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Escrito por

Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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Ser bueno o ser malo

¿Son las personas de hoy mejores o peores que las de antes¿ Pero ¿antes de qué? ¿Antes del capitalismo? ¿Antes del capitalismo de consumo? ¿Antes del capitalismo de ficción?

En España se construyó  un linde histórico que determinaba con nitidez un "antes" y un "después de la Guerra" ¿Fueron mejores o peores las personas  después de la Guerra? Y extendiendo esta referencia a Europa; ¿qué puede decirse de los europeos y de Occidente en general?

Una firme premisa ha sido que las Guerras y, concretamente, nuestra Guerra Civil, se proyectó tanto sobre la calidad de los productos como sobre la calidad de los habitantes.  Lo bueno de verdad era cosa "de antes de la guerra". Los precios justos, los alimentos más sabrosos, la probidad  de los comerciantes se glorificaba  equiparando su naturaleza o su conducta a los de aquellos que existían antes de la guerra.

Antes de la Guerra se sufrían  grandes penurias e inmediatamente después  más calamidad. Algunos signos populares, como el café, se anunciaba en las pizarras de los establecimientos de los años cuarenta y cincuenta como "café-café". E incluso como "café-café-café" puesto la confianza en la honradez se había perdido y  ya todo o casi todos se vendía adulterado. Pradójicamente, sólo era blanco en el  mercado negro. La mentira se extendió en la posguerra como una inocua metralla y tras  los sangrientos bombardeos de la contienda.

A la muerte de las personas, civiles o militares, sucedía la muerte de la verdad de las cosas. Una pérdida se completaba con la otra y las mujeres se pintaban una raya negra en las piernas de arriba abajo simulando que llevaban medias. Medias de cristal, por supuesto, que en el mercado negro se vendían veinte veces por encima de su coste. Un dólar en Estados Unidos, 20 dólares en  el bar Chicote de Madrid.

Poco a poco, sin embargo, con la reconstrucción de los países y la prosperidad creciente  llegaron las importaciones de café auténtico y medias de nylon accesibles. En el comercio internacional, a la mayor exportación de mercancías mejores  correspondía la importación de mercancías fiables.

 Durante 25 años de auge, tras la Segunda Guerra, tanto en la economía como en la política occidental las mercancías tendían a ser porgresivamente buenas y paralelamente, las familias bien avenidas y las instituciones protectoras, socialdemócratas o religiosas, mejoraron el recuerdo del pasado. 

Varias crisis cíclicas sacudieron el buen humor y el buen honor  desde los años setenta  a los años noventa del siglo XX pero ninguno de tales percances negativos oscureció el carácter de la sociedad.

Esta Gran Crisis actual, sin embargo, se comporta materialmente y virtualmente como un corrosivo sobre la misma condición humana. No sólo han crecido los parados en grandes sumas y, a la manera de las bajas  en una Gran Guerra permanecen como moribundos, sino que los productos de casi cualquier orden han empeorado en su composición y su duración. Aumentan las gangas, en su doble acepción, y han multiplicado su presencia bajo el concepto de low-cost.

La degradación de los materiales y la calculada obsolescencia de los artefactos,  la inferior calidad de los tejidos y de la vida en la electrónica se  se corresponde con la alarmante en la calidad moral de las personas, sean ejecutivos, sacerdotes o ministros.

En los años cincuenta, el acero, las arquitecturas, las mesas y las sillas, las bicicletas y los coches estaban "hechos a conciencia". Poco a poco  con el capitalismo de consumo agigantado en los años setenta empezaron a proliferar mercancías frágiles y efímeras más propensas a estropearse o deshacerse que quince años antes. Y bajo este designio han seguido fabricándose artículos en casi todos los órdenes hasta nuestros lúgubres días.

Confecciones y montajes provenientes además de países sobreexplotados, no sólo inmorales sino desmoralizados, no sólo exportadores de basuras a bajo precio sino incluso de medicamentos basura, han compuesto una época de lo falso, la falsificación y el timo.

De las basuras conscientemente fabricadas como basuras debe responsabilizarse también a los importadores países ricos y  de las basuras como modelo general del valor ( los bonos-basura, la comida-basura o los subprimes) a la naturaleza del capitalismo especulativo o "capitalismo funeral" y de cuyas carnes ya corruptas nacieron tanto los enseres y materiales defectuosos, contaminantes, venenosos y las gentes mafiosas, ominosas, podridas.

Hay actualmente más organizaciones solidarias e internacionales que nunca pero su presencia no equilibra el poder de las organizaciones criminales. Más bien el crimen organizado, en cualquier grado, es el paradigma de la nueva economía delictiva y las ONGs forman en repetidas ocasiones parte del mismo desfalco y latrocinio.

Otras ONGs no forman parte del crimen. Son organizaciones humanitarias veraces pero el descrédito de cualquier institución, la estafa de casi cualquier organización, la lenidad de la justicia, la mala calidad de los gobernantes o los ejecutivos han creado una atmósfera de pantanosa inmoralidad en la que chapoteamos todos.

Quedan, nacen y se hacen todavía buenas personas pero no es la cosecha que caracteriza a la contemporaneidad. El sistema se abastece, sobre todo,  de agentes malvados y mientras mil libros incitan a triunfar arrasadoramente dos o tros aluden a amar al prójimo y practicar yoga. Más aún: todo occidente ha quedado como un almacén del mal. Un fracaso de la bondad, de la felicidad y el amor al medio ambiente mientras Oriente, sus budas y su lasitud, se tienen, idealmente, como el depósito donde se concentra el bien-bien.

¿Hacer el bien a los demás?  La mayor parte de las religiones que pregonaban este arte de vivir feliz han sido corroídas por sus propios pecados, sean de mendacidad, estafa, corrupción o pederastia.

El Mal es Nuestro Mundo. La Gran Crisis es la tercera guerra mundial. Los ciudadanos tratan de salvarse uno a uno y hasta los capitanes abandonan el barco antes de que el pasaje llegue a los botes.

El eslogan de que "cada cual se la pele" ha venido a ser la película más repetida, los argumentos de las series televisivas más vistas,  las conductas, reales más corrientes.

Esta corriente va en el sentido común del vertedero y las almas nadan en sus aguas como peces de piscifactorías cargados de plomo. ¿Ser bueno? Solamente cuando una persona muere puede estarse seguro de que se la estimará buena. Es preciso morir para incitar entre los vivos el antiguo sentimiento de caridad. Por el contrario, es casi imposible sobrevivir normalmente sin poseer algún recurso asesino.

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26 de enero de 2012
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La razón y el perdón

Una de las cosas que más gusta a la gente, por encima del sexo incluso es que le den la razón. No existe un modo más seguro de gratificar al otro -en cuerpo y alma- que admitir que tiene la razón o "toda la razón".

En las disputas, cuando la razón aún vuela, la enemistad del choque no termina antes de que medie un perdón y este perdón no es nunca de verdad completo si no incluye también por la "parte maldita" el reconocimiento de que obró de una manera que el otro tenía su razón al molestarse. El perdón entonces circula como un vehículo o catéter que desemboza las arterias de uno y otro como si se devolviera el fluido sanguíneo y todas las demás sustancias a la relación

No hace falta llegar a un considerable grado de violencia en los enfrentamientos. Cuando se discute, el máximo regalo que recibe una parte es el que llega cuando la otra, por contrición, le entregue la razón. He aquí la base religiosa de las confesiones y sus consecuencias en la purificación de las almas.  El primero no sabía lo suficiente y el otro sí. El primero peca, es ignorante, no sabe, no conoce a Dios de modo que su razón aquí se relaciona con el saber torcido y, en el sentido más amplio, con su equivocación circunstancial.

Con ello, la razón se inmiscuye, sigilosamente, en la vida general y, al cabo, conseguir tener razón equivale al logro de poseer una vida bien orientada.  Una vida, podría decirse, más firme y, con ello, si acaso, una vida más longeva gracias a la salubridad el juicio, el juicio que permite discernir del bien del mal y precaverse mejor de los peligros. Eso, aparte del tono positivo que se obtiene de atender con solicitud al errado, provisionalmente desdichado.

Quien tiene la razón posee, al ser reconocida un patrimonio que atraerá beneficios tales como el liderazgo, el respeto y la facultad de ver más. uitar. De tener la razón se deriva, en suma, un poder que sólo es privilegio de unos pocos. Ellos tienen la razón no tanto porque la hayan adquirido expresamente sino porque implícitamente se hallan dotados para sentar con tino los términos de las circunstancias y, con ello, repartir orden sobre la ambigüedad del mundo.

Cierto que no siempre una persona posee la divina fortuna de tener siempre razón. Sería más exacto decir que en ese momento "lleva  razón". Una vez  lleva uno la razón y otra la lleva el contrario  como si este atributo migrara  y, en consecuencia, impidiera convertirse en un insoportable oráculo.

Esa razón que viaja de aquí para allá, de un individuo a otro, no cesa jamás de cambiar su residencia y, por ello, crea una democracia de la razón, una colectividad que se autoreconoce necesitada del juicio de muchos. Todos víctimas del error como verdugos. Pecadores, injustos como sujetos o como objetos, en una sociabilidad que se enemista y se abraza.

Socios todos, pues, de una razón circulante que puebla el mundo y expuestos a sus variaciones, unas veces se encastra  en nosotros y otras veces en los demás. Siendo así el mundo se ama intrínsecamente, se entre-ama. Porque sin tener razón, aun a ratos, no puede respirarse, aspirar y ganar vida. Con la razón nos fortalecemos, con su presencia nos fortificamos, con su falta nos demediamos.

Pero también, gracias al perdón quien tiene la razón trasmite parte de su beneficio en el semejante. Cargado de razón, no sólo disfruta revela su tesoro sino que a través del perdón libera al otro de ignominia.

El perdón es pues, un regalo de doble dirección. Sana al que sufre su doliente error y magnifica a quien proporciona la cura. El perdón es tan milagroso como el pan. Una sociedad que no perdona adelgaza y se suicida. Igualmente un sistema que no disfruta de suficiente razón se desmorona.

En ambos casos, la muerte ronda tanto a la bondad de la condonación como a la figura de la humillación. Una sociedad será tanto más sana y más humana de acuerdo a su capacidad para restañarse por indultos constantes y gracias a re-establecerse  mediante  transacciones de la razón. De otro modo la condena está garantizada y el abismo del mal a un paso.

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25 de enero de 2012
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La pintura ¿es ya maldita?

Simultáneamente, mientras en la Galería Moriarty de Madrid se exponen la última obra de Santiago Picatoste , la Fundación ICO tiene en marcha una muestra titulada !A vueltas con la maldita pintura!

Visto, en fin, el hartazgo general que nos domina, ¿nos hemos hartado también  la pintura. O mejor, ¿hemos logrado hastiarnos de ésta y otras muchas cosas y en consecuencia vivimos una liberalización general del mundo más que su esclavitud? 

Llegará un día, tal como van las cosas de la Gran Crisis -supuestamente improductiva- que la absoluta hartazón será la característica de nuestro tiempo. Y ya no, a estas alturas, como efecto de una comilona desbordante, sino como consecuencia de sus sucedáneos con conservantes, aditivos  colorantes. Todos ellos sobrecargando un presente ahíto y vacío.  ¿Cómo no desprenderse, pues, de este pegajoso malestar y aspirar a un porvenir sin las deudas del pasado?

¿Pintan los tres chicos que componen la muestra de ICO (comisariada por un veterano  Juan Ugalde)?  No es seguro: más bien garabatean. El arte nos daba de comer, aunque fueran en pequeñas porciones,  espíritu fino pero ahora tiende, progresivamente, a dejarnos en ayunas, cuando no a enfermarnos.

Ambas exposiciones no tienen una actitud común. La de la Fundación ICO parece decir "adiós a todo esto" mientras la de Picatoste es toda una ambición para que "el esto" no se acabe.

En ambos casos, sin embargo, la pintura tiende a desvanecerse. Tiende a ser tachada como en los mamarrachos de las guarderías en una sala que reproduce ICO y tiende a transmutarse en músicas electrónicas dentro de las ralas salas de la Moriarty.

En un y otro caso, tan distintos, lo significativo es que la pintura/pintura no interesa ya como tal. Irá pues a tener razón Jonathan Brown cuando declaraba que el arte terminaba con Goya?  Claro que no. Claro que no.

Pero ¿quién no es consciente que en la literatura o en los negocios,  en la política o en el toros nos hallamos en el  ocaso de una época? Cualquiera que pensara o sintiera lo contrario, no formaría parte cabal de nuestro tiempo.

 Como también, cualquiera que negara el valor del cuadro pintado sobre lienzo y con materiales clásicos, sería, en mi parecer, un memo. Pero caben en esta tesitura de la Gran Crisis varias opciones. Una, más propia de los jóvenes de ICO es mandar a paseo este desfile de pintores tan enriquecisos como carcamales de los años ochenta o noventa. Y otra, más propia de adultos, pintores cabales y trabajadores del oficio, es la que representa Santiago Picatoste. Santiago Picatoste o su brillante espíritu picapedrero en busca de luces entre las quiebras, los despidos y las piedras.

Quien visite ICO, cerca de la plaza de las Cortes, saldrá sacudiéndose el polvo de aquello que fueran sagrados pigmentos de las vanguardias y sus reminiscencias. Quien salga, sin embargo, de la Moriarty experimentará la realidad de que la pintura, a través del net-art  ha dejado de ser un material que mancha y ha mutado en cristales (Crystallized, es su título), donde su plasma forma ya parte de lo audiovisual y su disfrute no es tanto la  composición como el "efecto".

Si el cine busca sobrevivir en los efectos especiales", ¿por qué negarle esta oportunidad al cuadro? No se toca. El cuadro se ve, consterna, se contempla y pasa.

la "pinturas malditas" en ICO son pinturas tachadas. Pero las pinturas de Picatoste son, todavía, pinturas semibenditas. Las primeras se producen para dejar condenado y vacío el solar de la pintura. Las segundas para pavimentar ese vano suelo, de superficies tan atractivas como inaprensibles. Bellas pero, sin querer, impenetrables.

La pintura danza en una y otra exposición con vuelos inversos pero sin porvenir alguno. El primero estrella los restos de pintura contra el pavimento, la segunda la hace planear sobre la superficie de pantallas ajenas. ¿O dónde está el lienzo, el pincel, la materia?

En ambos casos se comparte, aun de modo distinto, el último interés por la pintura. En el primer supuesto es para negar cínicamente su interés. En el segundo, es la inocente exasperación por recobrar el interés de aquello que tanto quisimos los amantes más devotos y viejos.   

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24 de enero de 2012
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La reputación que vuela

La vergonzosa conducta del capitán del Costa Concordia que abandonó el barco sin cumplir con sus deberes para el salvamento del pasaje es la metáfora viva de un naufragio de la condición actual de las personas. No todo el mundo es malo pero muchos han contraído el mal.

Alguna otra vez me he referido a este deterioro de la moral cívica o   personal. Una se encarama en la otra y juntas se hunden en un momento en que cumplir con la palabra, comportarse con dignidad, respetar a los demás y a sí mismo ha ido perdiendo importancia.

La pérdida de importancia de la integridad es la pérdida de importancia del mundo. Frente a la justicia la lenidad, frente a la honradez la trampa.  El peso que han perdido hoy casi todos los objetos conocidos,  desde el teléfono a la máquina del tren, se corresponde con la ligereza en que se tienen las categorías que antes pesaban tanto. Pesaban tanto como para cimentar  una personalidad respetable y contaban tanto como lo que ahora, como un patrimonio raro,  se llamaba la "reputabilidad".

  Se llamaría así, dentro de lo económico, a la confianza que hoy, excepcionalmente, posee un banco o un político. Pero, en general, la "reputación" fue una condición que hace medio siglo decidía el destino de  las buenas relaciones, privadas o colectivas. 

Si la irresponsabilidad ha sustituido en buena medida al sentido del deber, la especulación ha hecho lo mismo con el sentido del crédito.

No hay producción en la especulación como no hay asiento en la firme personalidad del otro. De ello se deduce una malla social que se agujerea o deshilacha fácilmente y de cuyo desarreglo brotan individuos tarados. Tipos incapaces de responder ante su extraviada conciencia, siendo su conciencia el convenio con los demás. Sin ese acuerdo civilizado la comunidad se desciviliza o, justamente, se envilece.

Esta Gran Crisis llega a ser, por tanto, una crisis de civilización. Cada día que pasa  aumenta el número de gentes damnificadas por la causa primera del desastre. Una causa matriz que coincide con el desmantelamiento masivo de la moralidad pública y privada, privada y pública.

 A la degradación general de los materiales, la mala calidad de los tejidos, la calculada obsolescencia de los aparatos o la artificial elaboración del pan, sigue, en coherencia, la pérdida de calidad de las personas. ¿Cómo no pensar, pues, que si el sistema ha colapsado es por efecto de sus materiales revenidos y los defectos de su infame construcción?

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19 de enero de 2012
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Latinoamérica en marcha

Hartos de no ser importantes, los países latinoamericanos, viendo como está el llamado mundo occidental, han empezado a creer en su propio futuro.

La tesis corresponde al libro Nuestra hora del emprendedor chileno Raúl Rivera y expone, punto por punto, de un tópico a otro, la realidad presente y potencial de los 600 millones de habitantes latinoamericanos.

 De ellos, unos 240 se hallan todavía en situación de pobreza, pero a semejanza de las zonas emergentes de Asia, la clase media se ha incrementado en 50 millones durante los últimos años y la idea de estancamiento, de violencia ciudadana o de postración crónica  está siendo sustituida por una confianza creativa que ya se manifiesta en innovaciones mercantiles y en un estado de ánimo que sería la otra cara de la infausta estampa europea y norteamericana de ahora.

Años de dictaduras y quiebras nacionales, calvarios de deudas externas y degradación de las vidas van mutando hasta ser ya el conglomerado de mayor esperanza de vida del planeta según Rivera, lo que no sólo reconforta a la juventud sino que indica, para la totalidad del censo, una mejora que, como debe ser, tiene su principio en la fortaleza de la vida. Pasen pues y lean este libro tan optimista como revelador de otra América Latina tanto tiempo contemplada como un acacharrado artefacto y  ahora se pone a funcionar engrasado por una población con el mayor mestizaje del mundo. Una mixtura esencial de la que hoy se deduce el máximo poder innovador para el desarrollo del siglo XXI.

En estos días tan pauperizados, algo bueno, por fin,  que podemos llevarnos los hispanos a la boca.

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18 de enero de 2012
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El mal sin fin

La persistencia de la crisis, de la Gran Crisis, va teniendo un efecto humano que traspasa la adversidad económica y las penurias personales. Día tras día ha ido permeando en el organismo una sustancia viscosa y nociva que degenera el ánimo y hasta las ganas de vivir.

Saldremos de esta situación pero es tan difícil saber por dónde que la sensación de confinamiento en una penitenciaría aumenta cada jornada. ¿Pereceremos por consumación de lo peor nos consumiremos en la depresión? ¿Adquirirá la sociedad por mucho tiempo una condición triste? ¿Mutará poco a poco la concepción de la existencia y, en consecuencia, la manera de sentir y de actúar?

Keynes, que todo lo sabía, dijo para los malos momentos: "Cuando esperamos que ocurra lo inevitable, surge lo imprevisto".

Atados de pies y manos, sin medidas eficaces, sin dirigentes capaces, la única y delgada esperanza radica en que "el imprevisto", un "suceso" sin control humano venga milagrosamente a detener el hundimiento de la biología, la psicología y la teleología de cada persona contagiada ya de la masa amarga que no cesa de aumentar.

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17 de enero de 2012
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La personalidad

Recuerdo que en mis años de bachillerato, hace más de medio siglo, nuestros maestros elogiaban mucho al alumno que tuviera "personalidad". Que la tuviera porque sí o que la hubiera logrado diciendo no.

La "personalidad", de hecho, se componía de una forma de independencia contracorriente y de una virtud que apartaba de seguir la senda cómoda y vulgar de los otros seres del montón. Ellos serían el rebaño y nosotros la antítesis de la oveja negra. Tácitamente era admisible que la "oveja negra" fuera también  un efecto de la independencia personal pero al ser negra, sombra fosca, no se contaba moralmente con ella.

Si embargo, si la "personalidad", considerada en abstracto, encerraba un importante peligros era llevar su potencia al otro extremo. Una genuina "personalidad" distinguía pero ¿por qué esa distinción iba a ser siempre la ejemplaridad positiva? En las clases, chicos de mucha personalidad desobedecían, pecaban, daban malos ejemplos a los otros, eran , a su vez, "ejemplares".

Los maestros, especialmente religiosos, tropezaban con esta equivocidad cuando estimulaban a tener "personalidad" porque, a fin de cuentas, su objetivo iba dirigido a que tal condición fuera un estandarte de sus propios valores religiosos. La personalidad negativa era incluso de mayor entidad pero, en ese caso, debía atribuirse a las ignominias  del demonio que también, por su parte, maniobraba para crear personalidades afines  dentro de la clase. Estos alumnos "endemoniados", esencialmente rebeldes, se convertían pronto en "manzanas podridas" pero de tanta influencia que el grupo alrededor, como la fruta en el cesto, tendía a contagiarse fácilmente. Aislar las manzanas podridas era la función del maestro.

 Sin embargo, la "personalidad", contemplada hoy con perspectiva, no era realmente asimilable a la distinción indistinta  sino a aquella que igualaba los propósitos formativos de los docentes. Los chicos con personalidad solían coincidir con los que tenían las mejores notas y, al cabo, tanto en el aseo como en la conducta, reproducían las reglas del centro escolar. O, lo que es lo mismo, aquellos que obedeciendo fielmente a las normas se hacían tipos "normales". Y en ello vino a parar la diferencia. Lo ejemplar se sancionaba por el reglamento y lo ejemplarizante era lo reglamentado normativamente.

Esta fuerte colusión entre el ser y el deber producía personalidades sociales a granel  que respetaban las normas y se atenían a ellas con orden. La "probidad" ejemplar se prolongaba en los negocios o en los negocios mediante  palabras de honor  y se extendía por la composición social como un fruto cívico. La escuela y sus maestros no estaban ya presentes en la edad adulta pero los ciudadanos eran una homotecia de la "personalidad" aprendida en las aulas para traspasar toda la vida.   

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16 de enero de 2012
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¿De la pintura?

Puede parecer que el lienzo es a la pintura como el libro al papel pero nada de nada. El libro continúa siendo conceptualmente el mismo en la pantalla pero el cuadro no. La cuestión radica en que mientras el libro viene a ser ante todo una concepción mental y la mente queda prácticamente indemne con la clase de materia que la soporta, el cuadro tiene al lienzo como parte sustantiva de sí. El libro se goza sensualmente pero sólo como objeto. El cuadro se goza sensualmente en cuanto sujeto. Un libro despojado de papel no queda mutilado en su esencia pero el cuadro se desbarata sin la tela que constituye parte significativa de su composición, factor de sus efectos, efecto de identidad.

Desde hace años,  mucha de la llamada pintura que se exhibe en las galerías de vanguardia no usan lienzos. Se apoyan en metales o en metacrilatos, se conforman con productos industriales y se fabrican a la manera de gadgets. Su cielo protector no es el arte sino el "efecto especial". Esa "pintura" llama la atención no en cuanto obra de arte sino en cuanto curioso artificio. De este modo se añade una confusión más a la idea del arte pero, a estas alturas, qué más dará.

A mi sí que me da. Veo en esa deriva desde la pintura a la ocurrencia industrial un deslizamiento parecido del arte  al diseño. Afortunadamente en este último caso el término diseño es útil para diferenciar zonas muy próximas pero en el caso de la llamada "pintura sin pintura" la confusión es tan vana como fuera de razón. No se trata de que las obras de "pintura sin pintura" sean desdeñables ni mucho menos. Sólo que si no tienen pintura ¿por qué empeñarse en colarlas de matute en los museos de pintura y tratarlas críticamente como tales? Mi amigo Santiago Picatoste que es un buen pintor, ha optado últimamente por emplear metacrilato, cloroformo industrial, tornillos de acero, velcro industrial de cremallera que se utiliza en trenes y aviones, etc. Está muy satisfecho de sus resultados y sus agentes también. Yo me sumo a ese disfrute pero ¿de la pintura?

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13 de enero de 2012
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Concha

Siento ahora la enfermedad de mi buena amiga Concha García Campoy, tan buena criatura. Y como llevo en la boca la amargura de la muerte de mi hermano Manolo no puedo contener la sensación de que vivimos alimentados de enfermedad y muertes.

Muerte por todas partes, entre amigos que no tendrían que morir, entre gentes tan próximas que su ausencia se queda pegada como una sombra para todos los días que amanecen. No hay mucho más que decir sobre la muerte salvo que  nadie puede hablar con precisión de ella. O el dolor perturba a la reflexión o la reflexión sostenida conduce al vacío del pensamiento. Exactamente: el pensamiento lógico se eviscera con el caldo de la muerte. No hace falta mucho sino apenas unas gotas procedentes del ser que amamos y de cuya destilación, al morir, nace la angustia de no comprender apenas nada de cuanto era.  A Concha no la incluyo en esta clase de dolor porque la leucemia se cura y todos sabemos de mucha gente que tras esta enfermedad han recuperado la lozanía. La lozanía que tanto ha representado para mi y mi casa Concha a lo largo del tiempo y en la que me fijo ahora, en la foto, para robarle incluso una brizna de alegría. 

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12 de enero de 2012
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La belleza de la negligencia

Sin embargo, no hay creación mayor, no hay belleza más deslumbradora que cuando la falta de esmero o de exigencia sobre la obra alza a la obra sobre su proyecto y logra sin garantías la magia de su originalidad, de su suficiencia y de su espontánea altivez.

Las personas que mejor visten no son aquellas que se atavían con lo más caro y delicadamente combinado, en colores y texturas. Esta obra perfecta concluye en sí misma y no dice casi nada de interés. La persona que mejor viste es aquella que sabe -sin procurarlo- llevar mejor la ropa y no importa, en estos casos, de qué clase social se trata. "Es duro decirlo", decía el diseñador Alexander McQueen, "pero nadie viste mejor la ropa que los pobres".

La manera en que el cuerpo y el vestido se relacionan sin exigirse mutuamente nada deriva en el resultado que constituye en su cima la belleza de la negligencia. Nada de verdad importante es realmente bello y todo lo muy importante se acerca corriendo a lo grotesco.

La belleza es una línea fina que separa su reino de lo siniestro. Así como el horror exige un tratamiento apropiado para que su abuso no lo transforme en algo cómico, los lindes que separan la vida de la muerte y lo delicado de lo cursi son tan estrechos que siempre se siente amenazada la belleza por la proximidad de lo siniestro.

Son más hermosos los caóticos estudios de los pintores por las obras encajadas en el caballete, es más hermoso un taller de fundición que las figuras de bronce que graciosamente produce, es más hermoso un paisaje descompuesto por la tempestad que un jardín donde los árboles se alinean disciplinadamente.

Esta belleza de la negligencia no es en absoluto fácil de lograr. O, mejor dicho, no cabe proyecto alguno para conseguirla a través de una tarea y voluntad previa. Se trata de una categoría que nace del cuerpo o de la naturaleza sin poner demasiada atención en su objeto o cuya posible atención se halla desviada hacia un punto excéntrico que, a su antojo, con indolencia, hila la obra.

Es el caso mismo de Las hilanderas cuyo enigma baña tanto la estructura como la emisión del cuadro asociadas ambas a una belleza que procede de un viento interno. De un invisible vendaval, el único asociable pacíficamente a su turbadora belleza.

Turbadora y singular, es original, ocasional. La belleza de la negligencia dura mucho en la "duración" de Bergson, y siempre sin perder encantamiento, tal como el descuidado paseo del gentleman o la desgana de la dama de las camelias.

Porque, en fin, ya lo sabemos, nada nos arrebata más intensamente los sentidos que aquello que no nos tiene en cuenta. Nada nos seduce con más fuerza que la belleza que no nos necesita y ni siquiera se necesita a ella para conquistar admiración.

El orden facilita la explicación cabal, se presta a ser visitado, controlado y calibrado. El desorden, este actual desorden del mundo que tanto nos hace sufrir, es ante todo el desorden del horror y no de la negligencia. Pero un paso más, una línea de luz que apareciera en la lontananza, transformaría este caos en impensada esperanza, confusa aún pero presagio de un tiempo único, aún sin peinar, que nos espera con su prestancia.

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3 de enero de 2012
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