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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Efecto Boris Vian

El cine nació, naturalmente, como un efecto, el que producía en los espectadores la movilidad de las imágenes y, en el famoso plano del tren llegando a la estación filmado en 1895 por Louis Lumière, la amenaza de ser arrollados por la locomotora. Los efectos fueron atemperándose con el refinamiento del lenguaje cinematográfico y el hábito de las ‘moving pictures', aunque el componente ilusionista, literalmente mágico, del nuevo arte, nunca ha dejado de producirse voluntariamente: Méliès, el Fellini de ‘Y la nave va', las anamorfosis de Aleksandr Sokurov.

    La pujanza comercial del actual cine en tres dimensiones, que ha dado a mi juicio sólo dos obras de substancia (‘Pina' de Wim Wenders y ‘La cueva de los sueños olvidados‘ de Werner Herzog), se está tragando a muchos directores de talento, como Scorsese (‘La invención de Hugo'), Ang Lee (‘La vida de Pi'), y ahora el mexicano Alfonso Cuarón, quien tras haber realizado con ‘Hijos de los hombres' una de las más indiscutibles obras maestras de la ciencia-ficción fílmica, presenta estos días esa ingrávida demostración de mero efectismo aeroespacial que es ‘Gravity'. Menos mal que Bertolucci, tentado por los efectos estereoscópicos, no filmó al fin en relieve su excelente película de cámara ‘Tú y yo'.

     ‘La espuma de los días' no hay que verla con gafas especiales, ni los objetos y las figuras que pululan en el interior de los fotogramas se nos echan encima, aunque la finalidad de sus imágenes es la misma: ofuscar. Michel Gondry, un director franco-americano cuyo cine anterior (efectista sin efectos especiales) nunca me ha deslumbrado, intenta en esta ocasión el equivalente visual de la imaginería verbal de Boris Vian, y en ese ejercicio de adaptación sale muy airoso, dando vida brillantemente a los mil inventos con los que el escritor francés contó en 1947 su historia de amor entre el joven millonario Colin y la dulce Chloé, invadida mortalmente por los nenúfares. Más que en los recovecos de la tercera dimensión, Gondry se inspira en el dibujo animado, y también en ello acierta, ya que el libro de culto de Vian es una novela adolescente y evanescente, con un fondo de patafísica surreal y una gran dosis de puerilidad exquisita. El ojo del espectador del film de Gondry no descansa nunca, como tampoco leyendo las páginas de Vian dejamos de celebrar casi en cada párrafo la ocurrencia de las palabras. La novela describe, por ejemplo, "un frasco de formol en cuyo interior dos embriones de pollo parecían mimar el ‘Espectro de la Rosa' en la coreografía de Nijinsky", o el repetido baile de unos ratoncitos movidos al compás del agua de los grifos de la cocina. Pues bien, todo eso y pasajes aún más alambicados obtienen su correlato en la pantalla, con gusto compositivo, con medios adecuados (nada menos que 19 millones de euros de presupuesto) y con ingenio.

     Claro que el texto no sólo se detiene en los efectos léxicos (que tanto influyeron, junto con alguno de los poemas de ‘En la masmédula' de Oliverio Girondo, en el capítulo 68 de la ‘Rayuela' de Cortázar) sino en una poética de los afectos, y en ese sentido Gondry lima demasiado las aristas del original, edulcorando los sentimientos hasta extremos empalagosos a los que Vian no llegaba. La adaptación, firmada por Gondry y su coguionista Luc Bossi, es fiel, aunque las pérdidas son más de una vez lamentables. La escena de la boda de la pareja, que en el libro ocupa cinco capítulos magistrales, del XVII al XXII, resulta demasiado sintética en la película, y también la presencia del filósofo obsesivo, Jean-Paul Sartre, memorablemente rebautizado por Vian para la eternidad como Jean-Sol Partre, sabe a poco, siendo tan determinante en la novela. Aunque el actor Philippe Torreton está muy bien caracterizado (en el estrabismo catódico de sus gafas), la escena de la conferencia no trasmite el descarrachante humor del retrato escrito del autor de ‘El ser y la nada', que fue por cierto el padrino, junto a su compañera Simone de Beauvoir, del lanzamiento literario del escritor (es recomendable, si se quiere saber más de la vida, corta y trepidante, de Vian, la lectura de ‘Piscina Molitor. La vida swing de Boris Vian', que acaba de publicar Impedimenta).

    La película acierta más en la caligrafía de los ambientes que en la de la intimidad. La oficina siniestra de rodantes máquinas tiene, por ejemplo, una potencia icónica que nunca alcanzan las escenas amorosas de la pareja, quizá porque a Audrey Tatou no se le quita del todo, haga el papel que haga, el síndrome de ‘Amelie', y Romain Duris, excelente actor, no parece aquí bien dirigido. Vian fue un artista múltiple en diferentes facetas ligadas al espectáculo: letrista de canciones y libretista de ópera, compositor, cantante, dramaturgo copioso, actor secundario (le recuerdo en ‘Las relaciones peligrosas' de Roger Vadim, entre Gérard Philippe y Jeanne Moreau), y el cine le ha devuelto con creces su interés; de ‘La espuma de los días' existen tres versiones anteriores a la de Gondry, que no conozco, incluyendo una hecha en Turquía y otra, más recientemente, en Japón. Novelas tiene muchas, algunas con su nombre y otras ‘negras' firmadas con su seudónimo de V. Sullivan. ¿Se llevarán al cine? A una de mis preferidas, ‘El lobo-hombre', y sobre todo a su fantástico ‘Cuento de hadas para uso de las personas medianas', que Boris le escribió en 1943 a su esposa Michelle convaleciente, no les faltan efectos, susceptibles quizá de despertar la avidez de los efectistas hoy tan prevalecientes sobre los artistas.

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20 de noviembre de 2013
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Antes del surrealismo

Mientras la vida real se va haciendo más y más caótica, menos lógica, aumenta el interés por el Surrealismo, que no nos explica el mundo pero sí lo refleja en sus pulsiones ocultas y en su disparate. Y así el surrealismo, sin que nos demos cuenta, está usurpando la nomenclatura de nuestra cotidianeidad, en la que hace poco aún éramos realistas y nos teníamos por sensatos. Y aun antes, no mucho antes, habíamos sido románticos largo tiempo: al amar, cogidos de la mano tiernamente, al bailar la música de orquestas dulzonas bajo la luna, al combatir a pecho
descubierto por causas que nos tocaban el corazón y no la cartera. Ahora todo es salvajemente irreal, dislocado, y en la insensatez dominante tratamos de buscar un sentido.

La estupenda exposición que presenta en Madrid (hasta el 12 de enero) la Fundación March lleva el título de ‘Surrealistas antes del surrealismo', y un subtítulo explicativo: ‘La fantasía y lo fantástico en la estampa, el dibujo y la fotografía', que aun siendo largo se queda corto, pues la exposición abarca asimismo otros terrenos esenciales, como el cine, proyectándose en distintas salas, sobre un suelo rodeado de sillas rojas donde el espectador puede sentarse, algunos de los grandes clásicos del cine de las vanguardias irracionalistas. Entre lo entretenido que resulta el inmenso caudal de obras expuestas (muchas de pequeño formato) y ese (muy recomendable) programa cinematográfico, se le recomienda al visitante que acuda a la March sin prisas. Sus piernas y su intelecto se lo agradecerán.

  
La exposición quiere rendir homenaje a una, ya histórica, que el gran estudioso de las artes y director del MOMA Alfred H. Barr Jr. hizo en Nueva York en 1936 bajo el nombre de ‘Fantastic Art, Dada and Surrealism'. Allí y entonces se trataba de fijar teóricamente una genealogía de lo irracional en el arte europeo y americano de los cinco siglos anteriores, y eso es justamente lo
que vemos en Madrid ahora: padres y antecedentes, familiares cercanos y exploradores de lo fantástico, unidos todos, como recuerda en un sugestivo texto del catálogo Juan José Lahuerta, por la retroactividad surrealista que el propio fundador del movimiento, André Breton, anticipó en 1925, cuando en una carta a su mujer Simone le habla de un proyecto que había iniciado con Antonin Artaud, "la constitución de un dossier muy importante de notas relativas a todas las obras aparecidas hasta la fecha en cuya composición haya alguna traza de lo maravilloso".

La selección apabulla, y no sólo por su cantidad sino por el contenido, que mezcla a Goya con Piranesi, a Durero con Man Ray, a García Lorca con Max Ernst, destacando especialmente las secciones de fotografía proto-surreal de distintas épocas y países (Ladislav Novák, Grete Stern, Herbert Bayer), y los ‘collages' de la gran Hanna Höch y de nuestro interesantísimo Adriano del Valle. Una imagen se me quedó en la cabeza al salir de la Fundación; se trata de una extraordinaria fotografía que nunca había visto, ‘Salvador Dalí en Port Lligat', tomada por Man Ray en 1933. El joven Dalí parece mortecino, con su mata de pelo revuelto y sus ojos idos, bajo un zapato de mujer que le ahoga o le arroba. Misterio, gozo y peligro, los elementos que nunca pueden faltar en el surrealismo.

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14 de noviembre de 2013
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Carmen Calvo

Considero a Carmen Calvo una hermana de sangre en el arte. La admiro desde hace 35 años, y desde que la conocí personalmente en el año 2006 he pasado en su estudio de Valencia horas inolvidables, colaborando con ella en varias ocasiones: introdujo generosamente su sugestivo mundo de apropiación y sueño de la realidad en las imágenes de la película ‘El dios de madera' (donde también hace una figuración distinguida con su figura y su voz), y es la autora de las portadas de mis tres últimos libros. Mi urgente y modesto regalo de felicitación con motivo del Premio Nacional de Artes Plásticas que se le acaba de conceder es reproducir unos fragmentos del texto que escribí a partir de una de sus obras, publicado en 2007 en los Cuadernos del IVAM.
No recuerdo la fecha exacta, aunque debió de ser en 1979. Yo había vuelto a España después de vivir casi nueve años en Inglaterra, y un día entré en la galería Vandrés de Madrid. Exponía una artista nueva para mí, Carmen Calvo, y aquellos cuadros suyos en los que el barro cocido quedaba cosido al lienzo, o pegado a él, en un bajorrelieve que tenía tanto de estela mesopotámica como de delicado dibujo ‘minimal', me fascinaron. Desde aquel día he seguido la obra de Calvo, una de las mejores artistas españolas actuales y para mí la más inquietante, y su mundo perverso y tierno, turbio, claro, doliente pero a menudo aliviado por un humor escatológico, me ha servido no pocas veces de punto de referencia. Conservo los catálogos de sus siguientes exposiciones individuales en la también hoy desaparecida galería madrileña Gamarra y Garrigues, y en uno de ellos, el de noviembre de 1987, me ha sorprendido ver una anotación manuscrita entonces por mí: "Nostalgie de la boue". En el texto que abre ese catálogo, el gran historiador francés Georges Duby (¡y qué honor, por cierto, contar con unas palabras de introducción, tan cálidas, de Duby!) relata cómo encontró a la artista en su taller de la Casa de Velázquez, donde era becaria del gobierno francés, y el efecto de sus cuadros, que eran como "esos restos insignificantes que se recogen al azar por las calles y los campos o bien fragmentos de arcilla modelados por sus dedos". El barro en el que yo pensaba era otro.
El concepto francés de "nostalgie de la boue" o nostalgia del barro designa una atracción por lo primitivo, lo crudo, lo despreciable, lo que está degradado o ha sido suprimido: el pantanoso mundo del deseo. Baudelaire sintió a menudo esa nostalgia, pero en mi anotación de 1987 yo aludía al poema así titulado, ‘Nostalgie de la boue', en francés, por Jaime Gil de Biedma, cuyos primeros versos son memorables:

Nuevas disposiciones de la noche,
sórdidos ejercicios al dictado, lecciones del deseo
que yo aprendí, pirata,
oh joven pirata de los ojos azules.

El poema de Gil de Biedma habla de resonancias de infancia que el adulto retiene y lleva consigo, hasta convertirlas en una arcilla más moldeable y no por eso menos primaria. Y hay unos versos descriptivos, dentro del mismo poema, que releídos hoy aún me parecen significativos para la depurada arqueología del lodo de las emociones que Carmen Calvo sigue practicando en su obra:

¡Largas últimas horas,
en mundos amueblados
con deslustrada loza sanitaria
y cortinas manchadas de permanganato!
Como un operario que pule una pieza,
como un afilador,
fornicar poco a poco mordiéndome los labios.

Y sentirme morir por cada pelo
de gusto, y hacer daño.

La técnica mixta de los cuadros posteriores de Carmen Calvo se ha hecho más densa y plural, menos apegada tal vez a los barros primordiales, a ese ‘trompe l´oeil' entre cerámico y matérico que caracterizó una fase de su trayectoria. En diciembre del 2004, antes de dar una charla en el salón de actos de una caja de ahorros, entré en la galería donostiarra Altxerri, donde exponía la artista valenciana obras recientes. En aquellas fotografías retocadas y tocadas por una magia especial de colores y objetos superpuestos, en los hermosos dibujos sobre fondos escritos, en sus cajas colmadas de maravillas de una naturaleza ‘encontrada' sin azar, brillaba el genio de Carmen Calvo, un don que en ella muchas veces tiene algo de juguetón y de encantadoramente infantil, según el concepto de Baudelaire, para quien el genio era la infancia recobrada a voluntad propia.
El barro de la memoria se consolida ahora en la obra de Carmen Clavo en imágenes de una potencia lírica turbadora, dotadas muchas de ellas de una resonancia que no dudo en llamar ‘política' o, si se prefiere, ‘histórica': sus paneles fotográficos ampliados, seriados y manipulados ponen al descubierto la idea de ocultación y máscara, y las tachaduras, añadidos y pegamentos operan de un modo muy similar al que en los cuadros de los años 70 y 80 tenían las arcillas cocidas. Comentarios o glosas o rectificaciones a las historias privadas de la intimidad. Nostalgias de los fangos del goce y la pena.

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8 de noviembre de 2013
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Cine del límite

     Mucho más cruel que el ‘gore' y con más seso que víscera. Así es el cine de Ulrich Seidl, un director desconocido por los cinéfilos medianamente informados del mundo entero -entre los que querría contarme- hasta el desembarco abrumador en la pantalla grande de seis horas de filmación distribuidas en tres largometrajes del mismo título, ‘Paraíso'. Seidl se ha convertido de golpe en el cineasta austriaco más relevante después de Haneke (nacido en Munich pero de formación vienesa), lo cual no es decir poco si recordamos que Erich von Stroheim, Max Reinhardt, Edgard Ulmer, Fritz Lang y Otto Preminger también nacieron, al igual que Seidl, en Viena.

    Aunque yo los vi por separado, en semanas escalonadas, conozco espectadores pertinaces que los vieron seguidos en una tarde, y han salido en cierto modo transfigurados. Recuerdo lo que dijo una vez Susan Sontag, a propósito de los más de novecientos minutos del ‘Berlin Alexanderplatz' de Rainer Werner Fassbinder, seguidos por ella con entusiasmo a lo largo de dos sesiones de ocho horas cada una en una sala de Nueva York. Denostando la dictadura de la exhibición cinematográfica que nos impele al formato de los (poco más o menos) cien minutos de metraje, la escritora se mostraba orgullosa de esos dos días de su vida pasados en compañía de los personajes de Döblin adaptados por Fassbinder, a la vez que reclamaba para las películas la libertad de lectura que dan los libros: el derecho a pagar una entrada por ver un programa de cortometrajes brevísimos o un caudaloso ‘blockbuster', del mismo modo que el lector puede elegir entre la novela-río de mil páginas y los sonetos de catorce líneas.

     La experiencia de ‘Paraíso' turba. La primera parte, que encuentro con diferencia la mejor de las tres, lleva el subtítulo irónico (los tres lo son) de ‘Amor', y lo que Seidl refleja con una frialdad formal tan elegante como percutiente es el mundo del turismo sexual femenino, encarnado en la figura de Teresa, una gruesa mujer de cincuenta años (aparenta más) que, terminado su período de trabajo anual como cuidadora de personas con síndrome de Down, toma unas vacaciones en Kenia; allí la espera una amiga ya experta en el comercio carnal con los muchachos nativos que se prostituyen con extranjeros en los pueblos de la costa. El arranque de ‘Paraíso: Amor' no se olvida: Teresa vigila la diversión de los discapacitados a su cargo, hombres y mujeres de diversas edades que se entregan puerilmente a un juego chillón y descarnado en un recinto ferial de coches de choque. Seidl mira implacable, y su mirada me recordó la del primer Werner Herzog, el de ‘También los enanos empezaron pequeños' (1970) y ‘El país del silencio y la oscuridad' (1971). Pero esa crueldad clínica también la aplica el cineasta vienés al relato africano, que empieza con otra imagen memorable: los jóvenes candidatos negros diseminados por las playas de los hoteles a la espera de clientela.

       Como Herzog, como Houllebecq, Seidl es un explorador de lo indecible y un provocador, aunque sus modos de cineasta eluden tanto el esperpento como el melodrama; prefiere la estilización, las tomas frontales sin movimiento de cámara, y un refinado estatismo dentro del encuadre que también puede conectar su cine con el de Hans Jürgen Syberberg. Algunas secuencias resultan desagradables sin perder su poder de sugestión, de revelación; las desfondadas ancianas desnudas en busca de placer fácil exponen su deprimente verdad con descaro semejante al de los chicos que las satisfacen (o no) con falsas excusas monetarias que ellas esperan pero a veces protestan. Los episodios del barman que no se siente capaz de cumplir y el bailarín comprado para Teresa por sus amigas como regalo de cumpleaños se alargan sin misericordia estética, sin elipsis: el paroxismo sumado a la mostración total, con momentos de franqueza sexual rara vez vista fuera del cine porno. Y todo ello interpretado por magníficas actrices austriacas y esforzados debutantes de color que improvisan sus diálogos (es el método Seidl) sobre la base de un guión bien armado.

    ‘Paraíso: Fe' sigue las andanzas de la hermana de Teresa, Anna-Maria (extraordinaria Maria Hofstätter), fundamentalista católica que aprovecha sus vacaciones para evangelizar en los barrios de su ciudad, portando una imagen de la Virgen María y azotándose brutalmente la propia espalda cuando regresa a su casa. También en esta original segunda parte de la trilogía, todos los personajes resultan incómodos de ver, cuando no antipáticos: inestables, violentos a veces, extremos en sus obsesiones y claramente infelices de un modo inconsciente o frívolo. El director, como suele, no enjuicia ni hurga en las lacras: disecciona. Siguiendo la pauta de las dos primeras historias, Melanie, la hija de Teresa y sobrina de Anna-Maria que protagoniza la última, ‘Paraíso: Esperanza', aprovecha el periodo vacacional para cambiar de realidad, en su caso entrando en una férrea, algo nazi, residencia veraniega para adolescentes obesos; la mezcla del documental y la leve ficción no casa bien en esta tercera entrega. Las tres mujeres de ‘Paraíso' buscan fuera de ellas: la lujuria, la redención de antiguos pecados, el adelgazamiento. Y esa búsqueda las contrapone de manera elocuente a los muy interesantes personajes masculinos, que, como escribió Elfriede Jelinek en un artículo, buscan pero no quieren encontrar, sintiéndose bien en sus cuerpos; los hombres de Seidl, señala Jelinek, "no tienen que mirarse a sí mismos porque los hombres no se visionan, ellos visionan y son los únicos con derecho a asistir a ese visionado".            

      Película de la mirada escrupulosa y obscena, tratado narrativo sobre el cuerpo lacerado, ‘Paraíso' no hará seguramente las delicias de muchos espectadores, pero extiende nuestra percepción de lo humano hasta límites nada complacientes y sin duda dignos de ser expuestos. 

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23 de octubre de 2013
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Portales desde Chile

He estado una vez en Santiago de Chile y todos los amigos de allá se quejaban. Eso pasa: quienes viven en las grandes capitales mantienen con ellas relaciones eróticas, y el amor, es sabido, no es eterno, ni rectilíneo. Yo, por ejemplo, nada desearía más en este momento que pegársela con otra a Madrid. Pero aquí sigo, y en la difícil conyugalidad madrileña, por no decir española, me alivian, entre otras cosas, lo que me llega de Chile. Sus libros. En aquella visita (hace tres años) ya me gustaron mucho las librerías de la capital y el interés multitudinario pero informado que advertía en la Feria del Libro, motivo de mi viaje. Los nativos me oían con incredulidad: antes era mejor, decían. Claro. En el amor todo era mejor antes, pero la fidelidad a las esencias puede abrigarnos en el invierno de nuestro descontento, que ahora en España hiela.

A Chile están llegando españoles en busca de acogida, de trabajo, dentro del proceso inverso a la antigua emigración de la ‘intelligentsia' chilena a España, que nos dio, entre otros valiosos intelectuales que huían de la dictadura militar, las figuras familiares de José Donoso, Mauricio Wacquez, Jorge Edwards y Roberto Bolaño. Los españoles censados en el país andino a fecha de julio del 2013 son 44.691, habiendo aumentado su número en un 75% entre 2008 y ahora. Profesores, estudiantes, profesionales diversos, que buscan allí lo que su propio país les niega. Mientras tanto, aquí nos consolamos leyendo las obras editadas por la Universidad Diego Portales, una institución docente muy principal en ese país y ahora una fuente de libros de alta calidad e interés variado (las librerías de La Central de Madrid y Barcelona los venden).

En los últimos meses han llegado a mis manos una recopilación estupenda de ensayos literarios de Roger Caillois, ‘Jorge Luis Borges y otros textos sudamericanos', y la sugestiva selección de cartas, poemas y otros escritos del poeta norteamericano William Carlos Williams. Asimismo, Delirio, una emprendedora editorial española, de Salamanca, ha reeditado muy bellamente un libro que la Diego Portales sacó en 2011, ‘Zurita', artefacto incomparable que retrata en verso y prosa de muy distinto calado los dos días cruciales del golpe de estado de Pinochet pero también el rico pensamiento literario de su autor, Raúl Zurita, el mayor poeta chileno vivo, después, naturalmente, de Nicanor Parra, el genio ya pronto centenario y siempre alerta.

He pasado una semana leyendo otras dos extraordinarias publicaciones de la Diego Portales, que sitúan debidamente a Raúl Ruiz, el gran cineasta nacido en Chile y establecido en Francia. Su obra fílmica, vasta, cambiante, inclasificable, ha llegado a nuestras pantallas de un modo irregular, pero ahora, dos años después de su muerte, el volumen titulado ‘Ruiz' nos ofrece una brillante selección de entrevistas y una impagable filmografía de sus 120 películas largas y cortas, chilenas, francesas, portuguesas e inglesas, comentadas ante el compilador Bruno Cuneo por el propio director. Más reciente, de agosto de este mismo año, es ‘Poéticas del cine', que complementa y amplía el anterior gracias a las traducciones de dos largos manifiestos de Ruiz hechas por el novelista argentino Alan Pauls, muy admirador suyo, a las que sigue en su original castellano, basado en notas y textos póstumos, una peculiar proclama teórica que sirve para seguir a este originalísimo artista en su jardín cinematográfico de senderos bifurcados. 

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16 de octubre de 2013
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La criatura de Bowles

Mohamed Chukri sufrió destinos contradictorios; primero fue la sospechosa criatura literaria de Paul Bowles, y luego tuvo que arrastrar la abrumadora carga gloriosa de ser el mayor novelista contemporáneo de Marruecos, donde sus libros estaban prohibidos (en otros países islámicos su reputación era peor: el Irán de Jomeini, por ejemplo, le condenó a muerte ‘in absentia'). Este año se celebran los cuarenta años de la publicación de su libro de referencia internacional, ‘Le pain nu' (‘El pan desnudo'), que la editorial Cabaret Voltaire ha reeditado dándole un nuevo título más fiel, sugerido por Juan Goytisolo, ‘El pan a secas'. Y en su propio país, donde pasó de ser un marginado a una gloria nacional, el décimo aniversario de su muerte está siendo conmemorado con reediciones y largas páginas de evocación y estudio, como las que le dedica en su último número la excelente revista de información general ‘Tel Quel'.

    Chukri, analfabeto hasta los veinte años, nació como un escritor sin lengua. Cuando en 1973 apareció su primera obra ‘El pan a secas', lo hizo en inglés (‘For Bread Alone'), traducida o tal vez recreada por Paul Bowles a partir de los relatos orales que Chukri le iba haciendo en castellano en los cafetines de Tánger. La gran repercusión de este extraordinario relato de iniciación y ‘mala vida' se alcanzó sin embargo con su edición francesa, de nuevo un proceso de colaboración y reescritura llevado a cabo por su compatriota y segundo mentor Tajar Ben Jelloun, que traducía las cuatro o cinco páginas que Chukri, transformando el inglés de Bowles en árabe clásico, escribía a diario, siempre por la mañana; "por la noche estaba borracho".  

     Chukri fue autor de más de una docena de libros (entre ellos el excelente ‘Tiempo de errores, que aquí publicó Debate), y en la mayoría refleja con perfiles autobiográficos una difícil itinerario vital, lleno de excesos alcohólicos y promiscuidad sexual. Tremendista y, cuando quiere serlo, delicadamente lírico, el mundo que late en sus páginas es, claro está, el que los guardianes de la moral y la hipocresía política menos quieren ver reflejado. Pese a las prohibiciones de su obra, cuando el escritor, originario del Rif pero tangerino de vocación, enfermó gravemente, sus gastos hospitalarios fueron costeados por el nuevo rey Mohamed VI, y su funeral en noviembre de 2003 adquirió el rango de un duelo oficial.

    La misma editorial que reeditó ‘El pan a secas', Cabaret Voltaire, ha sacado en los últimos meses dos libros suyos muy recomendables y complementarios a la lectura de su narrativa. Se trata de ‘Jean Genet en Tánger' y, el que para mí tiene más interés, ‘Paul Bowles, el recluso de Tánger', un ajuste de cuentas con su descubridor, a quien pinta, admirándole artísticamente, como un tacaño que se aprovechaba de sus propias ganancias y como alguien que, pese a su amor por Marruecos, nunca comprendió ni tuvo la menor sintonía con los habitantes del país en el que pasó la mayor parte de su vida. Aparte del propio Bowles y su mujer Jane, el libro de Chukri, desordenado como a veces es su escritura, incluye retratos estupendos de otros personajes conocidos, destacando el de William Burroughs, que "vivía en Tánger como uno de esos personajes de ‘western' que llega a una ciudad en la que es forastero".

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7 de octubre de 2013
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El género del alma

(Entrevista a V.M.F. aparecida en ‘Cosmoperiódico' con motivo de su participación el pasado fin de semana en el X Festival Internacional de Poesía de Córdoba)

 

- Presenta en Cosmopoética La Musa furtiva, una recopilación de toda su obra poética. ¿Se enfrentó a los poemas con cariño, con nostalgia o sin piedad?

Me enfrenté con curiosidad en primer lugar, puesto que abría cajones y carpetas que en algunos casos llevaban casi cuarenta años sin abrirse. Después vino la sorpresa, más que la nostalgia. Había más versos inéditos de los que yo recordaba; la musa tal vez fuese furtiva, pero también era prolífica. Una vez puesto a la tarea de releer, descifrar (todo estaba escrito a mano, y muy recargado de tachaduras,) seleccionar, descartar y pasar a limpio, procuré no dejarme arrastrar por la piedad, siempre peligrosa, ni por el afán de mejorar lo que el joven de los años 1960 o primeros 70 escribió. El libro tenía que hacer justicia al poeta en evolución, puesto que desde el momento en que se acordó su publicación en ‘Vandalia' se trataba de una compilación general, no de una antología. Aun así, como es lógico, no incluí algunos poemas de distintas épocas, bien por no estar del todo acabados o por no gustarme lo suficiente.

- ¿Releer los versos que uno ha escrito en 45 años es como ver pasar la película su vida por delante de sus ojos?

Lo sentí más bien como un viaje de retorno a la adolescencia desde la edad madura, recuperando, con ayuda de la poesía, el tiempo perdido.

-Y qué película sería la de su vida?

Una película con final abierto. Son las que más me gustan como espectador de cine. 

- Dice la profesora Candelas Gala en el prólogo de su libro que es usted "un poeta con los pies bien asentados en la realidad". Cosmopoética propone precisamente que la poesía se encuentre con la realidad. En estos tiempos difíciles, ¿qué papel ha de jugar la poesía? 

Decía Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, en su único y enigmático libro de ‘Poesías' en prosa, que hay una convención global establecida según la cual el escritor se considera a sí mismo un enfermo y acepta al lector como su enfermero. Así era antes. Las cosas han cambiado con la llegada de la Modernidad, que el Conde tanto hizo por adelantar. Para el autor de ‘Los cantos de Maldoror', los papeles se han invertido arbitrariamente, y ahora "¡Es el poeta quien consuela a la humanidad!". No me gusta usar términos medicinales al hablar del arte y la literatura, pero creo que el consuelo, en su vertiente de compañía, refugio o guía,  es lo más noble, lo más útil y lo más revelador que el poeta, como todo practicante de la ficción, puede ejercer sobre el mundo en que pululan sus lectores, esos seres  -llamémosles así-  reales.

- Su obra poética aparece intermitentemente entre su obra narrativa, teatral o cinematográfica que es más prolífica. ¿Uno pone más de sí mismo en la poesía que en el resto?

Sin duda. La poesía es el género del alma; no necesita la ingeniería de la peripecia, ni el andamio de los personajes, ni los espejismos de la trama. De ahí que yo haya sentido que ‘La musa furtiva' es una especie de biografía literaria a través de los temperamentos del poeta: la ingenuidad, la irracionalidad, la travesura semántica, la sátira, la epístola moral, el sentimiento amoroso, el resentimiento amoroso, los caprichos de la carne, las sumisiones de la carne, la pesadumbre de la edad y el saber de la edad.

- A diferencia del resto de géneros que usted ha trabajado (novela, teatro, cine, crítica,...) la poesía la escribe a mano. ¿Es solo una cuestión de costumbre, de extensión o es que los versos se resisten a fluir en soporte digital? 

Entré muy tardíamente en la era digital, y en mi caso el salto fue vertiginoso, pues pasé directamente de la estilográfica al procesador de textos. Pero como soy un sentimental, no he querido dejar a la escritura abandonada a la técnica. Así que diariamente me ensucio los dedos de tinta llevando un diario y escribiendo, cuando la Musa asoma, versos a mano. Y reivindico, sin obligar a nadie, la poesía como la última y más sublime manualidad en el tiempo de los aparatos.

- Ya participó el año pasado en el festival dentro del ciclo Novísimos, que reunió a la mayoría de los antologados por Castellet. ¿Con qué mirada contempla ahora este movimiento?

Los veo, a la mayoría de los siete que, junto a mí, siguen vivos, de cerca y con asiduidad, sobre todo a Félix de Azúa, Guillermo Carnero, Pere Gimferrer y Antonio Martínez Sarrión. Pero más que la cercanía física importa el espíritu del grupo, que se me sigue apareciendo, más de cuarenta años después de su primera forma, como un fantasma benéfico. Me sentí entonces muy bien acompañado y arropado, entre poetas que admiraba, y señalado honrosamente por el dedo de un demiurgo que fumaba en boquilla. Me abstengo, naturalmente, de hacer juicios de valor sobre mi intermitente aunque constante obra poética, y sobre los demás nombres de la antología, que dicen los manuales especializados que es histórica. Lo mejor del encuentro del año pasado en Córdoba fue comprobar que todos los Novísimos allí presentes, aumentados por nombres esenciales de la generación no incluidos en el libro de Castellet, seguíamos siendo, en edades provectas, fieles al entusiasmo de la literatura: discutir ardorosamente de poesía, hablar hasta las tantas de un solo verso imborrable, reconocer maestros comunes, añorar a los muertos prematuros y pensar que el futuro aún pertenece a los que ni siquiera han empezado a escribir pero van a hacerlo.  

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30 de septiembre de 2013
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Encerrados sin un solo juguete

Da un gran placer salir a la calle al fin de la proyección y llevarle la contraria al curso de la historia del cine, que en los últimos cien años no ha parado de oír la misma frase del público: "la película no está mal, pero me gustó más la novela". La novela de Niccolò Ammaniti carece de sustancia y de literatura, y Bertolucci le ha dado densidad: inspiración y estilo. El libro y el film, titulados en italiano ‘Io e te', han permutado sus pronombres en castellano, primero en la edición de Anagrama y ahora en la pantalla; quizá suene mejor la permuta de la traducción, pero el ‘yo' en primer lugar no es caprichoso. Pocas películas hay tan egotistas.
‘Tú y yo' empieza con una mancha de pelo en el centro del fotograma; una escuálida figura masculina escucha con la cabeza agachada un pequeño sermón benevolente, el de un psicólogo que va en silla de ruedas, como el propio cineasta desde que hace ocho años fuese víctima de un grave error médico en una operación de columna. El pelo crespo pertenece a Lorenzo, un colegial de 14 años que interpreta con expresivo rostro cuajado de acné el debutante Jacopo Olmo Antinori. Hasta que alza los ojos para responder al psicólogo, el pelo de Lorenzo tiene algo salvaje, y poco después su madre (Sonia Bergamasco) le insta a que se lo corte; el chico siempre lo lleva despeinado. Cuando Olivia, su hermana de padre (Tea Falco, extraordinaria actriz revelación), irrumpe en el sótano donde trascurre la mayor parte del film, el pelo vuelve a ser una enseña: una extraña figura sombría se mueve rápida, mientras oímos su voz, femenina y siciliana, y la sombra parece envuelta en la negra piel de un animal sintético. Se trata de su abrigo largo y negro, que hace contraste con su hermoso pelo rubio; en una discusión sobre la madre del niño, Olivia se lo suelta de golpe, y los cabellos caen en una lluvia de oro. Dos entidades capilares en desorden.
Bertolucci ha hablado de su ‘claustrofilia' cinematográfica. Sin remontarse al título que le dio más fama, ‘El último tango en París', con su desgarrada historia de amor en un piso vacío provisto de productos lubricantes, sus dos últimas obras, ‘Asediada' (‘Besieged', 1998) y ‘Soñadores' (‘The Dreamers', 2003), eran películas de cámara, la primera situada casi íntegramente en las distintas plantas de un edificio algo dilapidado de la Roma histórica donde se encuentran un músico y una africana exiliada sirvienta por horas, y la siguiente -que abordaba además un tema muy ‘bertolucciano', el incesto- centrada en la fantasía cinefílica de dos hermanos gemelos, chico y chica, que eligen a un guapo y púdico norteamericano como cómplice del deseo y el desafío a los límites. El sótano de ‘Tú y yo', más reducido de espacio y sin apenas salidas al exterior, cobra en esta fiel adaptación atmósfera y carácter, y así la pobreza de la historia original se hace menos inconsistente. Y aunque el film recorta el papel del personaje más sugestivo de la novela, la abuela hospitalizada, Bertolucci le da a la escena de la despedida del nieto, muy reducida, el tono justo (gran actriz Verónica Lazar).
Apasionante como es, ‘Tú y yo' no iguala la magnitud de concepto, la sutileza y el hechizo formal de ‘Asediada' y ‘Soñadores', dos obras maestras destacadas entre lo mejor de la filmografía de Bertolucci, lo que significa, al menos en mi opinión, lo mejor del mejor director vivo. Era difícil enaltecer la debilidad de la materia argumental y sentimental de Ammaniti, pero el realizador (que firma el guión con dos colaboradores más aparte del propio novelista) ha hecho todo para trascenderlo, y el todo del cineasta nacido en Parma es mucho. La presentación en imagen, sin subrayados ni tópicos, de Lorenzo, el muchacho "con trastorno narcisista" ajeno a los compañeros de su colegio y absorto en sus cascos, es refinada y elocuente: su pelo es su defensa, y su estado ideal el de crisálida, envuelto en los visillos mientras la madre, sin saberse escuchada, habla por teléfono de su problemático hijo. El motivo del incesto, tan recurrente como el de la claustrofilia, tiene en ‘Tú y yo' dos manifestaciones peculiares. Lorenzo no desea a su madre ni a su hermana; la fantasía sexual que le cuenta a la primera en la escena del restaurante, logrando escandalizarla, no pasa de ser el ‘familienroman' de un neurótico que, teniendo 14 años y siendo de hoy en día, adquiere tintes de ciencia-ficción. La belleza, el desarreglo, el pelo suelto y el cuerpo desnudo de su medio-hermana sin duda le atraen, más como símbolo de otra vida posible que como gratificación sexual. De ahí que, en la mejor escena de la película, su baile agarrado de una versión italiana casi irreconocible pero bastante encantadora de la gran canción de Bowie ‘Space Oddity', la danza es el rito de paso de unos seres perdidos a los que la cercanía, el espacio cerrado y la música redime, al menos momentáneamente. Y Bertolucci es tan gran artista que incluso cuando -en una caprichosa e inexplicable secuencia onírica- ensaya una chillona coreografía paterna, consigue la calidad grotesca que su cine (y esto a veces se olvida) ha mostrado intermitentemente: por ejemplo en otra de sus grandes obras más infravaloradas del período anterior a Hollywood, ‘La historia de un hombre ridículo'.
Qué suerte que el cineasta convenciese al novelista de cambiar el final de la verídica historia, algo a lo que Ammaniti se negaba. Así el espectador de la película que no conozca la novela se ahorra la moraleja y el epílogo trágico. Olivia no muere de sobredosis aquí, aunque el desenlace, un aparente ‘happy end', nos inquieta y conmueve más como lo presenta Bertolucci: separando sin futuro a los dos hermanos satisfechos y congelando el rostro de Lorenzo en un declarado homenaje al último plano de ‘Los cuatrocientos golpes' de Truffaut, otra fábula de un adolescente encerrado que sale al mundo real sin saber lo que va a encontrar.

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24 de septiembre de 2013
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Los diez grandes

Esta lista me la pidió Letras Libres para su número especial de verano. No son, naturalmente, los mejores libros de mi historia de la literatura, sino los más importantes, según la definición que da del adjetivo el diccionario ideológico de Casares: "Dícese de lo que principalmente importa, conviene o interesa para algún fin". Así que la doy por orden de aparición en la escena de mi vida.

 

1. Casa de muñecas de Ibsen, en un volumen heredado de mi abuelo paterno que leí en 4º de bachillerato. Al portazo de Nora no le vi la trascendencia hasta que me hice mayor, pero la obra me aficionó para siempre al teatro.

2. Esperando a Godot, un año o dos después, en una traducción de la revista Primer Acto. Me aprendí el brevísimo papel del Chico que interpreté en una lectura dramatizada de los amigos cultos de mi hermano, en la trastienda de una farmacia alicantina. No la entendí y no la entiendo ahora. Del gran Beckett siempre me ha gustado más el teatro que la novela.

3. Las flores del mal en el original y, para las dudas del alejandrino consultando la versión de Eduardo Marquina, que no estaba nada mal. Su lectura coincidió con mi pérdida de la fe cristiana, que no hay que achacarle a Baudelaire.

4. Las entonces Poesías completas (en 1965, cuando las compré al llegar a Madrid) de Aleixandre. Contenía libros fundamentales, pero aún estaban por publicarse Poemas de la consumación  y  Diálogos del conocimiento.

5. Ficciones de Borges. O sea que era posible escribir así, entre géneros, entre lenguas, entre la erudición y la broma.

6. Volverás a Región de Juan Benet leída en la ‘mili'. Sin comentarios.

7. Luces de bohemia de Valle Inclán, que tardé en ver representada y por eso me pareció durante muchos años la mejor novela de su tiempo.

8. El hombre sin cualidades de Musil, esperando ansiosamente que fuesen apareciendo sus entregas en la edición de Seix Barral.

9. Elegías duinesas de Rilke, traducidas por Ferreiro Alemparte en el volumen de Rialp. Pocos libros tengo más subrayados.

10. Cuentos góticos de Isak Dinesen, de quien todo me gusta: sus relatos, sus memorias, su pequeño teatro, sus andanzas, su casa, su tumba.

 

Apéndice tramposo. Cuando había cumplido los treinta y pensaba que mi formación básica tenía ya fundamento, faltaban por llegarme las obras que más me han importado, convenido e interesado para mis fines literarios de la madurez, si es que la palabra no es presuntuosa: las Collected Plays de Shakespeare, leídas (y comprendidas, espero) una por una en dos lluviosos inviernos de Oxford, y, más recientemente, poco a poco, los doce volúmenes de los Complete Tales de Henry James al cuidado de Leon Edel, estudioso y biógrafo del maestro a quien  -descubrí con alborozo-  muchos de los cuentos le gustan menos que a mí.  

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17 de septiembre de 2013
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El fútbol: una historia natural

Aunque el club de mi ciudad natal no ha empezado bien la liga, me voy a permitir un himno entre nostálgico y balompédico. Soy un ‘hincha' histórico del Elche CF, y esto lo tengo que explicar. No se trata de que posea desde la niñez un carnet de socio, ni de que le haya seguido en sus triunfos y sus travesías del desierto, ni he formado yo parte de ninguna excursión de ‘tifosi' que se desplazara en sus salidas. En ese sentido no soy un buen modelo de forofo del Elche, y tampoco voy a jactarme a estas alturas de ser siquiera un aficionado al fútbol. Se trata de otra cosa. Mi infancia y sobre todo mi adolescencia tuvieron la suerte de coincidir con las grandes temporadas del Elche, jugando naturalmente en primera división, y yo estaba ahí.

En esos años, y viviendo ya con mi familia en Alicante, mi plan perfecto de domingo era viajar en autobús a Elche el sábado por la tarde, quedarme a dormir en el legendario Hotel Comercio, propiedad de mi madrina de bautismo Rosa Román, y el domingo, después del preceptivo arroz con costra, ir al estadio de Altabix con mi padrino Sebastián Guirau, que era directivo del equipo. Me sabía entonces los nombres de todos los jugadores, jaleaba como el que más, y me fascinaba, en una época anterior a la extranjería turística, la idea de que en mi pueblo los ídolos de la afición eran un hondureño, Cardona, y dos paraguayos, Romero y, mi ídolo particular, Cayetano Ré. El cosmopolitismo se completaba con la presencia en el banquillo de un entrenador brasileño de nombre aún más fantástico, Otto Bumbel.

Una tarde de victoria en casa, mi padrino me presentó a Ré, y por algún lado debe de estar la foto de aquel niño con gafas y poca traza atlética que era yo posando junto al ariete.

En mi casa había un cierto caldo de cultivo futbolero. En Alicante, mi padre, por obligación profesional, iba a los partidos del Hércules, cuyo nombre de héroe grecolatino no dejaba de intrigar a ese mismo niño. Y luego estaba el Levante, el equipo de mis tíos y primos los Foix, que me llevaron alguna vez, de visita en Valencia, al campo. Mi tío Luis, el hermano de mi madre, fue vicepresidente del club. Pero yo he guardado siempre una fidelidad no ejecutiva a mi equipo del paraíso infantil, y en sus años oscuros seguía en los periódicos, con gran congoja, su puesto descendente en la tabla. Verle ahora de nuevo en primera supone para mí la vuelta a lo natural. Me siento rejuvenecer.

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9 de septiembre de 2013
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