Víctor Gómez Pin
Al menos hasta nuestros días, la convicción de la singularidad vertical de la especie humana en relación a las demás especies animadas, más que resultado de un posicionamiento filosófico era algo tan compartido como inmediato. Los humanos nos distinguiríamos por la capacidad de efectuar razonamientos (logismoi) como expresión de nuestra facultad de decir (legein), luego decidir, escoger entre diferentes alternativas; nos distinguiríamos en suma por nuestra singular inteligencia.
A fortiori esta jerarquía se extendía en relación a los vegetales, seres vivos pero considerados carentes de anima y aun con mayor razón a las cosas no vivas. De ahí lo interesante de que, tras innumerables debates comparativos con la inteligencia animal, la jerarquía parezca ser puesta en tela de juicio por el lado de la materia inerte, esa materia en sí misma no susceptible de acción de la que se forman máquinas. Pues desde luego la cuestión de si es posible que haya seres artificiales que piensen y aprendan del modo en que nosotros lo hacemos ha alcanzado mayor acuidad científica, y quizás también mayor relevancia filosófica, que la cuestión de determinar si hay especies animales homologables al ser humano, aunque obviamente sean mucho más próximos por nuestra matriz común en ese momento singular de la transformación de la energía que significó la vida.
Entre los logros de la investigación hay algunos que realmente dejan atónito. Ya he evocado la Evocaba la previsión por Alphafold2 del repliegue sobre sí mismos de los polipéptidos. Pero son muchos los ejemplos. Así en “Nature Communications”, el 30 de mayo de 2021, se daba cuenta de una máquina en la que se perfeccionaría grandemente un funcionamiento sináptico émulo del funcionamiento del cerebro humano. Según Rafael Yuste, investigador de la Universidad de Columbia y colaborador del Donostia International Physics Center, un proyecto como Brain Initiative permitirá hacer un mapa del estado de nuestro cerebro, no sólo de lo que estamos percibiendo en acto, sino también de lo que estamos deseando o temiendo. Si tal es el caso no parece excesivo que el proyecto sea presentado como el equivalente en el campo de las neurociencias de lo que el proyecto genoma humano ha sido en el campo de la genética. En términos generales se habla hoy de sensores susceptibles de captar la expresión neuronal de la voluntad de acción de un ser lingüístico, voluntad por ejemplo de trazar con la mano una palabra.
Sobre algunos de estos casos habrá que volver, pero quiero ahora señalar que pese a estos logros en la intersección de diversos campos del conocimiento, los científicos aceptan la perplejidad en la que siguen inmersos cuando se trata del cerebro humano, empezando por su origen, es decir, por las condiciones de posibilidad y necesidad de su aparición. Por eso es de señalar que en relación a esas entidades que son las redes neuronales artificiales se conjeture que serían susceptibles de darnos la clave de la inteligencia humana, la clave concretamente de nuestra manera de aprender, nuestra manera de corregir errores, es decir, de reducir la relación entre el monto total de error y el error concreto debido a una sobrevaloración o infravaloración de una información determinada, recibida por una neurona precisa.
Sin duda, para que el funcionamiento maquinal sea realmente para nosotros una clave del funcionamiento humano, sería útil tener un verdadero conocimiento del primero, es decir, convendría saber no sólo cómo funciona sino por qué funciona. Ahora bien, en ocasiones los propios especialistas reconocen que estamos verdes al respecto. Pero aun haciendo abstracción de esta deficiencia, una objeción general es la de que aprender es sólo una de las modalidades de activación de nuestra inteligencia Hay manifestaciones de inteligencia en la que la dimensión de aprendizaje o bien es inexistente o es secundaria.