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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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El impudor del desnudo

Este verano he oído la voz de una chica cerca de los lugares donde yo empecé a hablar y a descubrirme, mucho tiempo atrás. En Benidorm y otros puntos de la provincia de Alicante, Marta Sanz vive con sus padres, va al colegio, hace excursiones, y hace incursiones: en el dolor de la muerte de un familiar, en la amistad con personajes muy sugestivos (como Paquita, su compañera de clase), en la ilusión y el primer fracaso (de no ser elegida como modelo de un pintor que hace un casting a las colegialas). Y algo más determinante: la niña y  después adolescente Marta descubre lo que quiere ver y encuentra el cómo quiere contar lo que ha visto, dentro y fuera de sí misma. El resultado se llama ‘La lección de anatomía', un apasionante relato autobiográfico que, revisado y ampliado a partir de una primera edición de 2008, publica ahora Anagrama, la editorial de las tres últimas novelas de Sanz.

El libro tiene tres partes, que no siempre siguen linealmente el curso temporal de los distintos aprendizajes de la narradora. Hay episodios de irresistible fuerza cómica (como el que refleja la apelmazada voz de los muchachos que asedian a las quinceañeras, con su "sonido de cáscara de huevo que se rompe contra el borde de los platos"), y otros de una veracidad sin tapaderas en la presentación de los primeros deseos, las primeras curiosidades morbosas (la micción de los hombres, la llegada de la menstruación), los primeros amores. Todo ello daría a ‘La lección de anatomía' un puesto notable en el género, poco a poco creciente en nuestra remilgada literatura, de la memoria biográfica. Pero otro factor clave lo destaca más. Marta Sanz pone su cuerpo al lado de su voz, y así lo que podría ser una confesión alcanza el rango de una exposición que, sin exhibicionismo ni regodeo sensacionalista, nos da a conocer cómo se forma la personalidad y de qué modo brota de su interior la voz singular de esta escritora.

En su tercera parte, de lectura ‘unputdownable' (ese bonito término inglés para designar los libros que no se pueden dejar), ‘La lección de anatomía' alterna la verdad de la conciencia con los caprichos del gran estilo. Su elogio de los gatos, incluso para un refractario a estos felinos como lo soy yo, resulta literariamente seductor, y hay un memorable episodio de una invasión de cucarachas en una cocina en que sus movimientos "sobre las baldosas son como la flor cambiante de un calidoscopio", formando después los mismos insectos unas formas que se parecen a "una coreografía de Busby Berkeley". Pero siempre domina en el libro la profunda lección anatómica: las páginas finales son el formidable autorretrato frente al espejo de la escritura: "Mi aspecto es más atlético que etéreo: es carnal. No es violento ni tierno, pero es tierno y es violento. Mis piernas no son demasiado largas, pero conservan su fuerza. Dibujo con trazo contundente las pantorrillas de bailarina que modelé durante años, yendo en puntas de un lado a otro de la casa". Y añade, como corolario, Marta Sanz: "Cada palabra es un modo, más o menos honesto, de autorretratarse. Llevo mi honestidad hasta el impudor del desnudo".

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30 de septiembre de 2014
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Ciudad hospitalaria

Sant Pau es más que una ciudad dentro de una ciudad. La ambición del mecenas Pau Gil, cuyo legado (tres millones de pesetas de la época) permitió el inicio de las obras en el año 1902, era construir el corazón sanitario de una urbe utópica. Pero ese corazón era tan gigantesco que, como sucede en las mayores utopías de la humanidad, el proyecto quedó inconcluso. De los cuarenta y ocho pabellones planeados y encargados a Lluís Domènech i Montaner, sólo veintisiete se construyeron, y de ellos el gran arquitecto pudo únicamente diseñar y ejecutar doce, quedando el resto al cuidado de su hijo Pere Domènech i Roura, artífice fiel y voluntarioso pero desprovisto del chisporroteante genio de su padre.

Tras más de cuatro años de restauración y reacomodo, el Hospital de la Santa Creu y Sant Pau, su nombre completo, fue abierto en Barcelona a principios de 2014, en concurridísimas visitas (temporalmente gratuitas) con mezcla evidente de nativos curiosos y extranjeros ávidos de Art Nouveau, unos y otros en perfecto estado de salud; el conjunto modernista ya no atiende enfermos, pero al norte de sus instalaciones hay un Sant Pau moderno en pleno funcionamiento sanitario. Ahora las visitas al recinto, pagadas, permiten recorrer el vasto espacio lleno de maravillas, admirando la determinación del banquero Paul Gil (cuyas iniciales entrelazadas se advierten en los medallones de mayólica que adornan alguna de las fachadas) y la imaginación de Domènech i Montaner.

La palabra maravilla no es en este caso un eufemismo o un superlativo. Quienes conozcan otras obras del arquitecto y también activo político catalanista (fue cuatro años diputado a Cortes por la Lliga), saben de su exuberancia formal, de su don ingenioso para combinar colores, de los caprichos exóticos con los que a veces juega a deslocalizar y a fabular. El Palau de la Musica Catalana, la casa Lamadrid, el Castillo de los Tres Dragones, actual Museo de Zoología, dentro del parque de la Ciudadela, todos en Barcelona, o el Instituto Psiquiátrico Pere Mata de Reus son algunas de esas construcciones singulares que lo atestiguan. El Hospital de Sant Pau, con todo, es su cuento fantástico más hechizante. También el que le da a la enfermedad un acompañamiento paliativo que aun hoy, cuando no se ven allí medicinas, camillas ni batas blancas, resulta vigorizante: sin duda en aquel entorno uno, por mal que se sintiera, podía vislumbrar la salvación.

Aproveché el viaje a Barcelona durante el que pude visitar detenidamente el Sant Pau para hacer un pequeño repaso intensivo de la asignatura del Modernismo, que por mucho que se empolle siempre deja lecciones pendientes. Así que empecé a subir desde el Paseo de Gracia, donde ese ‘blockbuster' arquitectónico que sigue siendo la Pedrera rivaliza en taquilla con las visitas a las casas Batlló, del propio Gaudí, Amatller, de Puig i Cadafalch y Lleó Morera, un temprano espécimen de sabor gótico de nuestro Doménech i Montaner, haciendo de paso un breve desvío con parada para admirar otras dos obras suyas, la Fundación Tàpies (antigua sede de la editorial Montaner i Simón) y, por encima de la Diagonal, la grandiosa Casa Fuster, convertida en hotel de lujo. En mi camino recto hacia el norte vi sólo por fuera otra obra maestra de Gaudí, la Casa Vicens, que un banco andorrano ha comprado y tras restaurarla va a abrir museísticamente en 2016, pero sí entré y disfruté del ‘gaudiniano' parque Güell, que no había pisado en muchos años y tiene, desde la estación de metro de Vallcarca, un acceso cómodo por escaleras automáticas. Pero volvamos al hospital.

La ciudad sanitaria soñada por Pau Gil y trazada por su arquitecto era un jardín de los vivos, y no un refugio donde ir a sufrir sin remedio o a morir (en la concepción original, cada enfermo disponía de un espacio de 145 metros cuadrados). Nada tétrico ni agobiante hay en el colorido vivaz de sus interiores, ni por supuesto en la silueta feérica y el volumen cambiante de sus pabellones, que más parecen palacetes de ensueño en los que una cierta profusión de la voluta y el almocárabe entronca con la liviandad del pensil musulmán. La entrada principal, originalmente la Administración del hospital, es una de las construcciones más ricas de ornamentación y más sorprendentes en la mezcla de sus elementos. Transformada su naturaleza burocrática en lugar ameno polivalente, aún falta por encontrarle función a todas sus dependencias, pero lo que ya está en uso es bellísimo: la majestuosa escalera que arranca del vestíbulo y las vidrieras de la cúpula, de elegante policromía. Lo más deslumbrante de este edificio de acceso es, sin embargo, el antiguo salón de actos, de una invención inagotable, a veces algo recargado pero nunca feo. Hay en él mosaicos, piezas escultóricas de Gargallo, porcelana en relieve, y la curiosísima baranda de piedra cuyos balaustres son letras góticas que componen una piadosa plegaria: "Amparad Señor a los benefactores y a los asilados de esta Santa Casa tanto en la tierra como en el Cielo, e inspirad sentimientos de caridad hacia ella. Amén".

Diversas instituciones han ocupado o van a ocupar los amplios locales del Sant Pau. De mi visita guardo el recuerdo fascinado del que con el nombre de Nostra Senyora de la Mercè albergó en su día el Servicio de Ginecología y Obstetricia; hoy dos organismos internacionales tienen el privilegio de que sus empleados trabajen bajo un techo abovedado de cerámica vidriada que está entre lo más hermoso del modernismo barcelonés.

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16 de septiembre de 2014
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Recuerdo de Francisco Pastor

Ese hombre de maneras suaves y risa queda era un comerciante en piedras duras. La paradoja me hizo gracia cuando, al poco de tratarle en tanto que galerista de arte, lector fino y escritor de versos, él mismo me habló del negocio familiar, que le llevaba con frecuencia desde Novelda a Carrara; más que la belleza de los mármoles, le apasionaba el pensamiento de un verso o el trazo de una mano de artista en un lienzo. El 14 de agosto, ha hecho ya dos años, murió mi amigo alicantino Francisco Pastor, Paco para quienes le queríamos, aunque la noticia me llegó por mensaje escrito un mes más tarde, visitando, en una coincidencia conmovedora, una maravilla renacentista de reciente apertura pública en Venecia, el Palazzo Grimani del Campo Santa María Formosa, y estando yo en aquel momento ante unas mesas de ‘pietre dure' que a Paco le habrían entusiasmado aún más que a mí.

 

Le conocí en una de las primeras ferias de ARCO, junto a su esposa Elena Escolano y su gran amigo Gonzalo Fortea, sentados los tres socios en su stand madrileño de la Galería Italia; Paco estaba leyendo, pasmado, ‘Centuria', el estupendo libro de novelas en miniatura de Giorgio Manganelli. Siempre me pareció relevante en ellos la conexión italo-alicantina, aunque alguna vez, para responder a su afilada ironía, yo les traía a colación su pueblo natal: bien asentada ya la galería, lo siguiente tenía que ser fundar una "escuela de Novelda" como grupo de presión literaria. Creo que no me hicieron caso.

Seguí frecuentándoles en los años posteriores, en Madrid y en Alicante, donde la galería desempeñó un papel trascendental en la difusión del arte contemporáneo español y europeo. Tuve ocasión de ver, en mis viajes filiales, que en los años 1980 y 90 eran constantes, muchas exposiciones de calidad, aunque para mí la más memorable fue la que organizaron con la obra plástica de Juan Benet, quien tuvo siempre a los "tres italianos" en gran estima. En las salas de la calle Italia 9 el novelista madrileño expuso, por vez primera en público y conjuntamente, las marinas bélicas que pintaba con más celo que arte los domingos y los ‘collages' surrealistas, estos, a mi juicio, de verdadero interés y resonancia literaria. Benet, más que de Max Ernst, seguía en ellos el impulso de quien fue amigo y mentor suyo, Alfonso Buñuel, el genial hermano pequeño del cineasta Luis; los collages de Alfonso son, aunque menospreciados, de lo mejor que se hizo en el surrealismo español de los años 1930/40. Benet vino al ‘vernissage', bromeamos todos sobre el estilo ‘pompier' de sus acorazados al óleo, se vendió muy poco, o quizá nada, pero Paco, Elena y Gonzalo hicieron posible en Alicante ese ‘violín de Ingres' pictórico del creador del mundo narrativo de Región.

Gonzalo Fortea, que falleció a finales de 2009, era un autor de ingeniosos cuentos fantásticos, publicados los primeros, ‘Corazón frío', en Tusquets. Paco, también tentado por la prosa, fue ante todo poeta, si bien los mármoles, la galería (que cerró definitivamente coincidiendo con la muerte de Fortea) y la vida familiar entre las formidables mujeres de su entorno, Elena y las tres hijas nacidas del matrimonio, llenaron su larga vida, en la que nunca dejó de escribir. Pero como ya hemos dicho que era hombre dulce y flemático, tampoco se preocupó de ‘hacer carrera' poética. Su obra publicada comprende un largo poema unitario, ‘La distancia más corta' (que salió en las legendarias Publicaciones de la Librería El Guadalhorce, Málaga, 1979), ‘La palabra y otros silencios', editado por Rosa Regàs en La Gaya Ciencia (1981) y un último poemario más breve, ‘Animal incorporado' (Aguaclara, 2010). Al libro malagueño le precede un prólogo de José Hierro, quien dice que "en medio del camino de su vida, Francisco Pastor empieza a sentir la necesidad de mostrar, como una luna humana, su cara oculta". Y llama en efecto la atención que en la poesía de Paco la mirada incisiva y el sesgo melancólico luzcan como sombras de un temperamento que era tan claro y vivaz.

Tuve ocasión de pasar una tarde con Elena y Paco Pastor, éste ya enfermo, en su casa alicantina frente al puerto. Algo débil pero como siempre de buen humor, Paco se interesó por unos manuscritos inéditos que me había encomendado tiempo atrás. Le dije la verdad: no había encontrado salida, en los tiempos presentes, para su delicada y honda escritura. Pero las palabras escritas permanecen, editadas o inéditas, como queda en nosotros el recuerdo de ese hombre que alegraba la vida de los demás.

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9 de septiembre de 2014
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Vida de los escritores

No todos los escritores, del sexo que sean, son fotogénicos. Comparten esa carencia con el resto de los mortales, pero al igual que ellos, por el hecho de tener vida, aun siendo ésta trillada o irrelevante, tienen una biografía posible. Pocas se llevan a cabo de manera artística o pública; la memoria privada de sus seres cercanos es, en general, lo único que hace persistir a la mayoría de los muertos. Es cosa sabida que España, un buen lugar para vivir (al menos según los extranjeros que la visitan turísticamente), es malo biográficamente hablando. Los libros asociados al recuento de las vidas han escaseado siempre, en sus distintos registros, y no deja de ser paradójico que el país más entrometido que existe sea a la vez el que confunda, cuando suena la flauta, la voz de la verdad con la maledicencia. Siendo así en la literatura, terreno en el que nunca nos han faltado las glorias, tal pobreza también se da en el desdeñado cine español, y lo viene a recordar la coincidencia en las carteleras de dos interesantes películas europeas, ‘Violette' y ‘La mujer invisible' (sobre el adulterio de Dickens con Nelly Terman); el año pasado tuvieron reconocimiento, más las dos primeras que la tercera, que era la buena, ‘Hannah Arendt', ‘En la carretera' (con la presencia central de Kerouac y Neal Cassady) y ‘Camille Claudel 1915‘, extraordinaria semblanza de la desdichada escultora y de su hermano y genial dramaturgo Paul Claudel.

 

        Me acordé de Jaime Gil de Biedma en tanto que protagonista de ‘El cónsul de Sodoma' (Sigfrid Monleòn, 2010) viendo ‘Violette', un trabajo algo convencional de factura del director Martin Provost, sobradamente redimido por el interés de la biografiada y las magníficas prestaciones de sus intérpretes, sobre todo Sandrine Kiberlain en el papel de Simone de Beauvoir. No hay dos personas ni dos artistas más distintos que el poeta barcelonés y la novelista francesa Violette Leduc, y la homosexualidad predominante, aunque no excluyente, de ambos escritores, y el mandarinato intelectual y editorial que en ambos ‘biopics' queda reflejado no son razones suficientes para hacer sus vidas paralelas; a las dos películas las une su logrado afán de autenticidad, su anti-hipocresía. La de Monleón pecaba quizá del excesivo empeño en condensar en menos de dos horas vida, obra y contexto, pero además de sus virtudes cinematográficas y sus buenos actores interpretando a figuras aún vivas, era llamativo y a menudo fascinante el tratamiento revelador de estados amorosos que aquí, pero no en otras culturas próximas, aún escandalizan. Vidas sin santidad. Rosalía de Castro, Galdós, Lorca, Cernuda, los Machado, Josep Pla, las parejas Juan Ramón/Zenobia y María Teresa León/Rafael Alberti: el número posible de películas (ya que ahora hablamos de cine) haría la boca agua, si la industria nacional -torpedeada sañudamente por las medidas del gobierno Rajoy- no estuviera yéndose a pique.

    Una cuestión espinosa y para muchos frustrante en la relación de la imagen fílmica con el universo literario es la del parecido. Los públicos de cine se distinguen por su celo a la hora de comparar las películas con las precedentes novelas adaptadas. "Me gustó más el libro", se oye sin cesar en la salida de las mini-salas. No es este el sitio para explayarse, pero hay un número bastante mayor de películas superiores al libro de base del que se piensa, así como directores que llevando a la pantalla ‘El Decamerón', ‘Madame Bovary' o ‘El extraño caso del Dr Jekyll y Mr. Hyde' han honrado artísticamente a Boccaccio, Flaubert y Stevenson. La decepción puede ser aún más dolorosa si la infidelidad se extiende a la fisonomía. Ya no se trata entonces de que las películas no se parecen lo suficiente a nuestros libros venerados, sino de que el espectador, que siempre lleva dentro un enamoradizo en potencia, se siente como un amante traicionado al comprobar que no sólo el actor y la actriz dicen palabras distintas a las escritas en las páginas originales; en el trasvase cinematográfico se ha podido perder la nariz respingona, la voz rauca, los ojos de aguamarina o las gallardas piernas del personaje soñado. Ir al cine a ver lo que cientos de personas en equipo han hecho, dinero mediante, con una obra que sólo una persona ideó, elaboró, terminó y tal vez ni cobró es el camino directo a la desilusión y el encono del purista. Mejor quedarse en casa releyendo la obra maestra.

     Puede causar aún más despecho al escrupuloso que la disimilitud alcance a quien escribió la obra maestra. Ralph Fiennes hace en ‘La mujer invisible' un esfuerzo convincente para quitarse ‘glamour' y echarse los años que le asemejen al maduro Dickens enamorado de su jovencísima ‘fan'. En la embarullada y a ratos cursi ‘Howl, la voz de una generación', James Franco, infinitamente más guapo que Allen Ginsberg, recrea de modo impresionante la cadencia y el deje del poeta ‘beat', pero los directores del film, en una de sus pocas ideas juiciosas, rompen desde los títulos de crédito la ilusión facial, al incluir fotos de época de los personajes reales, en un contrapunto nada chocante con los actores que encarnan verosímilmente a Ginsberg y a sus amigos o amantes, Ferlinghetti, Peter Orlovsky, y los siempre ubicuos -sobre todo en las camas ajenas-  Cassady y Kerouac.

      Casi tanta fama como la obra de J. D. Salinger tiene la foto del anciano Salinger mirando con odio y levantando el brazo, no se sabe bien si para taparle el objetivo o darle un puñetazo, al fotógrafo que le retrató a bocajarro.  Otros escritores, sin llegar a esa iracundia, se niegan a dar entrevistas, a firmar sus libros en público, a dejarse pintar o fotografiar, incluso antes de que el posado junto a la lectora ferviente ante un móvil que suele disparar el novio de la interesada se hiciera la plaga que hoy es; Haruki Murakami la cortó de raíz, aunque con protocolo imperial, en una ocasión de la que fui testigo en Santiago de Compostela. La auto-protección de la privacidad es un derecho humano que también se le debe permitir al artista, por banal o ensimismado que sea. A veces, sin embargo, la lírica posee una épica que despierta la avidez del redactor-jefe, del productor de cine, y, por qué negarlo, del cinéfilo de buena fe. Es un rito de paso comprensible, una especie de sublimada fase del espejo querer ver, por ejemplo, reconstruida por Philip Seymour Hoffman, la pluma de Truman Capote (me refiero a la de sus muñecas incontenibles, no a la estilográfica), el ‘tour de force' de la Streep hablando inglés con la resonancia ártica de Karen Blixen en ‘Memorias de África', o la avejentada carnalidad de Judy Dench y Jim Broadbent al interpretar en ‘Iris' al matrimonio abierto formado por Iris Murdoch y John Bailey. Otra forma vicaria y noblemente curiosa de prolongar la admiración de sus libros, asistiendo a la posteridad figurada de quienes, fueran como fueran, los escribieron. Y después, nos guste más o menos la representación, volver a la novela o al cuento sabiendo que ahí no hay traición posible.      

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2 de septiembre de 2014
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Papel falsificado

Es un libro que hace travesuras con el lector desde la portada, en la que, encima del título, aparece el del autor: J. Volpi. Reconozco que al verlo por primera vez en una librería tuve un mal pensamiento, acrecentado por la foto en silueta borrosa que aparece en la solapa interior: otro ejemplo, me dije, de novela de agravios memoriales o ajuste de cuentas familiar. Y al hacer el cálculo de que el más notable detentador del apellido Volpi, Jorge, no está todavía en edad de haber procreado cuervos literariamente resentidos, fantaseé con un primo hermano del autor de ‘En busca de Klingsor‘ buscando notoriedad o clamando venganza atávica.

 

      Y resulta que no. El falsificador de sí mismo, el disoluto auto-castigado, el ladrón feliz, es -todo parece indicarlo- el propio novelista mexicano, cosa que únicamente al leer las más de cuatrocientas páginas de ‘Memorial del engaño' (Alfaguara, 2014) se va coligiendo, pese a las pistas engañosas, que abundan: hay un traductor acreditado y con su correspondiente copyright, Gustavo Izquierdo, un título inglés original, ‘Deceit' (‘Falacia‘) y unas fotos extravagantes que unas veces responden a la histórica verdad fisonómica y otras, seguramente, no. Me dice algún oriundo que los padres del Volpi del libro, fotografiados en distintos momentos de su vida, son los genuinos.

     Establecida, al menos en parte, la paternidad de ‘Memorial del engaño', hay que decir que se trata de un gran oratorio bufo que continúa de otro modo esa serie de gigantescas corales novelescas que Jorge Volpi llama su ‘Trilogía del siglo XX'. En su narrativa, Volpi tiene un don envidiable: alterna sin dificultad la magnitud wagneriana con el aria de salón. El relato planea sobre los hechos contemporáneos y adquiere dimensiones mitológicas, pero no pierde de vista a los personajes; el escritor baja por una secreta escala desde el vendaval de la historia a la antesala de sus criaturas, a su corazón, a su lecho. ‘Memorial del engaño' es de todas las que conozco su novela más musical, por la conexión existente entre la ópera y el protagonista, por las tres particiones del conjunto y por su estructura en recitativos, concertantes, solos, duetos, cavatinas, y un desopilante coro de la familia Volpi entonado a partir de la página 327. En el estrépito de la orquesta, los solistas se dejan oír, y hay dos voces de soprano que llegan de manera intensa: la madre Judith, la esposa Leah. Quizá no sean parientes reales; su voz literaria lo es.

      Pero el libro tiene, además, algo que lo singulariza, más allá de su polifonía y sus fuerzas instrumentales. ‘Memorial del engaño' habla del hoy, del reciente ayer que sigue estando de actualidad, de los fondos-buitre, de las quiebras bancarias, de los detentadores de nuestra miseria y los merodeadores de la riqueza, estando hermanados los economistas (algunos de fama) y los espías por el sigilo y la rapacidad. No son sin embargo ellos los únicos malvados del argumento. Volpi traza la genealogía del latrocinio ajeno y se reserva una culpa propia. Es uno de los puntos más sugestivos de esta obra impar en la que casi todos engañan y sacan provecho. Volpi, que tal vez no se llame así, sino Wolpe, también juega con nuestros depósitos a plazo corto, con nuestra fe de inversores en la ficción. El dinero es un nombre y no una entidad; el dólar, el euro, el peso. Un día tenemos en una cuenta una cantidad de moneda y al día siguiente esa moneda no existe, ha perdido su ser real. Un libro es asimismo un valor abstracto, un aglomerado de papel impreso, o inmaterial. Se lee, hace pensar o reír, y al acabar, ¿qué? ¿Hemos ganado algo? ¿Perdimos la inocencia, o el tiempo, al arriesgar en la credulidad? ¿Somos más ricos que antes? Buenas preguntas para saber si el arte de la novela vale la pena.  

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8 de agosto de 2014
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Relato y aparatos

Un rey que reinó tres años en país extranjero, un edificio grandioso que lleva cerrado casi una década, una estrella del rock que quiere olvidar sus días de gloria, dos parejas heterosexuales separadas por la necesidad laboral y unidas por la técnica; es el breve resumen, a modo de slogan, de cinco películas españolas recientes sobre la memoria y la miseria, sobre el pasado remoto y la dimensión de futuro que proporcionan los nuevos aparatos de comunicación personal. Lluís Miñarro hace (en ‘Stella cadente') una película irónicamente arcaica sobre el breve y turbulento reinado de Amadeo de Saboya, Víctor Moreno (‘Edificio España') un documental sobre un muerto inmobiliario y los seres vivos que lo habitan esporádicamente, Beatriz Sanchís (‘Todos están muertos') cuenta una historia de fantasmas sobre el fondo de la ‘Movida' madrileña, Carlos Marques-Marcet ('10.000 Km') la crisis a puerta cerrada de una pareja, Jaime Rosales (‘Hermosa juventud') otra crisis de raíz amoroso-económica. Las cinco, curiosamente, están habladas en distintas lenguas simultáneas, el castellano de España y de las Américas, el catalán, el italiano, el alemán, una fusión que siendo casual sin duda indica algo del momento presente del cine.

      Excepto la debutante Sanchís, que consigue en ‘Todos están muertos' un relato vivaz con una materia escrita a veces algo ñoña salvada por un buen plantel de actores españoles, mexicanos y argentinos, los otros cuatro títulos imponen una penitencia al espectador, al modo en que cierto cine de autor contemporáneo lo hace sin apenas paliativos, como marca de identificación o enseña de militancia. Son películas ‘ideadas', es decir, teóricas, y no es una sorpresa que el cineasta que mejor resuelve el conflicto entre la teoría previa y su formalización sea el casi ya veterano Rosales: ‘Hermosa juventud' es su quinto largometraje. Marques-Marcet, que firma también en '10.000 Km' su ‘opera prima', propone al espectador un plan narrativo voluntariamente claustrofóbico (sólo aparecen en carne y hueso los dos protagonistas, Natalia Tena, que interpreta a Alex, y David Verdaguer, a Sergi), y los pocos exteriores se ven a través de los filtros tecnológicos o desde las ventanas. Es, claro está,  una decisión de estilo, como lo es, en el arranque, el larguísimo plano secuencia en que la crisis se enuncia, pero el director parte de otra ocurrencia de superior calado, que le da a su nimia historia un relieve: el conflicto sentimental motivado por la separación física de los amantes se desarrolla en pantallas mediadoras: teléfonos móviles, ‘emails', ‘skype', ‘facebook', muros fotográficos y demás artilugios de la vida moderna. Raramente añaden algo y no pocas veces aburren, y es significativo que la única escena que me pareció que cobraba vida fuese la del arrebato furioso de Sergi, rompiendo de verdad muebles y máquinas de su casa barcelonesa para ser visto por Alex en Los Ángeles, California.

    La proposición teórica de Jaime Rosales es distinta, considerablemente más rica, y resulta interesante saber que el autor de ‘Hermosa juventud' tenía en un principio el propósito de rodarla con actores naturales, un camino al que no encontró vías de salida. De ahí que, aprovechando el material ‘humano' que ese largo ‘casting' de entrevistas con no-profesionales le había proporcionado, Rosales decidiera que su pareja protagonista, Natalia y Carlos, fuese interpretada por Carlos Rodríguez, un competente actor de televisión, e Ingrid García-Jonsson, curtida antes en cortos y largos y actriz, a la vista queda, de enorme talento. En ella, más que en el muchacho, sorprende saber (en mi caso después de ver la película en el cine) que todo en su Natalia es postizo, es decir, recreado; la verdadera Ingrid es una mujer culta y sofisticada, estudiante de arquitectura antes que actriz, y su personaje, cuenta el director, "el resultado de una construcción muy laboriosa y precisa por su parte".

         ‘Hermosa juventud' habla de lo que pasa, y, en la plasmación de esas angustiosas cotidianidades de la gente joven periférica que no tiene trabajo ni perspectivas, Rosales es respetuoso, o sea, no-artístico. Les sigue, les escucha, les fotografía, les deja -quizá- improvisar ante la cámara. No todo lo que vemos suscita curiosidad o solidaridad, más allá de la simpatía moral por su desdicha. Ese fárrago, notable en los primeros veinte minutos, podría, sin embargo, no ser obra del director, que ha contado, en una entrevista a Carlos F. Heredero concedida en el pasado festival de Cannes, que la película que ha llegado a los cines "No es la película que yo hubiera hecho, pero sí la que debe ser". Enigmáticas palabras, que siguen a la confesión de que, en un momento de disputa con su productora ejecutiva, Bárbara Díez, Rosales aceptó el montaje y los cortes que Díez le propuso; no se habla en la entrevista de imposición o censura comercial. 

     De ese tiempo muerto en pantalla nos saca la llamativa secuencia de la película porno casera, que sin duda se debe enteramente a Rosales y está realizada con mordiente gracia y bella escritura de guión. Esa secuencia da la impresión de rectificar la película, pero no es así. Las brillantes ideas de puesta en escena que cristalizaron en los grandes momentos fílmicos de ‘Las horas del día' y ‘La soledad', en ‘Hermosa juventud' parecen sustituidas por planos sentenciosamente teóricos, como el de la silla vacía al final del juicio de faltas o el de agresión de los matones fuera de campo, con la cámara enfocando el edificio en el descampado. Una vez que Natalia, como la Alex de '10.000 Km', se ha ido al extranjero a trabajar, Rosales coincide con Marques-Marcet en el lenguaje vacacional de las redes, y sus enamorados, él en Madrid, ella en Alemania, se comunican por medio de ‘piezas iphone', whatssaps, ‘interfaces' y demás animaciones, tan vacuas y quizá más innecesarias que las del film de Marques-Marcet.

     Rosales, sin embargo, recupera el relato en la parte final, y su desenlace del programa de televisión nos devuelve al artista, por encima del teorizador, en imágenes que se expanden en nuestro recuerdo de espectadores y explotan con efecto retardado, entendiendo en su plenitud la idea generadora de este film irregular pero de gran envergadura: la idea de la generalizada subasta del cuerpo joven en el creciente mercado de la humillación y el comercio.         

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24 de julio de 2014
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Un pintor que escribe

Francisco de Goya le escribió cartas muy vivaces (llenas de faltas de ortografía) a su amigo Martín Zapater, pero no se puede decir que los genios de la pintura clásica española supieran escribir. Todo cambió (y no sólo en España) a partir del siglo XX: Picasso, Solana, Dalí, Ramón Gaya, y una nómina de grandes plásticos que tuvieron la curiosidad literaria, la base cultural y el deseo de extender con palabras sus pinceladas. La lista es substancial, y a los nombres de, por ejemplo, Tàpies, Lucio Muñoz o Pérez Villalta, se puede sumar hoy la de José Caballero, fallecido en 1991. En el mes de junio de 2015 se cumplirá el centenario de su nacimiento, pero un año antes publica la Editorial Síntesis un libro fascinante, ‘La aventura de la creación', en el que se recogen numerosos escritos y entrevistas con el pintor onubense.

 

     José Caballero vivió al menos dos vidas artísticas, una, aunque históricamente muy destacada, más breve que la otra. En la primera, siendo aún adolescente, llega a Madrid, estudia con Vázquez Díaz, frecuenta la Residencia de Estudiantes y traba amistad con Neruda, con los hermanos Buñuel y con García Lorca, quien le incorpora a La Barraca. Para ese legendario grupo teatral, Caballero haría sus primeras escenografías y diseños de vestuario, una labor que tuvo después continuación en los pioneros montajes lorquianos (‘Yerma', ‘Bodas de sangre') de los años 1960, cuando el nombre del autor de ‘Romancero gitano' aún era sospechoso en la España de Franco. Caballero fue por tanto un artista de espíritu republicano y concomitante con la Generación del 27, aunque, movilizado a la fuerza en 1937 por el ejército rebelde, tuvo la suerte de ser protegido por Dionisio Ridruejo, quien, conociendo sus méritos pero también su ideología, le dio empleo de dibujante en los servicios de prensa del Movimiento.

    La segunda vida de José Caballero pasó por fases de ostracismo y silencio, a la vez que maduraba y se configuraba como un pintor de materias y trazo abstracto, algo que él describe en uno de los aforismos recogidos en este libro: "El blanco muro de España, que a veces es negro...a mí me interesa una barbaridad". Fue también un gran aficionado a los toros, y antes de la guerra coqueteó con la lidia, hasta que se le apagaron los humos taurinos al ser bautizado por Federico, en una de sus chispeantes bromas, como "Pepito Lagarto, banderillero". Pero no hay en la obra pictórica de Caballero color local ni pintoresquismo. "Me gusta pintar en Andalucía, sí. Pero no pintar a Andalucía", aunque es evidente que el blanco de sus pueblos, su "luz hiriente" y sus nobles paredes desconchadas le sirven de inspiración.

       ‘La aventura de la creación' tiene varias lecturas posibles. En sus páginas se reconstruye una trayectoria artística de gran envergadura, se conoce el ideario de Caballero, su mirada de crítico y de observador, a la vez que se disfruta de su poder de evocación. El extenso apartado final de semblanzas ofrece así varios retratos inolvidables: Balenciaga, Neruda, Picasso, Jaime del Valle-Inclán, y uno, muy divertido, de Luis Buñuel en París, el día en que, en pleno franquismo, paseando el pintor con su esposa María Fernanda por Saint-Germain-des-Près, se lo encontraron con un libro en la mano, una biografía del cineasta que acababa de publicarse en Francia. Buñuel la abrió por la página en la que una foto de los años 30 mostraba al jovencísimo José Caballero rodeado de intelectuales de la República, mientras le decía: "Voy a enviársela a Franco para que te fusile".

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10 de julio de 2014
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Brisas del este

Hubo un tiempo en que nos gustaba más que nada el cine del otro lado del telón de acero. Ese tiempo coincide con el de la juventud, la mía al menos, y con la guerra fría, que por aquellos años -cuando alguno de los estados satélites quiso desafiar la dictadura del Kremlin- se recrudeció. Muchos de los nombres que entonces nos cautivaban hoy son desconocidos, incluso por cinéfilos, y no pocos han muerto. Cito los que recuerdo mejores: Miklós Jancsó, István Szabó, Zoltán Fábri, Márta Mészáros, Itsván Gaál (húngaros), el yugoslavo Dusan Makavejev, Jirí Menzel, Véra Chytilová, Ivan Passer, Milos Forman (de la antigua Checoslovaquia), los polacos Jerzy Kawalerowicz, Wojciech J. Has, Jerzy Skolimowski y Roman Polanski, aunque los dos últimos pronto trabajaron fuera de Polonia. La filmografía casi completa de esos cineastas, que llegaba a través de las filmotecas y los festivales, unas pocas a locales de estreno, nos resultó, al menos en el período comprendido entre 1965 y 1973, seminal e incitadora, tanto como lo fueron para nosotros los novelistas latinoamericanos del ‘boom', dados a conocer casi simultáneamente. Hoy resulta raro que se estrenen o cobren relieve las producciones realizadas en los países liberados del imperio soviético, como si con la caída del muro y el alzamiento de los férreos telones el escenario descubierto estuviera desnudo.

 

      De repente ha aparecido en las carteleras Pawel Pawlikowski, un cineasta polaco más joven (nacido en 1957) formado en Gran Bretaña y desconocido fuera del circuito anglosajón. Primero se estrenó ‘Ida' (2013), que es su último largometraje y el primero rodado en su país de nacimiento y en el idioma polaco; poco después, con retraso, y quizá debido al notable "succès d´estime" español de ‘Ida', se ha recuperado, aunque de un modo precario y muy reducido, su anterior ‘La mujer del quinto' (‘La femme du cinquième', 2011) coproducción a tres bandas entre Francia, Polonia y Reino Unido, filmada en París y hablada principalmente en francés e inglés. He podido ver asimismo, gracias al préstamo de una copia en dvd, su segunda película larga, ‘My Summer of Love' (2004), y en función de esta y de ‘Ida' me siento inclinado a afirmar que Pawlikowski es una de las figuras más originales e interesantes del actual cine europeo. Esas tres películas suyas son en apariencia muy distintas, y desde luego formalmente. ‘La mujer del quinto' es una obra fallida, adaptada libremente de la novela de Douglas Kennedy, que no conozco, y por tanto ignoro si es igual de enrevesada y pretenciosa que la adaptación al cine. En el relato del padre escritor que, tras un divorcio traumático, trata de recuperar a su hija pequeña a la vez que salir del ‘writer´s block' que sufre, hay coincidencias temáticas con los otros dos films de Pawlikowski: vacilantes figuras de autoridad familiar, un padre ausente y un hermano mayor evangelista fanático (‘My Summer of Love), una tía carnal de costumbres laxas y tenebroso pasado estalinista (‘Ida'). Pero todo lo que en estas dos obras es potencia lírica, refinado sentido de la elipsis, sugestivo dibujo de los personajes, en ‘La mujer de quinto' es plúmbea artificiosidad, en una tesitura de cine del absurdo que recuerda las primeras películas polacas de Skolimowski y Polanski; ni siquiera el trabajo de dos excelentes actores como Ethan Hawke y Kristin Scott Thomas logra redimirla.

   ‘My Summer of Love', escrita como todas las demás por el director, se mueve por un territorio, el de la tensión entre religiosidad extrema y sensualidad ilimitada, que resulta, en un contexto de campiña pastoril inglesa, muy sorprendente, en especial en los episodios, bellísimos, de la gigantesca cruz que el hermano fundamentalista erige con los de su secta en lo alto de un monte de Yorkshire, mientras su hermana Mona y su íntima amiga de clase alta Tamsin viven un verano de vacación perpetua, coqueteo lésbico y travesura, acompañadas por los apotegmas de Nietzsche y las canciones de Edith Piaf que Tamsin le enseña a la casi iletrada Mona.

     Los descubrimientos de las almas cándidas vuelven a ser la clave en ‘Ida', esa obra maestra deliberadamente ‘antigua' (en blanco negro y formato cuadrado de proyección del 1:1,33) con la que Pawlikowski volvió a Polonia y se enfrentó a la historia de su país. Situada en rincones provinciales de lóbrega y desolada atmósfera, y con una banda sonora en la que Coltrane y la canción bailable italiana aportan una dimensión heráldica, la película relata, con una escueta intensidad que hace pensar en Dreyer o Bresson, el viaje de una estricta novicia católica que poco antes de tomar los votos descubre su origen judío, la muerte trágica de sus padres durante la ocupación nazi y la existencia de su tía Wanda, ‘Wanda la Roja', personaje infinitamente atractivo y complejo que le ofrece a la actriz Agata Kulesza la oportunidad de componer el perfil de una mujer turbulenta, audaz, lasciva y llevada al desespero, en un desenlace trágico y elíptico que considero un momento memorable de cine, comparable al que daba fin a  ‘Mouchette' de Bresson.

     En el encuentro de la novicia y ‘Wanda la Roja', ésta, antes de que ambas viajen a la aldea donde se supone que están los restos de los padres asesinados, le hace una pregunta a su sobrina que podría servir de ‘leit motiv' a la película: "¿Y si vas y descubres que ya no crees en Dios?". En la sucinta narración (80 minutos) Pawlikowski logra plasmar la pesada carga de la creencia metafísica y la física leve de los deseos. La fervorosa Ida encuentra en su itinerario una macabra verdad atávica, la posibilidad de amar con pasión a hombres menos inmaculados que Jesucristo, el brillo pecaminoso  de los bares americanos y los hoteles de paso, la red agobiante de la dictadura y la epifanía de la libertad del cuerpo. Es un viaje a la noche de su pasado que ella experimenta en presente y del que decide volver, en una resolución enigmática, para encerrarse en la celda del dogma.

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1 de julio de 2014
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Gramática del reino

Resulta extraño que los detractores de la monarquía no hayan criticado el estilo literario de la abdicación de Juan Carlos I. No sería bueno que los republicanos de hoy, algunos muy leídos, descuidasen, al contrario que los de antaño, la gramática. Lo cierto es que el boletín difundido el lunes 2 de junio no era, en general, una pieza de redacción de gran relieve ("ilusionante tarea"), llamando la atención sobre todo la frase concerniente a la decisión expresa del monarca de "poner fin a mi reinado y abdicar la corona de España". La expresión sonó mal al ser oída, y no por culpa del rey, que tuvo una de sus intervenciones televisivas más airosas. Leído al día siguiente, lo de "abdicar la corona" seguía pareciendo anómalo, y como no soy un especialista en la materia recurrí a las autoridades (académicas); cito, entre otras consultadas, una de las más prestigiosas y recientes, el Diccionario del Español Actual de Manuel Seco, en su edición de 2011 en dos volúmenes, donde queda explícito que el verbo transitivo abdicar requiere habitualmente un complemento directo en "a" o (más frecuente) "en", inexistente en el texto regio. Sirva de paliativo que en la pequeña nota de precedentes literarios que Seco y sus dos colaboradores O. Andrés y G. Ramos incluyen se de un ejemplo nada menos que de Eduardo Mendoza, quien (en ‘La ciudad de los prodigios') escribió: "...Alfonso XIII abdicaba la corona de España", sin complemento ninguno. Nadie admira más que yo al novelista barcelonés, pero por eso sé, como ustedes, que una parte de su hechizo radica en su libertad de costumbres, expresivas quiero decir. ¿Tenía la Zarzuela que aventurarse estilísticamente el 2 de junio en documento tan insigne y controvertido?

       La anomalía en el comunicado de abdicación del nieto de Alfonso XIII no tiene, por supuesto, gran importancia, ni hay que confundir, en estas jornadas algo convulsas, la gimnasia republicana con la amnesia ‘juancarlista'. Es posible ver sin embargo en ese desliz un síntoma, uno más, de lo que ha ido últimamente emborronando y restando crédito a la figura del rey y a la institución que él encarnó. La casa real española lleva demasiado tiempo sin tener quien le escriba -sin faltas- el relato de lo que representa, de lo que ha proporcionado a este país en casi cuatro décadas (que no es poco), de lo mucho que podría aún aportar en un futuro sin fecha de caducidad obligatoria. Abdicar la corona sin complemento directo puede ser una bagatela, pero no lo han sido las patochadas africanas del propio Juan Carlos, los indicios de tolerancia o favoritismo con dos familiares sospechosos de graves delitos a la Hacienda pública, las hirientes opiniones de la Reina Sofía sobre la homosexualidad que, si Pilar Urbano deformó en su libro de conversaciones, tendrían que haber sido desmentidas formalmente. Por no hablar del lamentable episodio, otra ‘errata' colosal en un género, el del comunicado, que está visto que la Casa del Rey no domina, en que se manifestaba la augusta y molesta sorpresa por la imputación del juez Castro a la Infanta Cristina.

        No siento ninguna predilección por la monarquía, más allá de un gusto quizá perverso por los ceremoniales fúnebres practicados por la corona británica, maestra de la pompa y la circunstancia. Pertenezco, al contrario, a la -hoy por hoy- mayoría de ciudadanos que no tiene urgencia, ni certeza absoluta de que la Tercera República sea la solución inmediata y el reino de España la deshonra completa. Pero nada es eterno, y la idea de convocar un referéndum sobre ese dilema, si la demanda popular, es decir, representativa, creciera y así se impusiese, sería justa y necesaria, preferiblemente en un momento de menos ahogo, de menos quiebra, de menos confusión reinante. El principio republicano de gobierno es, al menos platónicamente, sagrado; los políticos electos que ahora mismo lo vocean no inspiran, por desgracia, la confianza ciega que su reclamación comporta.

     Por otra parte, la simpatía y apresto que puedan trasmitir el nuevo rey y la reina consorte es algo personal para cada uno de nosotros, y no debería sumarse como a priori a los argumentos favorables a la continuidad monárquica, que es hoy, simplemente, un modo de seguir la ley y suturar disensiones. Pero Felipe VI recibe una herencia y dos retos, y de su resolución o fracaso dependerá la continuidad o el repudio de la dinastía borbónica en nuestro país. La herencia conlleva la fragilidad histórica y la desconfianza, que no es que se trate de un don congénito o una maldición bíblica de los españoles; los españoles han tenido sobrados motivos para desconfiar de la rectitud o idoneidad de sus monarcas del XIX y el XX. Lo que en Gran Bretaña o Suecia, por citar dos monarquías consolidadas y ancestrales, no requiere convalidación, en España, donde se interrumpió largamente la línea dinástica y se restableció con formato en su comienzo indigno, no hay que descartar la convocatoria de un examen de reválida, que, según la valoración obtenida en las urnas, confirmase al ocupante del trono o diese paso a la selectividad electiva.

     Junto a esa herencia, Felipe VI tiene el propio reto del concepto y la estampa a los que se debe. El concepto no admite renovación, pues la monarquía parlamentaria y neutral ha sido respetada por el rey saliente de modo impecable. La estampa es lo que importa. La estampa como discurso. El nuevo rey ha de ser entendido y escuchado como un dirigente al que no le acompañará la fe eterna del ciudadano predispuesto ni la caridad de quienes, en su derecho, nada quieren saber de él. El tiempo presente es menos respetuoso con los privilegios hereditarios no revalidados, y de ello hemos de congratularnos. De momento parece una figura preparada, discreta y sensata; esas buenas condiciones no bastan sin embargo para quien ha llegado a la jefatura del estado por medios tan abstrusos como un color de sangre y una alternativa algo torera, con estoque incluido, ante un hemiciclo de padres y madres de la patria. En esa larga vida que, según la consigna estentórea de las coronaciones antiguas, se le desea al rey, el rey deberá ganarse su vida con sus palabras, con sus gestos, con sus renuncias y sus posiciones, en un país que ahora necesita -y esto sí lo necesita urgentemente- palabras de entendimiento y compañía, gestos de valor desafiante, ganancia de la propia estima y desapego frontal a los ladrones que tanto han ensuciado el vocabulario de la política y abusado del nombre de la realeza.

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23 de junio de 2014
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Rosa ruso

Mientras la Rusia de Putin sueña con el imperio, el dictador elegido en las urnas se prodiga, en ridículos ‘selfies' heroicos, cantando himnos bélicos, pasando revista a su marinería o cabalgando por la estepa con el torso al desnudo y los pectorales trabajados de quien hizo en su día rudos ejercicios de policía. Alguna de esas imágenes, y en especial la del jinete despechugado, tienen un rancio aroma de fantasía homoerótica, pero para disipar las dudas sobre su virilidad, Putin aprovecha cualquier ocasión para hostigar y humillar a los homosexuales de su país y del resto del mundo que, nos tememos, querría hacer suyo si le dejaran. Cito algo que el poeta ruso Dmitry Kuzmin ha escrito recientemente, denunciando una "situación en la que Rusia se desliza cada vez más y más hacia su propio y oscuro pasado, [y] en la que es evidente que para Putin, como para Hitler, la persecución de las minorías dentro del país y la agresión militar a otro país vecino sólo están separadas por un paso".

     La cita proviene del prólogo de un fascinante libro con el que inicia su labor Dos Bigotes, una nueva editorial pequeña e independiente (los adjetivos parecen ya ir intrínsecamente juntos en nuestro panorama), y que lleva por título ‘El armario de acero. Amores clandestinos en la Rusia actual'. No es una obra de agitación ni un panfleto, sino una amplia antología de textos literarios en la que autores en su mayoría jóvenes y muchos de ellos residentes en Rusia exploran sin disimulos no sólo su condición sexual sino la libre inspiración de la que surgen novelas, poemas o cuentos que en nada se distinguen de los que hoy escriben sus contemporáneos europeos o americanos. Sólo les distingue, por desgracia, el riesgo de ser golpeados, asesinados o encarcelados por la libertad de expresión que sus palabras manifiestan.

    Traducido por Pedro Javier Ruiz Zamora, el libro, como toda obra antológica, contiene un material diverso, mixto (hay abundancia de poetas, y se agradece) y rico, en el que cada lector podrá encontrar sus preferencias. Las mías van hacia Slava Mogutin, Maksim Zhelyaskov, Margarita Meklina y, con veintitrés años el más joven de los seleccionados, Sergei Finogin, nombres que me eran hasta ahora desconocidos y me gustaría conocer más en profundidad. Confiemos, de nuevo, en las pequeñas editoriales que tanto animan nuestra no siempre suculenta dieta literaria.

    ‘Improvisación sobre un tema de Bunin' es el título del ocurrente relato de Zhelyaskov, y ‘La muerte de Misha Beautiful' el de la mejor pieza de Mogutin, un autor ahora residente en Nueva York y del que se incluyen también dos interesantísimos poemas. Pero su evocación, entre la estampa nostálgica y el apunte biográfico, de ese personaje real del ‘underground' moscovita, Misha Beautiful, es memorable por su fuerza narrativa y el perfil tan sugestivo del trágico muchacho. No se puede olvidar en este recuento al prologuista Kuzmin. Su poema en prosa ‘Linor' es, a mi juicio, de lo mejor que hay en ‘El armario de acero', y también él cierra el volumen con un epílogo lleno de interés, tanto por lo que revela de la "histeria antigay" resurgida en su país como por lo que reflexiona sobre su propia trayectoria literaria y personal, centrada esta última en la deliciosa reacción de su madre cuando el hijo publicó su primer libro.  

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16 de junio de 2014
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