Vicente Verdú
Algunos de nosotros, formados en la "cultura del esfuerzo", en la "cultura de la culpa" y en la amenaza del pecado mortal, sentimos el infierno alrededor si no laboramos, nos esforzamos, nos fatigamos y nos ocupamos productivamente sin fin. La mejora no se haya para nosotros, neuróticos del sentido del deber o en hacer más y mejor sin sentirse jamás satisfechos, sino en la virtud de la laxitud. Nos enseñaron y fuimos decididos a aprender disciplina y abnegación para saber vivir. Quedó, por tanto, anulada la permisión para disfrutar sin remilgos y procurarse tanto el reposo como el placer. No hacer se parecía a un mundo sin nombre en el que desapareceríamos con solo aproximarnos a él. Para ser identificado y condonado era necesario hacer. Desde los curas del colegio hasta las lecciones de Carlos Marx el lema resultaba ser el mismo: somos lo que hacemos. No hacemos y, en consecuencia, no somos. ¿Un verano? Esta estación era por antonomasia el tiempo de la máxima tentación puesto que una batería de circunstancias empujaban al ocio y con él al agujero del yo. El ocio era opio y perdición. Se perdía el objeto de vivir y, lo que es lo mismo, la vía hacia la salvación. Los veranos probablemente nos condenarían si no redoblábamos la guardia. Siempre alerta a los encantos de la canción del verano y la malicia de la hamacas frente a la voluptuosidad del mar. ¿Exagero? Me ofrezco a ser analizado o psicoanalizado o despiezado. Dentro de mi como de tantos otros tontos adictos a cumplir con la "cultura del esfuerzo" se hallaría una especie de grueso filamento central que no es sino la metáfora de las bombillas de tugsteno. Dan luz gracias al sacrificio que ofrecen para que la electricidad las lleve al rojo vivo y sólo mediante esa abnegación, su incandescencia de luz. Nada verdaderamente luminoso llegaría sin sufrir. Y, por el contrario, casi todo lo ominoso se correspondería con permitirse ser feliz. He aquí el panorama al que conducía sin falta la tan añorada "cultura del esfuerzo". La señal de la cruz.