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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Berlanga en la huerta

En mi casa practicábamos un humor ‘berlanguiano' sin saberlo, y sin saberlo sobre todo yo, que era el pequeño y el más alejado, por mi nacimiento en Elche, del lugar de los hechos. Por supuesto, esa particular modalidad humorística de mi familia no era constante, ni trascurría toda en planos-secuencia, tan cultivados, sobre todo en la última fase de su carrera, por el autor de ‘Plácido'. Habitualmente brotaba de noche, algunas noches caseras, y también como colofón de las fiestas señaladas: bautizos, cumpleaños, bodas de plata, y ciertas concentraciones veraniegas en las que, entre primos, hermanos, padres y tíos carnales, llegábamos a formar una tribu de casi veinte valencianos haciendo el indio en Jávea.

   Invariablemente, al final de esos actos festivos, mi padre, que era por lo demás un hombre de leyes serio y algo tímido, aunque con brotes de humor dislocado en la intimidad, se ponía en pie a petición de los comensales y recitaba de memoria una copla soez y rimada a la patalallana por su padre, mi abuelo Visént Molina Maset (así firmaba), titulada ‘Casamiento de María la Chapa'. La composición está escrita en una jerga valenciano-castellana deformada por los retruécanos y términos voluntariamente incorrectos y algunas aportaciones del habla de Sueca, el pueblo natal de mi abuelo y de una buena parte de mi familia y asimismo  -y este dato tiene su importancia en el argumento de este texto- de Josep Bernat i Baldobí, el inmarcesible autor de ‘El virgo de Visenteta'.

    El ‘Casamiento de María la Chapa', sin duda la obra magna de mi abuelo, tiene 117 versos, y no es cosa de reproducirla, ni siquiera en honor de Berlanga, que sin duda la desconoce. Pero voy a citar dos fragmentos, tomados de la última reedición que se hizo, en 1981, de este único libro de Visént Molina. Así describe él, por ejemplo, el lugar donde trascurre el enlace matrimonial del hijo de la sinpar María, gente "de muy buena casa":

 

                            El corral donde soparon

                            Neteyado a ramasadas...

                            Ya no lin cabía más

                            De aligante que paraba.

                            ¡Y qué de allumenasiones

                            que de las cuerdas colgaban,

                            compuestas de pimentones

                            que en un ansa s´aguantaban.

 

    Remedando siempre, por lo bajo, el estilo satírico-escatológico de su admirado antecesor e inspirador Bernat i Baldobí, Visént Molina procede a continuación a dar el menú del convite nupcial: "Se comieron entre todos / tres friteradas de ratas / en suquito, coentitas, / y mescladas con patatas. Y había quien en un rote /apagaba una canela / y hasía más alborote / que el tiro de una pistuela". Antes de pasar al baile, y "una ves sopados bien / y con la pancha bañada", la anfitriona María la Chapa va distribuyendo regalos a los invitados de ambos sexos, los ‘pollos', el Moco, el Caguit, el Verdolaga, "que ballan com una trompa / y menjan com una draga",  y las ‘femejas', que reciben "cada una un got de horchata / hecha con un cubilete / que tenía un dit de caspa".

    Aunque él decía hacerlo mal, en comparación con la gracia rapsódica que tenía el abuelo Visént (a quien yo apenas conocí), mi padre se llevaba en cada una de sus innumerables declamaciones de ‘El casamiento de María la Chapa' una sincera ovación del público, a veces formado únicamente por su esposa, mi madre, y sus tres hijos, mis hermanos y yo, que aún recordamos de memoria, pasados cuarenta y cincuenta años de aquellos recitales, pasajes enteros de ‘El casamiento' y otras piezas ligeras del abuelo poeta. Me dicen que en Sueca aún las evocan alguna tarde los mayores del lugar.

 

                                                   &     &      &

 

   Hay muchas maneras de amar a Luis García-Berlanga, y creo sinceramente que todas ellas han sido ejercitadas por el público. La crítica, esa hidra a veces caprichosamente venenosa, también le ha acompañado y entendido, si bien yo lamento que las tal vez últimas obras de Berlanga, ‘París-Tombuctú' y el corto ‘El sueño de la maestra', fueran consideradas ‘menores'. Para mí constituyen el magistral remate de una carrera que marca la historia del cine español.

    No voy a repasar aquí su filmografía, sobradamente conocida, estudiada y recordada. Según algunos, el final de su colaboración con Azcona, que se produjo después de ‘Moros y cristianos' (1987), señalaría el inicio de una decadencia berlanguiana plasmada en sus siguientes títulos, ‘Todos a la cárcel' (1993) y las citadas ‘París-Tombuctú' (1999) y ‘El sueño de la maestra' (2002). Yo no veo tanta diferencia (Azcona, como artista disciplinado que era, también se ponía un tanto ordinario, más valenciano que logroñés, en ‘Nacional III', ‘La vaquilla' y ‘Moros y cristianos') entre el Berlanga ‘con' y ‘sin' Azcona de esa fase postrera. Simplemente, ayudado en los últimos guiones por otras manos, Berlanga recuperaba una esencia que siempre estuvo en su obra: el rudo humor fallero y rústico, no tan alejado del de los sainetes de Bernat i Baldobí. Conviene en ese sentido recordar que ‘El sueño de la maestra', estrambote añadido a ‘¡Bienvenido, Mr. Marshall!' (a partir del original en su día censurado), está firmado como "una falla de Luis García-Berlanga", y añade en los créditos: "'plantá' en la Plaza del Caudillo en 1952 y 'cremá' en 2002". Un breve pero exuberante monumento de ‘ninots' de carne y hueso, escatológico, disipado, impúdico y cazurro (ese tan creíble Santiago Segura con boina), que enlaza con los episodios picarescos y los chascarrillos, casi ninguno vulgar, alguno estupendamente surreal ("tiene usted pies de pianista"), de ‘París-Tombuctú', gran despedida cinematográfica con fuegos artificiales en la que el director, a punto de cumplir ochenta años, se desnudó frontalmente ante el espectador (en la carne de Michel Piccoli) como un disolvente viejo verde y no como un eminente viejo sabio.

     Berlanga nunca ha querido ser satírico, es decir, regeneracionista. En 1958, después de rodar ‘Los jueves, milagro', que aún seguía pautas de un neorrealismo a la española, el cineasta escribió esta declaración de principios en la revista ‘Film Ideal': "no estoy de acuerdo con los que me encasillan como satírico. Barnizar con una fina ironía, quizá por vergüenza de expresar abiertamente nuestra ternura, todo aquello que nos rodea, no da derecho a centrar a uno en el áspero ejército de los Aristarcos [se refiere al teórico y crítico cinematográfico marxista Guido Aristarco]. Yo soy un gran egoísta, tan gran egoísta que lucho por la felicidad de los demás, sólo para que no me molesten. Y por esto mismo no me interesa señalar puntos de ataque a futuros ejércitos sino disfrutar de los paisajes que en este lado, llamémosle civilización occidental, tenemos. Si pretendo ensanchar, pues, mi cantón independiente o por lo menos delimitar sus fronteras surge inmediatamente la calificación de humorista. Sólo pido que Dios sea humorista en la medida que yo lo deseo".

     Egoísmo, hedonismo, separatismo individual, humorismo como medio de secesión. El radical proyecto aislacionista y demoledor de Berlanga viene de antiguo, como puede verse, pero yo me atrevo a decir que ha alcanzado su forma más pura, guste o no, en las desordenadas, deslenguadas y desinhibidas películas finales. Quizá las más huertanas; para mí las más atávicas. Las que muestran -en todo caso- al genio, según la formulación de Baudelaire, recobrando su infancia a voluntad.

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3 de diciembre de 2009
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Amparitxu

Gracias a una semblanza del escritor Pedro Ugarte publicada en El País he tenido noticia de la muerte de Amparo Gastón, la viuda de Gabriel Celaya, a la aprovechada edad de 89 años. Las esposas de los escritores son figura proverbial de la historia literaria, cada vez más, en razón de la lógica de los tiempos, compensada por la del marido de la escritora famosa, que tuvo seguramente su primer paradigma en Leonard Woolf, esposo y viudo longevo de Virginia. De otras grandes, como George Sand o Karen Blixen, prevalecen sobre todo sus amantes volcánicos o nebulosos, por mucho que ambas tuvieran también maridos pegados a la tierra.

   Yo conocí a Amparo, con Gabriel (que la llamaba Amparitxu), en los últimos años de la década de 1960, cuando los Novísimos estaban en ebullición, sin hervor. A ella le parecíamos todos guapos, aunque guapos de verdad sólo lo eran tres, teniendo el resto de nosotros únicamente la gratificación de los veinte años. Amparitxu y Gabriel eran dos seres acogedores y simpáticos, él bonachonamente, con su amplia cara de profeta báquico, y ella a la vasca, es decir, con la sequedad de fondo tierno de una ‘amatxo' vasca. Creo que siempre tuvieron (hasta que alguna diputación le compró a Gabriel su biblioteca) problemas de dinero, pero aun así nos invitaban de vez en cuando a tomar unas botellas de vino de poca marca en su casa.

    No nos gustaba mucho la poesía de Celaya, aunque Antonio Martínez Sarrión, que era un ‘senior' de los Novísimos jóvenes y tampoco un adonis, me recitaba poemas de la segunda parte musical del libro de Celaya que prefería, ‘Lo que faltaba', ritmando a veces los versos con sus propias extensiones vocales. Conservo ese libro, regalo de mi amigo Antonio, con una dedicatoria suya en rima indescifrable.  

   Ugarte dice que Amparo fue la "ruidosa detonación" que cambió la vida de Rafael Múgica, nombre real del poeta de Hernani. Debe estar en lo cierto, aunque a mí no me consta, pues mi trato con ellos, que se hizo más esporádico en los años 70, era ya con la pareja asentada y el poeta instituido. Lo cierto es que Amaritxu era la habladora del dúo, y Gabriel el ensoñado.

      Ni Celaya ni Blas de Otero eran entonces modelos afines, prefiriendo yo (y así evito caer en la injusticia de las generalidades generacionales) entre los mayores post-27 y pre-50 a Luis Rosales, Hierro o Ricardo Molina. Hay sin embargo un libro de Celaya que me causó gran impresión. Se trata de ‘Cantos y mitos', publicado por Visor en 1984 y asociado en la nota del editor a la "poesía órfica" del escritor guipuzcoano. Es una obra inesperada y original, de largos poemas narrativos que desembocan en uno final, de clara filiación ‘shakesperiana', titulado ‘Tras la tempestad. Fin de fiesta'. El libro está dedicado a ‘Amparitxu, mi Syzegia', que no sé lo que quiere decir pero me sugiere un nombre de musa tal vez indo-europea o sólo griega.

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30 de noviembre de 2009
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El otro Alas

Le llamé nihilista cuando tenía diecinueve años, y pareció como si Leopoldo Alas (‘Polo' o Leopoldito para los amigos) hubiese querido hacer honor toda su vida a ese adjetivo. Mi empleo de ‘nihilista' era cariñoso (aparte del respeto profundo que, sin yo serlo, me producen los seres que lo son), y estaba corregido por los otros epítetos que le puse en la antología ‘Cinco poetas del 62', seleccionada y prologada por mí en la revista ‘Poesía', un ya lejano día de 1982. Allí, precediendo a sus seis poemas elegidos, Alas era introducido como alguien que "toma el molde de la fábula, lo adorna con una especial zumba y un sabio soniquete infantil que realza el broche nihilista de su verso". Dos de los poemas de la antología trataban de animales, gatos y ballenas. En ‘¿Qué te diría tu gato?' Leopoldo escribía estos preciosos versos aforísticos: "El gato es anterior al cristianismo. / Descarta la piedad y no perdona". En ‘Las ballenas se suicidan', el poeta se hace ballena por solidaridad humilde: "Las ballenas nos suicidamos / para justificar el medio, / no por firmeza, / no por arrebato".

    Zumbón, engañosamente pueril y con un inesperado (pero nada pelmazo) fondo de amargura, Leopoldo Alas dejó al morir el año pasado cierta cantidad de obras dispersas o inéditas que ahora se están ordenando y empezando a publicar. Yo creo que ‘Polo' era ante todo poeta, y la edición completa de sus cinco libros (con el añadido de inéditos) que, al cuidado de su gran amigo el también poeta José Infante, editó el mes pasado Visor, espero que le ponga en el lugar literario que le corresponde y que en vida, por juguetón y por cambiante, le fue escamoteado.

   Una de sus manifestaciones ‘ligeras' más persistentes (y por ello más sospechosas a los ojos de ciertos popes de la alta literatura) fueron los escritos de agitación, donde su voluntad chispeante y decidida, a veces descuidada en la forma, destacaba con el golpe coruscante de lo inmediato. Así es ‘La loca aventura de vivir', una falsa novela en viñetas que acaba de publicar la editorial madrileña Odisea, con portada e ilustraciones de quien también fuera amigo íntimo suyo, el pintor suizo Daniel Garbade.

    En una primera apariencia, ‘La loca aventura de vivir' es la crónica costumbrista de la fauna (y algunas ‘floras') del barrio de Chueca, lugar ameno que Leopoldito trató de hacer más divertido y culto; sus opiniones, no siempre complacientes con sus ‘hermanas' homosexuales, adquirían a menudo la forma de un dardo lanzado a la incultura y el sentido acrítico de tantos jóvenes gays pobladores, sobre todo al caer la noche, de esa zona madrileña. En las páginas del libro figuran los espacios indiscutibles, y algunos ya legendarios, de Chueca: los bares de ligue, las tiendas de ropa más o menos ‘queer', la librería Berkana, donde tantos hicimos la ‘mili' de la mejor literatura y cinematografía gay y lesbiana. Sería inverosímil que no hubiese droga o chaperos en el libro, y no faltan, aunque yo encuentro más instructiva que la advertencia del peligro de los ‘tarifados' la larga descripción de la ketamina, también llamada ‘Special K'. Hay un lógico ‘set-piece' en torno a la fiesta del Orgullo Gay, una trama política quizá no bien desarrollada en torno a un líder conservador en el que algunos verán una persona real encubierta, y, como capítulo indiscutiblemente seminal de la novela, el titulado ‘Una mamada imprudente', donde el joven protagonista Nano da una clase magistral sobre la felación que, por su descaro didáctico y su intención profiláctica, bien podría ser recomendable en los programas de estudios escolares.

    ‘La loca aventura de vivir' tiene una coda en la que Leopoldo Alas se desnuda con una mezcla de candor y abrasiva lucidez, reconociendo que el libro, que tuvo una primera versión en prensa, es "escritura sin un plan: reveladora de sucesivos estados de ánimo, de una mayor o menor calentura, de ciertas carencias y de alguna esperanza". Y el autor declara a continuación haberse masturbado mientras escribía las escenas más tórridas o al concluirlas. "Admito haber gozado del placer de una escritura anárquica que, con todos sus defectos, da cuenta de un mundo regido por el deseo y el caos. No lo hice por dinero, aunque me alivió el que recibí. Tampoco tuve pretensiones literarias".

   El desenfado de Leopoldo Alas se hacía grave al llegar al verso, sin por ello cambiar el diapasón festivo o lúdico de su mundo particular. Por eso, mientras uno pasa momentos de animado regocijo con esta loquísima aventura suya del vivir ‘chuequense', el poeta nos acompaña. El que escribió, por ejemplo, en su poema ‘Me Tiño': "Que no soy dialéctico, dicen los avisados. / Ya sé que estoy en el filo", añadiendo que "Me tiño, y cada color me descubre un rostro diferente. / Hablo con otras voces, digo en tonos distintos, / cada frase escrita en una tinta".

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26 de noviembre de 2009
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Corazones del bosque

La conocida frase de Stendhal respecto a lo mal que le sienta a la novela el discurso político ("como el estallido de una bomba en mitad de un concierto") cobra un relieve particular a partir de las obras de ficción que introducen o reflejan en sus argumentos los dos mayores atentados terroristas ocurridos en países que estaban, por así decirlo, en paz. El 11 de septiembre estadounidense ha inspirado de distinta forma a Don DeLillo y a Paul Auster, siendo el británico Martin Amis quien, a mi juicio, más frontalmente lo ha plasmado en una elocuente serie de ensayos y dos ficciones, recogidas en el libro ‘El segundo avión' (Anagrama). En España, Adolfo García Ortega y Ricardo Menéndez Salmón son dos autores que de modo muy distinto han dramatizado narrativamente la jornada madrileña del 11 de marzo, que ahora vuelve a ser noticia literaria con la aparición de la novela de Manuel Gutiérrez Aragón ‘La vida antes de marzo', ganadora del reciente Premio Herralde, en cuyo jurado figuro.

 

   Aun siendo una ‘opera prima' no vamos, por supuesto, a presentar aquí a su autor, a mi juicio uno de los grandes directores del cine español contemporáneo, junto a Berlanga y Almodóvar. Conocido ya por sus serios afanes literarios, sus artículos y el especial cuidado en la escritura de sus guiones (tanto los propios como los de encargo), Gutiérrez Aragón ha hecho una novela que arranca en el estilizado mundo telúrico de tantos de sus títulos inolvidables (‘El corazón del bosque', ‘La mitad del cielo', ‘Demonios en el jardín', ‘Visionarios'), para desarrollar después, dentro de un sorprendente marco de ciencia-ficción, una trama que da protagonismo a los autores de los atentados ferroviarios de aquel trágico día de marzo.

    Al contrario que Amis en su relato ‘Los últimos días de Mohamed Atta', ocurrente reinvención interiorizada de las últimas horas del principal cerebro del 11-S, Gutiérrez Aragón introduce a los personajes de los marroquíes (y sus cómplices españoles) que serían declarados culpables de los atentados, observados desde fuera, desde la mirada de uno de los dos narradores que hablan y se entrecruzan en el libro. Esta visión, sin escamotear de ningún modo el perfil de los principales personajes árabes, sirve para presentar de un modo atractivamente novelesco las ‘razones' y el lado oscuro fanático, misterioso, de esta  nueva forma de guerra letal representada por un terrorismo islámico  movido hasta el extremo más sangriento y cruel por un supuesto mandato religioso.

     No espere sin embargo el lector, y no lo esperará quien conozca la importante filmografía de Gutiérrez Aragón, el estallido ideológico de la bomba temida por Stendhal. El atisbo político y la acción terrorista son fondos que le dan al libro su color y su emoción. Pero el autor, fiel al espíritu de su obra cinematográfica, los trenza en una historia central que vuelve al núcleo familiar, a los padres terribles y el tema del cainismo, sin prescindir, en un registro de elegante humorismo, de los toques de magia rústica que tanta originalidad han dado a su universo imaginario, ahora brillantemente renovado desde un prisma estrictamente literario en ‘La vida antes de marzo'.

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23 de noviembre de 2009
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El país del anti-turista

Desde que unos señores británicos con tiempo suficiente y fortuna lo inventaron a finales del XVIII, el turismo es el paraíso de lo indeterminado. Lo es, hay que aclarar, cuando se hace bien, sin seguir por el Valle de los Muertos la enseña del paraguas amarillo del guía ni cantar karaoke en los cruceros bálticos. Para ello no es preciso tener los medios ni el séquito del antiguo ‘gentleman'; estamos en la era del ‘low cost', apenas inferior en calidad de vuelo a las grandes compañías aéreas, y perderse en la red de sus autobuses, con una mochila en la espalda, es uno de los modos más seguros de entrar en el corazón de la India.

   El cine ha sido muy turístico desde el principio, por razones fáciles de comprender, aunque sólo unos pocos maestros han viajado bien, sin disparar su cámara con la facilidad aniquiladora del gatillo; Pasolini, Malle, Agnès Varda, Rossellini, y el Orson Welles de sus reportajes españoles son ejemplos distinguidos de viajeros de gran clase, pero ninguno de ellos llegó al atrevimiento de Jim Jarmusch en ‘Los límites del control' (The Limits of Control'). Es doloroso, como lo son siempre las comparaciones, que su película coincida en la cartelera con ‘Si la cosa funciona' (‘Whatever Works'), el último Woody Allen, en la que el gran director neoyorkino, incluso rodando en su ciudad, incurre en escenas de agencia turística (la visita a la Estatua de la Libertad, el Museo de Cera), quizá el inevitable destilado de esa colección de postales bobamente iluminadas que fue su anterior ‘Vicky Cristina Barcelona'.

   Advierto que no soy un incondicional de Jarmusch, lo que traducido en hechos contantes significa que hay algún título suyo del que he prescindido como espectador, algo que nunca he hecho ni haré con Allen. ‘Los límites del control' no está a la altura de las que, a mi entender, son sus obras maestras, ‘Noche en la tierra' (‘Night on Earth') y la aún reciente ‘Flores rotas' (‘Broken Flowers'), faltándole creo el humor -‘deadpan' pero verdaderamente divertido- que ambas tenían y tendiendo más, por el contrario, al un tanto inconsistente trazo de sus primeras y significativas obras, ‘Permanent Vacation' y ‘Extraños en el paraíso' (‘Strangers than Paradise'), que le pusieron en el mapa del mejor cine independiente americano a principios de los años 80. Se trata, sin embargo, de un ejercicio de vaciamiento de la noción de turismo fílmico que, con todos sus defectos de ritmo y sus autocomplacencias de guión, resalta la paradójica verdad de una hermosa frase de Emerson: "Si uno se pone expresamente a mirarla, la luna se convierte en oropel".

   La acción de la película trascurre toda ella en una España de la que Jarmusch no evita clichés. El Solitario matón que encarna con adecuada impasibilidad estatuaria Isaach de Bankolé se sienta a tomar sus expressos repetidos en el Madrid antiguo, toma el AVE en Atocha y se baja en Santa Justa, se detiene ante la Torre del Oro y recorre algunos de los rincones más típicos del barrio de Santa Cruz, sin dejar de asistir, en uno de los más sugestivos momentos del film, al espectáculo de un tablao flamenco. En su trayecto elípticamente criminal, el Solitario visita cuatro veces el museo Reina Sofía y tiene citas o encuentros con personajes disfrazados, en general lo menos logrado de ‘Los límites del control', pese a que esos personajes los interpreten actores de la talla de Bill Murray, Luis Tosar, Tilda Swinton, John Hurt, Gael García Bernal y la libanesa Hiam Abbass, que últimamente sale en todas las películas. Un helicóptero que al final desciende del cielo sin mostrarnos de dónde viene sobrevuela la mayoría de los episodios.

   Jarmusch ha definido, en una entrevista de ‘Film Comment' que traduce en su número de septiembre ‘Cahiers du Cinema España', como "una película de acción sin acción", lo que no es del todo cierto; hay un asesinato, desnudos, niños locuaces, sicarios, y la silueta del edificio madrileño de Torres Blancas, en sí mismo un icono de lo irresoluble y lo ‘unheimlich'. El secreto del trasfondo fascinante de ‘Los límites del control' es su falta de determinación, de norte, de fijeza. Madrid, Sevilla, Almería, son paradas de un recorrido que bien podría llevar al protagonista a cualquier otro lugar de España o América sin por ello dejar de ser un viaje. En este caso, un ‘trip' alucinante voluntariamente rebajado con el frío del juego de las simetrías y los silencios.

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20 de noviembre de 2009
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Trenes fantasma

Las estaciones de ferrocarril y los mercados se han convertido en los más sugestivos contenedores de la cultura moderna, y por eso no me extrañó verme llevado, nada más aterrizar en Santiago de Chile, a la hermosa y desusada Estación Mapocho, donde en un airoso stand cercano a la antigua cantina de viajeros estaban mis novelas apiladas, a unos precios que los aranceles de la importación y el escandaloso IVA del 19% impuesto en aquel país al libro convertían en artículo de lujo. Antes de alcanzar la caseta de Anagrama me había cruzado con Borges, con Evita Perón y con Carlos Gardel, los tres en cartón-piedra y sólo con un vago parecido a sí mismo el ‘ninot' del autor de ‘Ficciones'

   Este año la Feria del Libro de Santiago tenía como país invitado a la Argentina, y los fragores oficiales aún seguían latentes cuando yo llegué, seis días después de la inauguración. La habían presidido las dos presidentas, Cristina Fernández de Kirchner y Michelle Bachelet, pero en el acto oficial el embajador argentino en Chile había cometido un ‘paux pas' que causó la hilaridad de muchos de los presentes y la ira de los que decidieron, por ello, quedarse ausentes. El diplomático habló de las glorias literarias de su país, citando sólo a muertos, con los que algunos vivos -de Juan Gelman a Andahazy- rechazaron la invitación a participar. Otros vinieron, y por los andenes abandonados de la estación de tren andaban Ana María Shua, Fogwill y César Aira, al que oí perorar, con su hipnótica cadencia sacerdotal, sobre los locos literarios chilenos. A su perorata le debo el descubrimiento de Juan Emar, seudónimo formado a partir de la frase francesa "j´ai en marre" del escritor Álvaro Yáñez, muerto en 1964, y cuyo libro ‘Diez' me apresuré a comprar en la feria y leí en el avión de vuelta. Diez relatos sobre la falta de substancia aderezada por el gusto animalesco y una irracionalidad de altísima precisión verbal. Las trece horas de vuelo también me dieron tiempo a leer, con gusto y bastante sorpresa, la versión (no tan libre como él insinúa) del ‘Rey Lear' de Shakespeare realizada por el grandísimo Nicanor Parra, y con ansiedad insatisfecha una selección de los diarios (¡qué incompleta, Dios mío!) de José Donoso.

    No estuve todo el tiempo bajo la estructura de la Estación Mapocho, que los más entusiastas adjudican al mismísimo Gustave Eiffel; los realistas sólo sostienen que esa cubierta metálica vino del París de Eiffel. Era mi primera visita a Chile, y me gustó mucho callejear por el centro, que no es exactamente ni muy antiguo ni monumental, pero está estupendamente surtido de librerías y ópticas, dos comercios al fin reivindicados como complementarios.

   Había autores españoles en la Feria, aunque únicamente coincidí con Luisgé Martín, que, después de su excelente novela ‘allendiana' ‘Las manos cortadas', se merece el título de chileno honorario. Reencontré a escritores del país que ya conocía, como Carlos Franz, Rafael Gumucio y Pablo Simonetti, e hice amigos nuevos, como Alejandro Zambra y Pedro Lemebel, igual de estimulantes en la conversación que en sus libros. Jovana Skármeta, que no es familia del conocido autor de ‘El baile de la victoria', fue mi benévola hada madrina y cómplice, y Jorge Edwards Jr, que sí es descendiente directo del Premio Cervantes, me guió por Valparaíso, mientras hablábamos de arquitectura y otras bellezas nativas que animan el paisaje de aquella tierra marítima y montañosa donde Pablo Neruda fue dejando casas como quien deja migas de pan.

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18 de noviembre de 2009
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El proxeneta: sus derechos humanos

El ladrón metido en la política ya no asombra a nadie, y menos en nuestro país. Pero aún no teníamos instaurada la imagen del político que se presenta ante los electores poniendo como base de su programa el robo. Ya ha llegado, y lo más sorprendente es que no procede de Italia, donde Berlusconi ha logrado, con poca resistencia interna, hacer llevadera a una mayoría de la población la cultura del mercadeo de los valores y el acoso al oponente. Tampoco viene de la Guinea de Obiang, del Zimbabue de Mugabe ni de otras dictaduras aparentemente democráticas donde el abuso del poder se sostiene en la ley del más fuerte. La nueva política del latrocinio ha adquirido carta de naturaleza parlamentaria en Suecia, un país que durante décadas fue, y no sólo para los españoles atenazados por la bota franquista, el modelo de una socialdemocracia limpia del mangoneo y la corruptela que suelen asociarse al temperamento meridional.

   El Partido Pirata, que así, bravuconamente, se hace llamar la nueva formación sueca surgida en 2006, consiguió en las últimas elecciones al parlamento europeo la cifra de 215.000 votos (un 7,1% de los sufragios), contando gracias a ellos con un escaño en Bruselas. El ejemplo ha cundido, lógicamente, y ya existen o están en fase de organización partidos similares en otras partes de Europa, incluida España; en Alemania, donde su ascenso en las urnas es creciente, los ‘piratas' fueron votados por 845.000 ciudadanos, un 2% del total de votantes, en las recientes elecciones federales, aunque allí, dado el mayor tamaño del país, dicha cantidad no les permitió obtener representación parlamentaria (tomo los datos del documentado artículo de Abel Grau publicado en El País).

    Sobre la naturaleza del robo sistemático que estos nuevos políticos proponen hay poco que hablar, pues su propio nombre lo revela, y ustedes están hartos de oír y leer argumentos (o exabruptos) en contra y a favor de la piratería. Los músicos, los diseñadores de videojuegos, los cineastas, los productores de artefactos culturales y ya, en algunos lugares de América Latina y Oriente, los escritores, son de modo imparable objeto del robo de sus derechos de autor, dando paso a una situación de grave crisis sobre la que tampoco vamos a insistir; baste decir que, en el terreno cinematográfico, afecta a la que parecía inexpugnable industria de Hollywood e, incipientemente, a la no menos potente de Bollywood. Para unos, los ‘fans' de la facción corsaria, la situación resultante no dejaría de ser algo así como una especie de correctivo libertario ejercido sobre un cártel de altos mangantes que tienen -además de explotados-  engañados a unos pocos artistas ávidos de riqueza. Para otros, entre los que me cuento desde hace años, la defensa romántica de la piratería constituye una falacia seudo-progresista que pretende disfrazar de acto trasgresor y liberatorio lo que en la práctica es una manera cínica y astuta de aprovecharse del prójimo defraudando el derecho del creador (y de su elegido trasmisor) a cobrar un (pequeño) porcentaje legítimo por su trabajo.

    La aparente originalidad de este nuevo evangelio del atraco a mano armada de ratón o descarga ilegal estriba en lo que llamaríamos, en el horrendo lenguaje contemporáneo, su ‘argumentario', basado en dos conceptos, más bien dos ‘slogans', que, explicados torcidamente, pueden atraer y convencer a muchas almas benditas. El primero pretende asociar el (indiscutible) anquilosamiento de la política de grandes partidos al modo occidental, cada vez más sectaria (y así es efectivamente ahora mismo en el PSOE y en el PP, por no hablar de los partidos periféricos), con la maquinaria de producción de la cultura, que también, según ese razonamiento, hace aguas, está oxidada o causa entre sus usuarios el mismo desencanto de fondo que nos producen nuestros líderes electos. El corolario sería tan meridiano como irrefutable: ni los partidos asentados ni las grandes discográficas, cadenas de exhibición o distribuidores de libros responden a las demandas de una parte de la sociedad, que, lógicamente  -siguen razonando los piratas-  se muestra por ello desencantada y pone de manifiesto lo que el clásico faústico llamaba el "espíritu que niega": no molestarse en ir a votar al candidato obediente a unas siglas (más que a su conciencia) y no molestarse en comprar una música o una película que puede gratuitamente ‘bajarse' (y el verbo reflexivo usado para este nuevo menester contemporáneo encierra su carga de condena poética).

     Mucho más alarmante, aunque envuelto en los mejores sentimientos, es el segundo slogan pirata, que se escuda en el estandarte de los derechos humanos, críticamente analizado por Régis Debray en su reciente libro ‘Le moment fraternité' (Gallimard). En la segunda y más interesante parte de su ensayo, Debray sostiene que el culto de los derechos humanos ha sido santificado por un gran número de ciudadanos (no sólo anti-sistema o altermundialistas) como la norma ejemplar y a la vez difusa que sustituye a los credos ideológicos y religiosos. Dicha norma, en efecto, surge en muchos casos de intenciones loables y logra efectos benéficos (la cooperación internacional, el voluntariado, el reconocimiento de las minorías), pero en otros, también numerosos, es una abstracción retórica que reclama supuestas libertades o derechos de la persona mientras pisotea o desdeña los que no juzga oportunos.

   Y así nos es dado leer lo que Carlos Ayala, presidente de la Junta Directiva Nacional del Partido Pirata de España (la nomenclatura suena a la de toda la vida), propone al votante como esencias de su grupo político: la libre difusión de la cultura, la reforma del copyright y, lo más sabroso, el derecho a la protección de datos de los usuarios de Internet, incluyendo naturalmente, dado que estamos en un Partido Pirata, la inviolabilidad del registro de correo con el que operan sus fraudes, que ellos llaman "el derecho a la privacidad de la correspondencia". Llama la atención esto último, oblicuo pero torpe subterfugio para protegerse de lo que, hoy por hoy, aparece como única solución drástica, es decir, efectiva, a la extendida práctica de la piratería informática: la desconexión forzosa para quienes usan Internet como red prostibularia de los autores.

    Un prostíbulo, eso sí, disfrazado de ‘oenegé', pues el maestro de ceremonias, el proxeneta de un cuerpo de creadores a su involuntario servicio, chuleará al músico o al cineasta después de declararlo patrimonio cultural de la humanidad. De tal modo, ¿quien es el guapo que vaya a oponerse a que esas obras maestras  -poco importa el esfuerzo y el ‘gasto' que les supuso en su día a los artistas- estén al alcance impune de la mano de un ladrón de guante blanco que manifiesta tan infinita curiosidad por el arte?

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16 de noviembre de 2009
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Woody y el fénix

A los dos meses de su estreno en España, se sigue discutiendo en las veladas de amigos ‘Si la cosa funciona'. En la última cena a la que asistí -y también yo discutí- se me ocurrió comparar a Woody Allen con Lope de Vega. Ninguno entre los cineastas que conozco es similar al norteamericano, aunque los hay más prolíficos, más neuróticos y más independientes. En Hollywood (y aún más en Bollywood) hay directores que han hecho más películas que él, y bastantes de ellos eran capaces de rodar dos o tres films en un año; lo hace ahora el gran portugués centenario Manoel de Oliveira y lo hizo en sus días dorados el inmarcesible Jesús Franco, alias Jess Franck, con quien tuve el honor de iniciarme en el cine práctico siendo yo un adolescente.

   Lo de Woody Allen es distinto. Ha hecho una abundantísima carrera de director sin ser un mero artesano y sin estar sujeto a la mecánica de un gran estudio, girando además su obra en gran medida en torno a sí mismo, sus neuras, sus fobias, sus mujeres, su comicidad, mezcla de humor judío y vodevil europeo. Hace, para entendernos, cine de autor (él se inspira y a veces aspira a ser como Bergman, como Rohmer) dentro del molde de la comedia, que parece reñido con el de la trascendencia. Su obra está llena de títulos memorables, de frases o chistes que uno aún recuerda, veinte años después de oírlos, y la fidelidad que los públicos de Europa le mantienen al cabo de cuarenta años no tienen parangón, dado el volumen de su producción.

  Y ahora expongo mi caso tal y como lo expuse a los postres de la citada cena amistosa. Pertenezco a todas esas categorías antes expuestas (no me he perdido una sola de sus películas), pero no soy miembro de la iglesia de Allen, lo que equivale a decir que llevo unos cuantos años saliendo de ver sus obras fílmicas (en las que nunca faltan brotes de gracia) entristecido profundamente por una idea: he aquí a uno de los más grandes artistas de la historia del cine devaluado por la manía de la proliferación. Así me imagino yo a algunos contemporáneos de Lope saliendo de las corralas madrileñas tras ver la comedia centésimo quinta del Fénix de los Ingenios.

   ‘Si la cosa funciona' (título nada feliz para traducir el original ‘Whatever Works', que no se presta a una fácil traducción y tampoco es en inglés, todo hay que decirlo, un prodigio de sonoridad) es el refrito de un gran cocinero de la comedia sarcásticamente autocompasiva, pequeño género en el que Allen es maestro indiscutible. El manjar tarda mucho en llegar al espectador, y produce a menudo la sensación de lo recalentado, aunque la aparición de la madre de la muchacha sureña, la grandísima actriz Patricia Clarkson (ya brillante en ‘Vicky Cristina Barcelona'), abre el apetito de la risa inteligente, no siempre satisfecho. Lo irritante, al menos para mí, es que las frases, los gestos y los modos del personaje protagonista, ese cascarrabias de Boris Yellnikoff, piden a gritos al propio Woody Allen, por mucho que el actor Larry David cumpla con su cometido. El efecto final de ‘Si la cosa funciona' es semejante al de ir a comer a un restaurante de gran renombre y encontrarse con que ese día, por ausencia del chef, cocina un pinche.

     Pero no se trata, creo, de un caso de envejecimiento o agotamiento artístico; reciente es, por ejemplo, su primera película rodada en Europa, ‘Match Point', y se trata de una de las mejores. Allen es un filmador compulsivo, un genial ‘workaholic' del cine, así que no tendremos más remedio que seguir atentos a su filmografía, que de vez en cuando ofrecerá el brillo cómico, la trama ingeniosa y la hermosa palabra que Lope de Vega, en medio de una acumulación de piezas trilladas, nunca dejó de regalar.

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13 de noviembre de 2009
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Sobre los muertos

Nos faltan testimonios del más allá, otra pérdida que añadir a la de la muerte. Dejando al margen cuestiones más metafísicas (la forma del cielo, el empleo del tiempo dentro del limbo, el grado de calor en las calderas de Pedro Botero, la complacencia exacta de las huríes), sería bueno saber, por ejemplo, cómo se sienten los muertos instantes después del rito funerario en el que les hemos acompañado siguiendo, en la mayoría de los casos, sus propias indicaciones. Hay personas crédulas que recurren al espiritismo para seguir el diálogo con sus seres queridos fallecidos, y algunas dicen haber sostenido conversaciones de lo más interesante con ellos; la única vez que uní en torno a un velador mis manos con las de otros espiritistas convencidos oí, en efecto, una voz familiar, pero lo que dijo fue un ‘taco' desconcertante.

    El domingo pasado, al amanecer, tuve un sueño. No pensaba yo ir en ese Día de los Difuntos al cementerio madrileño de la Almudena, donde hay tumbas que guardan los restos de dos de las personas que más he querido en mi vida, Juan Benet y Vicente Aleixandre. Se forman colas en la entrada y en las calles del camposanto, pero sobre todo no quería encontrarme en el ‘metro' y en los aledaños con los trasnochadores de la tribu urbana, cada año en mayor crecimiento, que mima con atuendos y maquillajes mortuorios el Halloween, la fiesta más postiza que conozco. El sábado era imposible caminar por Madrid sin encontrarte a cada paso con esos ‘impersonators' un tanto pobres del ‘gothick' norteamericano.

   En compensación onírica, tal vez, a mi decisión de no honrar físicamente a los muertos, el subconsciente me llevó a un panteón con sus grandes puertas abiertas donde varios desconocidos vivos daban la impresión de estar buscando algo que no encontraban. Les compadecí levemente y seguí mi camino, seguro de encontrar, yo sí, a mi difunto. Al llegar ante el portón, sin embargo, di uno de esos saltos vertiginosos que tan cinematográficos hacen los sueños; de repente no estaba en el cementerio sino en la campiña, como si una grúa o un globo aerostático me hubiese transportado en cuestión de segundos al centro de una pradera. Allí pues estarían los huesos de mis allegados, como los de los fusilados del franquismo que ahora empiezan a removerse en Granada. Ni rastro de lápidas, ni siquiera una piedra blanca modesta como la que señala, en el cementerio de Larache, la tumba de Jean Genet. Nada. Ese campo soñado era hermoso, pero como estaba desguarnecido (ni césped tenía) empecé a sentir una angustia no menor que la que había visto en el rostro de los desconocidos del panteón. De repente llegó el viento, y ya se sabe que el viento y la lluvia a menudo nos sacan del abatimiento con su golpe. No fue así esta vez. El viento llegaba cargado de partículas que se me metieron -sigo en pie en la pradera, más que entre las sábanas de mi cama- por los ojos, haciéndome llorar, y no de pena. Así me desperté, consciente de haber sido cegado por las cenizas de muchos cadáveres.

     Por respeto a quienes, también en número creciente, defienden la práctica de la cremación antes que la sepultura, me abstengo aquí de decir lo que al respecto siento y ya alguna otra vez he manifestado por escrito. Es más ecológico, tal vez, y más radical para la cura de los sentimientos, que el cuerpo se vea reducido a cenizas luego guardadas en una cómoda o dispersadas junto al acantilado, pero yo, simbolista también ante la muerte, prefiero ir a un lugar donde presiento que hay alguien latiendo sin voz. Y hay partes tan hermosas en los cementerios madrileños. Los de San Justo y San Isidro son los más literalmente románticos de todos, pero yo llegué a Madrid cuando ya no se enterraba allí, por lo que mis muertos de la capital están en la Almudena, tanto en su zona llamada Este como en la Civil, adosada de modo discreto en uno de los laterales de la Avenida de Daroca.

   Cuando uno se acerca a la edad en la que, según los versos de Borges, se hace evidente que "Morir es una costumbre / que suele tener la gente", resulta inevitable recordar las bajas sufridas. No pude acompañar, por estar viviendo temporalmente fuera, los restos mortales de Rafael Conte, José-Miguel Ullán y Eduardo Chamorro, amigos literarios fallecidos en los últimos meses. Creo que los tres fueron incinerados, pero eso no me impide hacer mis ceremonias. Cuando voy por Alfonso XII en dirección a Atocha pienso en la casa de libros de Conte, al pisar la de Cartagena me viene la imagen de mi tantos años vecino Ullán, y por Eduardo, el más añorado de los tres, brindaré siempre que vaya al bar donde solía encontrármelo, el Hispano.

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11 de noviembre de 2009
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La hora de los niños

Nunca me he beneficiado de una hora feliz, etílicamente hablando, y eso que las descubrí muy pronto. Las ‘happy hours' -sigo hablando etílicamente- son un invento del gremio de hostelería británico, que ya se sabe lo sufrido que es, luchando toda su vida contra unas normas que hasta hace poco tiempo les forzaba a dispensar las bebidas alcohólicas en horas fijas, como de consulta, y casi se diría que con receta. Aún hoy, liberado el límite temporal de sus ancestrales restricciones, el pub inglés sigue teniendo algo de dispensario; la cantidad de alcohol es medida por el barman con la misma cautela y el mismo rigor que el practicante pone para darte una inyección o extraerte la sangre del análisis.

    Viviendo yo en Londres de joven me llamaba la atención ver en algún bar del centro, sobre todo en Saint Martin´s Lane, una calle de pubs y teatros próxima a Trafalgar Square, el anuncio de las ‘happy hours', y sobre todo su horario, las once de la mañana, por ejemplo, o las seis de la tarde. Confieso aquí que soy un bebedor muy consistente pero muy limitado; nunca pruebo el alcohol durante el día, excepto en las solemnidades, pero al caer la noche, y sobre todo si estoy delante de la máquina, me alegro la existencia con un pequeño whisky (o dos) o un más largo gin-tonic. No digo que no a los ‘cocktails' si se tercia, me gusta también el vino en la cena, y nunca perdono después de cenar una copita de aguardiente, producto en el que, a fuerza de frecuentarlo, he llegado a ser algo así como un ‘connoisseur'. Mi última borrachera en el sentido estricto de la palabra tuvo lugar, no creo equivocarme, la noche de fin de año de 1995.

    Me asombro ahora leyendo la noticia de que el gobierno catalán, supongo que con el acuerdo de sus tres cabezas políticas, acaba de prohibir por ley (aprobada unánimemente en el Parlament) las barras libres, las bebidas gratis, las tarifas alcohólicas planas y toda forma de ‘happy hours', que, como ustedes saben, consisten en la oferta de dos consumiciones al precio de una en las horas menos prometedoras del día. Las sanciones a los responsables de los lugares de ocio infractores oscilarán de la simple multa de 6000 euros a la falta muy grave, que puede llegar a los 600.000, suponemos que en casos, estos últimos, en que la ‘happy hour' se acompañe de homicidio o estupro al cliente. La nueva ley también sanciona las fiestas promocionales de bebidas o cocktails alcohólicos, y, aunque no lo especifica en su articulado, viene a perseguir ‘de facto' una de las pocas dulzuras que todavía quedaba al acto de salir a cenar a un restaurante, tal y como están los precios: la "copita de la casa". Un señor llamado Plasencia, director general de salud Pública de la Generalitat, lo ha explicado con palabras meridianas: "Hay que proteger al ciudadano, y por eso queremos impedir y frenar el consumo incontrolado de alcohol". Lo malo es que esto no parece ser otra nueva ‘folía' de la ‘trimurti' catalana. Trinidad Jiménez, ministra de Sanidad Estatal (si se me permite la segunda mayúscula), ya ha aplaudido la aprobación de dicha ley, anunciando ‘ipso facto' que su ministerio está trabajando en una norma similar para todos los españoles presuntos implicados en el delito de querer ahorrarse unos euros en las segundas rondas.

   El concepto de la ‘happy hour' siempre me pareció algo acendradamente británico, como guardar cola en las tiendas vacías o tomar el té con leche. En una sociedad que aún vive en parte apresada por los códigos punitivos del tiempo de la reina Victoria, el bebedor era tratado como un niño, y la pinta de cerveza equivalía al biberón que hay que espaciar según horarios reglamentados. La dádiva al bebé obediente que al sonar la campana en el pub dejaba de consumir alcohol era esa copa gratis ‘avant la lettre', y uno, con un poco de imaginación sado-maso, podía pensar en la imagen de la ‘nanny' estricta pero en el fondo bonachona que se abre el pecho y regala el cálido fluido de una copa de gorra.

  Pero nosotros, ¿qué necesidad tenemos nosotros de ser amamantados por un estado-nodriza? Primero fue el tabaco, cuya restricción en lugares públicos, aun siendo de momento tan leve, tan infelices hace a algunos de mis mejores amigos. Después la prostitución, que se trata de eliminar por decreto sin erradicar la mano que mueve el dinero y explota a las profesionales del amor mercenario. Y ahora nos vienen con el fin de la ‘happy hour', un nuevo y grotesco episodio en el proceso de infantilizarnos, de quitarnos la capacidad de decidir nuestros actos privados y devolvernos a la hora en que el niño, sin rechistar, se ha de ir a la cama porque así lo mandan el papá y la mamá.

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6 de noviembre de 2009
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