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Escrito por

Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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¿Hacia un libro decadente?

Si escribo un nuevo libro será, muy probablemente sobre la decadencia. Es de lo que sé y voy sabiendo cada vez más, pero también de lo que más conviene a mis emociones y a mis curiosidades. Si algo emprende una carrera próspera, sea la bolsa o las ventas de Larsen, de Auster o de Muñoz Molina, dejan de interesarme por el solo hecho de que se va de mis gastadas manos. La novela -género que detesto en su convención- se aleja tanto de mi como yo la contemplo como un signo al que no deseo incorporarme, hoy menos que ayer. La vida es un compendio cerrado e imposible de recuperar etapas y prácticas pasadas. Yo amo y amaré el tenis, pero ya no puedo jugar ni siquiera dobles y sus golpes resuenan como un pasado muy feliz que, irremediablemente no volverá. Sonido de golpes como besos son hoy un género ajeno que contemplo alejado en la televisión. Somos, fuimos, nos revelamos, nos amamos y nos identificamos, más o menos, con una época que por fuerza se ha agusanado y a nadie interesa su condición. Nosotros mismos la contemplamos como un pretérito sin redención. Pretérito de arena que vuela fácilmente como en el Sahara o en Maspalomas, con el sol iluminando fieramente su desaparición. El tiempo pasa y nos lleva consigo cónsul embate pero no lo hace a la vez con todas las circunstancias que nos hicieron felices y vivaces. La trayectoria exige prescindir de objetos inservibles y pesados, rudimentarios y anacrónicos, cargados de una piel con escamas y excrecencias aburridas. De otra parte, aun intentando nadar, nos estancaríamos como feos bactracios en esas  balsas donde al agua putrefacta se añaden plantas turbias como helechos o filamentos que disuaden los ojos.

Un viejo estanque es el pasado donde antes, en vez de su pestilente agua turbia, había una pista de baile y resonaban las músicas de moda. También lucían sobre esa plataforma los cutis de las chicas que tanto nos atraían y que ahora  sus vestidos de flores serían ropas de payasos escogidas en un guardarropía de alcanfor. Esta es pues una parte de la existencia de nosotros los mayores, demasiado mayores, para infiltrarnos en las redes, los bites, las it girls o en las rendijas que se hacen amenidades increíbles, sólo para nosotros que, a nuestro pesar, seguimos creyendo en el pecado y su transgresión.

La decadencia poseyó siempre un gran contenido romántico. Lo poseyó al menos hasta ahora. Pero no hay que mostrarse seguros. El pasado es hoy, ante todo, obsolescencia. No hay ya demasiada legitimidad para complacerse en la decadencia porque ni llegamos a oponer nuestros gustos al gusto de ahora ni conocemos a quienes van formando un mundo distinto ni nos hacemos cargo de cómo vivir en la actualidad.

¿La novedad? He aquí el término asesino. No estamos para celebrar las novedades que, por su naturaleza, nos parecen como poco estrafalarias y, al cabo,  nos perjudican incluso el tracto intestinal. La novedad nos parece es ahora una pieza tan ligera como metabólicamente pesada y esta contradicción se resuelve en el hecho de que ni apreciamos en sus estamos preparados para apreciar la liviandad como para metabolizar su extrañeza. He aquí el asunto de mi próximo libro si es que logro librarme  de la muerte antes de empezarlo o de llevarlo al final. La decadencia, en fin, ha dejado de tener aquel encanto decadente al estilo de las doradas películas que Burt Lancaster interpretaba con Visconti en su madurez fuera Condidencia o El gatopardo. Aquella decadencia daba pie a una obra de arte. Pero ahora, aún siendo tan pronunciadas como antes las pérdidas las trasformaciones, me falta la convicción poética para imbuirlas de toda razón. Pero ya se verá. Ahora prefiero pintar que escribir aunque advierto que mientras pinto voy escribiendo una historia de cine que pugna con el manifiesto de la muerte, antes de llegar.   

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14 de julio de 2015
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Krahe

La muerte de Javier Krahe puede que en nada se parezca a la mía en cuanto al modo -aunque nadie los sabe. pero tiene mucho que ver con el concepto. ¿Morir hallándose en la cima de un premio Nobel o morir escondido en las entrañas o morir paseando por la superficie como un recorrido por la superficie que llega a dejar de ser. Es decir, más o menos, haciendo lo mejor que uno puede felizmente dar de sí y, a al vez, recelosos con Edmundo por no haber conseguido un  relumbre planetario. En esta franja de morir sin la asistencia pulmonar de la fama ni el prestigio literario para el hígado desfila la clase de su muerte y la mía. No importa el cuándo. Un día para unos y  días mas tarde para otro. La concepción, sin embargo, es la misma. No morimos por empacho ni por menesterosidad. Ni por orgullo ni por humillación. Morimos como  ciudadanos que, como él dice,  desearon explorar lo mejor de sí  y la  agradable comunicación con los demás.  Cuando los periódicos lo califican hoy de "bueno", buena gente,  no es sino toda la verdad.  Quisieron destacar siendo buenos como un deber de una enorme gratitud por vivir, componer o escribir. Muy vivida pero, por ello, glorificada.

 

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13 de julio de 2015
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Amigos que piden y amigos que dan

Unos amigos poseen una nativa o perfeccionada capacidad de pedir. Otros son más cautelosos. Finalmente, otros, los terceros, nunca nos solicitan nada. De las tres clases nos surtimos unos y otros y a ellas respondemos mediante los diferentes grados socorristas de nuestro yo.

Hay gentes a las que les gusta hacer favores. No son pocos, pero algunos se sienten especialmente felices cuando ayudan a quien lo requiere. Esta especie es particularmente olisqueada por los grandes peticionarios (a veces hasta pedradores) y se  da el caso de que cuando suena el teléfono  es alguno de ellos, de antemano se sabe que llaman invariablemente para pedir. Ni para dar una noticia, ni para ofrecer nada, por banal que sea. Sólo para pedir. Se hacen así muy característicos y pelmas. Se hacen temibles. 

Pero, en el otro extremo, se encuentran quienes temen molestar pidiendo la menor ayuda y se arruinan en silencio y soledad sintiendo que los demás se hallan demasiado ocupados y de espaldas a al déficit que padecemos, aún circunstancialmente.

El caso de quien hace con gusto favores y teme demandarlos a los demás abunda más de lo que imaginamos y en ese vulgar montón me encuentro yo. Admiro tanto la facilidad con la que me reclaman y concedo, a menudo, tan felizmente apoyos que, simultáneamente, me pregunto por qué me es tan difícil recabarlos a mí. En esta tesitura padezco inevitablemente un desconcierto (y desencaje)  social pero también personal. Si un grupo disfruta haciendo favores (porque tiene buen corazón, porque aumenta su autoestima, porque ve crecer su autoridad, etc) otro, en el extremo opuesto, se pudre en el vertedero de su extraña  timidez. O de su orgullo. Porque no pedir puede ser una actitud equivalente a declarar implícitamente  que nos bastamos a nosotros mismos. Ahora bien, no siendo realmente así de ningún modo, el padecimiento o el "quebranto" está garantizado. No pedimos para evitar ser rechazados, no pedimos para eludir la exhibición  de nuestra necesidad. Y he aquí donde la aparente humildad se confunde con la superlativa  soberbia.

Visto desde afuera, observada esta interacción desde una distancia discreta, ¿no concluiremos  que todos necesitamos (llamando o en silencio) de todos y, en conjunto, el grupo humano no es sino la formación vivencial y natural de esa asistencia (en enchufes, préstamos, confidencias, afectos) que de no fluir acabaría cuarteando la convivencia y acentuando la triste sequedad del rincón.

 

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3 de julio de 2015
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La señal de la cruz

Algunos de nosotros, formados en la "cultura del esfuerzo", en la "cultura de la culpa" y en la amenaza del pecado mortal, sentimos el infierno alrededor si no laboramos,  nos esforzamos, nos fatigamos y nos ocupamos productivamente sin fin. La mejora no se haya para nosotros, neuróticos del sentido del deber o en hacer más y mejor sin sentirse jamás satisfechos, sino en la virtud de la laxitud. Nos enseñaron y fuimos decididos a aprender disciplina y abnegación para saber vivir. Quedó, por tanto, anulada la permisión para disfrutar sin remilgos y procurarse tanto el reposo como el placer. No hacer se parecía a un mundo  sin nombre en el que desapareceríamos con solo aproximarnos a él. Para ser identificado y condonado era necesario hacer. Desde los curas del colegio hasta las lecciones de Carlos Marx el lema resultaba ser el mismo: somos lo que hacemos. No hacemos y, en consecuencia, no somos. ¿Un verano? Esta estación era por antonomasia el tiempo de la máxima tentación puesto que una batería de circunstancias empujaban al ocio y con él al agujero del yo. El ocio era opio y perdición. Se perdía el objeto  de vivir y, lo que es lo mismo, la vía hacia la salvación. Los veranos probablemente nos condenarían si no redoblábamos la guardia. Siempre alerta a los encantos  de la canción del verano y la malicia de la hamacas frente a la voluptuosidad del mar. ¿Exagero? Me ofrezco a ser analizado o psicoanalizado o despiezado. Dentro de mi como de tantos otros tontos adictos a cumplir con la "cultura del esfuerzo" se hallaría  una especie de grueso filamento central que no es sino la metáfora de las bombillas de tugsteno. Dan luz gracias al sacrificio que ofrecen para que la electricidad las lleve al rojo vivo y sólo mediante esa abnegación, su incandescencia  de luz. Nada verdaderamente luminoso llegaría sin sufrir. Y, por el contrario, casi todo lo ominoso se correspondería con permitirse ser  feliz. He aquí el panorama al que conducía sin falta la tan añorada "cultura del esfuerzo". La señal de la cruz. 

 

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1 de julio de 2015
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El insonmio

La casa está hecha para acoger y la cama, además, para reposar del quehacer diario.  Sin embargo, el insomnio que tiene lugar precisamente en la cama de dormir presenta esta salvaje contradicción: la cama, sus sábanas, su colchón,  su almohada son incapaces de ofrecerse benéficamente al  sujeto como también el sujeto,  pese a sus deseos, no halla el modo de  integrarse en la preparada amabilidad del lecho. El sujeto y la cama se ven incapaces de entablar una inteligible conversación y el individuo es  despedido hacia una zona adusta en la que tampoco  puede entenderse con los elementos espabilados del mundo, empezando por sí mismo.

En definitiva, la  revelación  más dura en que la que el insomne  se sume es aquella que lo muestra como un ser incompatible con su medio. Despegado brutalmente de él y abocado a un barranco donde nunca llega la muerte y la muerte enmascarada   no cesa de llegar.

 El deseo de dormir o, lo que sería lo mismo, la amorosa  voluntad de abandonar este compás de la realidad diurna para obtener en el descanso una segunda melodía de vida, se ve anulada por una acérrima barrera que le vence una y otra vez. Lo vence y lo abate en el universo indeleble del insomnio. De este modo casi todo lo que ocurre en el trance de no poder dormir adquiere un carácter espectral y una significación tan fuerte que en su indeterminación hace enloquecer cualquier manera de abordarla.

Más allá del sueño, al otro lado, se halla no sólo la vigilia en alerta sino la pesadilla viva del insomnio. En la vigilia consentida hay una querencia sobre lo real pero en el insomnio es la irrealidad, disfrazada de conciencia la que de ningún modo podemos disolver para, una vez abatida, yacer en su ausencia.

El insomnio es así no una oposición enérgica del consciente al inconsciente sino una segunda verdad autónoma del ser que no cede ni cesa.  Es posible que cada noche tras la línea que nos separa de la lucidez  pura discurra el insomnio en diferentes grados y también que como una constante el insomnio sea, amortiguado, una compañía que permanece apegada todo el día, seamos o no capaces de entender.

Pero el insomnio explícito y especialmente nocturno, el insomnio de noche interminable, se alza como una pantalla de acero y piedra en los entresijos de la realidad. Esa pantalla  parece compuesta por un materia  trasparente, cerrilmente transparente, que se lame o enfervoriza a costa del sueño. A costa del sueño que nos roba como su alimento esencial de tal modo que su hambre se corresponde con nuestro anhelo insatisfecho, su hartura siniestra con nuestra falta del sueño esencial. Porque el sueño parecía pertenecernos como una secuencia natural del día y  ese animal nos la roba como un efecto malvado. 

De toda esta vida antagónica que constituye el insomnio no tenemos noticia alguna cuando habitualmente dormimos. Cuando no podemos dormir,  sin embargo, aparece con toda su maligna magnitud de platas e insectos de plomo.

Estaba acaso allí ese animal insomne y su influencia resulta irrebatible ahora , cuando antes, el día anterior,  la oleada del sueño los plegaba y dejaba  en un cuarto de restos sin color ni fuerzas.

 En el sueño lo ignoramos casi todo. El sueño discurre por un cauce natural que como los ríos que avanzan por el corazón de las ciudades dibuja una encalmada  estela de agua, exenta de cualquier deconstrucción. El río serpentea la ciudad desentendido de su urbanismo y su arquitectura, traza un fluido que mantiene su cauce propio y primordial.  El río duerme la historia y las artes y las conquistas.   Sedimenta su vida en el olvido de todo aquello que no sea su discurrir dormido. No hay en ese mundo un espeso fondo que deducir  ni una fantasía recurrente a la que visitar.

 Más bien  el insomnio espanta y acentúa la geología natural. En su presencia, la  barrera que separaba el sueño de la vigilia cae y queda al desnudo el  mundo  crudamente sin el refugio o la funda de seda de dormir. Sabemos, interiormente, que el mundo no es exactamente así, tan fácil en su posible placidez, pero el insomnio posee la capacidad de  vencernos aunque sólo sea por la debilidad del pobre sueño que llegamos a reunir y en consecuencia por lo pobre que nos sentimos ante la inalcanzable fortuna del sueño.

El sueño es el forraje de los animales, su rendición a la cultura de la naturaleza, mientras el insomnio sería el imperio de la cruel autoridad divina. Nos dormimos y quedamos ausentes de este mundo tanático.  No podemos dormir  y, mientras padecemos la alerta indeseada, somos capaces de reconocer que el mundo importante es una locura acosada por las quebraduras de la imaginación y el dolor.

En cierto modo seríamos no sólo culpables sino inocentes víctimas de dormir una noche tras otra ignorando esa realidad porque la  razón de que no podamos conciliar el sueño es diferente a la de otras frustraciones. Aquí de una manera terminante, el insomnio se impone al sueño y lo quebranta  de la misma manera que un guerreo desarma s a su oponente y de esta manera descubrimos que cada noche cuando nos disponemos benévolamente a dormir nos comportamos  como seres castrados.  

El sueño emascula  a todo el mundo, desde el amo al criado, desde el explotador al obrero. El sueño inunda el estatus real o cotidiano de cada cual para convertirnos en ahogados iguales. Todos sumergidos en su circunstancia cargada hasta el borde de sal y grava. 

Gracias al insomnio  accedemos a un conocimiento que, por indeseable,  se  agrega al cansancio y la desesperación. Pero ¿cómo no pensar que estas tortuosas noches forman parte indeleble de nuestra condición? Dentro del insomnio nos afirmamos como personas no lúcidas sino  translúcidas. Y no sólo porque es raro que los animales conozcan  el cristal del insomnio sino porque nuestras historias de esas malas noches son siempre imposibles de grabar.

¿Una mala noche en una cama incapaz? Cualquiera que haya sufrido esta experiencia y todavía quienes la vean repetida conocen que un mundo, ni correspondiente al inconsciente ni a la divinidad infernal, saben que el insomnio constituye una forma aciaga de saber. Un mundo humano, demasiado humano donde,  entre bosques y ruinas, se abre paso una  noche infinita. 

Noche mala, noche superreal. La mala noche que acerca a la cama, dentro del dormitorio, encerrado en la vivienda y desasistido de los servicios médicos,  los mimos, los mordiscos  y el abismo de la otra realidad. Por otra parte tan cerca, que al despertar todavía sigue presente y es preciso tacharla para tratar de vivir en paz.

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29 de junio de 2015
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El sirviente (2)

Es una grave circunstancia que el sirviente haya terminando imponiéndose en el espacio de la casa. Es altamente ridículo que su dependencia primera se haya invertido para hacernos ahora sus súbditos. Es altamente perverso y morboso todo ello. Pero ¿cómo hacer para resolverlo?  ¿Enfrentarse decididamente a la situación y cantar airadamente las cuarenta al subordinado? ¿Presentarle  una elaborada lista de reproches y faltas para hacerle ver quien manda y quién vigila? ¿Avergonzarle pues sus defectos para menoscabar su dignidad? ¿Darle a conocer, en fin, que su proceder perjudica el mismo bienestar de mi  hogar?

 ¿Qué hacer, pues? ¿Optar por ser duro de repente o asumir por un tiempo suplementario la mansedumbre?  La ira es mala pero peor, en estos supuestos, es la resistencia cobarde.  Pero, además, contando con que el sirviente es una persona sin duda  inteligente ¿no habrá sido él el primero en darse cuenta de sus abusos y haber decidido insistir en ellos? Probablemente aceptará  que ante mi  condescendencia el responde con ruindad pero ¿no buscará precisamente esta venganza? Puede ser.  Nada es seguro en esta encrucijada  porque si la inteligencia del sirviente se halla bien ejercitada para sacar provecho de nuestra debilidad ¿cómo no pensar que una súbita exhibición de nuestro poder le parezca tan ridícula como extemporánea? Fuera de lugar, fuera de tiempo.

Las cosas, buenas y las cosas mal deben mucho a su oportunidad. Un mal empeora o pasa ligeramente  de acuerdo a otros componentes de su momento.  Por lo tanto, habiendo perdido el punto crítico para hacerle un proporcionado reproche al sirviente ¿no habrá desaparecido para siempre la ocasión de reprenderle con pertinencia?  La dilación nos desacredita.  La demora nos demedia. Y, entretanto, nuestra continuada tolerancia ante sus errores y desafíos no ha hecho más que fortalecerle. No fuimos del todo conscientes de esta diabólica dinámica en curso pero el hecho viene a ser que pasado el momento  oportuno para reprobar su  conducta, un tiempo después las palabras suenan sin fuerza ni con su debido efecto. La reacción no inmediata, directamente sujeta a la ofensa, se convierte en un indicio de deserción. La deserción del amo que teme perder al criado y la desenvoltura del criado que se sabe defenderse mejor.

 Hacer lo que a uno le viene en gana no pertenece, en general, a la ordenada educación del amo pero valerse de añagazas para sacar ventaja sin escrúpulos suele ser la escuela del pobre subordinado. Todo jefe sabe menos de su dependiente que la inversa puesto que la dependencia requiere desplegar todo acecho para protegerse. Pero,  entonces, sabiendo más ellos de nosotros que nosotros de ellos ¿cómo evitar caer en sus candentes cepos y terminar indefectiblemente chamuscado?

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23 de junio de 2015
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El sirviente

Uno de los asuntos más arduos, tanto en mi vida profesional como en la doméstica, ha sido dar órdenes al subordinado. No querría uno que el subordinado le tomara el pelo, le sisara o le sorteara, pero para esto se necesitaría, creo yo, manifestar un grado de autoridad que, en definitiva supone, mostrarse por encima del otro. Esta función se considera del todo primordial puesto que una cosa es el jefe y la otra los subordinados. Es decir, si el subordinado carga con su condición de servicio, el jefe representa, incluso para el mismo jefe, una figura superior. Ahora bien, mostrase superior a cambio de ofrecer un estipendio al otro es una función odiosa o al menos nada grata. No deseando ser yo desagradable y sí, por el contrario, amado mi actitud balanceó siempre hacia la condescendencia,  la benevolencia y el cerrar los ojos, si fuera preciso,  ante los  desaguisados. En la casa, concretamente, se representa bien esta contradictoria condición del jefe odioso pero misericorde y hasta cobarde que Joseph Losey llevó al cine tras una adaptación de Harold Pinter (sobre la novela de Robin Maugham) y que se titulaba efectivamente The servant. Ni más ni menos The servant "servía" para poner en evidencia el frágil poder del amo cuando se convierte por la dialéctica de las prestaciones en  dependiente de los servicios del criado y con el tiempo llega a estar en alto grado a su merced.  

Como en otros capítulos de  las relaciones humanas no se llega a dominar de manera inocua. El que ejerce el poder crea resentimiento y de ello puede llegar la conspiración y la revuelta asesina. El poderoso manda pero  cada orden va creando un rosario o una soga potencial que puede acabar con él. El amo manda y teme ser eliminado. Su porción de soberbia encierra una porción de miedo igual a la porción de odio que se inculca indefectiblemente en los servidores.  

No seguiré mucho esta vez sobre un tema tan crucial. Volveré sobre ello porque, de hecho he venido a parar en este asunto impulsado por el temor que voy cobrando a la empleada de hogar, incalculablemente más grave que el que ella podría tenerme a mí. Soy capaz de barrer lo que esté sucio en cualquier rincón, a recogerlas pelusas sin decir palabra a simular que disfruto con el plato que cocina sin habilidad. Con todo ello, día tras día, mi malestar empeora. Y  doblemente. Se agranda tanto por la efectiva suciedad o mal sabor de los alimentos, como por la amargura que siento al verme  autodesacreditado. Ser jefe es mejor, según los libros de Historia Universal. En la historia de la vida cotidiana es otra cosa. Según mi carácter yo no he querido nunca obedecer ciegamente pero tampoco he sabido mandar con lucidez. De ahí se deriva que no haya alcanzado ninguna influencia notable ni equilibrio personal alguno. 

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22 de junio de 2015
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Tu voz debida (de vida)

"¡Qué alegría vivir sintiéndose vivido!" Este verso de Pedro Salinas forma parte de La voz a ti debida y todo el libro, desde el verso al título y desde el título al verso, canta la felicidad de contar con alguien que habite nuestra existencia gozosamente y, en consecuencia, el amor se derrame  reforzado y abundante  para todo el mundo.

El mundo es incomparablemente más hostil o simplemente demasiado soso sin esa pareja decisiva que colorea y fascina.

¡Qué alegría querer sintiéndose querido! podría exclamarse también  porque en cuanto yoes no amamos nunca más y mejor y confiadamente que cuando sabemos que se nos ama. Cuando se experimenta no hay nada igual entre lo mejor. Si para empezar y seguir una ilusión o un destino difícil es necesario disponer de muchos víveres, en la composición de un amor incondicional se encuentran reunidos los nutrientes que incluso hacen creer en la imposibilidad de morir.

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19 de junio de 2015
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El pueblo y la capital

Puede tomarse por una perogrullada, pero el lugar donde se vive nos hace la vida. Nos la hace, la deshace o la modifica. Más aún: no somos los mismos en el pueblo donde nacimos y en la ciudad donde trabajamos. Un racimo de personas nos saludan en las calles del pueblo y más de uno nos detiene para mantener una conversación. En la capital, sin embargo, vamos de aquí para allá como partículas brownianas que salimos  o entramos en casa sin más compañía habitual que nosotros mismos. Así en los pueblos apenas hay tiempo de pensar en solitario por las calles y la experiencia se expande entre las peripecias que relatan los demás.

En la gran ciudad, por el contrario, el entorno es acaso tan populoso como mudo. No nos dice nada. Más bien nos tapona los sentidos y es en esa  tesitura en la que nos buscamos adentro la conversación. No hablamos nunca o casi nunca por las aceras y ese silencio se prepara para dialogar con uno mismo. Extrovertirse en el pueblo e introvertirse en la ciudad son  movimientos antagónicos que afectan tanto al alma como a la gesticulación, pautan el habla y la meditación. Es fácil deducir que los osos no son lo mismo en su medio natural que en un zoológico. El zoo está concebido  para exhibirlos y el oso no tiene prácticamente nada que hacer ni cazar. Solo estar de aquí para allá. Con ello se aburre o se ensimisma y de ahí el aire de tristeza de las fieras en su cautiverio. Habrá momentos felices en los que incluso el tigre parece  alegrarse  ante la visita pero de ordinario habita ese espacio hacinado para darse de bruces en él. Ni siquiera con sus iguales se sentirá realmente  acompañado puesto que la compañía  verdadera no se gesta  sino en la acción conjunta. O bien, somos mejores amigos de aquellos con quienes emprendemos algo común.  De esta complicidad se desarrolla un afecto amistoso con argumento, memoria y voluntad. Sin actividad conjunta la vida pierde mucho nivel y, al cabo, todos nivelados en la acción unida igual a cero nos desvanecemos  "abarrotados" en la jaula o en la gran ciudad.

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8 de junio de 2015
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La fatalidad sin voz

A menudo compruebo, como si fuera una ley, que tanto las buenas noticias como las muy malas, llegan cuando menos se las espera.

Movido por esta certeza he procurado olvidarme de que en ese día se fallaba un premio al que había concurrido porque siempre cuando no he podido evitar el anhelo concreto he perdido en su resolución

Parecería pues como si la atención al acontecimiento deseado (o al temido) lo espantara. Igualmente, son más de temer  los periodos en que todo parece en buen orden porque, por lo general, algo vendrá insospechadamente a desbaratarlos.

Vivir sin expectativas es imposible pero hacer de lo deseable y de lo indeseable un cuadro que se activará o se desactivará gracias a nuestra íntima voluntad es darse de bruces con lo inexorable.

Lo inexorable se echa encima y nos bruñe o nos desuella. Lo inexorable, a la espalda de nuestra visión, se amaga como un animal que, al modo salvaje de los reportajes de la tele,  se halla siempre al acecho para saltarnos al cuello en los momentos en los que no emitimos sonidos ni hacemos comentarios en una u otra dirección. La fatalidad es muda, arbitraria y ciega. Es ella la que sin presupuestos ni indicio alguno, siega las ataduras de la libertad, los lazos del amor, la alegría o la muerte. Fin pues de esta irresponsable disertación.  

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1 de junio de 2015
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