En una sala
decorada como para un acontecimiento familiar
se encuentra un gran número 
de personas muy diversas.
Unas vestidas de fiesta 
y muchas otras 
ataviadas modestamente. 
Hasta pueden distinguirse, 
en menor número, 
una clase de asistentes
que han acudido  algo sucios 
y mostrando ropas desaliñadas.
Todo ellos, sin embargo, 
tienen cuerpo y sobre todo tienen cara.
ríen, lloran, meditan,
pasean en solitario o conversan 
(sin que se les oiga)
con uno o varios de los presentes, 
en corros muy reducidos o por parejas.
Son inconfundiblemente seres  humanos.
Seres humanos conocidos, 
más o menos cercanos. 
Ni príncipes ni mendigos.
Género humano.
Se trata, en suma,  de amistades y conocidos
que hemos cosechado en este mundo. 
Y también del mundo humano alrededor
con quien no tuvimos contacto
pero tejen nuestra existencia.
Son, en efecto, los habitantes de la escena 
que corresponde al tiempo 
de nuestra biografía. 
Nada pues de particular en su conjunto,
si se exceptúa
una falta evidente de luz 
que entristece la condición del acto
cualquiera que sea 
y lo vuelve mortecino.
Pero nadie pide mayor claridad 
Ni nadie pregunta por el motivo 
de esa congregación, 
que parece darse por sabida.
Quienes se encuentra allí 
han llegado naturalmente. 
Del mismo modo
que se encuentra cualquier individuo 
en la sala apenada (apenumbrada) 
de esta vida.
Ciertamente, nuestra presencia 
ha sido  autorizada. 
Y como la de los demás, 
obedece a la misma invitación
concretada en permanecer vivos
y mantener alguna identidad carnal, por ahora.
Nuestra invitación se debe pues, 
Sencillamente,
a que se posee un cuerpo
 y, especialmente, diríase, una cara.
La cara es de gran importancia. 
Gracias a ella podemos deducir
que no hemos ingresado 
en esa estancia indebidamente 
puesto que la cara
de aquel o de aquella 
es un rostro conocido 
y esto nos avala a nosotros
tanto como a ellos.
El conocimiento mutuo nos concede la cara 
y el derecho a la entrada. 
Unos avalan a los otros
mediante la credencial expresa
de la cara. 
Así se engrana el conjunto 
y se forma el grupo presencial, 
unos con otros. 
¿Qué es, en verdad, esto? 
Claramente se induce 
que no es otra cosa 
sino convocatoria sin etiqueta o distinción 
concerniente al censo de habitantes
que aún poseen vida. 
Los muertos, por muy intensa 
que sea la memoria de su cara 
no se hayan presentes. 
Cada cual carga 
en su interior
con su recuerdo
pero no asisten a esta asamblea
que no es ni celebración ni lamentación.
Que tampoco es anónima 
pero dista de ser ignominable.
Conlleva una  aglomeración
de seres humanos aún con vida. 
Y esto es lo característico o decisivo. 
Como también el hecho de que
,en cualquier momento, 
sin necesidad de soñar, 
se cree esta congregación en cada uno 
al desear evocarla.
Reunión comunitaria y propiedad intelectual 
Personalizada. Muerte general y muerte particular.
Vida en comandita y vida propia. 
Este concilio se encuentra pues
en permanente en disposición 
de representarse cuando lo solicitemos. 
Es la simple convención de los individuos
que transcurren aún
por el recinto 
de los vivos aún.
Cada día y a cada ahora 
mientras todavía no han muerto.
Gentes que conocemos de vista 
o los amamos de veras. 
Personajes que comparten ç
una misma época 
o intervalo en el tiempo. 
De ese modo sencillo 
nosotros estamos allí, 
como ellos, circunstancialmente.
Todo con el pleno derecho de compartir 
un mismo fragmento del tiempo infinito
 y siempre 
con la condición de seguir vivos, 
incluso gravemente enfermos
pero vivos. 
De ahí que inquiete especialmente 
su cláusula temporal tan terminante. 
De ahí que el pensamiento tiemble 
al prevenir  que 
en la convocatoria siguiente 
v0ayamos a reconocer menos caras 
y así hasta llegar a  una  sesión
en que cueste encontrar la cara de alguien o de algunos 
para evitar no ser expulsados por intrusos.
Los conocidos nos conocen 
nosotros los conocemos 
y con ello nos amparamos mutuamente. 
Pero ¿cómo no temer  que, en el futuro, al ser menos 
los  reconocibles 
dejemos de ser admitidos?
O,  ¿cómo no pensar
que acaso en esa próxima y decisiva reunión
no localicemos  a esos allegados 
no tanto porque no se encuentra allí su rostro 
sino porque somos nosotros 
los que hemos perdido 
el cuerpo, 
y será ilocalizable
nuestra cara?