Vicente Verdú
Es una grave circunstancia que el sirviente haya terminando imponiéndose en el espacio de la casa. Es altamente ridículo que su dependencia primera se haya invertido para hacernos ahora sus súbditos. Es altamente perverso y morboso todo ello. Pero ¿cómo hacer para resolverlo? ¿Enfrentarse decididamente a la situación y cantar airadamente las cuarenta al subordinado? ¿Presentarle una elaborada lista de reproches y faltas para hacerle ver quien manda y quién vigila? ¿Avergonzarle pues sus defectos para menoscabar su dignidad? ¿Darle a conocer, en fin, que su proceder perjudica el mismo bienestar de mi hogar?
¿Qué hacer, pues? ¿Optar por ser duro de repente o asumir por un tiempo suplementario la mansedumbre? La ira es mala pero peor, en estos supuestos, es la resistencia cobarde. Pero, además, contando con que el sirviente es una persona sin duda inteligente ¿no habrá sido él el primero en darse cuenta de sus abusos y haber decidido insistir en ellos? Probablemente aceptará que ante mi condescendencia el responde con ruindad pero ¿no buscará precisamente esta venganza? Puede ser. Nada es seguro en esta encrucijada porque si la inteligencia del sirviente se halla bien ejercitada para sacar provecho de nuestra debilidad ¿cómo no pensar que una súbita exhibición de nuestro poder le parezca tan ridícula como extemporánea? Fuera de lugar, fuera de tiempo.
Las cosas, buenas y las cosas mal deben mucho a su oportunidad. Un mal empeora o pasa ligeramente de acuerdo a otros componentes de su momento. Por lo tanto, habiendo perdido el punto crítico para hacerle un proporcionado reproche al sirviente ¿no habrá desaparecido para siempre la ocasión de reprenderle con pertinencia? La dilación nos desacredita. La demora nos demedia. Y, entretanto, nuestra continuada tolerancia ante sus errores y desafíos no ha hecho más que fortalecerle. No fuimos del todo conscientes de esta diabólica dinámica en curso pero el hecho viene a ser que pasado el momento oportuno para reprobar su conducta, un tiempo después las palabras suenan sin fuerza ni con su debido efecto. La reacción no inmediata, directamente sujeta a la ofensa, se convierte en un indicio de deserción. La deserción del amo que teme perder al criado y la desenvoltura del criado que se sabe defenderse mejor.
Hacer lo que a uno le viene en gana no pertenece, en general, a la ordenada educación del amo pero valerse de añagazas para sacar ventaja sin escrúpulos suele ser la escuela del pobre subordinado. Todo jefe sabe menos de su dependiente que la inversa puesto que la dependencia requiere desplegar todo acecho para protegerse. Pero, entonces, sabiendo más ellos de nosotros que nosotros de ellos ¿cómo evitar caer en sus candentes cepos y terminar indefectiblemente chamuscado?