Skip to main content
Escrito por

Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

Blogs de autor

El amor al interior (y 2)

En una numerosa colección de libros aparecidos estos años pasados sobre la  economía de la experiencia se aportan muchos ejemplos de la creciente  importancia entre el medio y el objeto que se consume o se adquiere en él. Los artículos nunca fueron simples objetos de consumo pero antes la mayoría de los productos se obtenía de mercados instalados en el exterior. Ahora, sin embargo, incluso el mismo artículo puede valer más de acuerdo al lugar donde se compre. Efectivamente no es lo mismo adquirir una fruta en un mercado de abastos que un hipermercado ni en un 24 horas que en una frutería tradicional pero tampoco es igual comprarse un bolso en un deli que en el Prada de Rem Koolhaas.. El medio mediatiza y mide el valor de la cosa. Si el entorno exterior se introduce en los productos el interior todavía más. No es lo mismo comer en un restaurante funcionalizado para satisfacer el apetito que un espacio donde se ha desplegado el placer de comer. No es lo mismo conducir en el interior de un coche tapizado sensatamente que en uno de los nuevos modelos preparados para bailar bacalao.

 Pocos en este mundo pueden ser insensibles a esta evidencia pero pocos, inexplicablemente se ocupan con acierto de lo evidente.

A muchos hoteles no regresamos no porque fueran malos sino porque eran tristes. No volvimos a ese bar no porque fuera sucio sino porque no parecía honesto. Los hoteles Paramount de Philip Stark que no es mi favorito no se visitan sólo porque son distinguidos sino porque tienen estilo. El estilo en el interioriosismo es exactamente como el algo en el interior de las personas. Un plus de atracción que siendo complicado de decir es sencillo de sentir. La seducción de la tienda de Armani en Milán debía tener algo más que la riqueza y la elegancia de Armani con la aportación silente de Tadao Ando. La capilla Pazzi de Brunelleschi tiene algo más que el silencio de la fe. En la proporción y la densidad del espacio, en la capacidad para hacernos sentir recogidos y en paz, sosegados o mejorados reside el valor del ámbito y sus secretos decisivos. Si esta fundación Joan Miró permanece en el recuerdo de quienes la visitan o, más aún, secuestra la memoria de quien la recorre para hacerlo regresar, es menos incluso de la pintura que alberga que del encanto  espacial que José Luis Sert concedió a su obra. 

Hay arquitectos espectaculares en su exterioridad. Hay Calatravas que atraen a caravanas  de autobuses cargados con alumnos de secundaria y profesores porque su exterioridad recuerda el mundo espectáculo de Rachel Carson. Un mundo ecológico con esqueletos de ballenas, palomas vascas o pájaros que mueven las alas como  en Milwaukee. Calatrava es un arquitecto para contemplar  sus obras desde el coche o el autobús pero no para intentar entrar en ellas.  Las ballenas o los pájaros de Calatrava como los peces de Gehry no pueden soportarse desde su interior. Ni siquiera poseen interior humano: son formaciones artificiales o prótesis. Mundos para rellenar la apariencia del mundo.

A diferencia de lo que se siente en las construcciones de Alvar Aalto, de Jacobsen o Frank Lloyd Wright donde el sujeto nunca quisiera salir de allí, comer allí, reposar, hacer el amor, ser querido, meditar, poderse abrazar a las cosas, en los demás  casos citados lo mejor que nos ha pasado es regresar al autobús. Pero los arquitectos no son los únicos responsables de estos efectos. Hay tantos decoradores, tantas páginas de decoración, tantas revistas, suplementos, vídeos, congresos, profesionales, advenedizos que el mundo podría salvarse. ¿Por qué no ha empezado a producirse ya? Probablemente porque la conciencia social es demasiado tolerante y chusca y, en España, todavía dispuesta a compensar el mal rato que se pasa bajo techo al buen tiempo que hace al raso.

Ahora no queda una ciudad de provincias  donde no se haya alzado un edificio espectacular, especialmente un museo, para llamar la atención de los medios. La arquitectura de exterior vende mientras el interior permanece oculto tras el relumbre de los muros, su tecnicolor, sus planchas de titanio o de vidrio y acero. Tratar de alentar el interior es sin embargo el modo más auténtico de promover lo más noble de  la arquitectura. No hay arquitectura de valor sin el valor del espacio que crea. O, dicho de otra manera, el oficio del arquitecto se funda en la producción de espacios, de ámbitos de vida y de experiencias allí donde no había nada, recintos para las sensaciones, el bienestar, o la amistad desde donde se perfecciona la calidad de la condición humana.

He conocido arquitectos ilustres, con su nombre bien grabado en la historia de nuestra  arquitectura española, que ante la queja de los habitantes de sus viviendas les respondía airadamente que aprendieran a vivir. No construían estos arquitectos con el propósito de mejorar la calidad de vidas de los residentes sino para imponer su marca.  No investigaba en los deseos y sueños de los usuarios sino que se proponía imponerles sus propios delirios. De esta manera las viviendas que se construían eran poco a poco reformadas, retocadas, corregidas para pretender adaptarlas, mal que bien,  a la necesidad.

No pocos interioristas, desgraciadamente, han actuado así. Siguen una moda que puede estar cargada de disfunciones, incomodidades o  incluso  daños personales pero la extienden por restaurantes, lugares de copas, cocinas  o comercios de ropas sin vacilación. Así se han inaugurado barras de copas ante las que era imposible estar sentado, lavabos donde estaba excluida la intimidad, dormitorios donde era difícil conciliar el sueño y estudios en los que se hacía una tarea añadida lograr un mínimo grado de concentración. También en la corriente minimalista de los últimos tiempos se ha asociado el triunfo de un diseño con el grado de  frialdad. Lo cool era lo cool.  Las calidades de desnudez, invisibilidad, intangibilidad o grado cero se han asimilado a la máxima actualidad.

 Un premio como este que haga reflexionar sobre el interiorismo puede parecer más oportuno que cualquier otro que se planteara en cualquier momento un balance sobre la moda. Y no en un momento cualquiera sino precisamente ahora, en el tránsito del siglo XXI, en la tesitura de la postmodernidad, el post-arte, el posthumanismo, la post-estetética, el postsexo, lo posthumano. Porque en pocos momentos como ahora ha sido posible hacer tantas cosas distintas y actuales a la vez. No se está fuera de la moda porque se vuelva al romanticismo como Nina Ricci,  no se está fuera de la moda porque se haga Global Mix a lo Gaultier o Folk Chic a lo Mark Jacob. No se venden peor los pisos porque se haga postmodernismo a lo Oscar Tusquets o blanquismo a lo Richard Meier. 

Si alguna vez fue importante el interior es ahora cuando menos espacio público y natural nos queda. Si alguna vez la relación con los materiales, las formas, los objetos fue más trascendente es ahora cuando, por desgracia,  ha bajado la relación con las personas. En cerca de un cuarenta por cien han decrecido los contactos con el vecindarios, las conversaciones con los amigos y familiares en lso últimos quince años en nuestra zona mediterránea. La vivencia exterior se reduce en beneficio del interior, las tendencias del cocooning de  los años noventa o del nesting de este siglo.

 En los pueblos mediterráneos hemos experimentado más tarde este movimiento hacia el adentro pero el individualismo lo ha contagiado todo y con esa epidemia las personas se han refugiado en casa o han buscado, lugares de encuentro, donde el medio propiciara la comunicación segura. Unos de los últimos salones del Mueble en Milán se proponía el regreso al mueble de la abuela, el mueble de "la nona."
 Una especie de rescate, este del mueble, que da cuenta de la nostalgia por un salón, un cuarto de baño, una estancia de reposo donde la condición humana se apoye. O, por lo menos, tal como están las cosas que no se le claven las esquinas, no le agredan los focos, no le enerven los disparates de ingeniosos decoradores y  superartistas que queriendo hacerlo bonito para ellos, las revistas o sus colegas, sólo logran condenarnos a uno de los peores infiernos de la creación. A la idea de un albergue inmediato e irresponsablemente hostil, contrario a la idea primordial de haber sido bien tratados en el seno biológico o lo que viene a ser el interior doméstico de los primeros ,los siguientes y los últimos días.  

Leer más
profile avatar
24 de marzo de 2010
Blogs de autor

El amor al interior (1)

Los amigos nos citamos en Chicote o en Boadas a tomar una copa. No vamos a tomar una copa a cualquier parte, y la copa allí no es cualquier cosa que se bebe sino que se toma de paso la  experiencia de un lugar y mezclado al sabor del trago. El ambiente de un recinto cerrado es el primer ambiente importante de nuestra ubicación en este mundo. No nacimos al aire libre sino comprimidos en un mundo interior. Por nacimiento mismo somos  más interioristas que exterioristas, más del albergue materno que de la madre naturaleza.

En 1963 Rachel Carson publicó su libro luego casi bíblico titulado The Silent Sprint y desde ese momento se dio por iniciada la conciencia del medio ambiente natural. Nunca antes ni después de aquella fecha un movimiento social ha alcanzado tanta audiencia y acatamiento en proporción al intervalo de su desarrollo. El ecologismo que inauguró ese manifiesto de Rachel Carson en The Silent Spring hizo pensar de otra manera en los bosques, creer como nunca se nos habría ocurrido en la bondad de los coyotes, nos despertó al cuidado de no echar residuos en los ríos, y nos inició en el arte de amar incluso a las focos.  El exterior, animado e inanimado,  se introdujo en nuestro interior como una nueva fe y los norteamericanos tan hábiles en la comunicación de la cultura y tan formados en la teología  tradujeron ese respeto por el entorno en una religión. Nadie pudo en lo sucesivo declararse insensible al medio ambiente e  irrespetuoso con el exterior. Dios había sido reemplazado por la Naturaleza y los pecados por tirar las pilas al suelo. El mundo desarrollado empezó a caracterizarse por su sensibilidad respecto al paisaje y conjuntamente por un impenable tratamiento de la basura. La basura que hasta hace poco había sido tomada como un excremento que se rehuía incluso oler pasó a ser un producto que merecía inexcusablemente ser tratado. Todo residuo, cualquier detritus de un país moderno merece hoy un buen tratamiento porque el entorno exterior debe ser protegido a toda costa.

Paradójicamente, sin embargo, no ha sucedido lo mismo con el espacio interior. Toda la sensibilidad parece haberse dirigido a salvar el destino del exterior mientras el interior se condenaba.  En las escuelas enseñan a los niños la reverencia al entorno natural haciéndoles entender que su vida moral y física depende de ello pero nadie se ocupa de alertar a los alumnos sobre las amenazas del interiorismo que pueden acabar más directamente con su dignidad y su amor a la vida. Desde las cafeterías de colores naranja que se iluminan como quirófanos sin piedad hasta los comedores que albergan motivos angustiosos,  los arquitectos, los interioristas, los decoradores o los aficionados a cada una de estas dedicaciones han colmado nuestro país -y otros muchos países- de crueles e irremediables ambientes que corroen silenciosamente la vida, arrancan pedazos de fe en el destino, amargan la mirada y ayudan repensar el mundo como una incesante producción de telebasura. Cualquier empresario puede, como es de razón, plantearse la inauguración de un cine, un hotel, un salón de té, una tienda de electrodomésticos y nadie parece pensar que la mercancía y el cliente mantendrán una relación dentro de ella. Lo malo, sin embargo, es que lo piensan. Lo piensan con detenimiento los arquitectos de algunos hospitales que los diseñan como largos túneles hacia el tanatorio, lo piensan los ambientadores de iglesias que las convierten en almacenes de carga, lo piensan quienes habilitan redacciones de periódicos transformadas en clínicas psiquiátricas.

Leer más
profile avatar
23 de marzo de 2010
Blogs de autor

Las pelusas

La casa es relativamente nueva, la limpieza parece apropiada y regular,  la mayoría de los muebles lucen y hay también luz suficiente para apreciar descuidos y defectos.

A pesar, sin embargo, de todo ello, un día, una mañana inesperada en cualquier lugar de la vivienda, sea junto a la cama o en las cercanías del sillón dentro del salón aparece quieto o moviéndose un borullo de pelusas. Saber cómo ha llegado esta sedosa inmundicia hasta aquí es el problema de segundo orden, el problema principal radica en que la pelusa ya se encuentra instalada en casa y corretea de una habitación a otra desde la oscuridad del espacio bajo el diván a la ancha pista que cubren las camas, desde uno  a otro extremo del pasillo con una desenvoltura libérrima.

 Esa pelusa que, de acuerdo a las estimaciones higiénicas, puede haber nacido precisamente desde el mismo interior doméstico acentúa con ello su efecto de asco y más cuando debe tenerse en consideración de que su naturaleza ha necesitado un tiempo suficiente, quizás largo, para llegar a la formación en que se encuentra. O lo que sería, dentro del horror, lo mismo:  ha dispuesto dentro de la casa de un tiempo propio, libre y sin vigilancia para crecer a sus anchas y gracias a la dolosa desidia de la criada.

 La casa se presenta pues como una estancia sin guardián, dejada a su albur en manos de nadie y abocada, por tanto, a cualquiera de las sevicias que fomenta el descuido y el desarreglo.

No una mancha en la tapicería, no un rastro de polvo en una repisa. Más allá de esos signos de incuria con que la encargada nos burla, la pelusa viene a ser la culminante seña de una dejadez sin paliativos ni pretextos.  No será desde luego mucha la pelusa. No necesitará serlo. Basta que uno de sus tenues ovillos corra soplado por la corriente de aire que sigue al abrir un armario o al abanico de una puerta que gira para que sentir que la casa ha sido invadida y hasta tomada por estos volubles pigmeos.

 Una pelusa no mata, ni hiere ni, probablemente, enferma, pero ¿quién puede comparar la aprensión ante cualquier patología regulada, por contagiosa que sea, con una pelusa que brotando sin causa aparente se libera en nuestro propio espacio y no hace posible conocer ni su tiempo de formación ni hasta dónde llega su enjambre.

Por cada cucaracha que vemos, se dice, hay diecisiete más que, ocultas entre los tabiques o la fontanería, nos acechan y que más tarde, cuando apaguemos la luz, salen de sus madrigueras para cubrir como una alfombra el suelo.

Las pelusas son, en cuanto estrategia de sistemas,  de un orden parecido pero incluso suman a su proceder fantasma  la idea de que viven aquí, como las ratas o los insectos, en virtud de la suciedad que reina en nuestro espacio doméstico.

Son como ínfimas nubes, leves manifestaciones de una mugre que de ser por completo invisible  ha pasado al equívoco estadio intermedio, entre lo sólido y lo  intáctil. Su repugnante ambigüedad se hace patente pero prácticamente nadie, exceptuando los laboratorios, se declara predispuesto para tomar entre sus dedos una muestra de esa roña.

 Por una parte el borullo está formado por filamentos y celajes demasiado finos, todos de extraña procedencia, pero además entre ellos se enreda un cabello, dos o tres de diferentes longitudes, colores y cualidades.

Su formación evoca pues, observada en conjunto, las visiones radiadas de los tejidos más lábiles del organismo y  también ella puede parecer el principio de un tumor en sí mismo.

Un ser, en cualquier caso, indefiniblemente autónomo  y fácil de emerger en sitios donde previamente eran imposibles de detectar y menos asistir a su copulación y su consecutivo aumento de tamaño. En todo caso, no son, de acuerdo a su instinto de supervivencia, ni muy grandes ni muy pequeñas.  Son, desde luego, menudas pero en un grado que responde justamente a la proporción que más inquietud genera y al asco que menos capacidad de consolación permite.

Su presencia, en suma, parece calculada para inaugurar un trasmundo de inmundicia o, exactamente, un cosmos preparado para  exacerbar nuestro malestar y trasmutarlo en el origen del malestar mismo. En este diabólico bucle viven las pelusas.  Provocan malestar a los seres humanos pero ellas mismas, como los vómitos, indican el malestar mismo del ser y los enseres. Vómitos de la suciedad casi impalpable pero ya poseída por fuerzas nefandas. De hecho, las pelusas, al movilizarse, toman siempre una dirección contraria a la que elegible por los seres puros.

No huyen sino que hacen torbellinos, no se esconden sino que se dejan ver azarosamente y sin el instinto del miedo. Causan estupor, desequilibrio pero ellas mismas son flores del estupor y el desequilibrio las rige. Irregulares, heterogéneas,  insistentes pero livianas, obstinadas pero sutiles,  las pelusas brotan, se multiplican o inesperadamente se desvanecen. Productos casi gaseosos de una suciedad pulmonar que las viste de una envoltura blanquecina y tal como sucede con los gusanos de la oscuridad que sin haber recibido la luz nunca salen a la superficie trasparentes.

 

Leer más
profile avatar
18 de marzo de 2010
Blogs de autor

Los congelados

Con el tiempo y el desarrollo tecnológico llegado con  él, el hogar se encuentra crecientemente poblado por aparatos de los que no conocemos el porqué de su funcionamiento, sus reacciones especiales, su autismo, su lógica interna y su sentido, a pesar de que nos sirvamos de ellos y convivamos a su lado con la mayor naturalidad.

Efectivamente, respecto a  la ya numerosa colección de enseres apoyados en la electrónica es un lugar común que al menos un par de generaciones todavía habitantes del hogar no conocerán jamás su proceder ni la secuencia de sus postulados.

Pero, además, si antes la radio o el televisor se consideraban elementos de los que jamás obtendríamos una explicación completa,  han venido paralelamente a sumarse de una manera más cercana o casera, los ya habituales recursos del congelado o el de calentamiento a través del ya omnipresente microondas.

Tanto una como otra aportación las debemos al progreso de la física aplicada pero ninguna de las dos ha perdido todavía, como le ocurrió al televisor y a la radio, la relación directa con su invención y, en consecuencia, la resignación a no comprenderlos.

La física o el físico se hallan muy próximos en la cocina, a un paso del congelador y el microondas pero ni aún así damos hemos llegado a desentrañar su funcionamiento.

 Puede aceptarse con toda razón que el prodigio de escuchar y ver una imagen producida a kilómetros de distancia constituya un avance muy superior, asombroso e incluso espantoso que el hecho proporcionado por un congelador, por ejemplo,  pero en tanto el televisor no ha podido prescindir todavía de un sinfín de resortes internos, su complejidad nos libra de pretender hacerlos comprensibles.
Lo que sucede con el congelador, sin embargo, es de una naturaleza muy distinta, una naturaleza demasiado cercana y no ya tanto al dominio de los laboratorios tecnológicos y sus prodigios.

La congelación de los alimentos no es otra cosa que un asunto consistente en inculcarles frío y el frío, como el calor, pertenece al orden de las  categorías más primarias u originales. Resulta asombroso ver en la pantalla  el rostro de una persona ubicada en otro continente pero justamente por la magnitud del fenómeno miles nos decidimos a aceptarlo sin requerir su porqué.

 Pero ¿y el frío? ¿Puede consumirse un alimento mucho tiempo después sólo porque se congele, se compre bloqueado y se guarde bajo cero? Los precedentes de esta tarea que realiza tanto el cajón comercial de congelados como el nicho del frigorífico deben hallarse entre los esquimales y los hombres de Cromagnon pero en el siglo XX, en España y países similares de Occidente, era usual que la totalidad de los alimentos, como cualquier cuerpo o fragmento corporal de ser vivos, se descompusieran o se amustiaran hasta su pudrición.

El congelador vino a instalarse pues, en  nuestras vidas, como un riguroso  salvador de kilos de carne o aglomeraciones de guisantes que de una manera insólitamente "natural" ya no morían con el criminal paso del tiempo sino que el paso del tiempo quedaba detenido "congelado" como se dice de los fotogramas en  cine.

El pollo, la lechuga o el filete, en vez de incrementar su presencia hedionda que era lo habitual de su vida, en toda nuestra vida,  vinieron a convertirse en una nueva especie de vivos cadaverizados, con un tamaño más o menos igual a cuando vivían y que si ahora se sumían sordos, inodoros y pétreos en su un sueño mineral era para protegerse de la muerte.

El helor los preserva de una muerte conocida y les aplaza esa pestilencia  hasta una fecha cómodamente aceptable. Fecha fija o fecha de caducidad que ya ha quedado asimilada a la general ampliación de la esperanza de vida aunque  simbólicamente la sensación no coincide del todo con esa concepción global.

Efectivamente, los alimentos ganan capacidad para ser consumidos a lo largo de un nuevo plazo pero ¿quién puede decir que no los consumimos igualmente muertos, igualmente cadáveres e incluso con la extraña lacra de acumular más frío en su interior.

Todo guisado, toda carne, toda sopa o pescado que se sirviera frío o en llegara a enfriarse en el plato perdía casi todo crédito para el paladar. Lo que se hace ahora mediante la congelación no es, de ningún modo inmediato,   dar a comer lo congelado de lo congelado, el grado infinito del frío pero, sin duda, cada uno de los víveres ha debido pasar por el gélido túnel de la muerte bajo cero para emerger delante de nosotros. ¿Cómo degustar pues serenamente, despreocupadamente, esta especie de muertos revividos? ¿Cómo apartar de la imaginación el trance en el que han dejado la muerte natural detrás?

Toda el rechazo o incluso la aversión que durante años se ha dirigido a  los alimentos congelados radicó en esta inoportuna experiencia de  vida y muerte, criogenización y descriogenización a la plácida hora de comer. Con fundada razón se pensaba que toda la oferta alimentaria que hubiera atravesado las honduras del congelador no podría regresar a la vida con los mismos caracteres luminosos de antes, previos a esa tortura termal.

 La congelación de los alimentos, además, no sólo retrasa la acción de las enzimas -sea lo que quiera que sean- que a una determinada velocidad destrozan la comida, sino que emprende una maniobra tan sagaz como cruel contra un innumerable enjambre de microorganismos al acecho. 

Porque la congelación, el extremo incremento del frío convierte la gran proporción agua que contienen todos los alimentos de este mundo en materia cristalizada. En principio, el efecto del frío viene a ser su helor pero lo particular del congelado es la cristalización del agua que impide servir de medio esencial para los microorganismos que la necesitan para vivir y devorar. Con el paquete cristalizado los microorganismos no pueden penetrar, ni nutrirse por tanto de las esencias de la carne, el pescado o la verdura; quedan en consecuencia fuera de esa fortaleza de hielo y  probablemente mueran o se congelen a su vez en  espera de una descongelación general. Sea como sea los congelados que fueron hace unos años recibidos como pobres subproductos del ser principal han ido perdiendo mala fama porque a través de unos u otros métodos refrigerantes no sólo han llegado a ofrecer el color primigenio sino que, gradualmente, el sabor y el olor.

En definitiva, su consumo ha crecido hasta ser actualmente  la normalidad de una mayoría en la alimentación.  El producto fresco, sin congelar, es por el contrario la apreciada excepción.  ¿Porque sepa mejor, porque tenga mejor vista? Los especialistas repiten que la diferencia no es fácil de establecer pero, sin duda, los alimentos frescos se prefieren porque no pasan por el túnel de la muerte para  conservar la vida. Poseen la vida y la mantienen sin necesidad de prolongación como tristemente se ha de hacer en  institutos y clínicas de vida para rejuvenecernos y devolvernos el color o incluso el hermoso aroma de aquel sudor. 

Leer más
profile avatar
17 de marzo de 2010
Blogs de autor

El olor del dormitorio

Además del olor que cada hogar posee al abrir la puerta y cuyas distintas notas le prestan una personalidad tan identitaria como intensa, existe otro olor, sólo detectable, al empezar el día y relacionado directamente con la emanación de las carnes y orificios de las personas.

Efectivamente tratándose de un olor con origen en cada habitante dormido, no llega a oler igual en el cuarto de los niños que en el cuarto del matrimonio o de la criada.

 Ese tupido olor que desprenden involuntariamente los habitantes de la casa es sin duda el olor más inconsciente, verdadero y auténtico. Puede ser tan difícil de soportar como otros tantos olores en la vigilia pero posee la peculiaridad precisamente de que se desenvuelve de modo que sobrevuela sobre los bultos dormidos.

En los contrastes entre el olor de un bebé y el olor de un adulto se lee el compendio de historias. Y no sólo alimenticias sino rastros de aventuras, dolores y placeres que el niño todavía no conoce o ha pasado por ellos. En estas dos clases de olores, el infantil y el adulto, se  evidencia cómo si el olor infantil es resistible e incluso amable llega poco a poco a revenirse y a empeorar con el paso de los años.

De hecho la firma japonesa de cosmética, Shiseido, una de las mayores  del mundo, lanzó hace años un perfume destinado a borrar ese venteo de la edad debido a la emisión progresiva del ácido palmoteico y le llamaron genéricamente en su propaganda el aging odor que ellos venían a tratar y  anular con eficiencia.

 Ese olor de la edad debido al ácido palmoteico empieza a sentirse poco después de los 30 años y va incrementando  su presencia hasta hacerse una categoría miasmática inseparable de una persona con setenta. En ese largo intervalo se desarrolla la vida de la mayoría de los matrimonios que siempre, al despertar y simplemente por haber permanecido unas horas en el mismo lugar cerrado,  dejan empapado el aire de su fetidez correspondiente.

 Los muertos, en efecto huelen mal, pero muchos de ellos, inconvenientemente dispuestos para ser enterrados limpiamente, despiden una característica y muda fermentación que puede considerarse una silenciosa bandera de su muerte recién conquistada.

Las casas cuentan también  con ese anticipo de la defunción en estos dormitorios de los seres adultos mientras que, por el contrario en el cuarto de los niños puede respirarse una atmósfera (¿bendita?) que acompaña a la felicidad o la candidez de haber estrenado hace poco la  vida.

Ese olor que el niño desprende es, con toda probabilidad,  una señal de no haber madurado todavía, una fragancia fresca que trae desde su reciente origen y que aún, como es lógico, no se ha pringado con la grasa  de la muchedumbre.

Toda reunión de niños sigue produciendo un aire  del mismo tenor que cada niño por separado, mientras que la masa de la muchedumbre aumenta  los olores de los adultos puesto que entonces  forman la  grey, fatalmente unida a la miseria. Una grey de la que enseguida y naturalmente se alza un vapor envolvente, una mezcla de olor a cuerpos y ropas, una anulación de la bondad que la fragancia infantil transmite y una inmersión integral en el llamado mundo inmundo.

El mundo y su inmundicia se componen pues de esta fluencia creciente y que va dejando tras de sí como un combustible de la vida perdida. Aunque  también, esa envoltura odorífera es la huella olorosa que la Humanidad va imprimiendo a lo largo de su propia Historia y que, en ocasiones, cuando consultamos un libro de siglos atrás se recobra como si de todo lo que fuera real sólo hubiera quedado la tactilidad  del olor o bien que de toda aquella realidad sólo se hubiera salvado el corazón de ese hedor, al cabo tan rancio como obligadamente querido.

La pareja, en fin, se reconoce en la mezcla de ese olor matrimonial que se alza en el cuarto y presume que el resultado final llega del cruce sin luz de sus respectivos efluvios. Un cruce que sin duda viene a ser como la mezcla final de un intercambio sin planeamiento,  moléculas que se han entrelazado y confundido en pleno sueño y cuando cada cual ha sido incapaz de retener su verdad y su inconsciente, llegados hasta el otro y viceversa.

La habitación se convierte entonces en un peculiar recinto de una unión demasiado exacta, unión que huele y cuyo olor asusta. Unión que se ha por su inevitable densidad indica el paso del tiempo y el espesor, querido o no, de los vigentes pactos de  convivencia.

No se trata, y esto es relevante, de un simple olor sexual como a menudo desprenden los animales sino de una esencia compleja donde se recoge, además del sexo o el intestino, otras notas ilocalizables del cuerpo y quién duda que también del alma. En ese jeroglífico se encuentra, sin duda, la salud reinante pero todavía, con más ahínco, el perfil de la enfermedad y el entorno de sus suspiros. También la tufarada bronca de los ronquidos, la reunión de lástimas fugadas y todos las posibles cociembres que en el sueño bullen y danzan en el espacio exterior.
Cada mañana, pues, la habitación, las sábanas, las mantas o las colchase se   orean coincidiendo con la presencia de los residuos nocturnos, decargas sin orden de la noche encerrada que  ha repartido su quehacer por todas partes.  Y lo ha hecho, además, en un grado que el aire fresco viene a sorber esa herencia y desvanecerla, repartirla infinitesimalmente sobre el aire del mundo donde simultáneamente el sueño de tantos otros va produciendo un semejante elemento natural, ácidos de diferentes composiciones convergiendo o no hacia el ácido palmoteico donde terminamos naturalmente palmando.

Leer más
profile avatar
16 de marzo de 2010
Blogs de autor

El nuevo hogar

Pensar y estar en un hogar durante toda la vida conlleva hoy asumir una decisión deprimente.

Un hogar nuevo aporta una de las mayores y más intensas sensaciones de experimentar el privilegio de estrenar otra vida más. Y de este cambio supremo, capital, no se benefician necesariamente los mayores capitalistas o los ciudadanos más desahogados económicamente.  El cambio de domicilio puede producirse en cualquier clase social porque, en la gran mayoría de  los supuestos, no es tan decisivo que tenga unos metros de menos o de más como que, de repente, la nueva vivienda elegida se presenta junto a nosotros habiendo perdido, ella nosotros y nuestra historia, un peso tan grande como incalculable: incalculable en años, en disgustos, en celebraciones y acontecimientos colectivos, en fiestas y accidentes, en nacimientos y en muertes horrendas.

Tras un determinado tiempo el hogar original va cargándose de objetos y memorias, manchas y vicios, caricias y restregones que atestan la cotidianidad de rutinas. Unas rutinas, y algunas de ellas cargadas de afecto, que en su ejercicio conocido asfixian más que los muebles deslucidos, los libros iguales y desgarrados, los objetos alineados o perdidos, recordados u olvidados de todo tipo.

 Después de un tiempo de vida en esa casa concreta, invariable, constante,   ese hogar no da más de sí y lo esperable es que repita sus taras  más que sus virtudes o que sus virtudes, incluso, se nos presenten como menospreciadas debido a su peso y su repetición.

Efectivamente cada casa como ser vivo y sus enseres en cuanto prole contenida en su interior siguen una tendencia hacia la degradación, su misma luz participa de la misma entropía y su olor de una familiaridad tan acogedora como agotadora.

El hogar, cualquier hogar, hace de refuerzo o trinchera frente al mundo exterior y parecería que en la medida en que más se llena de elementos queridos o conservados mejor nos preserva. El revés, sin embargo, de esta realidad es que la suma por acumulación ciega  o impide la suma que favorecería su holgura, la suma de lo acoplado nos reduce para acoplarnos o flirtear con otras realidades que se hallan un poco alejadas o incluso alrededor. Esta suma es igual a la resta de contactos nuevos y la pérdida de agilidad o aforo se comporta como un pesado anclaje que a poco que se pondere conduce a vislumbrar con demasiada precisión el  fin de la vida. Un fin para el que gradualmente se preparan los pasillos, los baños, el cuarto y la cama donde perecerá sin falta de detalle alguno tal y como ahora se nos permite reconocer.

Hogares felices y magníficos acompañantes para otros son después como decaídos mausoleos que anticipan la conjunta defunción de su habitat y sus habitantes.

 En arquitectura, el espacio se comporta como una crucial fuerza activa y de la misma manera que otras potencias motoras quedan rebajadas en su vigor con el paso del tiempo, ese espacio que al principio fue un acicate se momifica y su actividad persistente roza la penalidad.

Hallarse muy a gusto en el hogar encuentra su límite en el paso de la confortabilidad a la pasividad, de lo lozano a lo mustio y del encanto a la decantación.

Si ese lugar donde vivimos y donde supuestamente nuestro dominio es el más alto se resiste a ser transformado por efecto de su fosilización interna, la única alternativa hacia la salvación es  abandonarlo. Sustituirlo  por otro en donde aún seremos capaces de imaginar un nuevo proyecto de vida. Y lo que deberá, además, ser consustancial a este posible proyecto: la recuperación de vitalidad, la sustitución de la historia por la novedad y la eliminación, de paso, de todo aquello que nunca funcionó apropiadamente en la residencia de toda la vida.

 Aferrarse pues a los domicilios, domiciliar la existencia antes de hora, es sellar antes que lo determine la enfermedad o la talla del nicho que nos acogerá eternamente.

Un hogar de antes, nacía y moría en el mismo lugar y con las mismas o muy parecidas personas dentro. Estas personas todavía cerradas componen el oscuro rastro de una época acabada y en donde ellas pasean como desplazadas.

Más que verse pues confinado  por el tiempo y la quieta estructura de un determinado hogar, el nuevo hogar brinda espontáneamente, naturalmente,  una dosis de un tiempo adicional recién fabricado y para la aventura de un porvenir sin hacer.

La inauguración de un nuevo amor de pareja podría servir para hacer muy parecidas  consideraciones. Todo cambio de pareja  es también un cambio de paraje. Quizás la  diferencia, a favor del hogar o complementándose con el otro cambio personal de alcance, es que en ese nuevo lugar, por el hecho de ser un nuevo "establecimiento", permite sentir otro mundo por virtud de su nueva incardinación. Nuevas vistas, nuevos vecinos, nuevos colores y nuevos olores que se introducen y forman nuevos y curativos sueños.  Puede que, en algún momento, en algún país se asuma como un principio ineludible de la felicidad humana la proposición de cambios de domicilios, bajo la recomendación de la medicina. Pero ya,  ahora mismo, sin planes sanitarios de tipo alguno, cada individuo sabe, por experiencia directa o delgada que un nuevo domicilio es igual a una nueva celebración del  mundo.

Leer más
profile avatar
15 de marzo de 2010
Blogs de autor

El whisky

En un rincón de la casa, alineado en el mueble bar o luciendo en el interior de un armario bajo la biblioteca o el aparador, se ubica un refugio para la colección de las bebidas alcohólicas del hogar.

Se llaman bebidas alcohólicas porque contienen siempre alcohol en diferentes grados pero algunas de ellas, con las que nos familiarizamos habitualmente, sean la ginebra o el whisky no pueden considerarse sólo asuntos químicos y derivados de una destilación industrial.

 Se trata, en suma, que así como es inexacto o aberrante describir la atracción de una persona hermosa en términos de brillo en las pupilas o de efectos sobre nuestra tensión arterial, el whisky, por ejemplo posee la virtud de ofrecerse a través de sus múltiples propiedades organolépticas de ardua l enumeración, y de conjugarse, al cabo, con la prestancia esencial  de un poderoso, inteligente y amable caballero.

No hay que pasarse en confianza con las bebidas de este tenor porque precisamente el encanto de su caballerosidad inicial, su generosidad y  su talante dispuesto para desarrollar  una dichosa senda de amistad puede perjudicar la franca bondad de la relación primera.

En  puridad, la relación con estas bebidas culmina el gozo en la primera parte de la relación y empeora su carácter en una segunda o tercera etapa que aturulla el sentido y la dicha de la primera conversación.

 Todos los buenos bebedores conocen esta regla de estilo que, sin embargo, no les protege de la desregulación  y, en ese caso desregulado, pasan ya a ser tenidos por alcohólicos o borrachos, consecuencia de haber simplificado el cortejo inteligente y haber traspasado la cortesía de la inaugural interrelación.

Sin embargo, entre el organismo y la bebida, entre el paladar y su sabor, entre su presencia y la consecuencia pueden vivirse estadios efusivos o, sencillamente felices  que hacen del consumo un tiempo alcohólico imprescindible y semejante a la cariñosa costumbre de los besos y afecciones del hogar.

Dentro de cada casa se erige en una enseña potencial,  la sortija de una hermosa y fresca relación que luce cuando el placer no ha cegado su repetición y aún se presenta con las irisaciones de una singular piedra preciosa.

El whisky significa  para algunos el colofón merecido de su jornada adusta, pero también el whisky para casi todos de la vida adversa se bebe como un disolvente del mal y actúa, en sus efectos, a la manera de un dócil compañero tan comprensivo de nuestra desgracia que ni siquiera necesita oírnos ni exponerle ninguna razón más. Se introduce de hecho en el interior de nuestro desaliento como un elixir cien veces más sabio que nuestra inteligencia y al que será evidentemente ocioso ofrecerle los pormenores de nuestra adversa  situación.

 A diferencia de los seres humanos que sólo nos ayudan eficazmente cuando han empatizado con nuestro problema y, a través de su empatía, guían su emoción, su palabra  y su razón, las botellas con bebidas alcohólicas nos hablan como desde una voz interior. El whisky, por ejemplo, elude todos los fatigosos pasos preliminares que necesitan nuestras explicaciones desde el comienzo y deshacen en un santiamén,  por su veloz comprensión del conflicto  químico, la contradicción, la impotencia o la frustración principal.

El whisky es el anverso de la psicoterapia: ofrece la solución sin necesidad de pasar por el calvario de la reflexión. Hace decrecer la escala del problema mientras incrementa nuestra capacidad de resolución. Pero, incluso más: mediante el whisky se trivializa la gravedad del asunto y el asunto se ahoga o medio agoniza en el medio que se ingiere. Y, más francamente: se disuelve en el nuevo ser que llegamos a ser y asentir mediante la contribución de su influencia.

El whisky en fin nos abraza como si la botella contuviera una entera destilación de amor. Nos entiende de esa manera  ideal en la  todos los ingredientes de nuestro problema se disuelven en los centímetros cúbicos de su contenido y como si cada una de sus gotas hubieran sido seleccionados para conectar atinadamente con nuestras moléculas tristes y cada  una de ellas lavara el óxido de nuestra tristeza, el cardias de nuestra angustia y el desolador espejo de una realidad que nos empujaba  a creer en lo peor.

¿Botiquines con ibuprofeno, mercromina o trombocid? Cualquiera de estos inconvenientes se relaciona con el remedio en una relación de tú a tú. El whisky , sin embargo, llega al problema con un halo de soberanía donde el problema se turba, se debilita y muere o se adormece. El whisky ( o la ginebra  o el vino) trasmuta la asprreza y pedregosidad del dolor a un dulce reblandecimiento donde  el martirio parece ser un ridículo modo de vivir y  la noticia humillante o el despido una ocasión para que el whisky invente una orgullosa identidad frente a la cual  el mundo deja, aparentemente, de ser duro y se aviene a los deseos más banales como la plastilina de diferentes colores al juego de la primera edad.

Leer más
profile avatar
12 de marzo de 2010
Blogs de autor

El teléfono

No hay ya  película de acción en la que el teléfono, cada ve complicado y multifuncional no forme parte asidua de la peripecia hasta el punto        que, en no pocos casos, el móvil actúa ya en el film como un importante actor y a través de cuyas prestaciones discurren las intrigas, se muñen las conspiraciones y se condensan las mayores operaciones financieras.

El tradicional teléfono fijo, instalado en la oficina o en casa,  aumentaba la escala de la boca y de la oreja. Hacía saber que con su auxilio crecía aparatosamente la facultad de hablar y de escuchar. Su robusto micrófono potenciaba la voz y el auricular magnificaba el pabellón que oía. Pero en el móvil ocurre casi lo contrario. Ni el oído ni la boca se encuentran esbozados  y su tamaño, cada vez menor, disimula la trascendencia de su uso. 

 Colgar el teléfono, aquel teléfono pesado y grande, significaba dejar efectivamente humillado al otro. Frente a esa metáfora del rotundo abandono físico, el móvil actúa como un dispositivo que en lugar de aplastar hace como que desintegra la voz del interlocutor.

 Los dos ingenios nos llaman cuando suenan pero el teléfono tradicional no anticipaba que fuéramos nosotros los elegidos y de ahí el misterio unido a su timbre convencional.

El móvil, sin embargo, señala directamente a un yo y nos refiere inequívocamente aunque también, según la multiplicación de mensajes y ofertas comerciales, es propenso a hacernos sentir una masa anónima o sin cabeza. En su diseño tradicional, igualmente, el teléfono mimetizaba la boca y la oreja humanas mientras el móvil se libera del remedo  antropológico y su tipología se relaciona con el mundo general de los aparatos.

No trasluce pues su función comunicadora a través de su aspecto y sólo hacen pensar que pertenece a una constelación tecnológica desarrollada en la electrónica. De hecho, los móviles pueden comportarse como teléfonos pero también como calculadoras, como televisores, como cámaras fotográficas, Google, GPS, etcétera y, en tan diferentes cometidos, la idea del tradicional se deslíe en ellos.

Nos comunicábamos a distancia gracias a la benevolente providencia del teléfono que hacía posible, como altísima novedad, hablar sin cuerpo, escucharse sin desplazarse. Pero ahora el teléfono móvil hace olvidar -con su movilidad incesante-  el milagroso don de establecer los contactos a distancia.

 La voz telefónica, la voz  sin la máscara del rostro que tanto admiraba  Proust en 1913 (En busca del tiempo perdido. El mundo de Guermantes), ha perdido casi toda encantación puesto que ha llegado a ser uno de los repertorios comunes. Más aún el rostro aparece en el móvil superando con su fuerza la identidad del aparato. De hecho, poco a poco, la biografía de cada cual va dejando su rastro en ese artefacto  y anticipando el día en que el código genético se sume a los circuitos. De hecho, en las películas se constata que el enemigo sucumbe con facilidad tan pronto pierde su móvil, suerte de ADN extracorpóreo y arma crucial para el socorro o la defensa. 

El teléfono fijo era igual para todos pero  en el móvil se plasma la individualidad sea a través del diseño de las grandes marcas, sea mediante esto y el añadido del tuning que cada cual aporta a su aparato.

Si el teléfono tradicional se comportaba, en consecuencia, como un juguete con su inconfundible aspecto, normalizado y homogéneo, importante de por sí, superior incluso a la identidad de su amo, el móvil tiende hacia el imaginario de la vida personal. El milagro de recibir la voz sin la máscara del rostro se ha invertido en la ecuación de recibir la cara completa del otro, a través de la pantalla menuda,  hasta la definitiva desaparición de la faz del  artefacto. 

Ahora todos los ciudadanos occidentales tienen teléfono. Y no sólo móvil sino móvil y fijo y, en ocasiones, dos móviles o más. Hace apenas medio siglo, en los años cincuenta y sesenta del siglo XX, tener una casa con teléfono constituía en España un signo de status. Pero también, tanto entonces como ahora recibir más o menos llamadas sirve como un indicador  de la relevancia personal y profesional del propietario. Cierto grado de afirmación de un individuo se plasma en  el funcionamiento del móvil y más a través del número de llamadas que recibe que de las llamadas que emite. Quien llama solicita, acaso se subordina, mientras que el sujeto llamado es requerido,  necesitado.

Los primeros teléfonos domésticos se colocaban en muchos casos  clavados en la pared y obligaban a hablar a la altura dialogante de las bocas. Este diálogo, espacialmente cara a cara,  no eludía sin embargo los recursos a la mendacidad para cuya práctica el teléfono ha sido el rey del disimulo y la mentira: "ha salido", "no puede ponerse","le llamaremos. Y, también, de acuerdo a las películas y las novelas negras un instrumento temible en malas noticias y amenazas.

Esta sensibilidad criminal del teléfono y el temor básico a su proceder indeterminable que si, en la práctica una conversación se corta, uno y otro de los interlocutores se apresuran a comunicarse que ninguno de ellos fue el causante. Esta urgencia en la aclaración trata de rehuir la interpretación de haber sido "colgado" que, de una u otra manera, se aproxima a las analogías del despecho, el desprecio o la simulación de una ejecución con muerte o  asesinato. .

De hecho el teléfono antes y ahora se ha mantenido como importantísimo y poderosísimo. La gente abandona sus tareas, dejar de hacer el amor, ase echa de la cama, corre por el pasillo jadeando para no perder su llamada. El teléfono se revela en estos casos como representante de una fuerte ficción de vida, vida irrepetible, crucial y, de hecho,  cuando los futuros suicidas han decidido la irreversibilidad de su plan, descuelgan antes y definitivamente el teléfono.      

Leer más
profile avatar
11 de marzo de 2010
Blogs de autor

El cuerpo

El cuerpo ha venido a convertirse en todo lo que somos. Queda una extraña parte oculta que no se halla visible en él pero, si fuera notable, ¿dónde está?
Frente a la vieja doctrina del cuerpo como recipiente del alma "ha tomado cuerpo" la idea inversa: la noción del alma plasmada o impresa sobre la totalidad de la corporeidad. Y no para bien o para mal de los seres humanos sino como conclusión objetiva del conocimiento.
La Grecia clásica pretendía unir la perfección del cuerpo a la perfección del espíritu y animaba a gobernar los impulsos carnales o instintivos como vía para la deseable estabilidad y beneficio de la mente. La diferencia de este proyecto respecto al de nuestra contemporaneidad radica en la actual tendencia a sintetizar en la estampa carnal el mapa psíquico y a leer meticulosamente en él nuestra película del dolor, del gozo, de la peripecia, el conflicto, el amor o la desazón. No somos absolutamente penetrables pero el crédito alcanzado por la noción de transparencia (en la moral, en los negocios, en la carne de vacuno) sitúa a todos los individuos en la circunstancia de exponerse ante el omnipresente plató.
Todos, en efecto, vamos pasando de la condición de ciudadanos a la de actores (actuantes, clientes, votantes, escuchantes, espectadores o lectores que opinan) y, en este proyecto de aparición social cada cual se ve expuesto a análisis y examen de su imagen. El cuerpo llega como la cata a la entrevista de trabajo, se muestra y se sopesa para la tarea política o profesional, se brinda como garantía anticipada o etiquetada en la presunta relación de amor.
¿Qué sucede con él dentro de la casa? Tal como si se tratara de una vestimenta o un disfraz, muy a menudo los habitantes del hogar se comportan en su interior desocupados de su apariencia. Esa apariencia que en la vida social se confunde con la personalidad tiende sentirse como una pesada pantalla, iluminada hasta la ceguera, observada hasta la extenuación, vigilada hasta el despido.
Dentro de la casa el cuerpo haría dejación de estos aderezos estratégicos y la vestimenta desgastada, el pelo revuelto, la barba sin afeitar compondrían un sistema de desobediencia u oposición a la etiqueta.
En casa se abandonan las formas societarias y sus incomodos para hacer de la informalidad la manera perfecta de sosiego, Los demás seres domésticos, indulgentes o cómplices, nos autorizarían a olvidar la tarea de causar buena impresión puesto que ante la familia, se ha alcanzado, supuestamente, el máximo extremo de las impresiones y el grado cero del asombro o la sorpresa.
Hay, en todo ello, una idea positiva y optimista de la privacidad que permitiría despojarse de máscaras, pero también una idea negativa de la privacidad que olvidaría la importancia del saber estar en compañía.
Este saber estar viene a ser, no obstante, una condición que no acaba en el puesto de trabajo o en el ascensor sino que se encuentra en todo momento en que se ofrece o se demanda amor.
Habiendo sido conquistado hasta el mismo matrimonio el amor del otro y habiendo engendrado hijos de amor ¿qué más amor formal puede reclamarse en la escena familiar? ¿Qué conducta o actitud suplementaria, qué planta o prestancia añadida puede añadir algo más?
Parece que la ventaja marginal de cuidarse en el interior doméstico es desdeñable y, sin embargo, este cuidado podría mejorar en mucho los condiciones para la convivencia.
Una casa en la que se practica colectivamente, masivamente, el abandono de las formas, las posturas, los gestos o el vestido, convierte el recinto en un lugar peor. Nadie desea que fuera así y la relevancia que se otorga a sentirse cómodo acaba en la trágica paradoja de hacer incómoda la vida de los otros.
Vidas juntas es igual a vidas armonizadas para reunirse en una felicidad armónica. Y aromatizada. El abandono de uno cualquiera del grupo debería observarse como un perjuicio para la confortabilidad de los demás pero el abandono conjunto deberá entenderse como una abdicación colectiva de la convivencia.
Más que disfrute de la privacidad, la privacidad se convierte en el infierno de la habitabilidad recíproca. Cuerpos y almas, almas y cuerpos forman un duo que se respeta recíprocamente o un frangollo y de cuyo interior se desprende una flecha que, tarde o temprano, alcanza al otro: con su olor a mierda y su desportillado querer.

Leer más
profile avatar
10 de marzo de 2010
Blogs de autor

El convoy

Entre comer en casa y comer en el restaurante discurre una diferencia tanto escénica como simbólica. Sin embargo, en los dos ambientes,  un objeto, "el convoy", pone sobre la mesa del comedor doméstico un aire de fonda y lleva al restaurante una enseña de familia.

El "convoy" uno de los utensilios menos sugeridores en su estética posee en cambio una carga simbólica que viene a convertirlo en metáfora fundamental. Es por ello que, pese a algunas de sus negativas connotaciones, su presencia siga siendo clave y crónica en  la mesa de comer y pertenece , por derecho propio, por derecho de carácter, a esa pequeña colección de  enseres con una fortísima resistencia a la sustitución. Las razones son, examinando desprejuiciadamente su mediocre morfología de un orden poco menos que trascendental.

De una parte,  el convoy cumple con una eficiencia intachable la misión que se le atribuye y si ciertamente su nombre comunica con una pasajera memoria industrial, ajena al domicilio, su perfecto acoplamiento, su movilidad servicial, su mismo bastión lo amparan como un todo superior a las partes o un todo cuya aglomeración ha sido diseñada para procurarle la condición de herramienta única y multiuso, singular y plural. Más aún, el convoy, a pesar de su mediocridad estética, no presenta más que hermosas ventajas, prestaciones tan prácticas como sencillas y todo ello desde su reducto o fortaleza en donde la inteligencia formal ha logrado un complejo representativo de  una familia unida y feliz. ¿La reunión misma de la familia católica, abroquelada y dichosa?

El vinagre y el aceite que tan frecuentemente se aúnan en los aliños y aderezos adquieren en el convoy la planta de dos alfiles esenciales en cuyo diálogo se vislumbra la concordia y la indulgencia entre el sí y el no. Cuando el convoy sólo cuenta con estos dos recipientes, uno para el vinagre, el otro para el aceite,  la pareja se asemeja a la convención de un matrimonio tradicional, hombre y mujer de talante opuesto pero que  bien a través de la unidad paternal o funcional, bien a la costumbre adquirida a lo largo de las décadas han logrado parecer como inseparables, mutuamente dependientes y ejemplarmente destinados a vivir y perecer en el mismo lugar. 

La ingeniosa peana que enlaza inseparablemente a los continentes iguales de lo distinto (el vinagre y el aceite) en color, sabor, densidad u olor viene a enseñar como la  conyugalidad , a despecho de las diferencias incompatibles, consigue parejas preservadas de la desunión, bien aferradas a sus bases,  bien encajadas en una institución común que preserva su indisolubilidad.  En esta misma línea de pensamiento, no cabe la menor duda de que el concepto de la  unión en el convoy se corresponde con la negación del divorcio en las parejas.

Unidos para siempre en la institución matrimonial,  aherrojados en el paralelismo tan próximo como invariable, cohabitantes eternos en el tu y yo de los receptáculos donde el vinagre y el aceite se colocan con todas las garantías del ayuntamiento fatal.

Las mesas en las que el aceite va por un lado y el vinagre por otro, las mesas familiares. Sin convoy alguno el sentido de la conyugalidad delira. Precisamente, pasar el convoy de uno a otro de los comensales es producir repetida y tácitamente la idea de la pareja matrimonial que halló, aún sin quererlo, aquí o allí, su yugo esencial, fielmente representado en la miniatura de la boda interminable que el convoy comporta.

Y existen, además, muchos convoyes que no se conforman con representar a la pareja casada y fija, imperfectible y eterna. Son los convoyes que agregan además a este icono de matrimonio católico, la compañía de la sal y la pimienta en recipientes de estatura claramente inferior y a la manera de hijos pequeños que ni crecen nunca ni se separan jamás del estatuto que emprende y marca la unión entre sus padres.

 Hijos atados a la autoridad paternal, aunados a la unión directriz de la pareja del convoy. Chico y chica, sal y pimienta, son las figuras de un gemelismo feliz, chico/chica, que no sólo no ha dañado la perfecta unión matrimonial sino que la ha reforzado con su unidad agregada al principal puente presente en la mutua fidelidad de los padres.

 Con todo ello pues, el convoy constituye un prodigio de acoplamiento o un ejemplar objeto destinado a proclamar la cohesión familiar, gracias a su carácter de artefacto con-voy que siendo diferencial en sus caracteres logra que las particularidades no rompan la unidad de dirección.

De hecho, el convoy viene a ser de las piezas que menos se rompen y que nunca, prácticamente, se pierden. La idea preformativa que conduce a la evocación del restaurante en plena escena doméstica se supera con el pensamiento cristiano que, sin lugar ni residencia concreta, traspasa la acción desde el espacio público al privado.

Gracias a este cambalache espiritual, la figura familiar que el convoy realiza con patente  elocuencia llega hasta el restaurante donde se repite la ideología de la célula familiar y se mueve, aquí y allá,  como un emblema. 

Leer más
profile avatar
9 de marzo de 2010
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.