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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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Máquinas inteligentes: el escollo del pensamiento ético

¿Qué se aprende, por ejemplo, cuando se impone  una exigencia cabalmente ética es decir no reductible a conveniencia? ¿Es la disposición ética el resultado de un proceso análogo al que lleva al conocimiento técnico, o  se trata de una disposición irreductible del espíritu humano que en ciertos aspectos entraría incluso en contradicción con las leyes evolutivas. Sin espacio aquí más que para evocar  el asunto, señalaré  que el biólogo y filósofo  T.H. Huxley (1825-1895) considerado algo así como el abogado defensor de la ortodoxia darwiniana, en su libro Evolution and ethics (publicado en 1894) sorprendió a muchos de sus seguidores presentando la disposición ética de los humanos como una suerte de  superación de lo inmediatamente dispuesto por la naturaleza. En la hipótesis (no por todos compartida) de que la moralidad es un rasgo propio de la especificidad humana, la concepción de Huxley vendría a suponer que no se trata de un refinado momento al que se habría llegado a través de la continuidad evolutiva, sino una ruptura con esta.  El darwinismo dejaría de ser operativo cuando nos introducimos en el universo de la ética Caricaturizando un tanto, tal posición equivaldría a sostener que, de seguir la pauta estrictamente evolutiva careceríamos del mínimo bagaje de altruismo. Altruismo sin el cual, sin embargo,  no es concebible la sociedad humana.

Siguiendo la vía abierta por Huxley, otros estudiosos han radicalizado la posición considerando que la emergencia de un sentimiento ético es algo más que una ruptura de continuidad en la evolución. Se trataría de una auténtica contradicción,  en la que la economía natural se negaría a sí misma. En suma: el darwinismo dejaría de ser operativo cuando nos sumergimos en el universo de la ética.

Como no podía ser menos, las reacciones de los partidarios de una antropología sustentada en una versión integradora y en la continuidad darwiniana han sido múltiples. Se trata fundamentalmente de sostener que, en alguna medida, la simpatía con los demás, la inclinación a ayudar a otros miembros de la especie (y no sólo de la especie), incluso la disposición al sacrificio están presentes en nuestra naturaleza inmediata, en razón de que esta es de orden animal, y que los animales mismos ofrecen inequívocas muestras de moralidad. Como decía, no puedo aquí más que evocar el problema, de una enorme trascendencia filosófica.

Y en otro orden: Calixto, el desafortunado protagonista de La Celestina, habla verídicamente sin apercibirse de ello y sus jóvenes criados, Pármeno y Sempronio ven en ello como un eco del destino de Virgilio, es decir, el destino de quien encarna emblemáticamente la figura del poeta. Pues bien, ¿en qué la manera de hablar de Virgilio enriquece el elemento comunicativo del discurso? Y por evocar a autores más cercano a nosotros,  ¿qué supone para el interlocutor la sentencia (núcleo de un poema de Paul Eluard considerado paradigma de la literatura contemporánea) “El mundo es azul como lo es una naranja”?  Otras veces he puesto como ejemplo  los siguientes versos del “Llanto” de Lorca: “La piedra es una espalda para llevar al tiempo/Con árboles de lágrimas y cintas y planetas”. La pregunta que formulo es muy clara: ¿Es posible reducir una frase poética a una composición sintáctica portadora de información?

Estoy intentando señalar simplemente que nuestra inteligencia supone modalidades que van más allá de lo que la experiencia, la técnica y el conocimiento científico suponen; modalidades que pasan por la ´disposición ética y asimismo por algo filosóficamente tan problemático como la comunicación estética. Si hablamos de inteligencia artificial en el sentido cabal del término inteligencia, no podemos dejar de lado ninguno de estos aspectos.

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6 de mayo de 2022
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¿Cabe encontrar en las máquinas la clave de nuestra condición racional?

Al menos hasta nuestros días,  la convicción de la singularidad vertical de la  especie humana en relación a las demás especies animadas, más que resultado de un posicionamiento filosófico era algo tan compartido como inmediato. Los humanos nos distinguiríamos por la capacidad de efectuar razonamientos (logismoi) como expresión de nuestra facultad  de decir (legein), luego decidir, escoger entre diferentes alternativas; nos distinguiríamos en suma por nuestra  singular  inteligencia.

A fortiori esta jerarquía se extendía en relación a los vegetales, seres vivos pero considerados carentes de anima y aun con mayor razón a las cosas no vivas. De ahí lo interesante de que, tras innumerables debates comparativos con la inteligencia animal, la jerarquía parezca ser puesta en tela de juicio por el lado de la materia inerte, esa materia en sí misma no susceptible de acción de la que se forman máquinas. Pues desde luego la cuestión de si es posible que haya seres artificiales que piensen y aprendan del modo en que nosotros lo hacemos ha alcanzado mayor acuidad científica, y quizás también mayor relevancia filosófica, que la cuestión de determinar si hay especies animales homologables al ser humano, aunque obviamente sean mucho más próximos por nuestra matriz común en ese momento singular de la transformación de la energía que significó la vida.

 Entre los logros de la investigación  hay   algunos  que realmente dejan atónito. Ya he evocado la Evocaba la  previsión por  Alphafold2  del repliegue sobre sí mismos de los polipéptidos. Pero son muchos los ejemplos.  Así en “Nature Communications”,  el  30 de mayo de 2021, se daba cuenta de una máquina en la que se perfeccionaría grandemente un funcionamiento sináptico émulo del funcionamiento del cerebro humano. Según  Rafael Yuste, investigador de la Universidad de Columbia y colaborador del Donostia International Physics Center, un proyecto  como  Brain Initiative   permitirá hacer un mapa del estado de nuestro cerebro, no sólo de  lo que estamos percibiendo en acto, sino también de lo que estamos deseando o temiendo. Si tal es el caso no parece excesivo que el proyecto sea presentado como el equivalente en el campo de las neurociencias de lo que el proyecto genoma humano ha sido en el campo de la genética. En términos generales se habla hoy de  sensores susceptibles de   captar  la expresión neuronal de la voluntad de acción de un ser lingüístico, voluntad por ejemplo de trazar con la mano una palabra.

Sobre algunos de estos casos habrá que volver, pero quiero ahora señalar que pese a  estos logros en la intersección de diversos campos del conocimiento,  los científicos aceptan la perplejidad en la que siguen inmersos cuando se trata del cerebro humano,  empezando por su origen, es decir,  por las condiciones de posibilidad y necesidad de su aparición.  Por eso es de señalar que en relación a esas entidades que son las redes neuronales  artificiales  se conjeture que   serían  susceptibles de darnos la clave de la inteligencia humana, la clave concretamente de nuestra manera de aprender, nuestra manera de corregir errores, es decir, de reducir  la relación entre el monto total  de error  y el error concreto debido a una sobrevaloración o infravaloración de una información determinada, recibida por una neurona precisa.

Sin duda, para que el funcionamiento maquinal sea realmente para nosotros una clave del funcionamiento humano, sería útil tener un verdadero conocimiento del primero, es decir, convendría saber no sólo cómo funciona sino por qué funciona. Ahora bien, en ocasiones los propios especialistas reconocen que estamos verdes al respecto. Pero aun haciendo abstracción de esta deficiencia, una  objeción general es la de que aprender  es sólo una de las modalidades de activación de nuestra inteligencia Hay manifestaciones  de inteligencia en la que la dimensión de aprendizaje o bien es inexistente o es  secundaria.

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21 de abril de 2022
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La máquina defiende su condición de heredera

 Si, como avanzaba en la columna anterior, la máquina heredera se hallará ante el juez no está entonces excluido que el magistrado la interrogue directamente y que responda a sus preguntas con aparente buen juicio, evoque   los lazos que le unían al finado, lamente su ausencia, defienda su derecho a ser beneficiada por el testamento y manifieste su intención de invertir la herencia de forma provechosa, tanto para la sociedad como para ella misma.

Sin duda el abogado de la parte contraria protestaría, argumentando que estamos sólo en presencia de un ser  maquinal, carente de la posibilidad de tener sentimiento  respecto a lo que le conviene o no, y menos aun de lo que conviene a la sociedad.  Vendría en suma  a decir, que se había asistido a una mera ficción pues en realidad  la máquina ni siquiera  habla.

El juez  da  entonces la palabra al abogado de  Lulu, el cual  argumenta  que  es  visible  a  todos los presentes que   el heredero ha mostrado no sólo como   ser hablante sino como un hablante perfectamente razonable. Y añade  este argumento: si en lugar de haber sido  convocada presencialmente por el juez,  este  hubiera decidido que Lulu hablara a través de un teléfono, ¿alguien  que no estuviera al corriente podría  sospechar que se trata de una máquina?

El otro abogado argüiría que su colega estaba haciendo un uso improcedente de un viejo problema filosófico planteado por Alan Turing, pero que había que ser serio, que una cosa eran los debates especulativos y otra muy diferente los vínculos económicos y las leyes que han de regirlos.

El abogado de  Lulu protesta entonces  diciendo que  no ve razón para excluir del debate lo que podían decir los filósofos sobre si el interesado habla o no habla.  El juez  le  da la razón y pregunta  al abogado demandante si tiene  algo que añadir.

Este  arguye  que si de argumento filosófico se trata,  el más ajustado sigue siendo  es  del profesor John Searle que desde medio siglo  atrás viene  clamando que, pese a  las apariencias de lo contrario, en la llamada inteligencia artificial lo único que hay son lazos sintácticos  y que para hablar de lenguaje es imprescindible que haya semántica.

El abogado de Lulu contraataca, diciendo que las objeciones de Searle son aplicables a una modalidad de inteligencia artificial incapaz de dar explicación de los fenómenos, pero en absoluto a un ente como Lulu, que razona realmente en todos los sentidos de la palabra razón archivados por Kant

Picado el juez en su curiosidad,  pide a uno y otro letrado que se explayen al respecto y así es como el debate jurídico  sobre la herencia de un millonario americano deriva en una elucidación sobre el valor respectivo  de la tesis de John Searle conocida como The Chinese Room, frente a la conjetura de una inteligencia artificial fuerte apuntada por Alan Turing. Todo ello con trasfondo de la triple crítica kantiana.

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13 de abril de 2022
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La máquina heredera: trasposición de un suceso real

 Empiezo por un repaso de hechos conocidos vinculados a la capacidad de ciertos artefactos, sobre la que ya me referido en columnas anteriores:

Hoy entes  maquinales hacen previsiones que  los científicos no habían sido  capaces de hacer. Un caso de performance predictiva, en la intersección de la inteligencia artificial y la genética, es el de AlphaFold 2, artefacto que fue capaz de prever el repliegue sobre sí mismos de los polipéptidos, a fin de alcanzar la estructura tridimensional que es necesaria para el  correcto funcionamiento de las proteínas. A esta auténtica performance  cabe añadir, por ejemplo, el hecho de que dispositivos telemétricos dispuestos en órganos de recién nacidos pueden llegar a predecir una infección antes de que la misma haya tenido lugar.

El problema es que, en un caso como en otro, no tenemos ni idea de cómo las entidades artificiales realizan esa previsión, y menos idea tenemos sobre si además de ser capaces de prever son capaces de entender la razón de tal previsión, es decir si conocen o no las causas. Es bien sabido que  prever no es explicar y no está claro que la acuidad predictiva   sea consecuencia de que ha alcanzado una intelección plena, es decir, un conocimiento de la causa o razón de aquello que se prevé. Y recordaba al respecto que la gravitación newtoniana preveía importantísimas cosas y sin embargo no explicaba lo que preveía, limitándose al cómo, abstracción hecha del porqué. De hecho el principio ontológico en el que se sustentaba (un espacio tridimensional vacío en el que los hechos acontecían) hacía que toda tentativa de explicación violara el principio de localidad; de ahí la importancia filosófica,  y no sólo científica, de de la sustitución la gravitación  newtoniana por la relativista.

En suma, no sabemos si  Alphafold2, por atenerse a su caso, está en condiciones de ex–plicar, es decir des-plegar conceptualmente ese pliegue que había previsto con tal acuidad; no sabemos si sabe o no  sabe  las causas de lo que anuncia, y ello simplemente porque de momento los entes maquinales no dan explicaciones, es decir, aun no parece que estemos en condiciones de mantener con ninguna de ellos  una conversación del tipo: ¿sabes la razón de lo que enuncias, la causa de esta  previsión que acabas de hacer?

Sin embargo no es de excluir que ello pueda ocurrir. No está a priori  excluido que en un tiempo prudente las máquinas sean  capaces de explicar su comportamiento y las razones del mismo, tanto ante nosotros los seres racionales animados  como ante sus homólogos, que tendríamos derecho a denominar racionales  maquinales. Y dejo para más adelante las consideraciones sobre lo que esto significa: ni más ni menos que una razón sin soporte vital. Pues bien:

Tomo como punto de partida un artefacto provisto de esa  capacidad de recibir información, procesarla, dar respuesta a un “interlocutor” maquinal o humano  a la que se alude con la expresión “aprendizaje profundo”.  Pero acepto además provisionalmente  que esta “profundidad” es tal que  a la capacidad de hacer descripciones y previsiones el artefacto añade la   de explicar esos fenómenos. En el caso de Alphafold2,  capaz   de un-folding  ese  fold que llegó a anunciar; capaz de, mostrar la razón de la concurrencia de  los elementos simples  o planos,  a fin de hacer emerger un elemento complejo. Es de señalar que como los humanos no tenemos por el momento ni la capacidad previsora que muestra AlphaFold2, ni menos aún el conocimiento de las causas de lo así previsto, ha de excluirse que estas virtudes cognitivas del artefacto sean el resultado de una programación.

En base a esta hipótesis consideraré una singular conjetura, como trasposición de un suceso real.

En febrero de 2021 los diarios se hacían eco de que en la ciudad de Tennesse  un can  llamado Lulu  había heredado una  fortuna de cinco millones de dólares, legado de su propietario de nombre Bill Dorris. Hay casos más recientes y más espectaculares. Así, en noviembre de ese mismo era noticia, más o menos verídica, que los representantes de un perro llamado Gunther VI  habían vendido una casa por 28 millones de dólares, una minucia en comparación con los  heredero de 440 millones que en su día habría heredado. Pero me atendré al caso de la mascota Lulu para evocar un problema  que se planteó a Martha Burton la persona encargada de la gestión. El diario barcelonés La Vanguardia en su edición del 15/02/2021 recogía unas líneas del testamento: “Cinco millones de dólares serán transferidos a un fideicomiso que se creará tras mi muerte para el cuidado de mi border collie Lulu [...] para satisfacer todas sus necesidades”.

El problema consistía en la interpretación de las últimas líneas. La señora Burton declaraba: “Francamente, no sé qué pensar al respecto”. ¿Como en efecto determinar cuáles son las necesidades de un can, sobre todo aquellas que puedan generar un gasto de cinco millones de dólares y que pudieran aproximarse a los deseos, más o menos cercanos al capricho, que mueven a los humanos? Se planteaba además un problema suplementario, el de determinar qué hacer con el dinero sobrante en el caso de que Lulu falleciera sin haberlo gastado totalmente. Ignoro cómo acabó la cosa, pero quiero avanzar una conjetura, que después retomaré sustituyendo al protagonista animal por un protagonista maquinal: algún pariente del finado, descontento con su decisión testamentaria,  acude al juez, argumentando que, efectivamente, ningún fideicomiso está en condiciones de adivinar cuales son los “deseos” del perro, salvo en lo relativo a sus necesidades inmediatas, que de ninguna manera pueden suponer un gasto de millones de dólares. En consecuencia exige que se considere no válido el testamento y se dé un uso diferente (quizás más provechoso para el demandante) a la fortuna.

En su voluntad de ser ecuánime, el juez convoca al demandante, la encargada de la custodia Martha Burton,  el propio perro, más los letrados de ambas partes. Todos se explayan,  a excepción del primer  interesado, el can…que asiste con actitud displicente al interminable debate.  Este terco silencio del protagonista, aunque obviamente esperado por  el juez,  es una dificultad suplementaria a  la hora de emitir un veredicto en el que entran en juego no sólo necesidades de un ser vivo, sino eventuales querencias imprevisibles respecto a alimentación, relaciones y hasta  ornato de su entorno.

Pues bien, mi pregunta es qué pasaría si el finado Bill Dorris hubiera compartido sus últimos años en lugar de con un perro, con  una máquina inteligente, a la que cabe llamar también Lulu. Ni siquiera es necesario pensar que se trata de uno  de esos asistentes robóticos  que, en países como Japón, empiezan a ser cuidadores generalizados de tantas personas privadas de lazos con sus congéneres. Puede tratarse simplemente de una máquina con la cual se relacionaba  en actividades lúdicas  que le distraían de sus dolencias.

Supongamos que, como en el caso del can, la máquina es favorecida por el testamento, y asimismo que  un pariente  muestra  su disconformidad, de tal manera que la   cosa acaba también  ante el juez. ¿Se vería  este en la misma tesitura a la hora de tomar decisión? Obviamente no, si al menos suponemos que la máquina que se ocupó del finado es, digamos, suficientemente sofisticada, es decir: se trata de esa máquina antes descrita, no sólo capaz de hacer descripciones y previsiones sino también  de explicar  (al menos en apariencia- se verá más adelante el porqué de la cautela)  los fenómenos de los que se ocupa. Veremos cómo la máquina podría defender su condición de heredera, y el interesante debate filosófico que al hacerlo provocaría.

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30 de marzo de 2022
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Cuando “las palabras no mienten”

Las metáforas pueden ser verbales o visuales. Entre estas últimas quiero situar en contrapunto dos imágenes: por un lado  la doble hélice del ADN, junto a la cual  se fotografían los descubridores Crick y Watson; por otro lado  la escultura conmemorativa realizada en 2010 por Charles Jencks para la Universidad de Cambridge.  La  primera imagen no parece aspirar a otra cosa que a servir de trampolín para la intelección por parte de quienes carecen aun del concepto propio de lo que está en juego. La segunda tiene una pretensión ornamental, pero también  me atrevo a decir que artística (aunque el autor era un teórico del paisaje más que un escultor). No se trata de la misma dimensión: una cosa es una imagen como peldaño de la ciencia, otra muy diferente la imagen como obra de arte.

Si de metáfora aun  se trata, hemos pasado a un plano ortogonal al que estábamos. Pues  si el recurso utilitario a la metáfora se da en arte y en ciencia, cabe decir que para el arte el verdadero trato con la metáfora no es  algo que tenga que ver con el uso. Las metáforas entonces no tienen  ya (o no tienen exclusivamente) valor de uso, porque al menos en ciertas modalidades de arte, la metáfora es causa final, sólo se sirve a sí misma.

Marcel Proust comparaba el trabajo del arte a la inmersión en un pozo artesiano en el que la ascensión es proporcional a la profundidad  Tratándose de metáforas en poesía, cabe añadir  que lo emergente de las profundidades  es sólo  una forma redimida de lo que ha hecho inmersión: mientras en el arranque la palabra parece estar al servicio de la representación, en el retorno (como en Góngora o Paul Éluard) la metáfora en nada externo se detiene y-cabe decir-  sólo persigue  a la metáfora. ¿Es la Tierra  azul como una naranja? Así ha de ser si las palabras no mienten  (La terre est bleue comme une orange/Jamais une erreur les mots ne mentent pas).

La metáfora nada tendría que ver con aspectos del arte desvinculados de lo epistémico, claman los que ven la utilidad del arte.  Sostienen además (como Veit y Ney en el artículo del que me he ocupado arriba)  que la mayoría  de las metáforas en literatura y otras disciplinas artísticas  serían potentes representaciones de la realidad Como simple contra-ejemplo pediría  que se  me indicara si cabe reducir a valor epistémico o a representación de la realidad,  los siguientes versos cargados de metáfora:

“La piedra es una espalda para llevar al tiempo/ con árboles de lágrimas y cintas y planetas”.

No discuto la legitimidad de preguntarse  qué quiere decir Lorca en estas líneas, de qué verdad el poeta se siente portavoz. Estoy diciendo simplemente que esa verdad no consiste en adecuación a una realidad extrínseca, y que  lo esencial en tal decir no es de orden epistémico,  que lo conmovedor del asunto reside simplemente en otro decir, esencial a la razón humana y a lo que  Kant, en estos asuntos ineludible, intentó aproximarse. La metáfora no  es aquí ese “instrumento” al que a veces ha querido ser reducida. Y desde luego no cumple la exigencia de subordinarse a un relato ajeno a la propia metáfora.

Porque la piedra tiene simientes y nublados/ esqueletos de alondras  y lobos de penumbra”.

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18 de marzo de 2022
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Quitar peso a las metáforas

Aludía al final de la columna anterior al papel de la metáfora en el conocimiento y en la creación, preguntándome si ambos papeles podían ser homologados. En ciencia hay momentos en los que la objetividad todavía no legisla, así por ejemplo cuando utilizamos una metáfora para aproximarnos a una hipótesis. Pero la metáfora… no tiene nunca en ciencia la última palabra. Cosa que en ocasiones sí ocurre en literatura.

Tras salir tangencialmente este problema en la sesión de la academia vasca Jakiunde a la que hacía referencia dos columnas atrás, uno de los ponentes, prestigioso científico, evocó un artículo reciente publicado en el European Journal for Philosophy of Science en el que esta homologación de las funciones de la metáfora se afirma con rotundidad. En lo que sigue tomo este trabajo como punto de referencia.  Conviene precisar que los autores toman partido por un sentido inclusivo del concepto de metáfora, que abarcaría diversos usos no literales del lenguaje, tales la analogía, la sinécdoque, la parábola o la metonimia

En el Abstract se resumen la tesis general del artículo: la metáfora tiene esencialmente funciones epistémicas y estéticas y ambas serían compartidas por igual tanto en el arte como en la ciencia.  Y ya en el cuerpo del artículo se afirma que en el seno mismo del trabajo artístico hay equivalencia entre la función cognitiva y la función estética:

“Contribuir al valor artístico de la obra de arte y a su valor epistémico o cognitivo, es algo equivalente para la metáfora”, nos dicen los autores.  Y enfatizan poniendo en cursiva las palabras finales (“para la metáfora”) tendiendo a indicar que no niegan la posibilidad de una dimensión del arte que trasciende el aspecto cognitivo. No lo niegan, simplemente conceden que pueda ser así y cabe decir que   tampoco creen importante entrar en el asunto. Se limitan a afirmar que dada la connotación cognitiva que acompañaría siempre a la metáfora esa eventual dimensión del arte carente de aspecto cognitivo excluiría el uso de la misma.

Sin duda hay razones para sostener que la metáfora tiene importantes funciones epistémicas en arte a la vez que importantes funciones estéticas en ciencia.  Pero que la metáfora cree algún lazo de unión entre la actividad cognoscitiva y la actividad estética (sea creativa o receptiva) no excluye la conveniencia y aun la necesidad de distinguir ambos roles.

Como ya he sugerido, en el caso de la ciencia, la metáfora tiene (cuando menos muchas veces) la función de servir de peldaño para alcanzar el concepto, y a menudo simplemente para encontrar un sustituto del mismo. Sustituto siempre débil, pero que ya es mucho a falta de lo esencial (por ejemplo, la fórmula en física). El nombre de Einstein está asociado a prodigiosas metáforas que a los no físicos han servido para introducirse en la relatividad y quizás a los físicos mismos a percibir con mayor acuidad la trascendencia filosófica de la disciplina.  Ninguna modalidad de ciencia puede quedarse en la mera metáfora. Eventualmente la ciencia puede prescindir de este aspecto, cosa que es imposible tratándose de la metáfora en arte. En ciencia, la metáfora no deja de ser un auxiliar de la cosa misma, y en ocasiones un mero preliminar. Como los autores mismos escriben “metaphors advancing understanding”, pero cuando se llega al núcleo de lo que cabe llamar aprendizaje ya no es seguro que la metáfora tenga peso. La pedagógica metáfora del tren utilizada por Einstein apunta a facilitar la compresión cabal de los lazos tiempo espacio y velocidad, que sí constituyen un fin en sí en la teoría relativista.

¿Mismo caso tratándose del arte? ¿No cabe más bien decir que en muchos casos la metáfora es un fin en sí?  Ciertamente en ocasiones la metáfora puede también tener valor propedéutico o pedagógico. Así el fresco “Triunfo de los Medici entre las nubes del Monte Olimpo” de Luca Giordano añadiría a su valor pictórico un efecto reactivador de la memoria. Y podemos también considerar que esa imagen de los Medici entre nubes del Olimpo es una metáfora eficaz para ilustrar su magnificencia. Pero ¿es tal magnificencia lo que el artista quiso poner de relieve, o se trata más bien de un pretexto para algo que constituye lo verdaderamente esencial del arte pictórico? La respuesta en favor de la segunda hipótesis es clara, y cabe pues decir que se trata de un caso análogo al uso como apoyatura de la metáfora en ciencia. Pero no se trata de un peldaño hacia el mismo objetivo: en el caso de la ciencia se trata de una impulsión hacia lo cabalmente epistémico (por ejemplo, en el caso de la física matematizada, peldaño hacia la fórmula); en el caso del arte se trata de impulsión hacia otra dimensión de la vida del espíritu, difícil de determinar objetivamente porque precisamente no se trata de episteme. Me atrevo a decir que esta distinción en la función instrumental de la metáfora es una obviedad…a la cual los autores del artículo que comento se resisten, sosteniendo que en lo referente a la función de la metáfora arte y ciencia entran en el mismo cajón.

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2 de marzo de 2022
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¿Máquinas creadoras? El saber musical no hace al músico

 

Vuelvo ahora a la pregunta que planteaba columnas atrás: asumiendo por un momento que un ente maquinal fuera susceptible de conocimiento científico… ¿podríamos ya sin más atribuirle la capacidad de creación plástica, musical o literaria? Uno de los puntos de arranque  de esta reflexión es  la tesis de la  tripartición (irreductible a toda fuente común conocida) de la razón humana en tres vertientes, cognoscitiva, ética y estética, sobre las cuales reflexiona Kant en cada una de sus tres famosas críticas (Crítica de la Razón Pura, Critica de la Razón Práctica y Crítica de la Facultad de Juzgar). Los defensores de la equiparación  de la inteligencia artificial  a la inteligencia humana  habrían de mostrar  que la primera es susceptible de funcionar  en ese  triple registro. Pero además: habrían de matizar la diferencia misma en el seno de la kantiana repartición, sin proyectar sobre  una de ellas criterios lo que es propio de la otra.

Y creo que el indignado artista (al que me refería  en un texto  anterior), miembro de la academia vasca Jakiunde que protestaba ante la presentación de una composición pictórica maquinal como obra de arte, estaba barruntando que la máquina había aplicado criterios propios de la razón cognoscitiva  (temática propia de la primera crítica kantiana) apuntando a algo que concierne al sentimiento  de  lo bello o lo repulsivo (asunto que concierne a la  tercera de las críticas). Es como si un pianista creyera que su dominio técnico del instrumento (asunto a tratar  también en el marco de la primera crítica, pues hasta ahí se trata meramente de conocimiento) es lo que hace de él un artista.

Lo esencial del asunto reside en que tratándose de conocimiento, el objeto legisla, el objeto da o quita razón, mientras que tratándose de  percepción estética la razón funciona como subjetividad (en ocasiones intersubjetividad) carente de  baremo objetivo.

No hay general acuerdo sobre lo irreductible de la diferencia entre razón humana que apunta a la creación artística y razón humana que  apunta al conocimiento. Es usual escuchar  el argumento de que la percepción y creación estética responden a una forma de conocimiento que se ignora como tal. En una tesis como la hegeliana (según la cual el arte sería  una figura del pasado  inútil  ya cuando el concepto adquiere vigencia plena) parece considerarse que en el arte  se trata de un conocimiento asténico, pero al fin y al cabo se trataría de conocimiento (incluso se ha llegado a pensar que los imperativos éticos serían también corolario de una forma de conocimiento).

Establecida así la discusión, una de las modalidades de reducir la singularidad de la razón estética es anular  lo que hay de específico en los instrumentos de la misma. Consideremos el caso de la literatura. La metáfora juega en ella un papel fundamental. Por ello, si se reduce la función de la metáfora en literatura a la función  de la metáfora en ciencia se habrá ya quitado puntos a la tesis de la diferenciación entre la actividad cognoscitiva y la actividad artística de los seres de razón. Me centraré la próxima columna en este asunto.

 

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17 de febrero de 2022
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¿Conocimiento científico en las máquinas?

 Hubo pasmo, en las décadas finales del pasado siglo, cuando  entes maquinales se mostraron  aptos a reconocer dígitos manuscritos.  Mayor  estupor todavía cuando se revelaron capaces de catalogar con acuidad aspectos del rostro (una nariz, una boca), o un rostro por entero, distinguiendo, si es el de un animal o el de una persona. Hoy entes  maquinales hacen previsiones que  los científicos no habían sido  capaces de hacer. Me detengo en este aspecto, considerando un caso de performance predictiva, en la intersección de la inteligencia artificial y la genética.  Me refiero a Alpha–Fold 2, artefacto que fue capaz de prever el repliegue sobre sí mismos de los polipéptidos, a fin de alcanzar la estructura tridimensional que es necesaria para el  correcto funcionamiento de las proteínas.

Es bien sabido que  prever no es explicar y no está claro que la acuidad predictiva de Alpha-Fold 2  sea consecuencia de que ha alcanzado una intelección plena, es decir, un conocimiento de la causa o razón.  Recordaré al respecto que la gravitación newtoniana preveía importantísimas cosas y sin embargo no se explicaba (pues de hecho era inexplicable, de ahí la importancia filosófica de sus sustitución por la gravitación  relativista).  Así que, aún no teniendo Alpha-Fold2 explicación de sus previsiones, dado que ello le ocurre en ocasiones también  a un científico, desde el punto de vista práctico cabe homologar la performance del primero   a la  del segundo. Pero digo homologar la performance y no homologar Alpha -Fold 2 a un científico, en razón de lo siguiente:

La inteligencia de  todo ser humano, científico o no científico  supone una imbricación de sintaxis y semántica que (como el pensador americano John Searle viene recordando desde hace decenios)  no es seguro en absoluto que quepa atribuir a un artefacto maquinal por importantes que puedan ser sus logros (en todo caso el asunto está en discusión). Muchas son las cosas susceptibles de sorprendernos y hasta de dejarnos estupefactos sin necesidad de que el agente productor este dotado de una inteligencia semántica. Piénsese simplemente en la acuidad descriptiva en el código de señales  de muchos animales, empezando por el siempre mencionado caso de la abeja.

El científico tiene sin duda  en todo momento  ideas, pero su acción concreta no siempre  es resultado del despliegue de tales ideas. El aprender de un algoritmo es desde luego homologable a ciertos aspectos del aprender de un científico, pero no hay seguridad de que se trate de esos momentos del aprendizaje científico en los que del manejo de parámetros conocidos surge literalmente una nueva idea.

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10 de febrero de 2022
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¿Técnica en las máquinas?

Vuelvo a las preguntas con las que finalizaba la columna anterior, relativas a si, más allá de la experiencia, cabe hablar de técnica maquinal y complementariamente qué entender por experiencia y por técnica.

Para acceder a la etapa de la técnica, para aplicar un universal a los casos semejantes, hay desde luego que disponer de ese universal ese eidos, forma o especie, al que se refiere Aristóteles en el texto citado. Los humanos disponemos del mismo, sea de manera innata sea porque lo hemos adquirido, y se da la circunstancia de que generalizamos con muchísima facilidad. Así un niño que ha tenido ante sí un caballo rápidamente reconoce la forma (el eidos) del mismo en otro caballo.  Cosa que plantea un problema a quienes esperan que el conocer de la máquina llegue a ofrecer un día la clave de nuestro propio funcionamiento, pues las redes neuronales generalizan con mucha mayor dificultad.

Pero este disponer de una forma que aplicamos a pluralidad de individuos tiene dos explicaciones posibles, a las que me refería al hablar de innatismo o adquisición. La primera es que esa forma se forja en la misma experiencia, es por así decirlo su resultado. La segunda es que las formas son ideas inherentes a nuestro ser, para las cuales la experiencia es simplemente la ocasión material de actualizarse.  Este asunto remite a viejos problemas filosóficos sobre el peso de la inducción en el conocimiento no ya maquinal o animal sino humano, sobre la cuestión cartesiana de las ideas innatas y en última instancia sobre la tesis platónica de que, tratándose del ser de razón, conocer es siempre, en un nivel u otro, re-conocer; no tanto generalizar a partir de iteración de experiencias, como ver en lo dado un caso particular de un concepto.

En el caso de Aristóteles la posición es de un platonismo matizado: cabría decir que los universales (el campo eidético, el campo de las ideas) es innato en los seres de razón, pero que no se actualiza hasta que encuentra una ocasión en la realidad individual; la idea pasa de la potencia al acto gracias a la experiencia.  Por ello Aristóteles es (frente a pitagóricos y ciertos platónicos adversos a la modalidad de platonismo que representa el propio Aristóteles) con justicia considerado un empirista. Pero ello no quita que también para Aristóteles en el animal humano (y esto es lo que le distingue precisamente de los otros animales) la idea es inherente a su propia naturaleza.

En suma, para Aristóteles la experiencia humana difiere de la experiencia animal por ser ocasión de acceso a techne kai logismois (técnica y razonamientos), es decir aquello que por definición es vedado a las especies animales no dotadas de lenguaje. Y retorno a la cita que en la columna anterior ponía en el arranque: “Los animales no humanos viven reducidos a imágenes y recuerdos y la experiencia es para ellos poco fructífera, mientras que (*por intermediación de la experiencia*), los hombres acceden a la técnica y al razonamiento”

Tanto la tesis que hace surgir lo universal de una generalización a partir de la experiencia, como la que considera que lo universal es algo innato (y en su seno vertiente pitagórico-platónica versus vertiente aristotélica) coinciden en un punto: la técnica implica ideas y por ello el conocimiento técnico es una etapa diferente de la mera experiencia.

Y aquí se multiplican las preguntas: ¿alcanzan las máquinas a tener ideas o más bien se trata en ellas de un tipo de acuidad que no supera la mera experiencia? Y aún ¿reconocen un dígito manuscrito como un niño reconoce un caballo, es decir percibiendo en el mismo un caso particular de ese universal que es una idea? Nótese que estoy prescindiendo ahora de la cuestión de si la idea presente en el conocer del niño la ha generado o no la misma experiencia; estoy simplemente señalando que el niño tiene indiscutiblemente ideas.

La pregunta respecto al aprendizaje de las redes neuronales es la de si a través de la iteración que sustenta la experiencia, hay un momento en el que la red neuronal dispone de un universal aplicable a todos los casos semejantes. Pues esta etapa que trasciende la experiencia, esa techne de Aristóteles quizás ni siquiera es necesaria para mostrarse eficiente: “tratándose de la práctica, la experiencia no es inferior a la técnica; y así vemos que hombres limitados a la experiencia obtienen a veces mejores resultados que quienes poseyendo la noción (logos) de algo carecen sin embargo de experiencia (…) La causa es que la experiencia es un conocimiento de lo individual y la técnica lo es de lo universal.  Ahora bien, toda práctica y toda producción concierne a lo individual” (Metafísica 981, a 12-16).

Desde luego ciertos animales no humanos dan muestras de una acuidad perceptiva y de una capacidad de previsión superiores a las nuestras, sin que por ello haya razones para considerar que han accedido a la etapa de la técnica. ¿Es también el caso de las máquinas, que mostrarían acuidad perceptiva en ausencia de concepto, conocimiento sin tener idea?  ¿O diremos más bien que en una red neuronal la reacción efectiva y eficaz, el output correcto que se forja en la experiencia, se debe a que como resultado de la misma acaba por surgir lo universal, el atributo que clasifica, que distingue? ¿Cabe, en suma, atribuir a un algoritmo ideas?  Aun en caso de respuesta positiva, está por ver si tal inteligencia eidética recubre todas las modalidades en las que se despliega la nuestra, así esa inteligencia que no consiste tanto en conocer como en sentir lo bello o lo repugnante, o la que consiste en delimitar una frontera que separa al bien del mal.

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2 de febrero de 2022
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La experiencia de las máquinas

“Los animales no humanos viven reducidos a imágenes y recuerdos y la experiencia es para ellos poco fructífera, mientras que (por intermediación de la experiencia), los hombres acceden a la técnica y al razonamiento” (Aristóteles, Metafísica 980 b, 25-28).

La forma de aprender de entidades artificiales como una red neuronal, por su similitud (cuando menos aparente) con el aprendizaje humano, incluidas las maneras de superar momentos de atasco, es motivo de estupefacción.  Empezaré con un símil.

Supongamos que un boxeador de éxito tiene a su disposición en el gimnasio un excelente sparring. Ante este, el boxeador se enfrenta de manera menos agresiva que ante un verdadero rival, pero de manera no huera, es decir: tras el entrenamiento sabrá cómo reaccionar eficazmente ante ciertas actitudes o posiciones adoptadas por el partenaire, y en el próximo entrenamiento dejará de cometer fallos que se apreciaron en el primero. Podemos decir que ha aprendido a reconocer características de aquello a lo que se confronta, que en este caso no es un contrincante sino un cómplice.

Cabe pensar que, si en el gimnasio cuenta con más de un sparring, pongamos diez, este aprendizaje será mayor; tendrá un espectro más rico de potenciales ataques por parte del contrario o dispositivos de defensa ante los ataques propios y, reconociéndolos a la hora de enfrentarse a adversarios reales, ello le será de gran utilidad. Pues bien, supongamos ahora la situación siguiente:

Al enfrentarse de nuevo a los diferentes sparring con los que ya había entrenado, efectivamente da muestra de gran acuidad, reconociendo todas las técnicas y tics de manera que se percibe una superioridad que no se manifestaba en el primer entreno. Sin embargo, a la hora de enfrentarse a verdaderos rivales, es decir, a boxeadores con los que no se había entrenado, se revela torpe y, para sorpresa de los que habían apostado a sus grandes facultades pierde los sucesivos combates.  La pregunta que se impone es: ¿de dónde este contraste entre eficacia en los entrenamientos y torpeza en los combates en los que realmente se la juega? Un esbozo de explicación es el siguiente:

Nuestro hombre retiene los movimientos, técnicas, actitudes y en general rasgos característicos de cada uno de los púgiles con los que se entrena, pero no capaz de generalizarlos, es decir, de extenderlos a una clase de seres humanos marcados por características análogas. En términos aristotélicos: en nuestro hombre se inscriben los rasgos de comportamiento de individuos, pero no extiende tales rasgos a los representantes de un colectivo. Si la cosa no mejorara, su manager podría incluso empezar a considerar que seguir con los entrenamientos es inútil e incluso perjudicial, pues no tendrá otro resultado que reiterar reacciones inadecuadas, encelarse en los vicios.

Pues bien, sirva este símil para entender uno de los problemas que plantean las redes neuronales ocupadas en el reconocimiento de dígitos manuscritos. De hecho, hoy se muestran capaces de catalogar con precisión aspectos del rostro -una nariz, una boca-o un rostro por entero, distinguiendo, si es el de un animal o el de una persona, pero aquí me atengo al reconocimiento de números del 0 al 9. Pues bien, en ocasiones se da el siguiente caso:

Funcionan muy bien cuando se trata de clasificar dígitos de un conjunto destinado al entrenamiento, pero pierden su acuidad cuando se les enfrenta a un conjunto con el cual no se habían adiestrado. Y (utilizando una terminología proyectada desde el comportamiento humano) se conjetura entonces que tales artefactos están quizás sobre-entrenados (overtraining),  o también sobre-ajustados (overfitting),  señalando así  que han quedado  excesivamente marcados por datos contingentes, vinculados quizás exclusivamente a los dígitos individuales  confrontados y no a lo que en cada uno de estos es representativo de algo general. Podríamos decir que captan el rasgo superfluo de un siete algo mal trazado y se le escapa aquello que en el seno de los diez dígitos (0, 1, 2 3…) caracteriza a la forma 7.  El asunto es tan preocupante que hay técnicas para superar esta deficiencia, para evitar el sobre-entrenamiento o paliar sus consecuencias.  Para referirme a una de estas técnicas vuelvo al símil de los sparrings:

Supongamos que estos (eventualmente uno sólo) han sido a su vez preparados para introducir nuevas respuestas a los gestos o ataques del púgil, sesgando, torciendo o encubriendo las reacciones originarias.  En este caso, para familiarizarse con mayor variedad de comportamientos en el entrenamiento no se necesitará recurrir a nuevos sparring.  Pues bien, si se trata de hacer más eficaz el entrenamiento de una red neuronal a la hora de reconocer dígitos manuscritos, sin necesidad de recurrir a un conjunto diferente de aquellos con los que ya se ha entrenado, una modalidad es, por ejemplo, hacer que estos giren en un determinado grado. La red neuronal entrenada para reconocer un 6, se entrenará asimismo para reconocer ese mismo 6 algo inclinado a izquierda o derecha, en el bien entendido de que si la inclinación es excesiva corre el peligro de confundirlo con un 9.

Sentado lo anterior, supongamos ahora que estas técnicas de corrección de errores han sido exitosas, y que ante un conjunto de dígitos manuscritos con los que aún no se había entrenado, la red neuronal reconoce prácticamente el cien por cien. Cabe decir que a través del entrenamiento la máquina se ha hecho sensible a la presencia de un rasgo (o de una conjunción de rasgos) que se repite, y reacciona ante el mismo, mientras que permanece indiferente a rasgos contingentes que pueden acompañar al primero. Así, la presencia de un círculo restringe las posibilidades a que se trate de un 0, de un 6 o de un 9, excluido por ejemplo que pueda tratarse de un 7 o un 2. Y es variable menor el que la línea que completa el 6 este eventualmente algo inclinada. Cabe decir que en esa reiteración que constituyen los entrenamientos la máquina ha alcanzado experiencia.

Y surge aquí una segunda pregunta. De esta máquina que emula a los humanos en experiencia ¿cabe decir que también emula a los humanos en lo referente a técnica? Necesario es naturalmente precisar qué entendemos por experiencia y qué entendemos por técnica. De ello me ocuparé en la próxima columna. Por el momento me limito a citar un texto por así decir canónico.

 “Surge la técnica cuando una pluralidad de recuerdos experimentales es ocasión de un juicio universal, aplicable a todos los casos semejantes. En efecto, juzgar que tal remedio ha sido efectivo para Calias, afectado por tal enfermedad, luego a Sócrates, y después a otros tomados individualmente, es asunto de experiencia. Pero juzgar que tal remedio ha aliviado a todos los individuos de una forma (eidos) determinada que se hallan   afectados por tal o tal mal (biliosos o flemáticos, por ejemplo), esto es asunto de técnica” (Aristóteles Metafísica 981, b 5-12).

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19 de enero de 2022
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