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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Cine y gen

Ante todo fenómeno de la naturaleza, aunque sea de la naturaleza comercial, la tentación es quedarse en silencio, abrumados por la magnitud del acontecimiento. O salir huyendo: conozco de cerca a más de una persona que ha jurado no ir a ver ‘Ocho apellidos vascos' ni gratis, pero ya se ve que esas reticencias nada han podido contra los diez millones largos de espectadores de la película, una cifra que cuando lean esto seguro que habrá aumentado considerablemente. Es previsible que al acabar, algún día será, su exhibición en salas de cine, el film de Emilio Martínez-Lázaro haya sido visto casi por una cuarta parte de la población total de España.

 

     No voy a intentar aquí trazar la fenomenología del espíritu de este éxito sin precedentes, tarea que excede a mi capacidad y estaría en todo caso limitada por el marco periodístico. Sólo algunas hipótesis. La película es cómica, y en ciertos momentos muy divertida, pero su impacto, su atractivo irresistible para tal cantidad de personas de procedencias, clases sociales y condiciones tan distintas, nace, creo yo, de una incomodidad, de un factor inquietante, siempre patente, aunque de modo bufo. Que títulos como ‘Lo imposible' de José Antonio Bayona o ‘Los otros' de Alejandro Amenábar arrasen en taquilla tiene la explicación, al margen del indudable talento de sus directores, de que ambas exploraban el terreno sentimental de lo trágico y lo siniestro: la hecatombe que se lleva la vida de decenas de miles de personas en un instante y el pánico a los fantasmas sobrenaturales. Al espectador, tras pasar angustia y pasar miedo, le quedaba el resorte de la catarsis (la reunión feliz de la familia tras el ‘tsunami'), o la vuelta a la realidad desde el lóbrego caserón embrujado de Amenábar. ‘Ocho apellidos vascos', por el contrario, ha superado en tirón comercial a esos grandes ‘blockbusters' del cine español con una comedia astracanada, si bien el guiño al cine de terror que contiene, el plano general de la entrada del autobús de línea en el País Vasco, es de una gran brillantez y de un gótico subido.

      Se ha acusado a ‘Ocho apellidos vascos' de enmascarar en su humorismo la clave de lo que retrata, la desconfianza mutua, a veces el desprecio larvado de los habitantes que componen el mosaico español, y algo peor, el hecho de que la violencia abertzale no es comparable a la pelma de la Macarena. Estoy en desacuerdo con esa acusación. Efectivamente, el guión de Borja Cobeaga y Diego San José opera sobre el cliché, que es el sustento de los juicios generales que los humanos tenemos sobre el prójimo, y no elude el esperpento, el brochazo, el tremendismo, componentes señeros de nuestra tradición artística. Ahora bien, ni el lugar común ni el chiste, por edulcorados que puedan resultar, esconden la base de molestia, de desasosiego ‘nacional' (de una o varias naciones) que el espectador libera mientras ríe con los personajes un tanto chuscos del entorno de la guipuzcoana Amaia y del sevillano Rafa: los vascos de la película son auto-referenciales, un punto bestias y proclives a atentar contra los que no son de su tribu, pero la pertenencia tribal, el etnicismo invasivo, la pulsión fanática, también adornan a los andaluces, vistos con una riqueza de gamas del tópico que ni siquiera los autores franceses del siglo XIX se atrevieron a usar en la paleta de sus novelas y relatos viajeros.

       Los responsables de este taquillazo trabajan ya en una secuela, quizá sólo la primera, ‘Ocho apellidos catalanes', y a falta de ver cómo se conjugan ahí los demonios nacionales de un país tan distinto como Cataluña (¿enfrentado a ‘Madrit', o a todas las Castillas?), la idea de que esta saga fílmica haga un repaso global del ‘unheimlich' freudiano, el oscuro misterio identitario de todas las comunidades del país, es prometedora. Por mucho que la sal gruesa siga siendo lo que se echa desde la pantalla a la ancestral herida simbólica del espectador, tal vez, si no queremos elevar demasiado la nota, simple escocedura más que traumatismo.

       Pero hay a mi juicio otro motivo que explica el triunfo. Cuando se estrene la secuela hoy en pre-producción, el año 2015 es de suponer, el director de ‘Ocho apellidos vascos' cumplirá setenta años, lo cual no debería tener ninguna importancia, ni siquiera anecdótica. La tiene en nuestro país, que no es país para viejos en lo concerniente a la industria del cine. En Francia, que siempre es un buen ejemplo, los grandes nombres de la Nueva Ola se mantuvieron todos, mientras vivían, en pleno ejercicio: Chabrol, que murió a los ochenta sin dejar de rodar, al igual que Eric Rohmer, en activo hasta poco antes de cumplir los noventa, y Resnais, fallecido el pasado mes de marzo con más de noventa y nueva película poco antes estrenada; siguen vivos y coleando Jacques Rivette, Agnès Varda, nacidos ambos en 1928, y Godard, que presenta a concurso en Cannes una película realizada a la bonita edad de ochenta y cuatro. Martínez-Lázaro inició su carrera en los primeros años 1970, formando parte de la oleada siguiente al llamado Nuevo Cine Español, del que siguen que yo sepa en disposición de filmar Saura, Patino, Regueiro, Gutiérrez Aragón, Mario Camus, Josefina Molina, Gonzalo Suárez, Jaime Camino, Pedro Olea y otras significativas figuras que es posible que olvide. Disponibles y sin lugar en el escalafón cinematográfico.

     Antes de ‘Ocho apellidos vascos', Martínez-Lázaro había hecho comedias, algunas muy celebradas por el público, como ‘Amo tu cama rica', ‘Los peores años de nuestra vida' o ‘El otro lado de la cama', pero es un nombre ligado al núcleo duro de la renovación del cine de autor -en sucesivas fases- que supuso en nuestro panorama la larga y estimulante actividad de Elías Querejeta, productor del primer largometraje de Martínez-Lázaro. La edad no es una garantía de calidad ni la genética una razón de estado. Hay sin embargo unas maneras en el trabajo del director que le dan a este psicodrama atávico tratado como chirigota una solvencia narrativa y un peso específico que el público, aun el menos exigente, percibe o por lo menos recibe. La película es una película, y no el atolondrado capítulo de una serie descerebrada. Los actores actúan y no sólo aparecen, hay relato y hay dirección, no mero acumulado de escenas de situación. Un cine pensado para gustar más que para hacer pensar, y que ha logrado arrebatar sin que por ello dejemos de hacernos preguntas y vernos reflejados en el espejo deforme de la guasa. 

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10 de junio de 2014
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Gamas del arcoiris

Coinciden en los cines, pocos meses después del éxito de ‘La vida de Adèle', cinco nuevas películas basadas en la condición homosexual; dos tratan el carácter diferencial de lo masculino y lo femenino, una el turismo sexual, otra la enfermedad del Sida y sus enemigos, y la última en estrenarse, que es la mejor, explora de manera sutil el misterio que une al deseo con la muerte. De las seis, cinco han sido muy premiadas y celebradas, lo cual no debería, sin embargo, engañar a los optimistas: la homosexualidad sigue siendo un coto cerrado donde los cazadores de la normalidad entran como ojeadores más o menos tolerantes, como curiosos, como estudiosos, sin dejar de sentir que ese campo ajeno siempre es extraterritorial.

 

     ‘Pelo malo' es una película venezolana de reducido presupuesto y modestas ambiciones que ganó de modo inesperado el máximo galardón, la Concha de Oro, en el festival de San Sebastián de 2013. La propuesta de la directora y guionista Mariana Rondón es muy honrada, y su significado varía, como la propia autora ha reconocido, según el lugar desde el que se contemple. En América Latina puede predominar la metáfora racial y política, mientras que para nosotros, en Europa, la figura de Junior, ese niño de nueve años (subyugante Samuel Lange Zambrano) que quiere alisarse el pelo y cambiar su persona hacia una entidad más delicada, quizá más femenina, queda definida por la homosexualidad incipiente. Totalmente distinta es la comedia disparatada (sobre todo en el ‘almodovariano' episodio que trascurre en La Línea de la Concepción) ‘Guillaume y los chicos, ¡a la mesa!', primera película de su director y actor principal Guillaume Gallienne, intérprete simultáneo del papel de un hombre afeminado al que su abrumadora madre (interpretada por él mismo ‘en travesti') aboca desde la infancia a la homosexualidad; la vis cómica de Gallienne, prestigioso miembro de la Comédie Française, depara los mejores momentos de una película que estabiliza en su forzado ‘happy end' cualquier desorden de género sexual antes planteado en la trama. Como la anterior, triunfadora absoluta de los Premios Cesar de la academia del cine francés, ‘Dallas Buyers Club', del canadiense Jean-Marc Vallée, obtuvo un enorme eco internacional y tres Oscars de Hollywood, muy merecidos los tres, mejor actor a Matthew McConaughey, mejor secundario a Jared Leto, convincentemente travestido a lo largo de toda la acción, y mejor peluquería y maquillaje, esencial en la verosimilitud que los peinados de época (los años 1980) y los estragos de la enfermedad dan a los personajes protagónicos. El film de Vallée se encuadra dentro del cine de tesis benevolente (recuerda en ese sentido a la también muy reconocida ‘Philadelphia' de Jonathan Demme, 1993), añadiendo al contexto de los peores momentos de la epidemia del SIDA un paisaje inusual, el del rodeo más rigurosamente heterosexual. En cuanto a la menos afortunada en honores y difusión comercial, la española ‘La partida', de Antonio Hens, se trata de un relato que combina la descripción de la miseria económica y moral en la Cuba de los hermanos Castro con una historia de amor entre dos muchachos, uno de los cuales se prostituye con turistas varones. La pintura social y familiar está bien plasmada, incluyendo las escenas del entrenador de fútbol y depredador sexual encarnado con talento por Toni Cantó, pese al esquematismo de su personaje, en quien se ha querido ver en clave críptica a una estrella del balompié catalán. El drama de la intolerancia machista incurre, por el contrario, en un cierto efectismo truculento, poniendo más de relieve la insuficiencia actoral de los jóvenes debutantes cubanos.

    Presentada en el festival de Cannes 2013 dentro de la sección ‘Un Certain Regard', donde obtuvo el premio a la mejor dirección, ‘El desconocido del lago' de Alain Guiraudie vivió la dulce experiencia de ser considerada por la crítica internacional como un título que tendría que haber entrado en la competición oficial, desafiando allí, para el gusto de muchos, la primacía de otra película francesa, ‘La vida de Adèle'. Ambas no son comparables, en su extraordinaria calidad, del mismo modo que resultan antitéticos desde el punto de vista formal Abdellatif Kechiche y Alain Guiraudie, autor de varios largometrajes, ninguno estrenado en España. ‘El desconocido del lago' muestra desde su primer plano (repetido idénticamente varias veces) un áspero no-lugar campestre donde aparcan esporádicamente los coches de unos hombres de distinta edad y físico, casi todos anónimos, que acuden a la orilla de un lago a fornicar, por lo general de modo inmediato y desprotegido. El lago es grande y también lo frecuentan, lo sabremos a través de los parcos diálogos, familias y bañistas más apacibles, aunque el espectador sólo ve, a menudo de lejos, al puñado de buscadores de la aventura, que se practica en el bosquecillo cercano a la ribera.

     ‘El desconocido del lago' no es una crónica de costumbres eróticas (si bien no faltan las escenas de sexo explícito), ni el relato de un amor pasional (que el protagonista Franck empieza a sentir), ni siquiera un ‘thriller' psicótico, teniendo la película como línea argumental un caso criminal y una resolución sangrienta. Alain Guiraudie compone con aplomo sutil una narración minimalista y despojada  -la sombra de Robert Bresson es, por suerte, alargada en el cine francés- en la que adquieren una gran relevancia los dos personajes secundarios que observan y a su modo comentan la acción: Henri, el hombre grueso que no busca gratificación carnal, y el policía investigador. Sus intervenciones, muy sugestivamente escritas y magníficamente interpretadas, alivian de la atmósfera concentracionaria y maligna vivida por los dos amantes protagonistas, Franck y Michel, en una suerte de danza macabra que funde la pulsión de muerte con el goce libidinoso, un concepto central en la obra de Bataille. Y así, ‘L´inconnu du lac', con su final nocturno y enigmático, cierra una historia perversa tan alejada de la alegoría como de la moraleja.

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26 de mayo de 2014
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Poema para Octavio Paz

Poema leído el pasado lunes 12 de mayo en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en un homenaje a Octavio Paz

 

 

 

 

                                            Arpista  del  infierno

                                                       (Variaciones sobre tres versos de O. Paz)

 

El vampiro de boca sonrosada,

arpista del infierno, abre las alas,

y el vendaval del cartílago

descompone

la ropa del día de fiesta.

Somos las criaturas que hacen fila

y buscan la senda

de la perdición.

Somos las criaturas que sueñan y hacen fila

desde que oímos hablar

de un señor de las cosas

menos recomendables.

 

Llevamos deseando tu música degenerada

años que se parecen al siglo.

Y mientras llega la hora

de bajar al infierno,

el metal de tus cuerdas nos acompaña.

 

¿Hay paraíso, hay desenlace feliz, hay domingo?

No nos espera Dios al fin de la semana.

                                                 _________________

[El poema, inédito, forma parte de una reciente serie de ‘Variaciones' sobre versos de diferentes poetas. Los versos en cursiva son aquellos que tomo del poeta homenajeado]

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19 de mayo de 2014
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La guerra en broma

La "drôle de guerre", la guerra en falso o de broma, fue la expresión acuñada por el periodista y novelista francés Roland Dorgelès   -hoy recordado tan sólo por esa frase y por ser el finalista del premio Goncourt que ganó Proust-  para referirse a las primeras escaramuzas de la segunda guerra mundial. Jean Echenoz hace en su última novela ‘1914' (Anagrama, traducción de Javier Albiñana) el libro menos grandilocuente y más elocuente sobre el anterior conflicto bélico a escala internacional del siglo XX, del que ahora se cumplen los cien años. Aquella primera guerra, que fue muy en serio desde su inicio, con el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, ha tenido una abundante literatura de ficción: novelas de inmensa popularidad como ‘Los cuatro jinetes del Apocalipsis' de Blasco Ibáñez. ‘Adiós a las armas' de Hemingway o ‘Sin novedad en el frente' de Erich Maria Remarque, y novelas de empeño y destacada calidad: ‘Tres soldados' de Dos Passos, ‘Tempestades de acero' de Jünger, ‘El diablo en el cuerpo' de Radiguet, y dos desbordantes tetralogías ‘La rueda roja' de Solzhenitsyn y ‘El final del desfile' de Ford Madox Ford, la segunda mucho más artística que la del premiado disidente ruso.

 

         Echenoz es un extraordinario escritor humorístico, y su método escueto, mordaz, elegante, aplicado en sus obras precedentes a las inventivas recreaciones biográficas del compositor Ravel, el corredor de fondo Zátopek y el científico de la electricidad Tesla, funciona con la misma gracia burlesca en ‘1914', una novela que refleja la carnicería humana de la Gran Guerra a la vez que cuenta con fulgurante sentido de la elipsis el "ménage-à trois" de dos hermanos convencionales y una mujer moderna. El libro tiene un arranque memorable, cuando el protagonista Anthime, al final de una apacible excursión campestre en su día libre del trabajo de contable en una fábrica de zapatos, queda sorprendido por la imagen de un raro parpadeo en los campanarios de toda la zona llana que divisa desde su bicicleta, y por el subsiguiente repique de las campanas que en su rebato anuncian la declaración de guerra. Lo que sigue, en sus menos de cien páginas, es el condensado de una original historia privada que se enmarca con destreza entre batallas y esperas: ciudadanos sin ninguna pericia militar que van a las trincheras, muchos a morir o ser mutilados, y una retaguardia de ancianos y mujeres sufriendo delegadamente la tragedia del frente. Con su habitual ironía, Echenoz afirma que comparar la guerra con la ópera es una impertinencia, en particular "cuando no se es muy aficionado a la ópera", aunque, insiste el narrador, "la guerra, como ella [la ópera], sea grandiosa, enfática, excesiva, llena de ingratas morosidades, como ella arme mucho ruido y con frecuencia, a la larga, resulte bastante fastidiosa".

      Hay pasajes que están entre lo mejor que ha escrito el autor francés: el casco de un proyectil rezagado que siega el brazo de Anthime, la descripción del combate aéreo que acaba con la vida de otro de los protagonistas. La voz narrativa es ahí seria, sin patetismo, como lo es el hermoso final de la continuidad amorosa en la paternidad. Pero el brillo principal lo da el humor: el recuento (entre las páginas 71 y 74) de los animales de todo tipo, incluyendo insectos parásitos, que acompañan el día a día de los soldados, ha de figurar como antológico en la obra de este incomparable novelista. 

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6 de mayo de 2014
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Coste y valor humano

El origen de ‘La mujer del chatarrero' no es una novedad en el cine. Cuenta su director, el bosnio Danis Tanovic, que un día, al leer en la prensa el caso de un matrimonio gitano atrapado en una cruel pesadilla administrativa, les buscó, les visitó y enseguida supo que quería hacer una película de su historia. Lo propio era desarrollar ficticiamente el caso verídico, pero, confiesa Tanovic en una entrevista, para "hacer una ficción [...] como mínimo necesitaría dos años para buscar productores que estuvieran interesados, y tampoco estoy tan seguro de que los hubiera encontrado, porque la historia no es tan sexy". Así que con 17.000 euros de presupuesto obtenidos de un fondo de ayudas de su país, y trabajando con un mínimo equipo de amigos voluntariosos y los cuatro miembros de la familia gitana interpretándose a sí mismos, rodó esta absorbente y breve película-reportaje (75 minutos) que ganó dos Osos de Plata en el festival de Berlín de 2013 y ha tenido carrera comercial en los cines de arte de Europa. Más lógico habría sido ver reflejada amplia y punzantemente la angustiosa peripecia de Senada y Nazif en algún programa de televisión, pero las cadenas privadas, y en España también las públicas, sólo se ocupan de hecatombes, de guerras, de accidentes y, sobre todo, de hechos de sangre, cuanta más sangre mejor. Lo que le sucedió a esta familia no posee ese rango: fue una tragedia privada y consuetudinaria, de las que cada día más alcanzan a otras familias, a otras etnias, otros lugares.

     ‘Un episodio en la vida de un chatarrero', título original y de más pertinencia que el de su estreno español, pudo llegar a más espectadores en formato de documental televisado en ‘prime time'. No siendo así, ‘La mujer del chatarrero' que vemos en la pantalla grande se beneficia sin embargo de la mirada, del preciso tempo narrativo, de la sencilla artisticidad que confiere a su elemental anécdota Danis Tanovic, autor, hace más de diez años, de ‘En tierra de nadie', una memorable alegoría sobre los costes personales de la guerra de Bosnia, ganadora del Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Si entonces fabulaba y tenía incluso respiro para la humorada y el trazo lírico, ahora Tanovic se limita a poner su cámara detrás y en torno a esa pareja con dos hijas, que subsisten gracias a los desguaces que el marido Nazif consigue y las comidas que la mujer Senada cocina milagrosamente en una minúscula habitación donde también duermen. El aborto espontáneo que ella sufre y la imposibilidad de resolverlo quirúrgicamente, al no disponer de cartilla médica ni de los 500 euros requeridos en los hospitales que recorren, es relatado sin subrayados, sin músicas inquietantes, sin florituras formales; un televisor defectuoso, con nieve perpetua emborronando la imagen, un paisaje exterior desolado, dos niñas revoltosas ajenas a la extrema precariedad, unos vecinos y parientes solidarios, una burocracia implacable, y un desenlace que evita la muerte pero no deja paso al optimismo.

    Tanovic no alecciona, disecciona, sin sacar conclusiones explícitas (aunque sí las apunta cuando habla ante los periodistas). Recuerda en eso ‘Le Havre', el extraordinario cuento moral de Aki Kaurismäki sobre la emigración, si bien el cineasta centro-europeo es menos grave que el finlandés, dotado espontáneamente para el sinsentido y mucho más flemático. Ninguna de ambas podría ser englobada dentro del cine de denuncia, como sí lo está el nuevo título de Stephen Frears, ‘Philomena'. Esta es una película incluso militante, de agitación, habilísimamente camuflada de melodrama lacrimógeno; de ahí el éxito comercial y la lluvia de nominaciones en todos los premios anuales, incluido los de Hollywood, y también, por su primera naturaleza, el fracaso a la hora de obtenerlos. ‘Philomena' y ‘Doce años de esclavitud', haciendo una comparación odiosa pero justificada, están concebidas para hacer llorar, para remover las conciencias, con la diferencia de que el esclavismo es una causa  -afortunadamente, claro- hoy ganada, y lo que fustiga Frears está por resolver.

       Lo que fustigan el co-guionista y actor principal, Steve Coogan, y el director Frears, es el tráfico y abuso de personas débiles por parte de los poderosos, sean estos mafiosos organizados en bandas o congregaciones religiosas que se aprovechan de su aura de santidad. La historia, basada también en hechos reales aunque interpretada por actores de gran envergadura, ocurrió hace más de cincuenta años en la católica Irlanda, y a lo largo de su primera media hora el más que solvente director inglés se deja llevar por una cierta pereza creativa incapaz de superar los lugares comunes del guión. El ambiente en el convento despótico para chicas descarriadas, la vida pueblerina y la vida en las altas esferas del poder político apenas interesan o están ‘déjà vus'. La aparición del personaje de Philomena ya como mujer anciana, encarnada por Judi Dench, promete una solidez que aún tarda algo en llegar. Pero la segunda parte del film es apasionante, y genuinamente conmovedora en muchos momentos, sin prescindir de los resortes melodramáticos, en los que Stephen Frears muestra un gran temple, brindando a Dench alguno de los momentos más notables de lucimiento de su extensa carrera interpretativa (por ejemplo, el examen mudo del álbum de fotografías de su hijo mientras a sus espaldas oye hablar de él a una amiga americana).

      Hay en ‘Philomena' un giro argumental inesperado, brillantemente administrado, que conviene no anticipar; pertenece a otra esfera de los valores humanos que hoy siguen amenazados, y hay dos o tres escenas en su final que tienen un poder de permanencia emocional en la memoria. Son las que unen la enfermedad con el fanatismo, el dolor con la culpa.  

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28 de abril de 2014
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Los Panero (2). El suicida fallido

Los primeros suicidios que sufrí en mi vida fueron emprendidos por Ramón Moix, antes de catalanizar su nombre de pila a lo latino, y por Leopoldo María Panero, y en ambos actuó de intercesora o reparadora Ana María, la hermana menor de Terenci. Los tres han muerto, muchos años después de superar aquellos impulsos juveniles y sobrevivir, luchando bravamente los hermanos Moix contra el mal de los fumadores, y desmoronándose Leopoldo, sin dejar, hasta el último aliento, de hacer resonar en muchos lectores incondicionales el timbre de su incomparable voz. Con la desaparición de Ana María y Leopoldo, ocurrida en el transcurso de una semana, se acaba además, si no me equivoco, la huella genética de dos familias que marcan una época y a mí me hicieron distinto y mejor de lo que era al conocerles.

Aunque me angustió sobre todo la primera ingestión de barbitúricos, 'presencial' (como se dice ahora) y teniendo yo 19 años, aquellos suicidas no querían llegar hasta el último confín de la muerte; la desearon sin duda brevemente, por sufrimiento o desconsuelo, la creyeron resolutoria, más que necesaria, y antes que nada la escenificaron para media docena de espectadores a quienes iba dirigido el mensaje de su desespero. En un interesante artículo escrito para la revista francesa ‘Le Gai Pied', Michel Foucault se ríe de la antigua asociación entre suicidio y homosexualidad (el texto es de 1979) y habla más seriamente de la voluntad de quitarse la vida; los que sobreviven, dice Foucault, "no ven en torno al suicidio [...] más que soledad, torpeza, llamadas sin respuesta". Ramón Terenci y Leopoldo (y también Ana María en su propio intento conocido por mí, a través de una agitada conferencia telefónica, ella en Barcelona, yo en Madrid) debieron ver de cerca esa antesala lóbrega que prefigura a la muerte; quizá por ello, acabado el periodo de sus sacrificios incruentos, se aferraron los tres con lujuria, casi con avaricia, a la vida.

De mi generación, Leopoldo María era el genio que brillaba con mayor apresto, si bien su incandescencia tuvo pronto alguna opacidad, algún apagón, que no le impidieron escribir al menos tres de los libros mayores de la poesía novísima. A sus dieciocho años, cuando nos encontramos por primera vez, ya no podía ser literalmente precoz, pero su madre, Felicidad Blanc, tenía pruebas documentadas de algo que precedía a la precocidad de ese segundo hijo; el deseo de darlas a conocer se acentuó con las desdichas de aquél. Felicidad era una mujer de gran capacidad fantástica, pero no creo que su buena educación le permitiese mentir cuando, en su hermoso libro memorial ‘Espejo de sombras' (1979), reproduce un poema escrito por Leopoldo María -el "poetiso" de la casa como gustaba de llamarse él mismo- a los cinco años. Parece el poema póstumo de un niño dotado de misteriosos poderes de anticipación, y que escribe versos como estos: "yo me hallaba en la tumba / echado con las piedras, yo / decía / Sacadme de la tumba pero / allí me dejaron con los habitantes / de las cosas destruidas / que no eran ya más que / cuatro mil esqueletos".

Esa hoja de papel del hijo de cinco años guardada por la madre tiene toda la truculencia, y también el don de la imagen inesperada y convulsiva del autor de ‘Así se fundó Carnaby Street', el primer libro suyo. Leopoldo María era un grafómano, y lo ha sido, por lo dado a conocer, hasta el final, aunque hace tiempo que algunos dudaron de que todo lo que publicaba bajo su nombre hubiera sido escrito por él. La leyenda, una de las que le acompañarán siempre, es que recogía las palabras sueltas que sus compañeros de internamiento clínico escribían en cualquier paquete de cigarrillos o servilleta manchada, les daba el ‘imprimatur' paneriano y las mandaba a algún editor complaciente. ‘Así se fundó Carnaby Street' es de 1970, asimismo año de aparición de la antología de Castellet, ‘Teoría' del 73, ‘Narciso en el acorde último de las flautas' del 79; son a mi entender los tres grandes títulos de su obra, aunque el poeta siguió produciendo versos de calidad extraordinaria por lo menos hasta la mitad de los años 1980. El libro ‘Poesía 1970-1985' que editó Visor en 1986 es así el compendio más riguroso del escritor.

Dejamos de vernos por aquel entonces. No era fácil seguirle en su desorden febril, ni tampoco sostener una conversación que reprodujera la elocuencia dislocada pero nunca intrascendente del Leopoldo María joven. Una vez, debió de ser en 1988, siendo yo profesor de Filosofía del Arte en la Universidad del País Vasco, los alumnos de los cursos superiores, que le adoraban, lo trajeron desde el manicomio de Mondragón a dar una charla. El aula magna de la desvencijada facultad de Zorroaga (un antiguo asilo) estaba llena hasta los

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21 de abril de 2014
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Los Panero (1). La familia interrumpida

Luis Cernuda escribió una sola obra de teatro, ‘La familia interrumpida', cuyo manuscrito entregó a un joven Octavio Paz en Valencia, durante la guerra civil; el autor se olvidó, el texto se perdió, hasta que el poeta mexicano, buscando otros documentos dejados por él a su madre en una caja, lo encontró y lo publicó en 1985. La obra, fascinante, mordiente, se estrenó mundialmente en España en 1996. ‘La familia interrumpida' fue escrita en torno a 1937, y diez años después Cernuda trató asiduamente en Londres a Felicidad Blanc, la mujer del poeta Leopoldo Panero, que dirigía en la capital británica el Instituto de España franquista. Felicidad, que ya había tenido su primer hijo, Juan Luis, sintió algo, ¿un enamoramiento?, por el escritor sevillano, aun a sabiendas de su homosexualidad. Con la muerte de Leopoldo María, el último Panero vivo, me acuerdo de esta familia interrumpida ya irremediablemente, después de dejar una huella de romanticismo cosmopolita, de ‘malditismo', de franqueza sin tapujos y de civilidad no exenta de narcisismo.

A Leopoldo María, muerto menos de seis meses después que su hermano mayor, las honras post-mortem, una especialidad muy española, le han tratado con mucha deferencia, y en abundancia. Juan Luis, que fue muy buen poeta oscurecido por el brillo diabólico de su hermano segundo, tuvo menos. Las obras de ambos se encuentran en las librerías, y es más que posible que se reediten ahora. Pero yo, reconociendo la singularísima valía de Leopoldo Mª y la gran calidad, en una onda poética ‘cernudiana', de Juan Luis, quiero aquí reivindicar la voz de Felicidad y la figura del hermano pequeño, José Moisés, conocido siempre como Michi Panero.

La voz de Felicidad nadie que haya visto ‘El desencanto', la excepcional película de Jaime Chávarri producida por Elías Querejeta, la podrá olvidar. Bella, inteligente, elegante, sabia, la viuda de Panero se movió toda su vida entre escritores, los de su familia (empezando por el marido, al que amó), los amigos del padre y de los hijos, y los que ella soñadoramente se apropiaba (Cernuda, Calvert Casey). Pero Felicidad Blanc encontró tiempo, después de enviudar y de irse independizando sus hijos, para escribir, y esa voz cultivada con la que se expresaba encontró continuidad en las páginas de ‘Espejo de sombras', unas memorias escritas con libertad y buena prosa que salieron en 1977 y hoy son una rareza bibliográfica. Aún más secreto es su segundo libro, ‘Cuando amé a Felicidad', editado en 1979 como carpeta en una preciosa colección de arte que dirigía Lalo Azcona, ilustrado por el estupendo pintor Juan Gomila,  prologado por Carlos Bousoño y con una cita de Scott Fitzgerald introduciendo un breve compendio de cartas, relatos y viñetas que forman un retrato encantador de esta importante mujer.

En cuanto a Michi, su dandismo recalcitrante le impedía trabajar más de unos meses seguidos, pero también escribió, en prensa, en privado (sus cartas de adolescente tienen genio) y explorando con gracia y descaro la ficción. Ahora que ya no están marcando estilo, nos merecemos todos unas obras completas de los Panero, una familia de disipados que nunca se disipará.

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8 de abril de 2014
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Película con cocaína

        Se sabe poco de él, pero su única obra narrativa perdurable es extraordinaria. Publicada por vez primera en 1936 por una editorial parisina de emigrados rusos, ‘Novela con cocaína', firmada con el seudónimo M. Aguéiev, llamó la atención, tuvo alguna buena crítica y quedó en el olvido hasta su reaparición en los años 1980, cuando el misterio de su autoría dio pábulo a una atribución a Nabokov que su viuda Vera protestó airadamente. Hoy se sabe que el autor fue un moscovita de descendencia judía llamado Marko Levi, residente doce años en Turquía y repatriado en 1942 por la policía turca a su país de nacimiento, donde llevó una oscura vida de profesor de alemán hasta su muerte en 1973. De la novela (publicada en buena traducción española por Alba) destacan, casi como un leitmotiv del narrador en primera persona, las dualidades y los desdoblamientos que le causa su drogadicción, resumidos en esta exclamación: "Se desdoblaba la sensación de tiempo".

        ‘El lobo de Wall Street' es una película con mucha cocaína, y yo diría que no toda la que se esnifa, ni tampoco las extensas proezas eróticas, primordialmente bucales, resultan, desde el punto de vista del espectador, imprescindibles; el tiempo narrativo pesa más de una vez, sin duda porque nosotros no la vemos en trance psicotrópico ni vamos tan raudos como los personajes del film. El director refleja la historia verídica, ‘remasterizada' para la pantalla, de Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio), un joven neoyorkino que empezó como honrado corredor de bolsa y se despeñó voluntariamente en la escalada de la riqueza fraudulenta, el sexo y las drogas: la eterna historia de un ‘Rake´s Progress', contada, al contrario que en la famosa serie pictórica de Hogarth, en cuadros sin conexión, sin sátira y sin moraleja (aunque sí con casa de locos). Este progreso y caída del libertino Belfort arranca poderosamente, con la trepidación que Scorsese sabe dar a sus películas no-intimistas: las primeras arengas en la oficina, los ascensores saturados de felaciones, y, sobre todo, esa secuencia memorable del almuerzo en que el instructor Mark Hanna (un prodigiosamente metamorfoseado Matthew McConaughey) le da clases aceleradas de desenfreno al aprendiz. Junto a DiCaprio, todos los actores secundarios lucen como protagonistas en el kaleidoscopio de la acción, que unas veces nos hace pensar en un ‘Calígula' bancario y en traje de calle y otras en ‘Casino', cinta de ‘gangsters' del propio Scorsese que tiene más de un punto de contacto con ésta.

      La acumulación de orgías y expletivos, de señoritas complacientes y yates rebosantes de langostas, dan a veces la impresión de antídoto disolvente a esa anterior obra tan acaramelada y tan ñoña a ratos (sin dejar nunca de ser brillante) que fue ‘La invención de Hugo'. Pero siempre hay un artista al timón. La disputa de Jordan con su primera mujer bajo la marquesina del teatro, o la larga escena de mismo Belfort y su lugarteniente Donnie (Jonah Hill, otra creación de característico) empastillados hasta las cejas y pegados al teléfono en la cocina de la mansión, son de un deslumbrante refinamiento formal. O el final, una idea de genio en el guión que el cineasta resuelve con virtuosismo: el ya maduro y derrotado Jordan Belfort dando un curso a los lobeznos del Wall Street del futuro, esos ‘madoffs' de nuestra realidad que se engranan en la rueda de la corrupción como catecúmenos de la religión del dinero.

      Por lo demás, ‘El lobo de Wall Street' es un ejemplo de alta calidad del cine frenético que ahora prolifera, en el que la cámara ya no es aquella pausada estilográfica de los cineastas franceses de la Nouvelle Vague, sino más bien una pistola de Marey o un lápiz óptico. El modelo de los directores del frenesí visual y el montaje a toda pastilla (nunca mejor dicho) viene sobre todo de Hollywood, aunque no faltan secuaces en otras cinematografías menos pujantes. Es un idioma hecho de velocidad y movimiento, como puede verse en otro título reciente y de gran éxito en los Estados Unidos, ‘La gran estafa americana' (‘American Hustle‘) de David O. Russell, quien utiliza señaladamente el acercamiento y alejamiento de cámara a los actores como sintaxis, si bien su montaje de planos es menos sincopado que el de Scorsese. Se trata de un cine que puede marear y que está hecho para marear, para reproducir los vaivenes y la inestabilidad substancial de sus personajes, de sus relatos.

     Pero no todo el cine que quiere hablarnos del desasosiego, del trasiego, de la dispersión y la desubicación, es tan móvil. Simultáneamente a ‘El lobo de Wall Street' y ‘La gran estafa americana' he visto ‘Caníbal', la notable película de Manuel Martín Cuenca que estuvo entre las finalistas de los principales premios Goya de este año (ganados todos, con merecimiento, por David Trueba y su ‘Vivir es fácil con los ojos cerrados‘). Entre los cineastas españoles de su generación (Martín Cuenca nació en 1964), este almeriense comparte con Jaime Rosales y Javier Rebollo, y en cierto modo con Pablo Llorca, la parsimonia deliberada, el gusto por la composición en plano largo y fijo, tan estático a veces que nos hipnotiza, nos cautiva, en las antípodas del arrebato de Scorsese, pero no por ello con menos arte. ‘Caníbal' dibuja la existencia de otro extremado lobo depredador, el sastre granadino Carlos, quien en su afán de apropiación de lo que desea se traga a las mujeres. La extrema frialdad del cineasta, que queda marcada, al inicio, por el hermoso plano inmóvil de casi cuatro minutos ante la gasolinera, es una alternativa radical a la plasmación del exceso. Otra manera de ser tempestuoso en la negación y el recato.

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1 de abril de 2014
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La carta de Treglown

El antiguo director del Times Literary Supplement, Jeremy Treglown, responde en una carta al director de El País (18.3.14) a lo que yo escribí sobre su libro ‘Franco´s Crypt' en un artículo de opinión del citado periódico (que el seguidor de El Boomeran puede consultar, si lo desea, en este mismo blog, donde lo reproduje con fecha del 18.2.14). La carta es templada, aunque no exenta de truco. De ninguna manera podrá el lector de mi artículo ver en él "falsas impresiones" como las que el ensayista inglés cree detectar. Su libro, un híbrido carente de dirección y de verdadera substancia, tiene graves omisiones, desde luego, pero también "errores", como el periódico, en un ladillo editorial de cosecha propia, subtitulaba, para contrariedad de Treglown. Los errores, en un libro lleno de hipótesis como ‘Franco´s Crypt', no sólo pueden ser factuales; hay errores de juicio, y esta obra de Jeremy Treglown incurre en ellos con frecuencia.

Al margen de uno de los más llamativos, su comparación peregrina de ‘La familia de Pascual Duarte' de Camilo José Cela con la obra de Samuel Beckett y Jean Genet, que Treglown trata de substanciar en su respuesta a mi artículo sin datos fehacientes, el autor de ‘La cripta de Franco' introduce una falacia no patética, sino más bien cómica, para justificar lo que sin duda constituye el defecto esencial (y contaminante) de su argumentación, la ausencia casi total de los poetas del siglo XX en su panorama de la cultura española de guerra y posguerra. La falacia consiste en pretender que si los eliminó fue para no traicionarles, ya que "la poesía, según la famosa definición de Robert Frost, es lo que se pierde al traducir". La frase de Frost es, por supuesto, un ‘boutade' sin mucha gracia, que asombra que un estudioso utilice como base de un libro como éste. Según tal argumento, no podrían existir en ninguna lengua antologías traducidas de los grandes poetas, bajo de riesgo de alta traición. El número de obras que prueban lo contrario es considerable, y uno imagina que Treglown las conoce. Todo parece indicar que le resultaba más cómodo prescindir del riquísimo y complejo núcleo que en el pensamiento cultural español del pasado siglo supuso la poesía, prefiriendo la anecdótica de alguna serie televisiva de éxito y algún lugar común lorquiano o almodovariano.

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25 de marzo de 2014
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Thomas Bernhard: la caja vacía del arte

El protagonista de la novela de Bernhard ‘Maestros Antiguos', Reger, el gran crítico musical del ‘Times', contempla día sí y día no a lo largo de más de treinta años un cuadro de la colección del Kunsthistoriches Museum de Viena, ‘El hombre de la barba blanca' de Tintoretto, y un día, citado con el filósofo Atzbacher en el museo, monologa: "Llenamos nuestra caja fuerte espiritual de esos Grandes Ingenios y Maestros Antiguos y recurrimos a ellos en el momento decisivo para nuestras vidas; pero cuando abrimos esa caja fuerte espiritual, está vacía", añadiendo más adelante que los grandes maestros como Leonardo, Miguel Ángel, Tiziano o Goya, "se nos deshacen ante los ojos increíblemente deprisa y al final un arte de supervivencia, aunque sea genial e indigente, se revela como un indigente intento de supervivencia".

Pero ¿hay algún arte de supervivencia, algún sustitutivo que no nos deje solos? Reger, uno de los imprecadores más elocuentes de Bernhard, tiene respuestas para eso. Otros, en otros libros del autor austriaco, se hacen otras: ¿Es la música, por su desvaída entraña inmaterial, o la arquitectura, por su enfermiza arrogancia en el espacio, un "bocado resistente" a la burla del tiempo? En su novela ‘Corrección' se cuenta precisamente la construcción de una vivienda cónica en medio de un bosque para la hermana del narrador-constructor, el filósofo Roithamer, basado en la figura de Ludwig Wittgestein y en el edificio que éste le diseñó en Viena a su hermana Margarete.

Los nihilistas incansables evocados en este repaso a las ideas estéticas bernhardianas, tan inspiradas por Wittgenstein, aparecen como ejecutantes de una manía artística irrealizable, como saboteadores de lo permanente, como figuras de un juego que queda en tablas.

[Notas de presentación de la conferencia dada en el Museo Reina Sofía de Madrid, dentro del ciclo ‘Luces y letras: Los escritores y el arte']

 

Libros Mencionados

Bernhard Leitner: ‘The Architecture of Ludwig Wittgenstein'. Studio International Publications Ltd.  

Los siguientes títulos de Thomas Bernhard, todos en traducciones de Miguel Sáenz:

‘Maestros antiguos'. Alianza Editorial

‘Corrección'. Alianza Editorial

‘El malogrado'. Alfaguara

‘El sobrino de Wittgenstein'. Anagrama

‘Ritter, Dene, Voss' (También conocida como ‘Un almuerzo en casa de los Wittgenstein') (Teatro). Hiru, colección Skene

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18 de marzo de 2014
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