Vicente Verdú
No es lo mismo marcharse de casa despidiéndose de alguien que se queda dentro como despedirse de toda la casa sin que permanezca un alma en su interior. De esta segunda manera es la casa como una presencia la que desaparece en la marcha.
Con alguien en su seno, albergando ese espacio, la comunicación no se interrumpe pero tampoco la mirada sobre sus contenidos se secciona. La casa conalguien cuenta con un ojo que la guía, la dirige, la vigila pero a solas sin una pupila gobernante sólo puede mirarse a sí misma. Y ¿quién puede prevenir las consecuencia de esta insólita y desamparada situación? Cada orden de la materia, grande o pequeña, presume de una estructura autónoma pero no se trata más que de una convención para mantener legible la complejidad de lo real. En verdad todo orden de la materia es un efecto del ojo que la observa y la materia sólo finge en general que ese ojo la aprueba, la certifica y la censa para dejarla en paz.
El observador, como sabe la Ciencia desde hace más de un siglo, interviene de manera decisiva sobre la composición de la realidad y su exploración la estructura y su observación la regla de modo que la ausecia de una óptica concreta desencadena una nueva composición. Y más si como se supone esa nueva composición no se halla, por un intervalo, bajo mirada alguna. O bien, esa falta de mirada, será una mirada especial. Una mirada incógnita, casi mágica ante cuya influencia no puede predecirse qué podrá suceder.
Pero también, en términos de poder, sólo nuestra ausencia podría equivaler a nuestra presencia. De modo que ¿cómo no temer en graves consecuencis ¿Cómo no deducir que su la ausencia se opone a la presencia y la mirada se opone a la falta de mirada la consecuencia más lógica será la que se forme en el par del control y el descontrol?
El hogar, nunca es por su misma condición un ser muerto sino que los seres y los enseres lo vivifican, lo transtorna, lo colorean y lo metamorfosean. Le procuran respiración y enfermedades, salud y necesidad, angustias, placeres deseos entre las muchas interrelaciones que se establecen dentro de sí. Pero, entonces, ¿cuáles serán esas interrelaciones que no vemos ni siguen nuestras órdenes? ¿Cómo será su comportamiento sin el patrón de nuestra habitabilidad?
La casa parece una residencia estática cuando nos hallamos en su corazón pero dejando su palpitación libre, de inmediato (al menos en nuestra memoria) tiende a descomponerse o recomponerse en una estructura misteriosa que a la fuerza nos la hace temer. Es nuestra pero lo es tanto que fácilmente nos odiará, nos dejará, nos traicionará. ¿Cómo no ir creciendo en el miedo a sus comportamientos secretos?
Tememos los accidentes comunes que derivan de las avernas en las instalaciones abandonadas pero más allá llegamos a temer incluso en su pérdida completa. Y no sólo a manos del fuego o la inundación sino por efecto de su desolación y su abandono. Temer en fin en su posible pérdida de sentido y de adherencia, de su posible giro hacia un lado ajeno que va recorriendo en sentido opuesto a la dirección de nuestro alejamiento. ¿Qué simbólica distancia, por tanto, nos encontraremos al regreso?
Un hogar abandonado opera se comporta en nuestra pavor como un elemento liviano y voluble, desprendido del peso de nuestra existencia activa y liberado a la caprichosa existencia de sus objetos interiores, a su vez crecientemente imprevisibles.
El hogar puede volar como en las películas, puede fugarse como en un sueño, puede perderse como la respuesta a una esclavitud de la que no pudimos detectar el grado de su tiranía.
Ese hogar nuestro que al regresar abrazamos como una criatura entrañable es diferente al hogar que recién abandonado tendemos a recordar como un amante que a solas podrá elegir una compañía ajena. Puede elegir incluso su misma ajenidad al ser abandonado en su misma y delicada naturaleza doméstica.
Lo doméstico se arraiga en su ser domesticado, desenvolviéndose bajo el poder de su amo. La ausencia del amo, sin embargo, mata la intrínseca naturaleza de ese ser, ahora sin cuidados impulsado a una supervivencia de fantasma, el ser de la casa deshabitada y el cambio de su talante. El paso del hogar ocupado que emitía una música concreta a la realidad de una casa deshabitada. Hogar misterioso para el barrio y hogar misterioso para uno mismo en la lejanía. Tan misterios, incalculable y temible que a cada regreso se viven unos momentos de angustia ante su puerta. La llave se introduce en la cerradura, la hoja de la puerta gira despacio y la sorpresa no es otra que hallar un hogar tal como lo dejamos.
Un hogar que acaso acaba de recomponerse momentos antes de nuestra llegada porque ya en la ausencia de nosotros mismos lo habíamos alterado repetidamente, lo habíamos dado incluso por perdido, desordenado el orden que lo gobernaba, desparecido el resguardo del que nosotros mismos deliberadamente, culpablemente, habíamos abdicado. Y sin saber exactamente hasta qué grado: La ausencia es una borradura del pasado, la ausencia nos borra y ¿cómo esperar que entonces, ya desaparecidos, alguien nos aguarde indemne kilómetros y semanas, acaso interminables, en absoluta y perpetua soledad?