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Testimonio de gesta

Por 20 de octubre de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

Se desconoce uno, en lo esencial. Antes son los demás quienes osan creerle capaz de algo a darse a solas crédito al respecto. Gracias a eso, una idea tan simple como escribir en torno a viejas aficiones parece una aventura tan suculenta como intimidatoria. Invade uno los géneros ajenos con la fascinación de un niño fantasioso y el horror de la monja que sin colgar los hábitos ya se los arremanga. Se precisa un arrojo que prescinda del temor al ridículo, y en ciertos casos también una brújula que lo lleve a uno cerca de esa zona fogosa donde las habas se calientan sin quemarse. Que es el caso presente, además. Me he impuesto la misión de retar al ridículo en una zona de por sí resbalosa, y por ello dos veces más interesante. ¿Cómo se hace, por cierto, crónica deportiva?

     Todos alguna vez ejercimos sin pago este trabajo. Me recuerdo, con menos de diez años, compitiendo con varios amiguitos para ver quien lograba entrar sin pagar a la Copa Davis. Una vez que logramos el cometido, el segundo proyecto consistió en comprender las reglas del juego, toda vez que el espectador debía permanecer callado durante las jugadas y un sacrificio así exigía altas garantías de diversión. Al final de la serie, con tres entradas libres consecutivas, ya nos habíamos enseñado a pujar, brincar, gritar, berrear y aullar por causa de ese juego de intensidad creciente, cuyas particulares incidencias comentaríamos luego durante semanas. No recuerdo, a todo esto, haber comprado un solo boleto antes de los trece años, ni que me haya perdido una serie Copa Davis. Si los tenistas se peleaban por tener esa copa, la mía consistía en estar ahí. Entrábamos campeones: Don Gato y su pandilla van a Wimbledon.

     Jamás rehúyo una conversación sobre tenis. Nada más agradable que encontrar un maniático afín. Alguien que se aparezca de la nada al cabo de unas semifinales ardientes y te recuerde con puntería cómplice que "ya nos pasaron a torcer…". Me he quedado en Madrid siete días de más por estar en el Masters. Le he prometido al Commander in Chief que le enviaré las crónicas consecuentes. Luego lo dejé todo para así sumergirme en el torneo, con la extraña responsabilidad de reseñarlo.

     ¿Qué se hace en estos casos? Memoria, antes que nada y aun cuando se pretende lo contrario. Escribir es de pronto reproducir palabras atendiendo a las órdenes de un cerebro que copia cuando inventa e inventa cuando copia. No se quiere ya ser original, si bastante ya cuesta conservarse genuino. La magia está, no obstante, en el retorno de ese duende correoso que lo encierra a uno en el mundo del torneo, hasta que al fin contar lo que está viendo se convierte en un desahogo emocional. Escribir sobre un juego de tenis es tener el placer de sopesarlo, reconstruirlo, reinventarlo con esos acentos épicos sin los cuales sería inexpresable el calibre sofocliano de una semifinal como la de Rafa Nadal y Gilles Simon.

     Recién envié la última de las cuatro crónicas, ya me fumo el Marlboro imaginario que sigue al sacrificio ritual del virgo y hasta hago planes largos para un día armar lo mismo en Roland Garros, el más tortuoso de todos los torneos. Territorio Nadal, además. El día que me dieron la acreditación, no tuve más que sacar el boleto que había comprado en reventa para ese día y un niño me asaltó con la misma pregunta que tantas veces repetí a la puerta del estadio. "¿Le sobraría una entrada?", me atajó con angustia esperanzada y comenzó a hacer señas a la madre, que estaba a quince, veinte metros de nosotros. Tendría trece años, puede que menos. Se le encendió el semblante nada más escuchar que no pedía más que el precio de taquilla. Verlo alzar el boleto y llevárselo fue también verme entrar en la Copa Davis con el cerebro inmerso en una gesta heroica que sólo quien la sufre la comprende. Habría visto los juegos tan solo como yo entonces y ahora. Habría salido con la cabeza en llamas, diría a sus amigos que vio jugar a Djokovic y ganar a Nadal y entrenar a Federer… Contraerá en una de estas el vicio de sufrir más allá de la red. No se me ocurrió ayer, es de toda la vida, pero igual la emoción no ha cambiado gran cosa. Soy un niño extranjero que juega a solas a corresponsal de guerra. Corro de ver jugar al suizo a interrogar al serbio en la rueda de prensa. 

se me queman las habas por contar la historia.

     Puf. Qué nivel. Chilangamente hablando, este cronista se ha pasado a rayonear.

Bonus track:

Magnicidio en dos tiempos (Federer-Murray, Nadal-Simon).

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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