Vicente Molina Foix
Gracias a una semblanza del escritor Pedro Ugarte publicada en El País he tenido noticia de la muerte de Amparo Gastón, la viuda de Gabriel Celaya, a la aprovechada edad de 89 años. Las esposas de los escritores son figura proverbial de la historia literaria, cada vez más, en razón de la lógica de los tiempos, compensada por la del marido de la escritora famosa, que tuvo seguramente su primer paradigma en Leonard Woolf, esposo y viudo longevo de Virginia. De otras grandes, como George Sand o Karen Blixen, prevalecen sobre todo sus amantes volcánicos o nebulosos, por mucho que ambas tuvieran también maridos pegados a la tierra.
Yo conocí a Amparo, con Gabriel (que la llamaba Amparitxu), en los últimos años de la década de 1960, cuando los Novísimos estaban en ebullición, sin hervor. A ella le parecíamos todos guapos, aunque guapos de verdad sólo lo eran tres, teniendo el resto de nosotros únicamente la gratificación de los veinte años. Amparitxu y Gabriel eran dos seres acogedores y simpáticos, él bonachonamente, con su amplia cara de profeta báquico, y ella a la vasca, es decir, con la sequedad de fondo tierno de una ‘amatxo’ vasca. Creo que siempre tuvieron (hasta que alguna diputación le compró a Gabriel su biblioteca) problemas de dinero, pero aun así nos invitaban de vez en cuando a tomar unas botellas de vino de poca marca en su casa.
No nos gustaba mucho la poesía de Celaya, aunque Antonio Martínez Sarrión, que era un ‘senior’ de los Novísimos jóvenes y tampoco un adonis, me recitaba poemas de la segunda parte musical del libro de Celaya que prefería, ‘Lo que faltaba’, ritmando a veces los versos con sus propias extensiones vocales. Conservo ese libro, regalo de mi amigo Antonio, con una dedicatoria suya en rima indescifrable.
Ugarte dice que Amparo fue la "ruidosa detonación" que cambió la vida de Rafael Múgica, nombre real del poeta de Hernani. Debe estar en lo cierto, aunque a mí no me consta, pues mi trato con ellos, que se hizo más esporádico en los años 70, era ya con la pareja asentada y el poeta instituido. Lo cierto es que Amaritxu era la habladora del dúo, y Gabriel el ensoñado.
Ni Celaya ni Blas de Otero eran entonces modelos afines, prefiriendo yo (y así evito caer en la injusticia de las generalidades generacionales) entre los mayores post-27 y pre-50 a Luis Rosales, Hierro o Ricardo Molina. Hay sin embargo un libro de Celaya que me causó gran impresión. Se trata de ‘Cantos y mitos’, publicado por Visor en 1984 y asociado en la nota del editor a la "poesía órfica" del escritor guipuzcoano. Es una obra inesperada y original, de largos poemas narrativos que desembocan en uno final, de clara filiación ‘shakesperiana’, titulado ‘Tras la tempestad. Fin de fiesta’. El libro está dedicado a ‘Amparitxu, mi Syzegia’, que no sé lo que quiere decir pero me sugiere un nombre de musa tal vez indo-europea o sólo griega.