía es también la esperanza de ver una final entre Nadal y Federer. ¿Por qué? Porque ninguna otra provoca dosis tan generosas de sufrimiento puro. Voy a ponerlo claro: pago por sufrir.

     Día tras día, los ardores aumentan. Cada punto va siendo más pesado, y en tanto eso mejor parecido a un nuevo coletazo del destino. Hay un aire fatal en esos golpes de pelota, cuyos ecos de pronto me acompañan abordo de la scooter, de regreso al hotel. Otros, en mi lugar, acuden cada día a una parroquia y le entregan la suma de sus aflicciones. Una guerra, al final, de cualquier forma. Una pelea a muerte contra lo peor de mí, encarnado en las fuerzas adversas del destino. Y aquí estoy, sin moverme ni atreverme a pensar en otra cosa. Produciendo energía, como un generador.

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17 de octubre de 2008
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Déjà vu

Si uno mira hacia atrás y se ve cuando niño, queda la sensación del que dejó de ser. Supuestamente somos hoy día tan distintos que nos miramos con distante benevolencia, no exenta de ternura y hasta comodidad. Menos cómodo, en cambio, es aceptar que somos en esencia más o menos lo mismo que éramos entonces. Salvo excepciones raras, quien era solitario en esos años lo sigue siendo ahora, y es a menudo presa de sentimientos similares a los de aquellas épocas. Más aun si recibe un idéntico estímulo.

     La primera vez que estuve en un partido de tenis era, si no recuerdo mal, el viernes de una serie Copa Davis entre México y Australia. Tenía, junto a un par de amiguillos -ninguno había cumplido los diez años-, la impresión fresca del triunfo secreto. Cada uno a su modo se las había ingeniado para entrar sin boleto; estábamos de nuevo reunidos, listos para atacar con las libretas de autógrafos al final del partido (a los grandes no parecía estorbarles demasiado que saltáramos de las gradas a la arcilla y brincáramos ante a las cámaras de TV). ¿Qué podía uno hacer, mientras tanto? Tratar de entenderle al juego, cosa que conseguía a lo largo de uno o dos sets, ayudado por unas cuantas preguntas esúpidas. Y después, sin saberlo, enviciarse.

     Me recuerdo, ya con trece años, asistiendo a un campeonato nacional entero con un pie lastimado. Caminaba a brinquitos sobre el otro, o de plano aguantaba el dolor, pero de ningún modo me iba a perder el desenlace del torneo. No quedaban amigos, para entonces. Mi afición era ya la de una suerte de lisiado social, que entonces para colmo andaba cojo, aunque contento. Y aquí es donde se ha abierto la ventana. Ahora, octubre del 2008, me dispongo a ir cojeando a ver jugar a Novak Djokovic.

     Sucedió ayer, ya noche, pasado el Nadal-Gulbis. Buscaba un baño y encontré por sorpresa un desnivel en el piso. Puedo certificar que mi pie se ha ensanchado cuando menos en la proporción que en los últimos veinte años han crecido las dimensiones de las raquetas. Hasta ayer por la noche, disfrutaba la libertad de movimientos que brinda una acreditación de prensa, casi tan auspiciosa como las libertades que uno se toma cuando niño. Hoy, otra vez camino con trabajos. Lo pienso un rato antes de salir a comprar una Coca-Cola, y de cambiar de cancha ni hablemos. La misma sensación. He estado aquí, he sido el que soy ahora. Ya me he aislado del mundo en otras ocasiones con tal de compartir la tensión del tercer match-point consecutivo y sufrir cada golpe en carne propia. No se entiende ese vicio si no se ha estado ahí.

     Los botes de pelota. Los golpes de raqueta. Las carreras. Los gritos. Todo está en su lugar, lo recuerdo tan vívidamente como el dolor del pie, que volverá tan pronto lo apoye contra el suelo. Luego esta excitación, saberte donde más querías estar, salivar virtualmente ante el programa del día. Se es niño para siempre, he ahí el problema.

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15 de octubre de 2008
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El Boomeran(g)
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