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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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Mi blog cumple 20 años / IV

La máquina de rayuelas.

Durante varias décadas y en nombre del nacionalismo revolucionario imperante, el gobierno de México ejerció sutilmente la censura a través del control monopólico del papel. Los bytes, no obstante, son incontrolables. No hay cómo racionarlos ni monopolizarlos sin el respaldo paranoico de todo un aparato policiaco estatal, y aun así quedan siempre resquicios por donde los insectos binarios van y vienen sin ser importunados. Los bytes no tienen peso, ni dimensiones físicas, ni límite para reproducirse. Viajan de una máquina a otra —y de ahí, si se quiere, a un millón más— en un proceso equiparable a esa telepatía con la que fantaseaban los niños de antes. Telepatía simultánea, además. Millones de millones de palabras flotando en torno al mismo campo magnético y una mínima terminal nerviosa conectada al teclado en mi escritorio, paralelo a la cama que una noche de downloads arrastré hasta allá.

—Una sola pregunta, coleguita: ¿cuánto medía la fila de cocacolas vacías?

—Digamos que hace tiempo ya no era fila, y ya ves que soy malo para calcular multitudes.

¿Aló? ¿Room Service? Envíeme urgentemente una hielera y una bacinica.

—Quien ha sido atrapado por la fiebre del byte no sale a ver si llueve, llama al perro y se fija si acaso está mojado. Pero igual me hacían falta unos rounds de sombra. Dejar que el ego fuera tundido a golpes por mi mera ignorancia de advenedizo. Tenía que pulirme a solas y en secreto.

—¿Quién se sentía usted, el Karate Geek?

La clave justamente estaba en no sentir. Poder estar doce horas en hilera, y hasta el doble o el triple, construyendo cimientos de no sabía qué. Ni cómo, ni hasta dónde, ni para cuándo. ¿Quería hacer concretamente hiperficción? ¿Iba a comprar entonces una copia de Storyspace, el software de los hiperficcionantes? Sí y no. Tenía en la cabeza una novela compuesta por seis planos simultáneos, cada uno con ciento veinte nodos, o quizás ochenta, intercomunicados por un laberinto de opciones múltiples que restringirían el paso de un plano al otro, de forma que en un mapa habrían parecido una cadena circular de rombos enlazados a derecha e izquierda. Quería hacerlo sin Storyspace.

—Qué ingenioso, colega. Supongo que su invento contendría también algún sistema de alta coerción para obligar a los lectores a seguir adelante hasta la muerte. Lástima que se equivocó de tiempo y de lugar, sería usted el orgullo del doctor Mengele. Schreibt macht Frei, Kollege!

Pocas cosas provocan tanto la libido de un caballero andante como una damisela rejega y retadora. Que era el caso de la computadora. Intimidado al fin por la amenaza de acabar programando una visita larga al reino de las batas blancas, restringí mis esfuerzos como programador al Lingo, el lenguaje-juguete diseñado para dar órdenes precisas al más espectacular de los softwares literarios: Director. Quiero decir que literario no era, estrictamente, pero nada más ver y palpar un par de aplicaciones creadas con él vislumbré lo que entonces, colmado de entusiasmo, creía el único futuro aceptable. En realidad, encontré apenas una posible relación entre el Director y la literatura, y es que ambos permiten realizar cualquier cosa que encuentre cupo en la imaginación. Así que mientras otros pensaban en vistosos teatritos en multimedia, yo me entregué a soñar a ojos insomnes en un libro virtual no-secuencial. Una suerte de trampa en la forma de un juego laberíntico que idealmente provocaría adicción.

—De otra forma, ni usted lo iba a leer. Y por cierto, ¿el Director también le resolvía el problema de la distribución de estupefacientes para su público lector? ¿Cómo iba a financiarlos, si no es indiscreción?

"Estupefacientes literarios", llamaba una de mis amistades virtuales, la estudiosa Susana Pajares Tosca, a los experimentos en hiperficción. Nada más observar el avance de mis ejercicios de aprendizaje (cada libro sobre Director constaba cuando menos de 800 suculentas páginas) perdía de nuevo el sueño haciendo cuentas de todo lo que aún me hacía falta para emprender por fin la aventura electrónica que justificaría esos miles de horas construyendo a mano un castillo que objetivamente no existía en el mundo real. Un afán literario, donde los haya.

—Y ya que habla de hallazgos, déjeme que adivine: le faltaba encontrar la historia entera, con todo y personajes.

—Digamos que tenía una idea general.

—Si todas las ideas generales se hubieran convertido en novelas, tendíamos docenas de Quijotes. Vamos al grano, pues. Caracteres, cuartillas, capítulos... ¿cuántos juntó en total? —privilegio de musa: directo al punto débil.

—Déjame que los cuente, mañana te digo —subterfugio de autor: directo al punto final.

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8 de agosto de 2007
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Mi blog cumple 20 años / III

Welcome to Science-Fucktion.

  —¿Cuál fue el último libro que le cambió la vida, colega?

  —HTML: The Definitive Guide, por Chuck Musciano y Bill Kennedy. Cuando cayó en mis garras me convertí en el niño que recibe una pista de carreras de autos con cien carriles y un millón de tramos. "Crecer entre las sombras es privilegio de quienes se disponen a conquistar el mundo", asumían los protagonistas de El péndulo de Foucault, y bastaba ese sentimiento dilatado para que las ojeras continuaran creciendo frente al monitor. Vivía, además, lejos de la ciudad, bajo el bosque doméstico mejor conocido como Desierto de los Leones. Cuando menos pensé, ya mis amigos me apodaban The Fool on the Hill.

  —Como quien dice, agarró usted una guía de HTML de manual de autoayuda. Esto podría ser un infomercial. Usted también, cambie su vida hoy; y si nos llama en 20 minutos, le regalamos un manual de hortografía.

Llevaba ya dos meses ahí metido y mi sitio seguía siendo un bodrio, pero no me importaba. Nadie se iba a enterar, además. Conocía esa clase de situación de tiempo atrás, con nueve años de vida y la obsesión, frustrada a cada instante, de escribir una historia más o menos legible. ¿Qué se hace en esos casos? Robar, por supuesto. Va uno y plagia el estilo de cuanto libro consigue entusiasmarle, con resultados muy poco halagüeños, aunque tampoco tanto como para dejar el juego. Aún más descaradamente, merced al caradura cut-and-paste, aprendí a saquear códigos enteros, que ya después iba enchuecando de acuerdo a mis necesidades expresivas.

  —Y si de todos modos iba a acabar robando, ¿qué le costaba aprovechar ese tiempo precioso en aprender a saquear cuentas bancarias, por ejemplo?

  —Tengo un problema con la delincuencia: me dan más ganas de contar el golpe que de llevarlo a cabo.

  —Y si lo lleva a cabo ya no puede contarlo...

  —No sin que den conmigo y me encierren. Según Lord Henry Wotton, el ocurrente falósofo a quien Wilde encomendó echar a perder a Dorian Gray, "uno nunca tendría que hacer nada que no pueda contar en la sobremesa".

  —¿Qué no la sobremesa es el momento ideal para contar mentiras?

  —El punto es que, tal como en su momento lo había hecho el juego de escribir, aprender a entenderse con los códigos exigía cantidades bíblicas de errores, y con ello los miles de horas suficientes para pasarme años ensimismado en la monomanía de construir laberintos invisibles.

El gran pecado de la educación tradicional consiste en castigar el error, ignorando supinamente que sin él no habría progreso humano posible. Luego de varios años de entregar mi trabajo cotidianamente para ser publicado en papel, podía escuchar los rugidos del monstruo controlador que desde mis adentros exigía, por siquiera una vez, contar con un espacio donde no hubiera más errores que los míos. Sólo que a diferencia de la honesta tinta, los códigos permiten efectuar correcciones infinitas. Una página web es como un libro que nunca acaba de salir de la imprenta.

  —O como una mentira infinita.

  —Todo es mentira en el mundo virtual, pero ni tú ni yo estamos facultados para hablar en el nombre de la verdad. Al tiempo que mi parlanchín fuero interno se habituaba a valerse de verbos tan poco elegantes como photoshopear, trimear y copypastear, en el coco ocurría una mutación que tardaría años en acusar: estaba fascinado por la máquina, y más aún por los códigos que controlaban su mecanismo. Soñaba con meandros hipertextuales y nodos salpicados de palabras veloces, cuya escritura se antojaba casi tan suculenta como la construcción del laberinto mismo.

  —¿Va a decirme que el código le parecía más guapo que la palabra? Esa es Alta Traición, colega.

  —No me daba ni cuenta, insisto. Seguía comprando y engullendo libros rebosantes de códigos, ahora para complementar cursos online de Style Sheets, JavaScript, Perl y Arquitectura de la Información.

  —¿Leyó alguna novela en esos días, por casualidad?

  —Rayuela, claro. También Kundera y Borges. Los que más parecían compatibles con la idea de narrar en hipertexto. Buscaba autores que de alguna manera me dieran la razón en el empeño de seguir perdiéndola. Al final, si las cosas iban como debían, terminaría haciendo hiperficción.

  —Hyperfucktion, que le llaman los connoiseurs.

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7 de agosto de 2007
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Mi blog cumple 20 años / II

Los vértigos binarios.

Hasta 1997, ubicaba los años transcurridos por los amores que los habían poblado. De entonces para acá, la referencia son las computadoras. Sintomáticamente, recién había caído una nueva en mis manos, puntual y solidaria para ofrecerme una ancha terapia de divorcio. Pero me daba miedo el aparato, pues contenía un par de tentaciones complementarias: el modem telefónico y tres meses de conexión gratuita a Internet. Si años atrás mi idea de enviar faxes y diskettes con el propósito de autoeditarme había naufragado en el tema de los costos, la idea de intentarlo en Internet era una comezón con tufo a trampa.

¿A qué le tenía miedo? A la espiral de tiempo que de seguro se abriría ante mí nada más comenzara a contraer el asombrado insomnio que suele someter a los recién caídos en la red. Me habían insistido demasiado en eslóganes patéticos del tipo "la supercarretera de la información", pero ya el sarpullido era muy fuerte. Si la intuición no me decía mentiras, había todo un proyecto editorial esperándome en el ciberespacio. Cuando al fin resolví sacar jugo de los citados meses de conexión gratuita, tardé dos días enteros, con sus debidas noches, en despegarme de la pantalla. A partir de ese punto, ya muy pocas opciones del mundo supuestamente real consiguieron tentarme; por lo demás, la línea telefónica permanentemente ocupada por el modem favorecía poco la vida social.

  —Solo con su obsesión, la noche entera. Que cosa más romántica, colega. Tendríamos que habernos conocido entonces.

Entonces entendí que no había más opción que aprender HTML a cualquier costo. Leí que era un lenguaje de marcas muy sencillo, busqué más y encontré un tutorial cuyo autor me garantizaba que en no más de cinco minutos podía diseñar mi primera página web, con un renglón escrito y una foto. Eché un ojo al reloj y me lancé a intentarlo. Necesitaba sólo una imagen y un editor de texto, nada que rebasara mi estatus infra-tech. Algo menos de cuatro minutos después, ya estaba ahí la página, con el texto centrado, la imagen justo encima y el fondo en color rojo, correspondiente al código hexadecimal #FF0000. Al final de la noche, tenía ya leído y practicado el tutorial entero. Estaba listo para olvidar la cama y seguir adelante, había esperado diez años por esa cita.

  —¿Se sentía el Magallanes del cyberspace?

No sé lo que sentía, pero era fuerte. Llevaba dos semanas encerrado en un vértigo de voracidad, igual que otros se entregan por días a jugar solitario y fingir que trabajan; igual que alguna vez pulsé el botón de pausa en mi vida porque había que rescatar a una princesa; igual que devorarse uno de esos hongos que tanto hacían crecer a SuperMario. Aunque de un día para otro mis expectativas eran zancadilladas por nuevos requisitos para hacerme algo así como un webmaster. Tenía que aprender a procesar imágenes, hacer animaciones y estudiar otros códigos, no únicamente en HTML. Entre tanto, ya había conseguido el terreno para edificar mi sitio, otra vez sin pagar un centavo. Geocities, se llamaba el lugar donde mediante un mecanismo harto simple podía uno subir sus archivos a la red y ver su engendro en línea ipso-facto. Aún no tenía imágenes a modo, pero había la opción de elegir entre algunas fotografías de muestra. Un minuto después, ya estaba ahí la foto de Sharon Stone. Tenía mi propio sitio en Internet.

  —Qué triste situación. Me hace pensar en esos dichosos infelices que compran el portarretratos por la foto de muestra, y luego así lo plantan en su buró. Me voy imaginando el texto del e-mail: Querida Sharon, ¿ya conoces mi website? ¡Pues tiene tu foto!

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6 de agosto de 2007
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Mi blog cumple 20 años / I

La princesa y el dragón.

Por más que desde el título parezca que deliro, esta historia comienza en 1987. Aquel verano realicé dos hazañas que con el tiempo me cambiarían la vida: 1. Rescaté a una princesa y 2. Fundé una editorial. No obstante las provincias elegidas para la cristalización de sendas proezas —el cosmos chocarrero de la virtualidad, pues lo primero lo logré en el Nintendo y lo segundo en tierras especulativas— cierto es que desde entonces poco o nada permaneció como antes.

El maremoto íntimo ocurrió cuando vi por primera vez a aquel animal negro que escupía papel perfectamente impreso, enviado de sabría el demonio dónde. Sin al menos un crucifijo que plantarle, me atreví a preguntar, con esa timidez que le pega al chilango cada vez que se teme ranchero del mundo, qué clase de reptil eléctrico era ése. Un telefax, me informó con orgullo hi-tech la recepcionista de esa oficina, que ya a mis ojos calificaba para locación probable de Blade Runner II.

  —¿Sueñan las máquinas de fax con impresoras en brama?

Así me pareció, a primera vista. Si me hubiera propuesto tratar de seducirla, seguramente habría acosado menos a la recepcionista, que se aburría ya de aleccionarme. Pero yo precisaba saber más, algo tenía que haber detrás del esperpéntico animal que era capaz de enviar o recibir un documento entero a través de la línea del teléfono. Tan poderosos fueron el asombro y el entusiasmo iniciales que tardé unos minutos en reaccionar: ¿quién más, después de todo, tendría un aparato como ése? ¿Cuántos años faltaban para que lo normal fuera enviarse las cosas por ese telefax que, mínimo en teoría, le cambiaba la vida al mundo entero?

En teoría, seguí craneando hasta la alta madrugada, el telefax es una máquina de publicar. Podía seleccionar a mis lectores y enviarles cada escrito a su casa. Ahora bien, hacía falta ubicarse. En la segunda mitad de los años ochenta la gente no pensaba en recibir papeles raudos a domicilio. Nadie andaba con laptops cargando, y ni aun con teléfonos. El trabajo era estrictamente sedentario y la gente tenía que arreglárselas con veinte o treinta megas en el disco duro. Con alguna paciencia, según me haría saber un vendedor de artículos electrónicos, en cinco años cualquier computadora casera (ya las habría entonces en las casas) recibiría faxes. La idea estaba lista, el mundo no; tenía media década para ponerle ruedas al concepto.

  —¿Qué fue primero, el fax o la rueda? —a Afrodita la mata el low-tech. Si quisiera librarme para siempre de ella, bastaría con hacerme de un tocadiscos.

Para quienes, por mera juventud, son incapaces de imaginar un mundo así de primitivo, he de añadir que ya existía entonces el invento más revolucionario desde la creación de la primera copia fotostática: el cut-and-paste. La posibilidad de reubicar renglones, párrafos y parrafadas, tanto como clonarlos ilimitadamente, alteró para siempre las reglas del juego. De entonces para acá, no recuerdo haber vuelto a conjugar la abominable expresión "pasar en limpio".

  —¿Y la princesa?

  —Ignoro qué fue de ella. Una vez que maté al cuarto dragón del octavo castillo, la dejé sana y salva y regresé a mi vida, invadido de esos curiosos ímpetus que hacen al vencedor de un videojuego vanagloriarse frente al porvenir.

  —Las aventuras de Onán el Bárbaro.

  —Tal vez el pobre Onán se habría hecho de una fama mejor si alguien le hubiera dado otro juguete.

  —Uno con cut-and-paste, salido del Nintendo.

  —Tal cual. ¿Cómo iba a imaginar que al paso de cinco años tendría entre mis manos un animal así?

  —Suena como saltar de niño a púber. Y usted pensaba mandar sus historias... ¿por fax? ¿Una por una?

  —Era lo que había. Pensé también en distribuir diskettes.

  —¿Y a eso le llama usted Fundar Una Editorial?

  —Por supuesto, pero bajo la condición de construirla en el más libre de los territorios.

  —¿O sea en mi mero pueblo?

  —A unas leguas de ahí, todavía en la comarca autónoma de la imaginación. Lo importante no era ver la imprenta, sino saber que ya contaba con ella. Decir: "Un día de éstos voy a publicarme".

  —¿Y si no salía cierto?

  —Los émulos de Onán viven felices sin exigirle a nadie que sus divagaciones se hagan realidad.

  —Como dicen los gringos: Be my guest.

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3 de agosto de 2007
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La mística del chic

No tuve tiempo de lamentar su muerte. Ya no vivía cuando la conocí, pero antes de ella nadie me dio toda esa dosis de certidumbre en torno al tema de la resurrección de la carne. No se piensa en la muerte, y quizás ni siquiera se la ve posible, cuando se flota dentro de esa voz honda como la medianoche del alma y un instante después alta e ingrávida, toda ella pirotecnia ganosa de infinito. A veces, cuando digo que una mujer puede hacer lo que quiera con su voz, quiero decir que puede hacer lo que quiera conmigo. Privilegio de diva, derecho del devoto. ¿Para qué diablos darse al místico deleite de viajar hacia dentro abordo de la voz de Sarah Vaughan, si no esperando que lo revuelque a uno como, cuando y cuanto se le dilate Su Real Gana?

Invítame a pecar, hazme que olvide penas. No me importa el lugar, llévame a donde quieras —entre sus muy diversos pasatiempos, Afrodita cultiva el de memorizar éxitos de Paquita la del Barrio, que después usa como citas cultas.

No acaba de estar claro qué es la clase, entre otras cosas porque nadie acepta tenerla menos que su plebeyo prójimo, pero a Sarah se le transparenta desde los jadeos. Uno advierte que está frente a una diva cuando asiste a esa rara confluencia de estilo y sinceridad que hace de carne humana piel de gallina. Y si las divas suelen medirse interpretando estándares, Sarah es su propio e inalcanzable estándar. Nadie canta ni cantará como ella Summertime.

—La clase dura apenas lo que tarda su dueño en enterarse. Ahí se rompe el hechizo y el antes refinado se vuelve un palurdazo. Yo diría que la Vaughan jamás lo supo.

Cierta vez, durante el Festival de Montreux, Elis Regina se quedó sin aliento. Fue un titubeo apenas, pero al fin suficiente para hacerla trastabillar a medio concierto. "¿Qué estoy haciendo aquí, yo que soy hija de una lavandera?", se preguntó de pronto y eso la trabó, según confesaría más tarde. ¿Qué de extraño realmente pudo haber en que poco después la reina recobrara inspiración y arrasara literalmente con la noche, si al cabo su misión consistía nada menos que en inventar el chic, con o sin pedigree de princesa? Pero claro, eso ella lo ignoraba monárquicamente.

—¿Elis Regina chic? Sólo que fuera contra toda su voluntad. Caetano decía que era tan talentosa como cursi.

—Según Octavio Paz, el buen gusto es la muerte del arte.

—Octavio Paz no cantaba Corcovado con los brazos girando como hélice, colega —hay días en que Afrodita detesta perder. Ha de ser muy incómodo reconocerse musa y tener que cuadrarse ante una diosa. Peor todavía, ante dos.

Una diva de veras no puede preguntarse qué diablos es la clase, el chic o el estilo, pues ella es las tres cosas a un mismo tiempo. Ella es la voz del tiempo y el llanto de la memoria, la que arde con dulzura y duele delicioso cada vez que sus labios acometen My Funny Valentine, como quien sube al bosque en busca de fantasmas.

—¿Que no esa es la versión de Nico, perdón?

—No todos los fantasmas son necesariamente fantasmagóricos. Los de Sarah Vaughan suelen ser más amigables con el usuario. Pero sí, la versión de Nico lo hace a uno cortarse las venas con Pan Bimbo. Algo así como un éxtasis en los Cárpatos.

—Qué frío, colega. ¿Le importa si ponemos a Sarah Vaughan?

—¿Brazilian Romance, Copacabana o I Love Brazil?

—Yo ya elegí a la diosa, escoja usted el rezo.

—Amén.

Inventario de diosas:

Sarah Vaughan.

Elis Regina.

Nico.

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2 de agosto de 2007
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Divórcieme de esa diva

No todos los que tienen que contar una historia contratan los servicios de una musa. Los hay, y en cantidad notable, que prefieren colgarse gratis de las divas. ¿Hambre de realidad? Lo dudo mucho. Si la musa es etérea, la diva es poco más que descendiente directa de Walt Disney. Parida por sí misma y para su sorpresa, la diva sólo existe mientras el sortilegio se empeña en afirmarla. Una vez que los reflectores la dejan y ella baja del nicho donde fue adorada, solamente el deseo siempre ajeno la hará resucitar, antes en el recuerdo que en la mirada. No es difícil, al fin, añadirle a su imagen caída del cielo las capas de atributos y efectos especiales con que nos conquistó desde aquel escenario inmarcesible.

  —No me diga que piensa reemplazarme por Britney Spears.

No busca uno a la diva, sino al fantasma que su presencia invoca. Salvador Elizondo escribió su Farabeuf a partir de una idea obsesiva: fotografiar el justo instante de la muerte. Ni un segundo antes ni uno después. Lejos, aunque no tanto, de esa manía oscura, no resisto el impulso de observar el instante en que una mujer simple encarna en diva. Sarah Vaughan podía llamarse Sassy entre amigos, pero en el escenario era The Divine.

  —Sarah Vaughan, colega, pertenece al dominio de la teología. Su nombre se pronuncia seguido de una leve inclinación de testa. En mi presencia, pues.

  —Muy cierto. Yo a La Divina me le habría postrado en la salida misma del supermercado. Dejemos, pues, la teología para mañana. Concentrémonos hoy en el instante mágico.

En un par de ocasiones he visto a Margareth Menezes. La primera, a mitad de los años noventa, en el Auditorio Nacional, robándole la noche a Celia Cruz y el corazón a mí; la segunda, a principios del 2006 en Salvador de Bahía. Sabía poco de ella la primera noche, de modo que el hechizo tuvo la textura de una epifanía. No bien la vi salir del escenario, corrí a rogarle al jefe de prensa que me dejara entrevistarla, con cualquier pretexto. Una sola pregunta, si quería. Supongo ahora que tal fue la vehemencia de mi petición que dos o tres minutos más tarde ya estábamos los dos ante la puerta de su camerino.

  —¿Qué quería preguntarle? ¿La dirección o el teléfono?

Cuando la tuve enfrente ya no me dio la gana preguntarle nada. Le solté como pude un mazacote de palabras encimadas en el más lamentable de los portuñoles, pero algo me entendió porque me dio un abrazo fuerte y repentino. Y no era más que eso, un abrazo ordinario, pero igual me traía reminiscencias de Aura, cuando Felipe abraza a Consuelo y entre ambos no consiguen traer de vuelta a la bruja adorada. ¿Dónde estaba la fiera bahiana que había recorrido los pasillos del Auditorio como una celestial rainha da batería, esparciendo el contagio a feroz mansalva?

  —Se le escapó la diosa en brazos de la mujer...

  —Ni siquiera los súbitos monoteístas somos inmunes al virus de la ternura.

  —¿Y la abrazó de vuelta en Salvador?

  —En Salvador recuperé a la diosa. Era todavía mejor en su elemento, hacía vibrar la concha del teatro Castro Alves.

  —¿No se sintió tentado a meterse a la sacristía?

  —Nunca más. Toda visita al backstage diluye la devoción y engendra librepensamiento arrítmico. —Pienso asimismo en Ivete Sangalo. La recuerdo al inicio de un dvd, grabado en el también bahiano estadio de Fonte Nova, precisamente cuando deja el camerino y avanza hacia el altar mecánico que habrá de encumbrarla por sobre el escenario, para que ya a ninguno de los presentes le quede duda del origen beatífico de ese par de piernas.

  —No sea goloso, colega. ¿Por cuál de esas dos brujas me quiere cambiar?

Hablando sobre su Aura, Carlos Fuentes declara que vino al mundo "para aumentar la descendencia secular de las brujas", pero antes de llegar a esa conclusión narra su encuentro con María Callas. Si yo fuera Margareth Menezes, podría molestarme cualquier cosa menos que me llamaran bruja. Más que un requiebro, es un requisito.

  —¿En qué animal quiere que lo convierta, colega?

  —Preferiría decirte en cuál me has convertido...

Inventario de divas:

Margareth Menezes.

Ivete Sangalo.

Ivete Sangalo con Margareth Menezes.

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1 de agosto de 2007
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Cuando Kundera cunde

¿Que cómo es Afrodita del Carmen Martínez-Goebbels? Mal se puede pedir al deslumbrado que dibuje en detalle el deslumbramiento. No obstante, aun coronada por ese resplandor de fábrica que hasta a nuestras conversaciones más inocuas les da un efecto como de hielo seco, observo que la musa de estas líneas es ciertamente más carne que mito, más saxofones que arpas y por supuesto menos ropa que pudor.

  —Van a pensar que vengo a trabajar en cueros, colega. No mame, por favor —últimamente, sus esfuerzos por sonar chilanga y terrenal me dan cierta ternura. Inocente Afrodita, si soy yo quien se encarga de que nunca parezca más terrenal que el roce de un arcángel, aun si su mero aroma tiene ya cuerpo de perdición guajira.

Y aquí empieza el problema. Ninguna descripción, por exacta que sea, nos dejará contentos a los dos, incluso y sobre todo sabiendo ambos que lo nuestro no es una ciencia exacta sino, y eso con suerte, una conciencia a medio aproximar. Cuando alguien me pregunta para quién escribo, busco cualquier respuesta que la excluya a ella, igual que esos adolescentes prendados de una prima hermana cuyo nombre pronuncian fatalmente en secreto. Pero no escribo para complacerla, ni pierdo medio cool por miedo a disgustarla. Si no me es concedido probar su notoria existencia, escribo para al menos probarle a ella la mía.

  —Ahora dígame que es El Loco del Nomeolvides —se hace la dura, pero no me engaña: nadie que no haya sido arrasado por Kundera juega así con las frases de Kundera. Además, el amor puede nacer de una sola metáfora.

  —Soy un ingenuazo aliado de mis sepultureros —le sigo la corriente sin encajar el golpe, para que vea lo bien que soporto la densidad de todo su ser.

¿Cómo explicar que uno hace lo que hace para probar que existe ante quien no existe? Claro que eso de la existencia es relativo. Ahora mismo que andamos en Kundera, no estaría de más traer a cuento aquello de que "importantes son las obras y no los bailes de los príncipes". No existe un solo príncipe del siglo XIX cuya vida privada conozcamos mejor que la de Emma Bovary. ¿Cómo no va a existir aquella provinciana sedienta de luna, sentenciada a vivir y soñar entre palurdos? ¿Podrían no existir el Beethoven y el Napoleón de Milan Kundera? Sería tanto como negar a Kundera mismo, pues nadie sino él lo apostó todo por la existencia de lo sólo hasta entonces inexistente. La apuesta no es por lo que pasó, ni por lo que pasa, sino por lo que siempre pudo pasar, y aún podría. Por eso es para ella, la improbable probable, que formo las palabras una junto a la otra frente al unánime pelotón de sus ojos.

  —Nunca el tiro de gracia tuvo tanta gracia —y lo dice entornando esos ojos de bang mojado en boom.

No se puede escribir, y menos describir, sin conspirar contra la realidad. Cuenta uno lo que ve, quizás como lo ve, o como lo veía, o como siempre hubiera querido verlo. Unas veces se narra desde la costumbre, otras desde el asombro; y el ángulo, y el ojo, y el ánimo jamás son el mismo. No cuenta uno las cosas para adaptarlas a la realidad, sino para adaptar la realidad a ellas y sólo así dotarlas del aliento preciso para alegar que existen. Hay amantes que piden cuentas de suspiros; la musa exige cada exhalación. Anda, invita, con ansia de contagio, renuncia conmigo a la realidad. Por lo demás no puede uno sentarse a hormar la realidad sin haberla metido en el congelador. Lo caliente es la historia, no sus huellas, le susurra al oído la musa intrusa, y uno tiene que ir por la vida pretendiendo que la virgen no le habla y el paisaje objetivo le importa un poquito.

  —Ya lo dicen los estatutos de la Unión Nacional de Musas Novelistas: El paisaje objetivo es improductivo.

  —La realidad no sabe de control de calidad.

  —Si me escribe un bolero con ese estribillo, puede que hasta me salte una o dos de las cláusulas de UNaMuNo. Y si me sigue describiendo lo congelo, como a la realidad.

  —Por eso digo que eres indescriptible.

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31 de julio de 2007
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Tópicos misantrópicos

La noticia del gato es reveladora. Se llama Óscar, tiene dos años y habita en una clínica geriátrica de Rhode Island, donde acostumbra detectar y hacer compañía a los pacientes próximos a la muerte. En otro sitio, aunque no necesariamente en otra época, semejante desplante de clarividencia felina podía haberle costado que lo quemaran vivo. No vayamos más lejos, en casi todas partes se le vería como un gato de mal agüero, y aún allí, en la clínica, no falta el ingenioso que se pregunte si Óscar tiene dotes paranormales. "Es posible que haya una explicación química", opina una doctora, y a partir de ese punto proliferan los enterados que aventuran hipótesis no menos gaznápiras que nada nos revelan sobre el gato, y demasiado sobre la condición humana. Si un gato sabe hacer algo más que miau, necesitamos de una explicación; de lo contrario habría que revisar miles de años de estúpido antropocentrismo.

  —¿Es usted un misántropo, colega?

  —Sí, pero pertenezco al ala moderada.

  —¿Y eso por qué es mejor?

  —No sé si sea mejor, pero al menos produce menos tumores. Los misántropos radicales serían los mejores clientes de los oncólogos si no gastaran tanto tiempo en odiarlos.

  —Qué envidia, coleguita. Quién pudiera tener enemigos autodesechables...

Cualquiera que haya dormido abrazado de un perro sabe hasta dónde sentimientos y emociones son transmisibles por simple contacto. Cuantificamos el efecto de drogas y virus en ratas y monos, pero apenas nos interesa experimentar con la administración de afecto, material muy difícilmente disponible en un laboratorio. Sabemos, sin embargo, que un hombre enfermo de odio es infinitamente más peligroso que un perro con rabia. Y contra el odio ciego no existe la vacuna. Es un tumor que se alimenta solo y muy difícilmente se deja cortar. Hay, también, quienes viven de fertilizarlo. O de disimularlo, que igual paga. Se cuentan, además, por legiones los misántropos radicales cuyo negocio está en hacerse pasar por filántropos. Radicales, también.

  —Todos los radicales son del mismo pueblo, no tienen que ir muy lejos para cambiar de equipo.

  —Permíteme anotar. Radical: pueblerino expansionista. Es para mis apuntes misantrópicos.

  —No me diga que no hay mañanas en que se me despierta con auténticas ganas de pasarse al equipo de los radicales.

  —Momento ideal para ir a lavarse los dientes, alimentarse y encender la música, si lo que quiere uno es recobrar la confianza en el género humano.

  —Pero usted es misántropo, colega. ¿cómo va a recobrar lo que ni tenía?

  —Insisto: moderado. Sé negociar.

  —¿Negociaría con la telefonista que le llama a las diez de la madrugada para intentar venderle un paquete funerario?

  —Los moderados no negociamos con criminales, pero en lugar de contraatacar a ciegas buscamos un apoyo confiable. Alguien lo suficientemente inteligente para no regatearnos su desinteresada comprensión en las horas difíciles. Alguien a quien pueda uno abrazar y besar sin tener que temerle a sus abogados.

  —Un cuadrúpedo, claro.

  —De preferencia. A mis abuelas les gustaban los pájaros.

  —¿Por eso los tenían enjaulados?

  —Afrodita querida, como hasta hoy has pretendido ignorarlo, vivo, además de ti, con dos gigantes de los Pirineos que me acomplejan cada día que pasa con la querendona evidencia de que soy miembro de una especie inferior, tal como mis queridos ancestros. Si a mis cuadrúpedos les fuera dado elegir, no vivirían en Tetelpan, San Ángel, correteando a los gatos que se meten al jardín, sino entre las montañas de Francia, España o Andorra, donde serían el terror de los lobos y se divertirían mareando a los osos. Pero pasa que viven bajo la bota de un ser de baja especie...

  —...que a manera de acto elemental de contrición se declara carnívoro cariñoso.

  —El término es misántropo moderado.

  —Suena serio, colega, perdóneme el desliz. ¿Ha pensado en fundar una ONG?

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30 de julio de 2007
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Ratón de un solo agujero

En la escuela aprendimos que un paso decisivo en la historia del progreso humano fue la transformación del nómada en sedentario. Nada más que, de entonces para acá, el progreso ha ganado un prestigio desmedido. Como suele pasar con los peores tiranos, al progreso no hay quien lo pare, y encima nadie sabe bien para dónde va. Es como ir en un taxi sin chofer del cual desconocemos la ruta y la tarifa. Basta con que nos digan que lo hacemos en el sagrado nombre de Mr. Progress para que recobremos la confianza y corramos contentos a abordar ese tren supersónico sin el cual el futuro parecería arcaico.

Apilo estas palabras en el más sedentario de los aparatos. Por más que sea portátil y me permita de cuando en cuando pagarme el lujo de una vida nomádica, lo cierto es que lo cargo como los caracoles arrastran con la concha. De visita en alguna ciudad seductora, me doy asco y vergüenza cada vez que descubro que me pasé la tarde entera en un cuarto de hotel por causa de esta caja fragilísima que, en tan desarraigadas circunstancias, es todo cuanto queda de mi casa. Me encantaría decir que tengo alma de nómada y mi vida es una interminable road movie, pero más de uno entre mis seres queridos lloraría de la risa en el acto.

  —Yo, sin duda, colega. Para empezar, confunde usted la terminología. Su existencia no es propiamente sedentaria, sino de hecho monástica; y cuando se le ve más allá de su dique infestado de cocodrilos, no es porque sea nómada sino fugitivo. De sí mismo, que es lo más preocupante —no sé de qué se espanta Afrodita del Carmen, si de algo tienen fama las musas es de ser sedentarias como un ciempiés con uñas encarnadas. Hacen creer que vienen y van, pero lo cierto es que apenas se mueven. No es nada más que a ratos ganen transparencia; también que uno las ve o las deja de ver de acuerdo a sus estrictos anhelos subyacentes.

Dos películas me han alebrestado contra la idea del progreso como una redención incontestable. Una fue 2001, la otra Hasta el fin del mundo. Seguramente disfrutaría más de cada nueva computadora si no estuviera viva la suspicacia despertada por Hal, el villano binario de Stanley Kubrick al cual se hace preciso desconectar para llegar con vida a morirse en Júpiter. En cuanto a la world movie de Wim Wenders, es todavía deleite inenarrable escaparse con Solveig Dommartin en el papel de Claire hacia afuera de todos los caminos trazados. Ciertas mañanas, cuando no sale el sol y la novela empieza a poblárseme de herrumbre, siento la tentación de huir con Afrodita y la MacBook adonde los protagonistas no puedan encontrarnos.

  —Negativo, colega. Ni usted ni yo somos capaces de eso. Y todavía menos si tomamos en cuenta esas mojigaterías suyas de escribir las novelas a mano. Además, como no viaja con pluma fuente y cuaderno, más tarda en estar lejos que en preguntarse cuándo va a volver. Mucho MacBook, pero al final es usted más atávico que los lugartenientes de Yukio Mishima.

  —No recuerdo hasta hoy haberte restregado las ventajas de la depilación con cera o rayo láser frente a esa costumbre premoderna de podarte del muslo hasta el tobillo con mi rasuradora.

  —Costumbre que, por cierto, a usted le alebresta la hormona. ¿Quiere que le recuerde la cajita donde atesora mis bellos vellos, o el modo en que le tiemblan las manitas cuando la abre? —ni siquiera las musas, siempre tan liberales, son inmunes al celo femenino que despierta un cuaderno con las hojas repletas de frases más o menos ilegibles, y cuyo contenido es en su mayoría un embuste que no se deja desentrañar.

El progreso pretende ser objetivo, pero es más subjetivo que traumas y complejos, y a menudo obedece directamente a ellos. Cualquier ultracínico vestido de supersónico se transforma en gurú no bien nos habla en nombre del progreso, apelando a esa incauta beatitud que inspira el mañana en quienes aceptamos desconocerlo. ¿Pero qué es progresar, sino avanzar en dirección al fin? Cada vez, sin embargo, que mis ojos avanzan muslo arriba de Afrodita, intuyo que me acerco no al final, sino al mero principio de lo visible y lo invisible.

  —Como quien dice, al centro de lo intocable. Le digo, coleguita, no progresa usted —qué más quisiera uno, finalmente.

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27 de julio de 2007
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Tóxico City Blues

Como veinte millones de chilangos, aprendí a intoxicarme desde pequeño. Creo que mi organismo, como es costumbre aquí, ha ido desarrollando hacia las toxinas una forma de tolerancia francamente rayana en preferencia. Nos gusta intoxicarnos de formas tan variadas como caminos pueden imaginarse para sacarle la lengua al mal fario, por el puro placer de descartar tres ases y quedarse con dos cartas impares. Y esto, decía, empieza temprano. Ya en los primeros años escolares nos vemos desafiados a devorar toda suerte de caramelos picantes, amén de polvos rojos y anaranjados que hacen a los novatos retorcer las facciones y estremecerse como en mitad de un síndrome de abstinencia.

Pero eso pasa pronto. No aprendemos aún a sumar y restar y ya jugamos a los toxicomanitos. Me recuerdo en la escuela, vaciándome los sobres de chamois, chile piquín y polvo de limón directo en la campanilla, con una fanfarronería no muy distinta de la de esos borrachos de Plaza Garibaldi que pagan por mostrarle a sus compadres cuántos choques eléctricos resisten.

—¿Y eso como preludio a qué, colega? Porque a mí esos rituales privados del compadrazgo me parecen más sospechosos que un mariachi vestido de Pierrot.

—Pues de Pierrot no sé, pero debe de haber docenas de afectos a vestirse de Thalía. Costumbres nacionales, ya sabrás.

—¿Nacionales? No sea usted tan pacato, colega. ¿Cuándo va a terminar de descubrir que hay vida más allá de su pinche pueblo? ¿No se da cuenta que un mariachi vestido de Thalía es Patrimonio de la Humanidad?

—Yo no estaría tan seguro. De hecho, no creo ni que sean especie en extinción. ¿Qué hora tienes?

—Las dos de la mañana. ¿A poco está pensando en traerme serenata?

—Es muy temprano. Casi ningún mariachi se viste de Thalía antes de las cinco. A partir de esa hora las puedes encontrar en El 33, peleándose con las Paulinas Rubio. Un lugar tóxico, ese 33.

—¿Hay algo en Garibaldi que no sea tóxico?

—Ay, Afrodita, qué ternura me das. Ni siquiera en ti, y yo diría que en ti menos que en nadie, hay un solo rincón que no sea tóxico —dicho esto me le arrimo como el mariachi a su guitarrón, bajo una serenata de fuego glandular cruzado y a mansalva.

—¡Atrás con esas glándulas, que está infringiendo cláusulas! —retrocede, amenaza, me recuerda a zarpazos oculares que en estos menesteres, como en tantos, una cosa es una cosa y otra cosa es otra. Y viceversa, claro.

—¿Vas a negarme ahora que ese par de pupilas pugilistas son plenamente ajenas a la toxicidad circundante?

—Una cosa es que por su culpa mis pupilas estén que destilan ponzoña, como las de una cobra que recién inhaló chile piquín, y otra es que usted insista en ponérseme venenoso como poodle de beata pervertida.

No sé cómo llegamos hasta aquí, el tema eran los niños y sus gustos tempranos. El punto es que en los años que separan al niño de siete años del habitué de Plaza Garibaldi median tantas y tan intensas toxinas que sólo algunos lisiados sociales consiguen la proeza de no habituarse. Ahora mismo, al tiempo que patino en la presente sintaxis, me intoxico escuchando a Jaime López y José Manuel Aguilera, cuyos mutuos talentos virales y cruzados difícilmente me dejarían mentir.

Me huye el médico, se me esconde el éxito, ciudad de México: no me lo vas a creer... —¿quién, que haya oído cantar a una musa, puede volver a ser el sordo que era?

Materia tóxica, se llama la canción. No es casual que Afrodita se la sepa completa.

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26 de julio de 2007
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El Boomeran(g)
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