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Les pasa a los más cuerdos

Por 21 de octubre de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

A veces uno escribe solamente para estar bien seguro de que no ha terminado de volverse loco. Cierto, suena dramático, tal como suele serlo la paranoia. Habría que ver, no obstante, si el acto de empujar la pluma para expresar alguna forma de cordura lleva efectivamente hacia allá, o hacia el lado contrario -como sería el caso de esos beatos que de tanto cargar cruces y cirios acaban por llamar al santo señor del trinche-. ¿Da la locura alguna señal cuando está cerca de atraparlo a uno en sus garras? Seguramente sí, mas no al interesado, que suele ser el último en saberlo. Cree uno que si escribe y logra que las frases tengan algún sentido estará comprobando su cordura, pero el cerebro tiene este raro chip que halla congruente todo cuanto pergeña, más allá de cualquier opinión.

     Escribir nos delata ante los otros, que se asoman así a la lógica secreta que nos mueve, remueve o conmueve. Da horror toparse con esos orgullosos ingenuazos que a los treinta años siguen enseñando el poema que escribieron cuando tenían quince. Como no sean Rimbaud, qué papelón. Una de las cuestiones más intimidatorias de la escritura tiene que ver con el papel que uno hace ante sí mismo cuando deja dormir algunas parrafadas y al retornar a ellas las encuentra patéticas, de manera que el único verdadero consuelo consiste en darles fuego sin demora. Sin pausa. Sin la mínima gana de recordar que esa inmundicia alguna vez existió. Preferimos ser duros con nosotros mismos antes que permitir que a otros se les ocurra torturarnos ya no con un denuesto -merecido lo tendríamos- sino con un elogio, que es mucho peor. A ver quién nos convence de que esos aplausetes no han sido cocinados con pura mala leche.

     Cree uno, ya con alguna razón de su lado, que escribir diariamente durante años le quitará el complejo y le permitirá guardar algunos engendros sin tener que sacar los cerillos, pero no está de más recordar el ejemplo de Pedro Camacho, aquel escribidor de Vargas Llosa que de tanto hacer guiones de radionovelas, para colmo de forma simultánea, termina más que listo para el frenopático. Frecuentemente me descubro contando como novedad cosas que ya he narrado infinidad de veces, o creyendo que he dicho lo que jamás dije. ¿Quién me asegura que tanto y tanto intento de congruencia verbal no me conducirá donde el temblor y el rechinar de dientes, o me dejará presa de una estúpida carcajada perpetua?

     Supersticiones todas, claro está. Uno se vuelve loco cuando se vuelve loco, por circunstancias rara vez previsibles, pero al menos quisiera que pasara con cierta discreción. All work and no play makes Jack a dull boy, reza el viejo proverbio que transcribía el personaje de Jack Nicholson miles de veces consecutivas en The Shining, para horror de la esposa y delicia del público. Si hubiera que intentar alguna explicación racional a esa conducta, apostaría a que el desquiciamiento del personaje parte del puro miedo a la esterilidad. Se escribe mal, de pronto, por más que intenta uno lo contrario. Se borra a veces más de lo que se escribe. Ahora y aquí, abordo del avión que me devuelve a mi madriguera, me he pasado un par de horas anotando las frases que luego borré, y que cualquier mañana podrían ser la misma incongruencia repetida hasta el vómito. Un pequeño ejercicio de autohumillación, tan gustada por ciertos ficcionantes.

     Pide uno de repente a sus amigos, supuestamente en mero plan de broma, que le avisen si un día comienza a desvariar inopinadamente, mas pensándolo bien preferiría que ni abrieran la boca. Que me dejen caer en el abismo negro, qué tal que en una de éstas vuelvo con un extraño tesoro entre manos. Y al fin, si no es así, podré siempre pensar que los locos son ellos. A saber si tal cosa no ha sucedido ya…

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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