Vicente Verdú
Los amigos nos citamos en Chicote o en Boadas a tomar una copa. No vamos a tomar una copa a cualquier parte, y la copa allí no es cualquier cosa que se bebe sino que se toma de paso la experiencia de un lugar y mezclado al sabor del trago. El ambiente de un recinto cerrado es el primer ambiente importante de nuestra ubicación en este mundo. No nacimos al aire libre sino comprimidos en un mundo interior. Por nacimiento mismo somos más interioristas que exterioristas, más del albergue materno que de la madre naturaleza.
En 1963 Rachel Carson publicó su libro luego casi bíblico titulado The Silent Sprint y desde ese momento se dio por iniciada la conciencia del medio ambiente natural. Nunca antes ni después de aquella fecha un movimiento social ha alcanzado tanta audiencia y acatamiento en proporción al intervalo de su desarrollo. El ecologismo que inauguró ese manifiesto de Rachel Carson en The Silent Spring hizo pensar de otra manera en los bosques, creer como nunca se nos habría ocurrido en la bondad de los coyotes, nos despertó al cuidado de no echar residuos en los ríos, y nos inició en el arte de amar incluso a las focos. El exterior, animado e inanimado, se introdujo en nuestro interior como una nueva fe y los norteamericanos tan hábiles en la comunicación de la cultura y tan formados en la teología tradujeron ese respeto por el entorno en una religión. Nadie pudo en lo sucesivo declararse insensible al medio ambiente e irrespetuoso con el exterior. Dios había sido reemplazado por la Naturaleza y los pecados por tirar las pilas al suelo. El mundo desarrollado empezó a caracterizarse por su sensibilidad respecto al paisaje y conjuntamente por un impenable tratamiento de la basura. La basura que hasta hace poco había sido tomada como un excremento que se rehuía incluso oler pasó a ser un producto que merecía inexcusablemente ser tratado. Todo residuo, cualquier detritus de un país moderno merece hoy un buen tratamiento porque el entorno exterior debe ser protegido a toda costa.
Paradójicamente, sin embargo, no ha sucedido lo mismo con el espacio interior. Toda la sensibilidad parece haberse dirigido a salvar el destino del exterior mientras el interior se condenaba. En las escuelas enseñan a los niños la reverencia al entorno natural haciéndoles entender que su vida moral y física depende de ello pero nadie se ocupa de alertar a los alumnos sobre las amenazas del interiorismo que pueden acabar más directamente con su dignidad y su amor a la vida. Desde las cafeterías de colores naranja que se iluminan como quirófanos sin piedad hasta los comedores que albergan motivos angustiosos, los arquitectos, los interioristas, los decoradores o los aficionados a cada una de estas dedicaciones han colmado nuestro país -y otros muchos países- de crueles e irremediables ambientes que corroen silenciosamente la vida, arrancan pedazos de fe en el destino, amargan la mirada y ayudan repensar el mundo como una incesante producción de telebasura. Cualquier empresario puede, como es de razón, plantearse la inauguración de un cine, un hotel, un salón de té, una tienda de electrodomésticos y nadie parece pensar que la mercancía y el cliente mantendrán una relación dentro de ella. Lo malo, sin embargo, es que lo piensan. Lo piensan con detenimiento los arquitectos de algunos hospitales que los diseñan como largos túneles hacia el tanatorio, lo piensan los ambientadores de iglesias que las convierten en almacenes de carga, lo piensan quienes habilitan redacciones de periódicos transformadas en clínicas psiquiátricas.