Vicente Verdú
El cuerpo ha venido a convertirse en todo lo que somos. Queda una extraña parte oculta que no se halla visible en él pero, si fuera notable, ¿dónde está?
Frente a la vieja doctrina del cuerpo como recipiente del alma "ha tomado cuerpo" la idea inversa: la noción del alma plasmada o impresa sobre la totalidad de la corporeidad. Y no para bien o para mal de los seres humanos sino como conclusión objetiva del conocimiento.
La Grecia clásica pretendía unir la perfección del cuerpo a la perfección del espíritu y animaba a gobernar los impulsos carnales o instintivos como vía para la deseable estabilidad y beneficio de la mente. La diferencia de este proyecto respecto al de nuestra contemporaneidad radica en la actual tendencia a sintetizar en la estampa carnal el mapa psíquico y a leer meticulosamente en él nuestra película del dolor, del gozo, de la peripecia, el conflicto, el amor o la desazón. No somos absolutamente penetrables pero el crédito alcanzado por la noción de transparencia (en la moral, en los negocios, en la carne de vacuno) sitúa a todos los individuos en la circunstancia de exponerse ante el omnipresente plató.
Todos, en efecto, vamos pasando de la condición de ciudadanos a la de actores (actuantes, clientes, votantes, escuchantes, espectadores o lectores que opinan) y, en este proyecto de aparición social cada cual se ve expuesto a análisis y examen de su imagen. El cuerpo llega como la cata a la entrevista de trabajo, se muestra y se sopesa para la tarea política o profesional, se brinda como garantía anticipada o etiquetada en la presunta relación de amor.
¿Qué sucede con él dentro de la casa? Tal como si se tratara de una vestimenta o un disfraz, muy a menudo los habitantes del hogar se comportan en su interior desocupados de su apariencia. Esa apariencia que en la vida social se confunde con la personalidad tiende sentirse como una pesada pantalla, iluminada hasta la ceguera, observada hasta la extenuación, vigilada hasta el despido.
Dentro de la casa el cuerpo haría dejación de estos aderezos estratégicos y la vestimenta desgastada, el pelo revuelto, la barba sin afeitar compondrían un sistema de desobediencia u oposición a la etiqueta.
En casa se abandonan las formas societarias y sus incomodos para hacer de la informalidad la manera perfecta de sosiego, Los demás seres domésticos, indulgentes o cómplices, nos autorizarían a olvidar la tarea de causar buena impresión puesto que ante la familia, se ha alcanzado, supuestamente, el máximo extremo de las impresiones y el grado cero del asombro o la sorpresa.
Hay, en todo ello, una idea positiva y optimista de la privacidad que permitiría despojarse de máscaras, pero también una idea negativa de la privacidad que olvidaría la importancia del saber estar en compañía.
Este saber estar viene a ser, no obstante, una condición que no acaba en el puesto de trabajo o en el ascensor sino que se encuentra en todo momento en que se ofrece o se demanda amor.
Habiendo sido conquistado hasta el mismo matrimonio el amor del otro y habiendo engendrado hijos de amor ¿qué más amor formal puede reclamarse en la escena familiar? ¿Qué conducta o actitud suplementaria, qué planta o prestancia añadida puede añadir algo más?
Parece que la ventaja marginal de cuidarse en el interior doméstico es desdeñable y, sin embargo, este cuidado podría mejorar en mucho los condiciones para la convivencia.
Una casa en la que se practica colectivamente, masivamente, el abandono de las formas, las posturas, los gestos o el vestido, convierte el recinto en un lugar peor. Nadie desea que fuera así y la relevancia que se otorga a sentirse cómodo acaba en la trágica paradoja de hacer incómoda la vida de los otros.
Vidas juntas es igual a vidas armonizadas para reunirse en una felicidad armónica. Y aromatizada. El abandono de uno cualquiera del grupo debería observarse como un perjuicio para la confortabilidad de los demás pero el abandono conjunto deberá entenderse como una abdicación colectiva de la convivencia.
Más que disfrute de la privacidad, la privacidad se convierte en el infierno de la habitabilidad recíproca. Cuerpos y almas, almas y cuerpos forman un duo que se respeta recíprocamente o un frangollo y de cuyo interior se desprende una flecha que, tarde o temprano, alcanza al otro: con su olor a mierda y su desportillado querer.