Xavier Velasco
La noticia del gato es reveladora. Se llama Óscar, tiene dos años y habita en una clínica geriátrica de Rhode Island, donde acostumbra detectar y hacer compañía a los pacientes próximos a la muerte. En otro sitio, aunque no necesariamente en otra época, semejante desplante de clarividencia felina podía haberle costado que lo quemaran vivo. No vayamos más lejos, en casi todas partes se le vería como un gato de mal agüero, y aún allí, en la clínica, no falta el ingenioso que se pregunte si Óscar tiene dotes paranormales. "Es posible que haya una explicación química", opina una doctora, y a partir de ese punto proliferan los enterados que aventuran hipótesis no menos gaznápiras que nada nos revelan sobre el gato, y demasiado sobre la condición humana. Si un gato sabe hacer algo más que miau, necesitamos de una explicación; de lo contrario habría que revisar miles de años de estúpido antropocentrismo.
—¿Es usted un misántropo, colega?
—Sí, pero pertenezco al ala moderada.
—¿Y eso por qué es mejor?
—No sé si sea mejor, pero al menos produce menos tumores. Los misántropos radicales serían los mejores clientes de los oncólogos si no gastaran tanto tiempo en odiarlos.
—Qué envidia, coleguita. Quién pudiera tener enemigos autodesechables…
Cualquiera que haya dormido abrazado de un perro sabe hasta dónde sentimientos y emociones son transmisibles por simple contacto. Cuantificamos el efecto de drogas y virus en ratas y monos, pero apenas nos interesa experimentar con la administración de afecto, material muy difícilmente disponible en un laboratorio. Sabemos, sin embargo, que un hombre enfermo de odio es infinitamente más peligroso que un perro con rabia. Y contra el odio ciego no existe la vacuna. Es un tumor que se alimenta solo y muy difícilmente se deja cortar. Hay, también, quienes viven de fertilizarlo. O de disimularlo, que igual paga. Se cuentan, además, por legiones los misántropos radicales cuyo negocio está en hacerse pasar por filántropos. Radicales, también.
—Todos los radicales son del mismo pueblo, no tienen que ir muy lejos para cambiar de equipo.
—Permíteme anotar. Radical: pueblerino expansionista. Es para mis apuntes misantrópicos.
—No me diga que no hay mañanas en que se me despierta con auténticas ganas de pasarse al equipo de los radicales.
—Momento ideal para ir a lavarse los dientes, alimentarse y encender la música, si lo que quiere uno es recobrar la confianza en el género humano.
—Pero usted es misántropo, colega. ¿cómo va a recobrar lo que ni tenía?
—Insisto: moderado. Sé negociar.
—¿Negociaría con la telefonista que le llama a las diez de la madrugada para intentar venderle un paquete funerario?
—Los moderados no negociamos con criminales, pero en lugar de contraatacar a ciegas buscamos un apoyo confiable. Alguien lo suficientemente inteligente para no regatearnos su desinteresada comprensión en las horas difíciles. Alguien a quien pueda uno abrazar y besar sin tener que temerle a sus abogados.
—Un cuadrúpedo, claro.
—De preferencia. A mis abuelas les gustaban los pájaros.
—¿Por eso los tenían enjaulados?
—Afrodita querida, como hasta hoy has pretendido ignorarlo, vivo, además de ti, con dos gigantes de los Pirineos que me acomplejan cada día que pasa con la querendona evidencia de que soy miembro de una especie inferior, tal como mis queridos ancestros. Si a mis cuadrúpedos les fuera dado elegir, no vivirían en Tetelpan, San Ángel, correteando a los gatos que se meten al jardín, sino entre las montañas de Francia, España o Andorra, donde serían el terror de los lobos y se divertirían mareando a los osos. Pero pasa que viven bajo la bota de un ser de baja especie…
—…que a manera de acto elemental de contrición se declara carnívoro cariñoso.
—El término es misántropo moderado.
—Suena serio, colega, perdóneme el desliz. ¿Ha pensado en fundar una ONG?