Xavier Velasco
Si uno mira hacia atrás y se ve cuando niño, queda la sensación del que dejó de ser. Supuestamente somos hoy día tan distintos que nos miramos con distante benevolencia, no exenta de ternura y hasta comodidad. Menos cómodo, en cambio, es aceptar que somos en esencia más o menos lo mismo que éramos entonces. Salvo excepciones raras, quien era solitario en esos años lo sigue siendo ahora, y es a menudo presa de sentimientos similares a los de aquellas épocas. Más aun si recibe un idéntico estímulo.
La primera vez que estuve en un partido de tenis era, si no recuerdo mal, el viernes de una serie Copa Davis entre México y Australia. Tenía, junto a un par de amiguillos -ninguno había cumplido los diez años-, la impresión fresca del triunfo secreto. Cada uno a su modo se las había ingeniado para entrar sin boleto; estábamos de nuevo reunidos, listos para atacar con las libretas de autógrafos al final del partido (a los grandes no parecía estorbarles demasiado que saltáramos de las gradas a la arcilla y brincáramos ante a las cámaras de TV). ¿Qué podía uno hacer, mientras tanto? Tratar de entenderle al juego, cosa que conseguía a lo largo de uno o dos sets, ayudado por unas cuantas preguntas esúpidas. Y después, sin saberlo, enviciarse.
Me recuerdo, ya con trece años, asistiendo a un campeonato nacional entero con un pie lastimado. Caminaba a brinquitos sobre el otro, o de plano aguantaba el dolor, pero de ningún modo me iba a perder el desenlace del torneo. No quedaban amigos, para entonces. Mi afición era ya la de una suerte de lisiado social, que entonces para colmo andaba cojo, aunque contento. Y aquí es donde se ha abierto la ventana. Ahora, octubre del 2008, me dispongo a ir cojeando a ver jugar a Novak Djokovic.
Sucedió ayer, ya noche, pasado el Nadal-Gulbis. Buscaba un baño y encontré por sorpresa un desnivel en el piso. Puedo certificar que mi pie se ha ensanchado cuando menos en la proporción que en los últimos veinte años han crecido las dimensiones de las raquetas. Hasta ayer por la noche, disfrutaba la libertad de movimientos que brinda una acreditación de prensa, casi tan auspiciosa como las libertades que uno se toma cuando niño. Hoy, otra vez camino con trabajos. Lo pienso un rato antes de salir a comprar una Coca-Cola, y de cambiar de cancha ni hablemos. La misma sensación. He estado aquí, he sido el que soy ahora. Ya me he aislado del mundo en otras ocasiones con tal de compartir la tensión del tercer match-point consecutivo y sufrir cada golpe en carne propia. No se entiende ese vicio si no se ha estado ahí.
Los botes de pelota. Los golpes de raqueta. Las carreras. Los gritos. Todo está en su lugar, lo recuerdo tan vívidamente como el dolor del pie, que volverá tan pronto lo apoye contra el suelo. Luego esta excitación, saberte donde más querías estar, salivar virtualmente ante el programa del día. Se es niño para siempre, he ahí el problema.