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Escrito por

Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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La belleza mata

Un estudio reciente en la Universidad de Valencia ha concluido que la belleza produce efectos dañinos en la salud: no toda belleza ni la belleza a granel sino la belleza que el observador considera de altísimo nivel y, encima, hallándose en los atributos de una mujer o un hombre,  es la mujer o el hombre al  que no se puede conquistar.

La tensión se hace máxima entre el objeto codiciado y la impotencia de su posesión. ¿Cómo no habría de afectar a las secreciones internas o externas? El caos orgánico que provoca la contemplación de la belleza ha sido una constante tanto en la literatura como en la filosofía y la belleza se halla paredaña a la muerte en la fácil secuencia de lo bello y lo siniestro.

 Lo feo que se hace extremadamente feo termina por ser ridículo y el ridículo lleva a la risa. Con ello se cambia la primera impresión desagradable ante la fealdad por la sensación agradable que llega riendo. Igualmente, lo bello puede hacerse tan extremadamente bello que comunica con lo monstruoso y lo que empezó siendo una fuente de bienestar termina convertido en la temible amenaza de lo excepcional o extraordinario.

Las pruebas de la Universidad de Valencia no posee el mérito de haber descubierto esta relación entre la belleza  la muerte  sino en haber comprobado  fisiológicamente en sus propios alumnos las dolencias físicas que crecen en los deseos insatisfechos de conquista. Los alumnos enfermaban literalmente contagiados por la patología que la belleza se reserva.

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5 de mayo de 2010
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La pista del dinero

Los pronósticos sobre el destino de la cultura forman parte del mayor o menor negocio que represente la cultura. Ni los libros, ni los discos, ni el cine, crecieron o decrecieron por su cuenta sino en relación los resultados económicos que proporcionaron. Que proporcionan y que proporcionarán. La idea de que la cultura es un mundo y la economía todos que apenas se tocan o cuando se tocan se pervierte el primero es una idea recibida de las ensoñaciones de la Ilustración.

Desde siempre, en el espacio real, lo que da dinero cunde y lo que no mengua sus artículos. Lo que ofrece mucho beneficio económico progresa y lo que arruina el negocio termina a la vez con su producción.  No hay, por tanto, que calentarse la cabeza con el futuro del libro o de los periódicos, de los vídeos o los CDs. Una nueva estructura económica hará posible o no la pervivencia de ellos.

Por el momento, todavía en plena crisis, la publicidad ha empezado a regresar. ¿Dónde vuelve? Allí donde las circunstancias le permiten sobrevivir. ¿Dónde no vuelve? Allí donde, como las aves migratorias, el cambio climático o de clientela ahogan su porvenir.

Ahora hay un ascenso de publicidad para la televisión, para internet y para el cine donde, muy pronto veremos películas cargadas de artículos que se muestran con la marca bien visible.

Por el contrario, la publicidad apenas se decide a gastar en publicaciones impresas y tanto el periódico como los libros, incluso cargados con nombres de marcas, son la golosina que se cuece en el mundo de lo audiovisual. La cultura ha cambiado ya y la economía decide su rumbo. ¿Recuerdan los tiempos en que el Estado se ocupaba de ofrecer bienes de valor objetivo aunque no fueran rentables materialmente?

"Después del pan, la educación es la primera necesidad del pueblo", decía Danton. Ese sueño ilustrado ha ido desvaneciéndose, se ha desvanecido ya, con el dominio general de los mercaderes en el interior del templo.

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4 de mayo de 2010
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Vómito para libros malos

Entre las gentes que no pueden dejar un libro hasta el final, aunque les parezca malo lo que leen y aquellos otros que tiran a las altas las obras que no les interesan debe de haber una honda y esencial diferencia de espíritu. ¿Respeto al autor, por plasta que sea? ¿Respeto al libro por malo que le haya salido a su escritor? ¿Respeto al dinero invertido en la expectativa de ser recompensados?

La comparación con un restaurante sacaría de atascos este dilema. Nadie desea tragarse una comida envenenada o repugnante, nadie quiere ingerir una sopa con sospechas de sucias manipulaciones en el interior. ¿Por qué habría de indultar al libro y soportarlo hasta las heces?

El libro, incluso más que la sopa, viene a adentrarse en nuestro más íntimo interior y, lo que es peor, con nuestro incesante beneplácito. Un libro es una sucesión de garabatos que sólo  adquieren vida prestándole nuestra vida, tienen emoción, buena o mala a través de nuestras emociones prestadas a lo largo de la lectura.

¿Por qué íbamos a amargarnos el espíritu ante unas páginas que suscitan rechazo, repugnancia o malestar general? El libro está para servirnos, como una herramienta más. Ni es superior no inferior a un sacacorchos. Si de nosotros saca lo mejor es bueno, si de nosotros saca malhumor es malo. Fuera en consecuencia con los libros malos o que nos sientan mal, lo principal es la salud. Y, dentro de ella, el bien o el mal que el estómago recibe. ¿Malos rollos con este o aquel libro? El rollo es un enrollamiento literal del estómago y su interminable intestino ¿quisiera alguien morir estrangulado no ya por unas manos blancas sino por el mismísimo sistema de la defecación?

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3 de mayo de 2010
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El bien y el mal

Para nosotros, los que pintamos; para nosotros, los que escribimos, para nosotros los que jugábamos al fútbol; para todos los que vivimos sucede de una manera patente, incuestionable, reiterada, rotunda que unas veces las cosas nos salen bien y otras nos salen mal.

Aún el más alto de los capitanes e despeña, incluso el mejor nuestros pintores admirados se equivoca, incluso el más  inteligente y bondadoso que arte el bien y la dicha a los demás, incurre en el mal, en el `

pecado voluntario o no, en el ridículo o en la insensatez.

 Esta ecuación universal dentro de la cual se halla la totalidad de los seres humanos brinda una clave  relajación tan eficiente que bastaría tenerla en cuenta para que todos los resultados pertenecieran a una misma empresa, una misma novela, una misma vocación disminuyeran su responsabilidad y su tensión, a veces torturadora.

Los Museos venden algunas obras de los artistas que posee durante siglos o decenios no porque quieran hacer dinero -o no necesariamente  con esa operación. sino porque convienen que esos cuadros que llevan expuestos no se sabe cuánto tiempo y ante los cuales han desfilado arrobados no se sabe cuántos cientos de miles de visitantes, son cuadros malos, regulares o fallidos. Cuadros vulgares,  maltrechos o desangelados o fracasados firmados por el mismo artista pero que como prueba de que no valen lo que deberían valer desean cambiarlos por otros muy superiores o más dignos, al menos.

Entonces, los del Museo proponen al dueño de la obra mejor del mismo artista, cambiársela por la que es peor y compensarlo con una suma dineraria que trate de equilibrar el canje. No pocos aceptan. La mayoría de las veces aceptan gustosamente porque nunca les molestó poseer una obra que sólo  un experto señala, más o menos secretamente, como de menor valor. En definitiva, si el dueño del lienzo tiene un Goya, tiene un Goya y se da  ampliamente por sentado que tener un Goya es como tener un Goya igual a otro Goya  y más todavía si  proporciones de las dos pinturas son aproximadamente iguales.

Lo  que ocurre,  verdaderamente, es que Goya pintó buenos y malos cuadros, como el compositor escribió buenas y malas partituras, el mismo poeta redactó buenos y malos versos. En la naturaleza del mundo, en la calidad de una inteligencia o un corazón humano, hay buenos y malos resultados, victorias y derrotas en el quehacer.

Yen definitiva, ¿cómo no admitir -aun sigilosamente- que se posee un Goya y es un mamarracho? ¿Cómo no ver que Messi ha fallado un gol  cantado? ¿Cómo no darse cuenta que un premio Nobel ha llegado a escribir esa desastrosa pieza en la misma continuidad de su creación?

El bien nos hace grandes pero el bien, a menudo, introduce un elemento de humildad, una dosis de error u óxido que como el hierro a los diabéticos nos sube el tono esencial de la sangre y nos empuja hacia la conciliación con nuestras obras  gracias, desde luego, a que todas ellas, al montón, serán  buenas y también malas en un azar propio del descarrío, la impotencia o la ontología de la imperfección.

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29 de abril de 2010
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Weekend 2

Este fin de semana empieza y, desde el primer momento se advierte que no se comportará a al manera en que lo habíamos soñado días antes. Incluso, es posible, que dentro de él nos descubramos imaginando todavía una oferta excepcional y verifiquemos el patente engaño en que hemos convertido esos pobres días, acaso igual que todos, tan feos o tersos como todos y, artificialmente embellecidos por la ansiedad de hallarlos extraordinarios.

La vida, en definitiva no da mucho más de sí. No da más de sí a lo largo del trabajo semanal ni tampoco cuando el trabajo se interrumpe 48 horas.

Todo es sólo lo que es. Un recorrido de seres humanos, humanos  organizados como productores, tan impotentes como subordinados, artistas o creadores. ¿Cómo suponer por tanto que el weekend sea de una naturaleza superlativa?

Los dos días del web end están compuestos por los mismos ingredientes de los demás días. Ni se cura ni se agrava la adversidad en ese periodo, creado para soñar y  que nunca se declaró medicinal ni se autoproclamó indemne en la semana de las cuarenta  horas. Ese fin de semana, como sus antecedentes y consecuentes, pertenece a una misma sustancia vivencial y tanto más cuantos más fines de semana se hayan vivido.

La alegría de la primera vacación, el júbilo del primer fin de semana, se celebra como un galardón del pero, poco a poco, en la veteranía del cargo, el fin de semana se revela tan reiterativo como el resto y llega, al final de la semana, brindando no la recompensa a la firma del contrato inicial sino como una cadencia del tiempo que se dirige al deterioro perfecto  y su irreversible tumba de la jubilación.

Sería preciso, contar con una afición o una actividad especial, guardada en ese arcón repetido del week end, para ir hacia ella compuestos por una lusión, tan fuerte como clandestina, para realizarse en ese escondrijo el yo; son de esta clase las vocaciones sostenidas para pintar, componer música  o escribir en los fines de semana. Lugar, aparentemente mítico, aparentemente separado del orden de todo lo demás, donde han brotado, aunque de forma insólita, grandes artistas, conquistadores de su verdad personal, saliendo del armario en medio de un guardamuebles sin orden ni razón. 

De modo que, por el momento, piensan muchos, en tanto nadie pueda librarse de su indeseable obligación laboral,  el amateurismo aparecerá, de cara al futuro, convertido en la verdad-verdadera de nuestra personalidad, por el momento sofocada repetidamente en la cotidianidad laboral.

 El resto de los días, los laborables los de empleado,  serian el teatro de nuestra falsa vocación, representado allí, en aras de la verdad clandestina, expresada en  el weekend la estampa de una naturaleza ordinaria o vulgar.

Las identidades, firmes, las diferenciales y fuertes corresponderían al  fin de semana. Vocaciones sofocadas por el orden de la producción anónima en tiempos de acción laboral serían liberadas de esa obligación en los weekends, lapsos  de paraísos de verdad y libertad, custodiados como nombres propios.

O, dicho de otro modo: no es el fin de semana quien se quita de en medio los cinco días laborables como signo de nuestra necesidad esencial sino los cinco días laborables quienes se oponen a nuestra vida esencial. De este modo inverso, la casa del fin de semana, es el cuartel de la resistencia a las jornadas anteriores y posteriores a su tiempo esencial.

El fin de semana es el castillo principal del yo.  O, la excepción es el torreón de la felicidad mientras el resto trata de atentar en su contra. De ese modo la casa, situando allí el supuesto castillo, se galvaniza de verdad y el exterior se encubre en la mascarada.

La casa se enaltece como lugar de identidad y el resto como una jauría de depredadores de nuestra personalidad débilmente guarecida. De otro modo, invirtiendo los términos, el fin de semana tiende a ser la tumba de la normalidad pactad  para bien del ser y su servicio normal sino como tranquilizante depresión de su grado.

El fin de semana como bache del quehacer dignificado y como propicio lugar para que sus cenizas y fracasos se depositen en su seno.

Fin de semana pues como una suerte surte  de bache o decaimiento del nivel general  del territorio, trinchera donde si, de una parte, nos creemos protegidos de los ataques ajenos. de otra nos presagia el principio de nuestra alineación. La piedad por los seres humanos no debe conocer límites, no atiende a fronteras. La calamidad de ser un individuo de la misma y vasta especie, alistado en la producción, conlleva un halo de necesidad fundamental, una triste ternura, un aura gris que el fin de semana no puede eliminar sino que por el contrario, sábado tras sábado, domingo por la tarde tras domingo por la tarde, hace flotar como los peces muertos o casi agónicos en la pecera de Matisse, las escamas coloradas -decoloradas-que apenas se mueven en  la pecera­ 

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27 de abril de 2010
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El weekend

Los fines de semana, a pesar de los pesares, se presentan como una pesarosa depresión de cada  semana. Llega la tarde del viernes y con  ella se  ingresa en la rampa simbólica y oscura de la atronante discoteca. Al final de ella, poco después, en el despertar del sábado que nos vemos fuera de esa suerte de caverna plateada, lugar confuso y bajo tierra, para emerger a una realidad donde, con el desayuno del café con leche, vuelven más o menos borrosas las cuestiones pendientes de todos los días cuando, la noche antes, nos creíamos por momentos a salvo de todo.

De hecho cualquier mala noticia que sobreviene durante el fin de semana adquiere unos caracteres más inconsentibles u horrendos, simplemente por acontecer en un intervalo reservado para la vida de luxe, frente a la vida ordinaria y común, de baja calidad, que es el escenario donde, en general, sobreviene el mal y el bien, la muerte de un amigo o el despido a ultranza.

En los fines de semana, ya por amplia convención internacional, se establece un armisticio social y antropológico. Esos días se encuentran en el calendario común pero tan solo como corchetes que enlazan con el otro periodo de cinco días hábiles (¿hábiles?) que llegan a continuación y a la manera de un rancho, igual al anterior, donde vivir, trabajar, reír o penar  dentro del menú general de la vida.

En el fin de semana la vida, a diferencia de las otras jornadas, no se consume trabajando. Se consume de todos modos, haciendo esto o aquello, pero se ofrece socialmente como una degustación que en teoría administraremos con mayor participación de nuestra voluntad y nuestro particular capricho. ¿Fines de semana pues para hacer todo lo que nos plazca al margen de lo que se debe hacer? Esta es la leyenda del Gran Descanso histórico que, etimológicamente, significa desde el siglo XV desviarse de la ruta, "doblar un cabo navegando, desviándose del camino ordenado".

 Desviados, en suma, de la ruta cotidiana y reglamentaria para reorientarnos hacia un impredecible y surtido territorio de elección. Uno se va a cazar el otro a tomar aguas, uno duerme dieciocho horas, el otro pinta el salón o un lienzo. La diferencia de actividad en los fines de semana hace estallar el orden cabal que imponen el resto de los días donde se actúa normalizadamente y en cada momento, cualquiera que nos conozca, podría  señalar el lugar donde nos encontramos y la clase de labor que desempeñamos.

Para bien y para mal, el fin de semana es un tiempo de excepción. Nos exceptúa de la rutina para invertirnos en una vitrina, también medida con rigor, en donde podemos comportarnos como personajes ingrávidos e inventados. Esta sería la parte positiva de le excepción finisemanal en el gran supuesto de que la tristeza. la soledad o la melancolía no viniera a turbarnos. Pero, además, la parte negativa de esa excepción se corresponde con el tiempo, cada vez más numeroso y montañoso, de las personas que habitan los hogares a solas y se tropiezan, semana tras semana, con la realidad de su vida única, peatón del mundo, Paseante urbano y  desenlazado de la vida de los otros,

Este carácter solitario y negro del fin de semana, cada vez más numeroso y común, convierte las ciudades en un archipiélago de luces que señalan pisos habitados por un solo habitante y nada más.. Un solo habitante que se asoma y desaparece. Que sigue a solas el programa en la televisión y calla. Un solo habitante que abre la pequeña lata de atún y  llama por teléfono o espera el timbre de un teléfono que no suena.

Este par de fechas que componen el fin de semana han perdido de vista la idea del sabbat y todas las demás connotaciones felices, de descanso y oración, que marcaban sus significaciones fantásticas.

Del domingo, día del Señor, día de trajes especiales, planchado y dorados por el día de sol (según el sunday inglés o el sonntag alemán) se pasa al casual del domingo laico y deportivo. Los fines de semana son diferentes en cuanto al quehacer de las obligaciones laborales  pero son iguales a los demás en cuanto a la climatología simbólica y su prestigio.

No surgen bordados con una aguja de oro ni bañados  por otra luz. Tampoco se comportan benévolamente como se deducía de la cortesía social, los rezos y las bendiciones que inspiraba la visita a los templos. El domingo y no digamos ya el sábado, su escudero, discurren como fechas sin un lustre miniado. Son tan sólo productos seculares, sólo de más precio mercantil, extraídos del resto por dictados del Estado de derecho que proyecta su sombra regular sobre todo lo que rige.

Son días en que efectivamente la vida doméstica, la presencia del hogar emerge con mayor claridad y en los cuales, la casa, en vez de presentarse como un transitorio apeadero de las demás ocupaciones se reconvierte en una rotunda estación  donde habrá que vivir cara a cara con su carácter, sus imperfecciones, sus atractivos y su inesperada falta de interés.

El tedio de la domesticidad  empieza a manar desde los muebles, las ventanas y los tabiques. Todas las viviendas se vuelven demasiado angostas para seguir fantaseando sobre sus dones y el fin de semana calibra desdichadamente la amplitud de nuestras imaginaciones acogedoras.  Son, sin embargo, angostas para dar cabida a la gran expectativa de libertad pero, de otra parte, son excelentemente felices para morir con la mayor voluptuosidad en ellas. De ese choque entre lo altamente esperado y lo menudamente recibido, entre lo recibido y lo imaginable sin freno  nace una justa animadversión hacia el hogar antes glorificado y, de paso,  una consideración menor de la domesticidad  que ya no  se expresa como una munificencia sino como estrés que, por decepción, se suma a la frustración de nuestros sueños.

Efectivamente el diván está ahí para tumbarse, la cama se extiende en el dormitorio para que hagamos uso de su plataforma cariñosa, la televisión se entrega al voluble capricho con que manejos el mando y, sin embargo, todo ello es dolorosamente poco o escaso.

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26 de abril de 2010
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El velo

Rehuyo instintivamente meterme en los asuntos que despiertan una voracidad opinativa desaforada y general pero el caso de aceptar o prohibir el velo ( el hyjab islámico) en las escuelas públicas, como en el actual conflicto de Pozuelo (Madrid) me impulsa a declarar que mi mundo no es de este reino. Toda la argumentación sobre la neutralidad de la escuela laica no es más que un fanatismo de la llamada neutralidad. La verdadera neutralidad sería la no intervención en los hábitos y creencias de cada uno. Choca que mientras los alumnos convivan entre sí cordialmente, más allá de las adscripciones religiosas particulares, venga la autoridad a señalar que todos somos iguales y, en consecuencia, sobran los signos de identidad. ¿Una escuela sin identidades? ¿Unos alumnos sin particularidad? Sólo la ofuscada idea de la Ilustración, cuantificando, normalizando, homogeneizando en aras de la razón puede llevar. En su colmo, a esta sinrazón. A este anacronismo de la negación de las diferencias y a esta represión de los sentimientos como un subproducto de la personalidad. ¿En qué tiempo estamos? ¿En qué apolillado cerebro se atora la autoridad oficial? 

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21 de abril de 2010
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En la tropa

Cuando todavía éramos jóvenes y yo sufría periódicas depresiones, mi hermano Pepe me decía: a ti lo que te pasa, Vicente, es que pides demasiado a la vida.

Han pasado los años y, sin que hayan desaparecido las depresiones, he avanzado en comprender  que la clave (o como se llame) de la felicidad tiene que ver con admitir ser menos feliz de lo que acaso, imaginativamente, se pudiera.

Exactamente, como decía Pepe, si uno no se empeña - o no se inventa alegremente- que la circunstancia podría dar mucho más de sí, es menos probable que su resultado nos frustre. Nos pasa con el cine, con un partido de fútbol, con una pareja y, sobre todo, con nosotros mismos. Toda fantasía desmedida sobre la posibilidad de nuestras proporciones provoca una holgura igual al volumen de la pena.

El ajuste exacto es prácticamente imposible pero si hay que medir, mejor nos medimos con humildad y ahorro que con derroche, haciendo antes las cuentas propias de la pobre tropa y no las del Gran Capitán. Una figura que, en todas las historias verdaderas es abatido siempre o cuando menos se piensa. 

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20 de abril de 2010
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El fin de semana

Muchos tienen familia y pareja. O pareja sin familia o familia sin pareja ni parientes  con quienes compartir,  más o menos, las horas de los fines de semana. Yo puedo hablar, como testigo directo, del fin de semana puro, fin de semana single y sin otra presencia humana, despojado de otros planes, otras voces, otro rumor.

Yo, a solas, en casa, mientras el fin de semana planea  y las cuarenta y ocho horas sin expresa obligación exterior componen una imaginaria tienda de campaña que fabrica  mi estancia y delimita un espacio en el que he sido olvidado del exterior, he olvidado el afuera, o las dos cosas a la vez.

Tanto la inmovilidad del teléfono o la parálisis ocasional de los aparatos domésticos, el silencio entero e  inmóvil, hace que, en general, los muebles y los objetos  creen alrededor una cápsula sonora tan frágil como invisible. Digo frágil, inspirado en el  pánico incluso de que alguien pueda interrumpirlo mediante una llamada o que,  aún peor, pulse nada menos que el timbre de la puerta y quiebre del todo este santuario,  este finde, que ya es socialmente un edículo en donde nos parapetamos delicadamente de los demás y en cuyo seno hogareño, nuestro seno personal, sea esto lo que sea, reposa en la cárcava  de la vacación.

Una semana no parece nunca un intervalo considerable pero el fin de semana confiere al tiempo laboral, anterior y posterior una intensidad y   longitud palpitantes. Tras el fin del fin de  semana aparece un escalón abismado hacia unas tareas laborales difíciles de soslayar y antes, en el borde del fin de semana, se trata de taponar una presión que todavía empuja en las mentes y prueba la obsesiva potencia que posee.

Pero  digamos que ahora, en estos momentos del finde, nos hallamos encerrados en su cenobio,  protegidos contra la urgencia empresarial, las órdenes superiores y los plazos de importancia mercantil.

Por un periodo que se refiere exactamente a dos fechas del calendario somos liberados (formalmente) del requisito contractual y provisionalmente emancipados de los reglamentos que hacen posible un indispensable sueldo al final de mes. Este tiempo llamado "libre", se halla sin embargo incluido en el contrato y precisamente para suspender el cariz del contrato absoluto, dos días cada cinco, liberar la obligación de defecar productividad durante dos jornadas después de haber legado hasta las heces el resto intestinal. Dos días, en fin, que el contrato reconoce como del trabajador y no de la empresa, a pesar de que en suma "todo es de la empresa" y con los nuevos medios de telecomunicación cada vez más.

Estos dos días son, en cualquier caso, días parados, simulacros de libertad personal. La vestimenta informal, la libre cadencia de los movimientos los posibles planes para comprar el diario sin apremios, dar un paseo sin causa, acudir a un centro comercial, ver una película o un partido en la usura de la televisión, componen un modesto repertorio de entretenimientos que, aún así, transforman la naturaleza de los demás días reglados.

Cambian, en fin, el sentimiento productivo de la vida por el sentimiento desvalido de la vida. O bien, así nos parece que oponemos, como el mismo Dios manda, el sábado y el domingo, apegados ya como una pareja indisoluble de lo sabático y dominical, a los otros números  del calendario donde cada día se presenta unitariamente, soldadescamente.

El martes, el miércoles el jueves, son días ferruginosos y pesados que circulan por su cuenta, días  superiores a nuestra elección y dirigen nuestro albedrío, ejercen su autoridad y priman sus necesidades sobre las nuestras. O más que eso: ponen sus necesidades en un encimado lugar y de tal carácter impositivo que nuestros deseos deberán permanecer celados en  nuestro interior y nuestra mente enfocada  cumplimiento de la obligación establecida.

Esa obligación es igual a la requisitoria empresarial en la mayor parte de los casos, pero en cualquier caso  la obligación productiva se yergue como un  SuperYo, Dios o Existencia  imponente, al llegar el lunes. Todo el repetido pavor que el lunes despierta -aún en su objetiva inocencia- obedece a su catadura impositiva y terminante de la noche del domingo a su despertar.

Una catadura de erección muy firme y que de súbito se vive como el nacimiento del otro mundo doméstico: el mundo de la realidad colectiva, exterior al hogar,  frente al universo  de la realidad personal, el mundo de una organización adulta que no permite  la versión del juego, la práctica del gusto individual, el deseo o la desorganización pueril, sexual o no.

El lunes, en cuanto primer día de la semana laboral, actúa como faro de la imposición y se yergue una y otra vez como la voz antipática  de nuestra existencia, sea cualquiera que sea.

La existencia se realiza físicamente en su tropiezo con este plano simbólico de la reglamentación. No sabríamos nada de lo que es existir aquí si con frecuencia no se nos recordara la  existencia que pagamos o, dicho de otro modo, la parte de existencia que a otros, instituciones políticas, sociales, mercantiles o religiosas,  pertenecen nuestras vidas para que, en el tributo oficial que nos empobrece, podamos todavía vivir. O bien: sólo vivimos de verdad en cuanto experimentamos el robo. La muerte en primer lugar como reina de la máxima ruina y del atronador desfalco, desaforados tributos a la reglamentación como entregas regulares de  nuestra libertad en proporciones sangrantes,

Porque , de otro modo, sin pagar con nuestra carne, nuestro cuerpo, nuestra mente o nuestra vida ¿cómo distinguir el  Paraíso de la Tierra o la vida regalada de la insoportable ruindad de la muerte.

 En los dos términos comparativos, el paraíso  y la muerte, la regla se suspende sólo cuando los guardianes de la medicina se interfieren como ángeles de los seres humanos De hecho, ¿sabríamos vivir los actuales seres humanos, más sanos y mejor peinados, sin la medicina? 

Precisamente vivimos cada vez, un mayor número de años cosméticos, gracias a la clínica (o Clinique, Shisheido, L' Orèal) pero desde el momento de nacer nuestra vida se halla incluida en el nuevo diagnóstico médico/ estétoco. Con muerte no hay medicina que valga pero estética contemporánea tampoco.

Los fines de semana nos reparan, decimos, son cosmética. No es siempre así ni mucho menos pero poseen la facultad de acercarnos más al hogar reparador, contribuyen a procurarnos a acercarnos una salud rosada o tranquila puesto que el resto de la semana la relación con el mundo fue erosión y envejecimiento.

De este modo, la esencia del hogar ideal debía entonces expresarse, como las vidas mollares de los caracoles, en donde el periodo de indolencia podría asimilarse al modo del caracol baboso, indiferente, y al modo del caracol que expone el meollo de su identidad fuera de la caracola.

 La peor de todas las consecuencias del trabajo es aquella que lleva a  sentir que somos unos queroides durante  la semana laboral y otros seres mollares durante el finde, preparándonos para recuperarnos del encierro. En la recuperación, el lunes viene a ser, finalmente, la prueba. Quines reciben el lunes como una maldición fatal  sufren el hecho repetido de vivir y dormir sin alternativas. Quienes, los menos, toman el lunes como una prolongación de  funciones que les procuran satisfacción al sueño, una realidad superior a la ficción, abrazan la vida como a un muñeco de la infancia.

La vida del artista, por ejemplo, que se estrena en cualquier  ocasión, el lunes de los hombres y mujeres que aman su trabajo y, como sería deseable el mundo que les ha tocado, se complacen tanto en el supuesto descanso como la acción virtual, n  el reposo como en la competición.

¿Jugadores de fútbol? ¿Estrellas del cine? No importa el nivel o la fama de  profesión ara ser felices en el finde de casa o en el pleno lunes. Lo que cuenta es el interés y la confortabilidad personal en el trabajo que se ama, en  la felicidad natural del trabajo como la felicidad del  afortunado hogar donde se habita.

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5 de abril de 2010
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El viaje

No es lo mismo marcharse de casa despidiéndose de alguien que se queda dentro como despedirse de toda la casa sin que permanezca un alma en su interior. De esta segunda manera es la casa como una presencia la que desaparece en la marcha.

 Con alguien en su seno, albergando ese espacio, la comunicación no se interrumpe pero tampoco la mirada sobre sus contenidos se secciona. La casa conalguien cuenta con un ojo que la guía, la dirige, la vigila pero a solas sin una pupila gobernante sólo puede mirarse a sí misma.  Y ¿quién puede prevenir las consecuencia de esta insólita y desamparada situación? Cada orden de la materia, grande o pequeña, presume de una estructura autónoma pero no se trata más que de una convención para mantener legible la complejidad de lo real. En verdad todo orden de la materia es un efecto del ojo que la observa y la materia sólo finge en general que ese ojo la aprueba, la certifica y la censa para  dejarla en paz.

 El observador, como  sabe la Ciencia desde hace más de un siglo, interviene de manera decisiva sobre la composición de la realidad y su exploración la estructura y su observación la regla de modo que la ausecia de una óptica concreta desencadena una nueva composición. Y más si como se supone esa nueva composición no se halla, por un intervalo, bajo mirada  alguna. O bien, esa falta de mirada, será una mirada especial. Una mirada incógnita, casi mágica ante cuya influencia no puede predecirse qué podrá suceder.

Pero también, en términos de poder, sólo nuestra ausencia podría equivaler a nuestra presencia. De modo que  ¿cómo no temer en graves consecuencis ¿Cómo no deducir que su la ausencia se opone a la presencia y la mirada se opone a la falta de mirada la consecuencia más lógica será la que se forme en el par del control y el descontrol?

El hogar, nunca es por su misma condición un ser muerto sino que los seres y los enseres lo vivifican, lo transtorna, lo colorean y lo metamorfosean. Le procuran respiración y enfermedades, salud y necesidad, angustias, placeres deseos entre las muchas  interrelaciones que se establecen dentro de sí. Pero, entonces, ¿cuáles serán esas interrelaciones que no vemos ni siguen nuestras órdenes? ¿Cómo será su comportamiento sin el patrón de nuestra habitabilidad?

La casa parece una residencia estática cuando nos hallamos en su corazón pero dejando su palpitación libre, de inmediato (al menos en nuestra memoria) tiende a descomponerse o recomponerse en una estructura misteriosa que a la fuerza nos la hace temer. Es nuestra pero lo es tanto que fácilmente nos odiará, nos dejará, nos traicionará. ¿Cómo no ir creciendo en el miedo a sus comportamientos secretos?

Tememos los accidentes comunes que derivan de las avernas en las instalaciones abandonadas pero más allá llegamos a temer incluso en su pérdida completa. Y no sólo a manos del fuego o la inundación sino por efecto de su desolación y su abandono. Temer en fin en su posible pérdida de sentido y de adherencia, de su posible giro hacia un lado ajeno que va recorriendo en sentido opuesto a la dirección de nuestro alejamiento. ¿Qué simbólica distancia, por tanto, nos encontraremos al regreso?

Un hogar abandonado opera se comporta en nuestra pavor como un elemento liviano y voluble, desprendido del peso de nuestra existencia activa y liberado a la caprichosa existencia de sus objetos interiores, a su vez crecientemente imprevisibles.

El hogar puede volar como en las películas, puede fugarse como en un sueño,  puede perderse como la respuesta a una esclavitud de la que no pudimos  detectar el grado de su tiranía.

Ese hogar nuestro que al regresar abrazamos como una criatura entrañable es diferente al hogar que recién abandonado tendemos a recordar como un amante que a solas podrá elegir una compañía ajena. Puede elegir incluso su misma ajenidad al ser abandonado en su misma y delicada naturaleza doméstica.

Lo doméstico se arraiga en su ser domesticado, desenvolviéndose bajo el poder de su  amo. La  ausencia del amo, sin embargo, mata la intrínseca naturaleza de ese  ser, ahora sin cuidados impulsado a una supervivencia de fantasma, el ser de la casa  deshabitada y el cambio de su talante. El paso del  hogar ocupado que emitía una música concreta a la realidad de una casa deshabitada. Hogar misterioso para el barrio y hogar misterioso para uno mismo en la lejanía. Tan misterios, incalculable y temible que a cada  regreso se viven unos momentos de angustia ante su puerta.  La llave se introduce en la cerradura, la hoja de la puerta gira despacio y la sorpresa  no es otra que  hallar un hogar tal como lo dejamos.

Un hogar que acaso acaba de recomponerse momentos antes de nuestra llegada porque ya en la ausencia de nosotros mismos lo habíamos alterado repetidamente, lo habíamos dado incluso por perdido,  desordenado el orden que lo gobernaba, desparecido el resguardo del que nosotros mismos deliberadamente, culpablemente, habíamos abdicado. Y sin saber exactamente hasta qué grado:  La ausencia es una borradura del pasado, la ausencia nos borra y ¿cómo esperar que entonces, ya desaparecidos, alguien nos aguarde indemne kilómetros y semanas, acaso interminables, en absoluta y perpetua soledad? 

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25 de marzo de 2010
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El Boomeran(g)
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