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El amor al interior (y 2)

Por 24 de marzo de 2010 Sin comentarios

Vicente Verdú

En una numerosa colección de libros aparecidos estos años pasados sobre la  economía de la experiencia se aportan muchos ejemplos de la creciente  importancia entre el medio y el objeto que se consume o se adquiere en él. Los artículos nunca fueron simples objetos de consumo pero antes la mayoría de los productos se obtenía de mercados instalados en el exterior. Ahora, sin embargo, incluso el mismo artículo puede valer más de acuerdo al lugar donde se compre. Efectivamente no es lo mismo adquirir una fruta en un mercado de abastos que un hipermercado ni en un 24 horas que en una frutería tradicional pero tampoco es igual comprarse un bolso en un deli que en el Prada de Rem Koolhaas.. El medio mediatiza y mide el valor de la cosa. Si el entorno exterior se introduce en los productos el interior todavía más. No es lo mismo comer en un restaurante funcionalizado para satisfacer el apetito que un espacio donde se ha desplegado el placer de comer. No es lo mismo conducir en el interior de un coche tapizado sensatamente que en uno de los nuevos modelos preparados para bailar bacalao.

 Pocos en este mundo pueden ser insensibles a esta evidencia pero pocos, inexplicablemente se ocupan con acierto de lo evidente.

A muchos hoteles no regresamos no porque fueran malos sino porque eran tristes. No volvimos a ese bar no porque fuera sucio sino porque no parecía honesto. Los hoteles Paramount de Philip Stark que no es mi favorito no se visitan sólo porque son distinguidos sino porque tienen estilo. El estilo en el interioriosismo es exactamente como el algo en el interior de las personas. Un plus de atracción que siendo complicado de decir es sencillo de sentir. La seducción de la tienda de Armani en Milán debía tener algo más que la riqueza y la elegancia de Armani con la aportación silente de Tadao Ando. La capilla Pazzi de Brunelleschi tiene algo más que el silencio de la fe. En la proporción y la densidad del espacio, en la capacidad para hacernos sentir recogidos y en paz, sosegados o mejorados reside el valor del ámbito y sus secretos decisivos. Si esta fundación Joan Miró permanece en el recuerdo de quienes la visitan o, más aún, secuestra la memoria de quien la recorre para hacerlo regresar, es menos incluso de la pintura que alberga que del encanto  espacial que José Luis Sert concedió a su obra. 

Hay arquitectos espectaculares en su exterioridad. Hay Calatravas que atraen a caravanas  de autobuses cargados con alumnos de secundaria y profesores porque su exterioridad recuerda el mundo espectáculo de Rachel Carson. Un mundo ecológico con esqueletos de ballenas, palomas vascas o pájaros que mueven las alas como  en Milwaukee. Calatrava es un arquitecto para contemplar  sus obras desde el coche o el autobús pero no para intentar entrar en ellas.  Las ballenas o los pájaros de Calatrava como los peces de Gehry no pueden soportarse desde su interior. Ni siquiera poseen interior humano: son formaciones artificiales o prótesis. Mundos para rellenar la apariencia del mundo.

A diferencia de lo que se siente en las construcciones de Alvar Aalto, de Jacobsen o Frank Lloyd Wright donde el sujeto nunca quisiera salir de allí, comer allí, reposar, hacer el amor, ser querido, meditar, poderse abrazar a las cosas, en los demás  casos citados lo mejor que nos ha pasado es regresar al autobús. Pero los arquitectos no son los únicos responsables de estos efectos. Hay tantos decoradores, tantas páginas de decoración, tantas revistas, suplementos, vídeos, congresos, profesionales, advenedizos que el mundo podría salvarse. ¿Por qué no ha empezado a producirse ya? Probablemente porque la conciencia social es demasiado tolerante y chusca y, en España, todavía dispuesta a compensar el mal rato que se pasa bajo techo al buen tiempo que hace al raso.

Ahora no queda una ciudad de provincias  donde no se haya alzado un edificio espectacular, especialmente un museo, para llamar la atención de los medios. La arquitectura de exterior vende mientras el interior permanece oculto tras el relumbre de los muros, su tecnicolor, sus planchas de titanio o de vidrio y acero. Tratar de alentar el interior es sin embargo el modo más auténtico de promover lo más noble de  la arquitectura. No hay arquitectura de valor sin el valor del espacio que crea. O, dicho de otra manera, el oficio del arquitecto se funda en la producción de espacios, de ámbitos de vida y de experiencias allí donde no había nada, recintos para las sensaciones, el bienestar, o la amistad desde donde se perfecciona la calidad de la condición humana.

He conocido arquitectos ilustres, con su nombre bien grabado en la historia de nuestra  arquitectura española, que ante la queja de los habitantes de sus viviendas les respondía airadamente que aprendieran a vivir. No construían estos arquitectos con el propósito de mejorar la calidad de vidas de los residentes sino para imponer su marca.  No investigaba en los deseos y sueños de los usuarios sino que se proponía imponerles sus propios delirios. De esta manera las viviendas que se construían eran poco a poco reformadas, retocadas, corregidas para pretender adaptarlas, mal que bien,  a la necesidad.

No pocos interioristas, desgraciadamente, han actuado así. Siguen una moda que puede estar cargada de disfunciones, incomodidades o  incluso  daños personales pero la extienden por restaurantes, lugares de copas, cocinas  o comercios de ropas sin vacilación. Así se han inaugurado barras de copas ante las que era imposible estar sentado, lavabos donde estaba excluida la intimidad, dormitorios donde era difícil conciliar el sueño y estudios en los que se hacía una tarea añadida lograr un mínimo grado de concentración. También en la corriente minimalista de los últimos tiempos se ha asociado el triunfo de un diseño con el grado de  frialdad. Lo cool era lo cool.  Las calidades de desnudez, invisibilidad, intangibilidad o grado cero se han asimilado a la máxima actualidad.

 Un premio como este que haga reflexionar sobre el interiorismo puede parecer más oportuno que cualquier otro que se planteara en cualquier momento un balance sobre la moda. Y no en un momento cualquiera sino precisamente ahora, en el tránsito del siglo XXI, en la tesitura de la postmodernidad, el post-arte, el posthumanismo, la post-estetética, el postsexo, lo posthumano. Porque en pocos momentos como ahora ha sido posible hacer tantas cosas distintas y actuales a la vez. No se está fuera de la moda porque se vuelva al romanticismo como Nina Ricci,  no se está fuera de la moda porque se haga Global Mix a lo Gaultier o Folk Chic a lo Mark Jacob. No se venden peor los pisos porque se haga postmodernismo a lo Oscar Tusquets o blanquismo a lo Richard Meier. 

Si alguna vez fue importante el interior es ahora cuando menos espacio público y natural nos queda. Si alguna vez la relación con los materiales, las formas, los objetos fue más trascendente es ahora cuando, por desgracia,  ha bajado la relación con las personas. En cerca de un cuarenta por cien han decrecido los contactos con el vecindarios, las conversaciones con los amigos y familiares en lso últimos quince años en nuestra zona mediterránea. La vivencia exterior se reduce en beneficio del interior, las tendencias del cocooning de  los años noventa o del nesting de este siglo.

 En los pueblos mediterráneos hemos experimentado más tarde este movimiento hacia el adentro pero el individualismo lo ha contagiado todo y con esa epidemia las personas se han refugiado en casa o han buscado, lugares de encuentro, donde el medio propiciara la comunicación segura. Unos de los últimos salones del Mueble en Milán se proponía el regreso al mueble de la abuela, el mueble de "la nona."
 Una especie de rescate, este del mueble, que da cuenta de la nostalgia por un salón, un cuarto de baño, una estancia de reposo donde la condición humana se apoye. O, por lo menos, tal como están las cosas que no se le claven las esquinas, no le agredan los focos, no le enerven los disparates de ingeniosos decoradores y  superartistas que queriendo hacerlo bonito para ellos, las revistas o sus colegas, sólo logran condenarnos a uno de los peores infiernos de la creación. A la idea de un albergue inmediato e irresponsablemente hostil, contrario a la idea primordial de haber sido bien tratados en el seno biológico o lo que viene a ser el interior doméstico de los primeros ,los siguientes y los últimos días.  

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Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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