Vicente Verdú
En un rincón de la casa, alineado en el mueble bar o luciendo en el interior de un armario bajo la biblioteca o el aparador, se ubica un refugio para la colección de las bebidas alcohólicas del hogar.
Se llaman bebidas alcohólicas porque contienen siempre alcohol en diferentes grados pero algunas de ellas, con las que nos familiarizamos habitualmente, sean la ginebra o el whisky no pueden considerarse sólo asuntos químicos y derivados de una destilación industrial.
Se trata, en suma, que así como es inexacto o aberrante describir la atracción de una persona hermosa en términos de brillo en las pupilas o de efectos sobre nuestra tensión arterial, el whisky, por ejemplo posee la virtud de ofrecerse a través de sus múltiples propiedades organolépticas de ardua l enumeración, y de conjugarse, al cabo, con la prestancia esencial de un poderoso, inteligente y amable caballero.
No hay que pasarse en confianza con las bebidas de este tenor porque precisamente el encanto de su caballerosidad inicial, su generosidad y su talante dispuesto para desarrollar una dichosa senda de amistad puede perjudicar la franca bondad de la relación primera.
En puridad, la relación con estas bebidas culmina el gozo en la primera parte de la relación y empeora su carácter en una segunda o tercera etapa que aturulla el sentido y la dicha de la primera conversación.
Todos los buenos bebedores conocen esta regla de estilo que, sin embargo, no les protege de la desregulación y, en ese caso desregulado, pasan ya a ser tenidos por alcohólicos o borrachos, consecuencia de haber simplificado el cortejo inteligente y haber traspasado la cortesía de la inaugural interrelación.
Sin embargo, entre el organismo y la bebida, entre el paladar y su sabor, entre su presencia y la consecuencia pueden vivirse estadios efusivos o, sencillamente felices que hacen del consumo un tiempo alcohólico imprescindible y semejante a la cariñosa costumbre de los besos y afecciones del hogar.
Dentro de cada casa se erige en una enseña potencial, la sortija de una hermosa y fresca relación que luce cuando el placer no ha cegado su repetición y aún se presenta con las irisaciones de una singular piedra preciosa.
El whisky significa para algunos el colofón merecido de su jornada adusta, pero también el whisky para casi todos de la vida adversa se bebe como un disolvente del mal y actúa, en sus efectos, a la manera de un dócil compañero tan comprensivo de nuestra desgracia que ni siquiera necesita oírnos ni exponerle ninguna razón más. Se introduce de hecho en el interior de nuestro desaliento como un elixir cien veces más sabio que nuestra inteligencia y al que será evidentemente ocioso ofrecerle los pormenores de nuestra adversa situación.
A diferencia de los seres humanos que sólo nos ayudan eficazmente cuando han empatizado con nuestro problema y, a través de su empatía, guían su emoción, su palabra y su razón, las botellas con bebidas alcohólicas nos hablan como desde una voz interior. El whisky, por ejemplo, elude todos los fatigosos pasos preliminares que necesitan nuestras explicaciones desde el comienzo y deshacen en un santiamén, por su veloz comprensión del conflicto químico, la contradicción, la impotencia o la frustración principal.
El whisky es el anverso de la psicoterapia: ofrece la solución sin necesidad de pasar por el calvario de la reflexión. Hace decrecer la escala del problema mientras incrementa nuestra capacidad de resolución. Pero, incluso más: mediante el whisky se trivializa la gravedad del asunto y el asunto se ahoga o medio agoniza en el medio que se ingiere. Y, más francamente: se disuelve en el nuevo ser que llegamos a ser y asentir mediante la contribución de su influencia.
El whisky en fin nos abraza como si la botella contuviera una entera destilación de amor. Nos entiende de esa manera ideal en la todos los ingredientes de nuestro problema se disuelven en los centímetros cúbicos de su contenido y como si cada una de sus gotas hubieran sido seleccionados para conectar atinadamente con nuestras moléculas tristes y cada una de ellas lavara el óxido de nuestra tristeza, el cardias de nuestra angustia y el desolador espejo de una realidad que nos empujaba a creer en lo peor.
¿Botiquines con ibuprofeno, mercromina o trombocid? Cualquiera de estos inconvenientes se relaciona con el remedio en una relación de tú a tú. El whisky , sin embargo, llega al problema con un halo de soberanía donde el problema se turba, se debilita y muere o se adormece. El whisky ( o la ginebra o el vino) trasmuta la asprreza y pedregosidad del dolor a un dulce reblandecimiento donde el martirio parece ser un ridículo modo de vivir y la noticia humillante o el despido una ocasión para que el whisky invente una orgullosa identidad frente a la cual el mundo deja, aparentemente, de ser duro y se aviene a los deseos más banales como la plastilina de diferentes colores al juego de la primera edad.