Vicente Verdú
Una de las cosas que más gusta a la gente, por encima del sexo incluso es que le den la razón. No existe un modo más seguro de gratificar al otro -en cuerpo y alma- que admitir que tiene la razón o "toda la razón".
En las disputas, cuando la razón aún vuela, la enemistad del choque no termina antes de que medie un perdón y este perdón no es nunca de verdad completo si no incluye también por la "parte maldita" el reconocimiento de que obró de una manera que el otro tenía su razón al molestarse. El perdón entonces circula como un vehículo o catéter que desemboza las arterias de uno y otro como si se devolviera el fluido sanguíneo y todas las demás sustancias a la relación
No hace falta llegar a un considerable grado de violencia en los enfrentamientos. Cuando se discute, el máximo regalo que recibe una parte es el que llega cuando la otra, por contrición, le entregue la razón. He aquí la base religiosa de las confesiones y sus consecuencias en la purificación de las almas. El primero no sabía lo suficiente y el otro sí. El primero peca, es ignorante, no sabe, no conoce a Dios de modo que su razón aquí se relaciona con el saber torcido y, en el sentido más amplio, con su equivocación circunstancial.
Con ello, la razón se inmiscuye, sigilosamente, en la vida general y, al cabo, conseguir tener razón equivale al logro de poseer una vida bien orientada. Una vida, podría decirse, más firme y, con ello, si acaso, una vida más longeva gracias a la salubridad el juicio, el juicio que permite discernir del bien del mal y precaverse mejor de los peligros. Eso, aparte del tono positivo que se obtiene de atender con solicitud al errado, provisionalmente desdichado.
Quien tiene la razón posee, al ser reconocida un patrimonio que atraerá beneficios tales como el liderazgo, el respeto y la facultad de ver más. uitar. De tener la razón se deriva, en suma, un poder que sólo es privilegio de unos pocos. Ellos tienen la razón no tanto porque la hayan adquirido expresamente sino porque implícitamente se hallan dotados para sentar con tino los términos de las circunstancias y, con ello, repartir orden sobre la ambigüedad del mundo.
Cierto que no siempre una persona posee la divina fortuna de tener siempre razón. Sería más exacto decir que en ese momento "lleva razón". Una vez lleva uno la razón y otra la lleva el contrario como si este atributo migrara y, en consecuencia, impidiera convertirse en un insoportable oráculo.
Esa razón que viaja de aquí para allá, de un individuo a otro, no cesa jamás de cambiar su residencia y, por ello, crea una democracia de la razón, una colectividad que se autoreconoce necesitada del juicio de muchos. Todos víctimas del error como verdugos. Pecadores, injustos como sujetos o como objetos, en una sociabilidad que se enemista y se abraza.
Socios todos, pues, de una razón circulante que puebla el mundo y expuestos a sus variaciones, unas veces se encastra en nosotros y otras veces en los demás. Siendo así el mundo se ama intrínsecamente, se entre-ama. Porque sin tener razón, aun a ratos, no puede respirarse, aspirar y ganar vida. Con la razón nos fortalecemos, con su presencia nos fortificamos, con su falta nos demediamos.
Pero también, gracias al perdón quien tiene la razón trasmite parte de su beneficio en el semejante. Cargado de razón, no sólo disfruta revela su tesoro sino que a través del perdón libera al otro de ignominia.
El perdón es pues, un regalo de doble dirección. Sana al que sufre su doliente error y magnifica a quien proporciona la cura. El perdón es tan milagroso como el pan. Una sociedad que no perdona adelgaza y se suicida. Igualmente un sistema que no disfruta de suficiente razón se desmorona.
En ambos casos, la muerte ronda tanto a la bondad de la condonación como a la figura de la humillación. Una sociedad será tanto más sana y más humana de acuerdo a su capacidad para restañarse por indultos constantes y gracias a re-establecerse mediante transacciones de la razón. De otro modo la condena está garantizada y el abismo del mal a un paso.