Vicente Verdú
Hay un espacio abierto
en la trivialidad
que sabe a caramelo de menta.
No puede decirse
que gracias a la trivialidad
pueda nutrirse el alma
a semejanza de una yerba
natural o mágica
que alimenta su categoría y su paz.
Tampoco cabe decir
que todo el mundo
será feliz bajo
el refresco de su lluvia propensa
ni siquiera que la Humanidad pueda entenderse
con su parlamento de hojalata.
Sin embargo, si mediante la razón
todo acaba siendo triste,
lo trivial es pura y volátil jovialidad.
Low cost.
Cultivando la seriedad a conciencia
no se obtienen sino tubérculos
mientras que lo trivial es más floral.
Tiene la trivialidad
el sello incombatible de lo efímero
y, con ello, un alma veleidosa
o un remedo de banal eternidad.
Es esta la virtud (paradójica)
del tiempo sin bozal,
del vestido sin hechuras,
del habla por hablar.
Lo trivial podría, además, ser
muy cursi
si se entendiera mal
y mediante comparaciones de vida y muerte
Pero, tomándola como es debido,
en su provisionalidad,
la trivialidad es una gracia
que la vida otorga
en compensación de la fatiga,
en descanso del pensamiento que pesa,
en alivio de la moral que amorata,
de la belleza que nos atemoriza
o de la conducta que nos atenaza la libertad.
Se trataría, en fin, lo trivial
de un aire ligero,
el chorro de un grifo
que ni mata ni hiere
y nos da de beber
muy fácilmente,
al aire libre
y liberados del penal.