Vicente Verdú
Muchos tienen familia y pareja. O pareja sin familia o familia sin pareja ni parientes con quienes compartir, más o menos, las horas de los fines de semana. Yo puedo hablar, como testigo directo, del fin de semana puro, fin de semana single y sin otra presencia humana, despojado de otros planes, otras voces, otro rumor.
Yo, a solas, en casa, mientras el fin de semana planea y las cuarenta y ocho horas sin expresa obligación exterior componen una imaginaria tienda de campaña que fabrica mi estancia y delimita un espacio en el que he sido olvidado del exterior, he olvidado el afuera, o las dos cosas a la vez.
Tanto la inmovilidad del teléfono o la parálisis ocasional de los aparatos domésticos, el silencio entero e inmóvil, hace que, en general, los muebles y los objetos creen alrededor una cápsula sonora tan frágil como invisible. Digo frágil, inspirado en el pánico incluso de que alguien pueda interrumpirlo mediante una llamada o que, aún peor, pulse nada menos que el timbre de la puerta y quiebre del todo este santuario, este finde, que ya es socialmente un edículo en donde nos parapetamos delicadamente de los demás y en cuyo seno hogareño, nuestro seno personal, sea esto lo que sea, reposa en la cárcava de la vacación.
Una semana no parece nunca un intervalo considerable pero el fin de semana confiere al tiempo laboral, anterior y posterior una intensidad y longitud palpitantes. Tras el fin del fin de semana aparece un escalón abismado hacia unas tareas laborales difíciles de soslayar y antes, en el borde del fin de semana, se trata de taponar una presión que todavía empuja en las mentes y prueba la obsesiva potencia que posee.
Pero digamos que ahora, en estos momentos del finde, nos hallamos encerrados en su cenobio, protegidos contra la urgencia empresarial, las órdenes superiores y los plazos de importancia mercantil.
Por un periodo que se refiere exactamente a dos fechas del calendario somos liberados (formalmente) del requisito contractual y provisionalmente emancipados de los reglamentos que hacen posible un indispensable sueldo al final de mes. Este tiempo llamado "libre", se halla sin embargo incluido en el contrato y precisamente para suspender el cariz del contrato absoluto, dos días cada cinco, liberar la obligación de defecar productividad durante dos jornadas después de haber legado hasta las heces el resto intestinal. Dos días, en fin, que el contrato reconoce como del trabajador y no de la empresa, a pesar de que en suma "todo es de la empresa" y con los nuevos medios de telecomunicación cada vez más.
Estos dos días son, en cualquier caso, días parados, simulacros de libertad personal. La vestimenta informal, la libre cadencia de los movimientos los posibles planes para comprar el diario sin apremios, dar un paseo sin causa, acudir a un centro comercial, ver una película o un partido en la usura de la televisión, componen un modesto repertorio de entretenimientos que, aún así, transforman la naturaleza de los demás días reglados.
Cambian, en fin, el sentimiento productivo de la vida por el sentimiento desvalido de la vida. O bien, así nos parece que oponemos, como el mismo Dios manda, el sábado y el domingo, apegados ya como una pareja indisoluble de lo sabático y dominical, a los otros números del calendario donde cada día se presenta unitariamente, soldadescamente.
El martes, el miércoles el jueves, son días ferruginosos y pesados que circulan por su cuenta, días superiores a nuestra elección y dirigen nuestro albedrío, ejercen su autoridad y priman sus necesidades sobre las nuestras. O más que eso: ponen sus necesidades en un encimado lugar y de tal carácter impositivo que nuestros deseos deberán permanecer celados en nuestro interior y nuestra mente enfocada cumplimiento de la obligación establecida.
Esa obligación es igual a la requisitoria empresarial en la mayor parte de los casos, pero en cualquier caso la obligación productiva se yergue como un SuperYo, Dios o Existencia imponente, al llegar el lunes. Todo el repetido pavor que el lunes despierta -aún en su objetiva inocencia- obedece a su catadura impositiva y terminante de la noche del domingo a su despertar.
Una catadura de erección muy firme y que de súbito se vive como el nacimiento del otro mundo doméstico: el mundo de la realidad colectiva, exterior al hogar, frente al universo de la realidad personal, el mundo de una organización adulta que no permite la versión del juego, la práctica del gusto individual, el deseo o la desorganización pueril, sexual o no.
El lunes, en cuanto primer día de la semana laboral, actúa como faro de la imposición y se yergue una y otra vez como la voz antipática de nuestra existencia, sea cualquiera que sea.
La existencia se realiza físicamente en su tropiezo con este plano simbólico de la reglamentación. No sabríamos nada de lo que es existir aquí si con frecuencia no se nos recordara la existencia que pagamos o, dicho de otro modo, la parte de existencia que a otros, instituciones políticas, sociales, mercantiles o religiosas, pertenecen nuestras vidas para que, en el tributo oficial que nos empobrece, podamos todavía vivir. O bien: sólo vivimos de verdad en cuanto experimentamos el robo. La muerte en primer lugar como reina de la máxima ruina y del atronador desfalco, desaforados tributos a la reglamentación como entregas regulares de nuestra libertad en proporciones sangrantes,
Porque , de otro modo, sin pagar con nuestra carne, nuestro cuerpo, nuestra mente o nuestra vida ¿cómo distinguir el Paraíso de la Tierra o la vida regalada de la insoportable ruindad de la muerte.
En los dos términos comparativos, el paraíso y la muerte, la regla se suspende sólo cuando los guardianes de la medicina se interfieren como ángeles de los seres humanos De hecho, ¿sabríamos vivir los actuales seres humanos, más sanos y mejor peinados, sin la medicina?
Precisamente vivimos cada vez, un mayor número de años cosméticos, gracias a la clínica (o Clinique, Shisheido, L’ Orèal) pero desde el momento de nacer nuestra vida se halla incluida en el nuevo diagnóstico médico/ estétoco. Con muerte no hay medicina que valga pero estética contemporánea tampoco.
Los fines de semana nos reparan, decimos, son cosmética. No es siempre así ni mucho menos pero poseen la facultad de acercarnos más al hogar reparador, contribuyen a procurarnos a acercarnos una salud rosada o tranquila puesto que el resto de la semana la relación con el mundo fue erosión y envejecimiento.
De este modo, la esencia del hogar ideal debía entonces expresarse, como las vidas mollares de los caracoles, en donde el periodo de indolencia podría asimilarse al modo del caracol baboso, indiferente, y al modo del caracol que expone el meollo de su identidad fuera de la caracola.
La peor de todas las consecuencias del trabajo es aquella que lleva a sentir que somos unos queroides durante la semana laboral y otros seres mollares durante el finde, preparándonos para recuperarnos del encierro. En la recuperación, el lunes viene a ser, finalmente, la prueba. Quines reciben el lunes como una maldición fatal sufren el hecho repetido de vivir y dormir sin alternativas. Quienes, los menos, toman el lunes como una prolongación de funciones que les procuran satisfacción al sueño, una realidad superior a la ficción, abrazan la vida como a un muñeco de la infancia.
La vida del artista, por ejemplo, que se estrena en cualquier ocasión, el lunes de los hombres y mujeres que aman su trabajo y, como sería deseable el mundo que les ha tocado, se complacen tanto en el supuesto descanso como la acción virtual, n el reposo como en la competición.
¿Jugadores de fútbol? ¿Estrellas del cine? No importa el nivel o la fama de profesión ara ser felices en el finde de casa o en el pleno lunes. Lo que cuenta es el interés y la confortabilidad personal en el trabajo que se ama, en la felicidad natural del trabajo como la felicidad del afortunado hogar donde se habita.