Vicente Molina Foix
Considero a Carmen Calvo una hermana de sangre en el arte. La admiro desde hace 35 años, y desde que la conocí personalmente en el año 2006 he pasado en su estudio de Valencia horas inolvidables, colaborando con ella en varias ocasiones: introdujo generosamente su sugestivo mundo de apropiación y sueño de la realidad en las imágenes de la película ‘El dios de madera’ (donde también hace una figuración distinguida con su figura y su voz), y es la autora de las portadas de mis tres últimos libros. Mi urgente y modesto regalo de felicitación con motivo del Premio Nacional de Artes Plásticas que se le acaba de conceder es reproducir unos fragmentos del texto que escribí a partir de una de sus obras, publicado en 2007 en los Cuadernos del IVAM.
No recuerdo la fecha exacta, aunque debió de ser en 1979. Yo había vuelto a España después de vivir casi nueve años en Inglaterra, y un día entré en la galería Vandrés de Madrid. Exponía una artista nueva para mí, Carmen Calvo, y aquellos cuadros suyos en los que el barro cocido quedaba cosido al lienzo, o pegado a él, en un bajorrelieve que tenía tanto de estela mesopotámica como de delicado dibujo ‘minimal’, me fascinaron. Desde aquel día he seguido la obra de Calvo, una de las mejores artistas españolas actuales y para mí la más inquietante, y su mundo perverso y tierno, turbio, claro, doliente pero a menudo aliviado por un humor escatológico, me ha servido no pocas veces de punto de referencia. Conservo los catálogos de sus siguientes exposiciones individuales en la también hoy desaparecida galería madrileña Gamarra y Garrigues, y en uno de ellos, el de noviembre de 1987, me ha sorprendido ver una anotación manuscrita entonces por mí: "Nostalgie de la boue". En el texto que abre ese catálogo, el gran historiador francés Georges Duby (¡y qué honor, por cierto, contar con unas palabras de introducción, tan cálidas, de Duby!) relata cómo encontró a la artista en su taller de la Casa de Velázquez, donde era becaria del gobierno francés, y el efecto de sus cuadros, que eran como "esos restos insignificantes que se recogen al azar por las calles y los campos o bien fragmentos de arcilla modelados por sus dedos". El barro en el que yo pensaba era otro.
El concepto francés de "nostalgie de la boue" o nostalgia del barro designa una atracción por lo primitivo, lo crudo, lo despreciable, lo que está degradado o ha sido suprimido: el pantanoso mundo del deseo. Baudelaire sintió a menudo esa nostalgia, pero en mi anotación de 1987 yo aludía al poema así titulado, ‘Nostalgie de la boue’, en francés, por Jaime Gil de Biedma, cuyos primeros versos son memorables:
Nuevas disposiciones de la noche,
sórdidos ejercicios al dictado, lecciones del deseo
que yo aprendí, pirata,
oh joven pirata de los ojos azules.
El poema de Gil de Biedma habla de resonancias de infancia que el adulto retiene y lleva consigo, hasta convertirlas en una arcilla más moldeable y no por eso menos primaria. Y hay unos versos descriptivos, dentro del mismo poema, que releídos hoy aún me parecen significativos para la depurada arqueología del lodo de las emociones que Carmen Calvo sigue practicando en su obra:
¡Largas últimas horas,
en mundos amueblados
con deslustrada loza sanitaria
y cortinas manchadas de permanganato!
Como un operario que pule una pieza,
como un afilador,
fornicar poco a poco mordiéndome los labios.
Y sentirme morir por cada pelo
de gusto, y hacer daño.
La técnica mixta de los cuadros posteriores de Carmen Calvo se ha hecho más densa y plural, menos apegada tal vez a los barros primordiales, a ese ‘trompe l´oeil’ entre cerámico y matérico que caracterizó una fase de su trayectoria. En diciembre del 2004, antes de dar una charla en el salón de actos de una caja de ahorros, entré en la galería donostiarra Altxerri, donde exponía la artista valenciana obras recientes. En aquellas fotografías retocadas y tocadas por una magia especial de colores y objetos superpuestos, en los hermosos dibujos sobre fondos escritos, en sus cajas colmadas de maravillas de una naturaleza ‘encontrada’ sin azar, brillaba el genio de Carmen Calvo, un don que en ella muchas veces tiene algo de juguetón y de encantadoramente infantil, según el concepto de Baudelaire, para quien el genio era la infancia recobrada a voluntad propia.
El barro de la memoria se consolida ahora en la obra de Carmen Clavo en imágenes de una potencia lírica turbadora, dotadas muchas de ellas de una resonancia que no dudo en llamar ‘política’ o, si se prefiere, ‘histórica’: sus paneles fotográficos ampliados, seriados y manipulados ponen al descubierto la idea de ocultación y máscara, y las tachaduras, añadidos y pegamentos operan de un modo muy similar al que en los cuadros de los años 70 y 80 tenían las arcillas cocidas. Comentarios o glosas o rectificaciones a las historias privadas de la intimidad. Nostalgias de los fangos del goce y la pena.