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Escrito por

Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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Escribir desde una casa abandonada

Se dan pocas experiencias más vibrantes que la de descubrir que un escritor o una escritora ha (d)escrito exactamente uno de nuestros pensamientos o sensaciones. Gracias a ese doble ejercicio, el de la escritura y el de la lectura, damos forma a una realidad cuando adquiere sentido a través de la palabra. De nuevo la metáfora del espejo: escritura como reflejo de lectura, y al revés. Mireia Calafell (Barcelona, 1980) –poeta, gestora cultural y comisaria del festival Barcelona Poesia, que justo esta semana ha cerrado su última edición– se lee y se escribe a la vez en sus poemas. Necesita la palabra manifestada para dotarse de un cuerpo, una encarnación que se produce al escuchar su propia voz, que se dirige a ella misma desde la segunda persona. Entonces, una vez conquistado el cuerpo y el yo, es el momento de abandonarlo, porque es capaz de verlo desde fuera: “És senzill, esgarrifosament senzill, / abandonar el teu cos i a poc a poc ja no necesitar-lo. / També això succeeix amb els meus versos.” (Es sencillo, estremecedoramente sencillo, / abandonar tu cuerpo y poco a poco ya no necesitarlo. / También eso sucede con mis versos.)

La distancia o abandono de Mireia Calafell es un ejercicio de desdramatización y de humildad, un deseo de relativizar la importancia del ser que habla en un mundo cada vez más contaminado, más violento, más cubierto de plástico y de sangre. El desencanto hallado en los propios sentimientos dota de una gran fuerza a sus imágenes. La vida no es sólo un sinsentido porque la voz poética sufre la ausencia o el abandono de la persona amada o la frustración de cualquier ilusión, lo es porque todo ese dolor se confunde y se diluye en un contexto de horror asimilado que niega cualquier posibilidad de serenidad. La esperanza, como la pureza, son mitos clásicos que hay que desenmascarar.

En una poesía que se esfuerza por deshacer los mitos, el amor romántico es tal vez el más vapuleado, pero también lo son las expectativas y fantasías en las que se ha basado durante mucho tiempo la educación recibida. El dolor propio se mezcla con el colectivo, con el sinsentido de una realidad percibida que ya es incapaz de crear un entorno seguro para nadie: “Les nits sense dormir fins que abandones i l’empasses, / un got d’aigua mig buit i la pastilla, i encara un no pot ser, / fes el favor i dorm, dorm ja per tu mateixa, dorm ara i no exageris / que mentre fas voltes al llit un home està plorant perquè s’ofega / i el mar és fosc i dens, i és fred, i atura ja els sanglots sota la manta” (Las noches sin dormir hasta que abandonas y la tragas / un vaso de agua medio vacío y la pastilla, y todavía un no puede ser, / haz el favor y duerme, duerme ya por ti misma, duerme ahora y no exageres / que mientras das vueltas en la cama un hombre está llorando porque se ahoga / y el mar es oscuro y denso, y es frío, y detén ya los sollozos bajo la manta”).

Desmitificar es una manera de aprender a ver cuando ya no puede evitarse la punzada de la decepción. El insomnio como la lucidez anómala que imposibilita el sueño, físico y metafórico. Sin embargo, todavía es posible el consuelo de entender la frustración para integrarla como se acepta una cicatriz. En algunas ocasiones, la voz poética se esfuerza por aprender a vivir a través de la imitación, que es una estrategia muy extendida, aceptada y estudiada como modelo cognitivo. No obstante, no siempre funciona, por lo que el deseo de comprender empuja a la búsqueda de la autenticidad, de la pieza que encaje aunque acabe mostrando una imagen que no siempre satisface. Se acepta la tentación de la dicha, el juego de la felicidad, pero siendo conscientes del autoengaño que comportan. Y siempre es más fácil creer que lo vivido fue bello una vez pasado, porque el amor en los poemas de Mireia Calafell es un sentimiento desencantado que quiere reconfortarse en el recuerdo, o, dicho de otro modo, un desencanto amoroso que busca consuelo en la memoria porque, como ya escribió Machado, lo importante era sentir la espina.

En su ejercicio de renombrar, para representar el mundo en su dureza y a la persona que lo habita en su desconcierto, la reflexión y la indagación sobre la propia escritura están muy presentes. Desde el título de su último libro, Nosaltres, qui –publicado por LaBreu Edicions en pleno confinamiento y con el que ganó el Premi Mallorca de poesía 2019– hace que nos cuestionemos quién es ese “nosotros” y su significado. Entrar en un poema, nos dice, es como adentrarse en una casa abandonada hace tiempo y enfrentarse al ejercicio de reconocer los objetos y estorbos que allí se han ido acumulando y que, aunque casi los hemos olvidado, explican nuestra historia minuciosamente: “S’escriu des d’una casa abandonada / on un dia vas viure. S’escriu per tornar-hi, / per poder tornar-hi com aquel tren de l’avi. / Perquè algú com tu m’ajudi a entrar-hi” ("Se escribe desde una casa abandonada / donde un día viviste. Se escribe para volver, / para poder volver como aquel tren del abuelo. / Para que alguien como tú me ayude a entrar.")

Efectivamente, leer los poemas de Mireia Calafell es como habitar en una estancia no del todo cómoda, donde se percibe un poco de corriente de aire, un ruido tenue pero agudo; donde, sin embargo, al llegar, nos sentimos como en casa y pensamos que en pocos sitios podríamos tener tal protección.

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20 de mayo de 2021
Pintura de Elena Gómez Toussaint
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Tocar la luz

 

Al acabar un libro cuyo último verso es “yerma oquedad” no es difícil caer en el temor de que cualquier palabra que pueda decirse a continuación va a ser violenta. Y lo será por romper ese silencio hacia el que la autora, Tatiana Espinasa (Ciudad de México, 1959), ha estado tendiendo a lo largo de todos los poemas reunidos en Oscuras sombras (1991-2019), publicado por la editorial mexicana Ediciones Sin Nombre y el Instituto de Cultura Superior hace exactamente dos años, e ilustrado con algunas obras de la artista plástica Elena Gómez Toussaint.

En el prólogo a esta edición que reúne cinco títulos de la poeta, Ruth Bekhor escribe que “Leer a Tatiana Espinasa en particular es aprender a respirar con las palabras”. Sus poemas son breves y, efectivamente, aparecen plasmados en el centro de la blancura del papel como señalando un punto de amarre donde tomar aire: la palabra. Una palabra concebida como imagen que ha de ser contemplada para experimentar. Su formación en Filosofía se delata en una poesía existencialista en la que no se da una realidad sino un conjunto de percepciones. Sus poemas son la voz de un cuerpo que siente, que se repliega en sí mismo: se siente y siente a la otra persona solamente como una experiencia propia, puesto que el otro o la otra no puede ser sino un pensamiento, el recuerdo de un sentimiento, ausencia o idealización. “Esta torpe costumbre de inventarte”, escribe. El amor como un mero ejercicio de la imaginación, pero que duele.

El dolor y las heridas son abundantes en la obra de Tatiana Espinasa, con una actitud que la sitúa en una larga tradición poética –de mujeres, especialmente– en la que la voz es, principalmente, somática. La voz como lamento: “La súplica se ha vuelto queja”. Ese es el itinerario que parece inesquivable, la esperanza entendida como una demanda imposible de atender no tiene más posible resolución que el desconsuelo. Ya escribió Santa Teresa que incluso las súplicas atendidas acababan provocando lágrimas.

Algo de mística hay también en la poesía de Tatiana Espinasa, y no sólo porque la unión con la amada casi siempre se produce en el pensamiento, en el recuerdo; también en su capacidad contemplativa. El cuerpo es voz, como ya se ha dicho, pero también es tiempo. Es el tiempo, incontrolable, aquello que acaba de definir una naturaleza que más que materia es experiencia. Por eso la palabra asimilada es capaz de crear el entorno ontológico de la poeta. “No estás ahí. / Ni en el polvo cotidiano de la vida / ni en las tardes de presencia muda. // Estás en mí, / en las cosas que yo llamo / –raíz de mi raíz– / caudal, / espejo.” Y en ese ejercicio de nombrar para seguir viviendo, también puede suceder que la naturaleza permanezca indiferente al latido de esa voz.

La indiferencia del mundo que nos acoge es, tal vez, la peor de las heridas, con frecuencia simbolizada en la ausencia de la persona amada. Una ausencia que es el hueco yermo imposible de llenar o tapar porque es fruto de una ficción creada por seres condenados a ser incompletos. En la poesía de Tatiana Espinasa también contribuye a esa insatisfacción vital la carencia de un espacio o un territorio propio. Uno de los libros reunidos es Ciudad enmudecida, pero ya nos dice que, aunque es una urbe que huele a casa, paradójicamente no aporta ninguna seña de identidad a quien la habita. De la misma manera, sabemos de la importancia de un jardín, pero sellado, donde crece esa naturaleza que –en un absurdo círculo de significados que se convierte en herida– con frecuencia desoye la voz que la nombra y la construye. Habitar un territorio así, pues, no puede conducir a otro lugar sino al destierro, a lo que la autora llama exilio: “Apartada de la realidad / prisionera de mi exilio”.

Tatiana Espinasa Yllades, como su hermano, el también poeta y editor José María (Ciudad de México, 1957), es una de las autoras mexicanas que pueden considerarse como herederas del exilio republicano español de 1939. Su abuelo, Josep Espinasa Massagué, como alcalde, proclamó la república desde el Ayuntamiento de la localidad de Montcada i Reixac, muy cercana a Barcelona. Llegó a México en 1939 a bordo del Mexique, procedente de Burdeos. Por su parte, el padre de Tatiana y José María, Juan Espinasa Closas (Montcada i Reixac, Barcelona, 1927-Ciudad de México, 1990), suele ser citado como uno de los autores representantes de la segunda generación del exilio o hispanomexicanos: aquellos que estuvieron entre dos aguas.

Durante mucho tiempo, a esos niños de la guerra se le atribuyeron problemas de identidad y una pegajosa nostalgia de un país que habían dejado en su adolescencia o a principios de su juventud. Algunos cuentos de Espinasa Closas –editados también por la encomiable Ediciones Sin Nombre, que dirigen su hijo y Ana María Jaramillo– son claros ejemplos de esa melancolía. Y ésta es, tantos años después, otra de las heridas presentes en la poesía y en el pensamiento de la poeta: “Me he vuelto / la huella de tu herencia. / Soledad que exhuma de tus huesos”. El exilio del abuelo y el padre permanecen como herencia en la obra de Tatiana Espinasa, pero transformándose de circunstancia histórica o sociológica a condición psicológica o filosófica. Todos somos exiliados o herederos de diferentes desplazamientos.

El destierro de la poeta mexicana es el de quien renuncia a la realidad y sus apariencias para aferrarse al silencio que niega la materia, o que la convierte en polvo, tan presente en sus poemas, o simplemente en luz: “Dolor que estalla / en este atardecer incontenible de tristeza, / has tocado la luz.”

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4 de mayo de 2021
Pintura de Maise Corral.
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Las figuras incompletas de Maise Corral

La primera vez que alguien le dijo que su pintura era muy hopperiana, ella no sabía quién era Edward Hopper. Esta confesión de la pintora Maise Corral (Barcelona, 1960) sorprende, efectivamente, por lo mucho que tiene en común con el popular artista norteamericano, pero también porque ha estudiado e interiorizado la Historia del Arte y sus diferentes movimientos, hasta convertirlos en fundamentales para la configuración de sus imágenes. Tiene su propia versión de La joven de la perla de Vermeer, y en la exposición que protagoniza en el Espai Casinet del Masnou hasta el 9 de mayo pueden verse dos torsos cuya técnica podría llevarnos, en búsqueda de referentes, hacia muchos siglos atrás, incluso hasta el Renacimiento; y una joven se sienta despreocupada en trampolín sobre un fondo que bien podría evocar a Rothko o Paul Klee.

Maise Corral es mucho más que una habilidosa creadora de atmósferas nostálgicas. Su obra se puede contextualizar en un destacado grupo de artistas que han optado por un realismo contemporáneo que –en palabras del periodista y escritor Sergio Vila-Sanjuán, comisario de relevantes muestras que llamaron la atención sobre esta generación– cautiva por la celebración de la realidad que propugnan. Corral posee capacidad para apaciguar a la persona que observa sus obras representando jóvenes aparentemente serenas en rutilantes días de verano, pero también para inquietarnos con figuras incompletas, a las que no se les alcanza a ver todo el rostro, o que, sencillamente, sólo muestran las pantorrillas y sus zapatos. Tal vez el verbo ‘inquietar’ resulte exagerado, y sólo se trata de mirar allí hacia donde la artista nos está señalando que algo sucede. Los pies nos sostienen, nos hacen propio el espacio que ocupamos, pero también apuntan hacia todas las posibilidades que esperan en otros lugares a los que podríamos dirigirnos. Y si aparece una maleta, la interrogación se pronuncia.

Tal vez eso sí llegue a inquietar de verdad. Porque nos mueve, aunque solo sea mental o emocionalmente. Me pregunto si este movimiento o desplazamiento propiciado por la pintura, la lectura o cualquier otra forma de expresión artística puede ser sustituido por algún otro aprendizaje menos sensorial. Quiero decir, si se aprende de la misma manera lo que nos muestran empíricamente a través de un razonamiento lógico que lo que nos conmueve. A veces el aprendizaje consiste únicamente en dar un nuevo significado a una imagen o una experiencia, con lo que éstas pueden relacionarse con otras y encajar con frases más largas, y así hacer más rica y más llena de matices la historia que nos da sentido a nosotros mismos.

Las mujeres de algunos cuadros de Maise Corral recuerdan a bailarinas de las películas del Hollywood de los años cincuenta. Pienso que en esto comparte también algún rasgo con el trabajo de Sonia Pulido, pero las mujeres de la ilustradora son más vitales, más enérgicas y están más decididas a agitarnos. A Maise Corral le incomoda un poco que le pregunten por qué le interesa esa época. No le gusta hablar sobre sus cuadros, en los que ya ha dejado dicho todo lo que pretendía comunicar. Pero consigo oírle contar que a su padre le encantaba hacer fotografías y que su madre era su modelo constante. Así sé que nos lleva a ese momento en que sus padres eran jóvenes y felices, un tiempo que quizás ella no conoció –como muchos de los hijos no conocimos en nuestros progenitores– y que siempre supone un misterio. La nostalgia, etimológicamente, es el dolor por la imposibilidad de regresar al lugar al que pertenecemos. Maise Corral detiene un momento exacto y fugaz al que es imposible regresar en realidad, de ahí esa pátina melancólica que tan habitualmente se señala en su obra. Aunque abundan las posiciones contemplativas, en la mayoría de los casos, las figuras humanas –o la parte que nos permite ver– están realizando algún movimiento: imposible, engañoso, lo sabemos, aunque para nosotros se convierta en un símbolo que nos traslada a una situación que efectivamente vivimos.

La pintora subraya, además, la exactitud del movimiento o del momento con otro detalle que me parece trascendente en sus pinturas: las sombras. No le importa que se conviertan en protagonistas, como si volviera a sentarnos en la caverna platónica y nos dijera que lo que vemos es tan solo un efecto óptico, la traslación a través de la luz de lo que realmente está sucediendo fuera. Por eso no importa si sólo se nos presentan los pies o no acabamos de ver los rostros, al fin y al cabo, únicamente son las sombras de algo más verdadero que está en otro lugar y tal vez en otro tiempo. Un tiempo que nos engaña, como nos engaña la luz que recibimos y que procede de un sol que ya no existe, que ya no puede ser el mismo que era en el momento en que la luz que nos llega ahora se desprendió de él, hace tantos años-luz.

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22 de abril de 2021
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Reivindicación de la sensibilidad

Coinciden estas semanas en las librerías y en algunas listas de los libros más vendidos los ensayos de Joan-Carles Mèlich, La fragilidad del mundo, publicado por Tusquets, y de Josep Maria Esquirol, Humano, más humano, publicado por Acantilado. En un momento, como el actual, de tanto ruido y tanta proclama, resulta un verdadero consuelo encontrar dos voces que se sitúan en las antípodas para reivindicar la incertidumbre y el asombro como condiciones definitorias del ser humano y la existencia.

El ejercicio de leerlos casi en paralelo sorprende por las numerosas coincidencias que se dan entre los dos volúmenes. Lenitivo doble, entonces. Ya desde el propio título, Mèlich coloca ante nosotros una afirmación contundente, la de la fragilidad del mundo, que es tanto como apelar a nuestra propia vulnerabilidad; mientras que Esquirol nos señala en el subtítulo, Una antropología de la herida infinita hacia un dolor inagotable claramente identificable. «Mira, mira…», se nos dice explícitamente en algún momento para hacernos conscientes de cuánto significa tal indicación.

Quizá haya quien no lo necesite –ya sabemos, las proclamas y el ruido–, pero los autores proponen sendos ejercicios para aprender a mirar el mundo de un modo diferente, que en el fondo y en la forma ha de ser una manera de preservarlo y de cuidarlo. De hecho, el cuidado es uno de los conceptos claves en los dos ensayos. A quienes hayan leído los exitosos ensayos anteriores de Esquirol tal vez les resulte familiar este fundamento de su discurso. Sí, regresa a la acogedora casa con chimenea humeante que construyó en La resistencia íntima para recordarnos la importancia de tener un techo que nos proteja de la intemperie. Por su parte, y aunque son muchas otras las coincidencias, Mèlich nos lanza a la calle, convertida en laberinto, para decirnos que la única manera de habitar el mundo es aceptar el desarraigo, la contingencia, nuestra vulnerabilidad y la indisposición de ese mismo mundo que queremos habitar.

Dilucidar de qué manera es posible ser en el mundo es la gran cuestión de los dos ensayos. Por eso en ambos se hace referencia a la vibración que posibilita al ser humano conectar con la materia que le rodea y el suelo que pisa. Partimos con ellos de la hipótesis incuestionable de que tal vibración no sólo es un hecho sino que resume nuestra existencia. Gracias a ella nos vinculamos con el mundo en una conexión que únicamente será posible si es cordial, es decir, si parte del corazón, de la sensibilidad. Un mundo más habitable ha de ser necesariamente más cordial, más acogedor.

Mèlich y Esquirol se atreven a acercarnos a grandes conceptos mediante una filosofía de la proximidad. Aceptemos, por tanto, el corazón como metáfora, porque –como expone Mèlich– para habitar el mundo es necesario introducirse en la gramática que lo interpreta y le da significado. He aquí otro de los conceptos clave en que se encuentran los dos filósofos: la búsqueda de sentido y la importancia del lenguaje para llegar a él. No se trata sólo de construir bellas frases, sino de encontrar las palabras que nos permitan formar un discurso representativo de lo que nos hace vibrar y que nos integre en la historia del mundo. Irrumpimos en mitad del relato con nuestro nacimiento –especialmente interesante el acento que Esquirol pone en el misterio de nacer, mucho mayor que el de la muerte–, pero es importante tener en cuenta las palabras invisibles que se albergan en la memoria y el silencio.

Mèlich reivindica la razón desvalida a la que se refirió María Zambrano: esa razón que duda y titubea, pero que no es en absoluto débil. Siendo consciente de su fragilidad, de su provisionalidad, obtiene la fuerza necesaria para desmontar idolatrías, porque sabe que no se pueden erradicar la frustración ni el dolor. En la misma línea, Esquirol defiende la creación de un lenguaje consciente y responsable de las cuatro heridas que definen la condición humana: la de la vida, la de la muerte, la del tú (o la del amor) y la del mundo. Con esas heridas ejerciendo como centros de gravedad, el ser humano ha de ser capaz de construir su poética, su arte de vivir. En todas las personas cae, con el nacimiento, la responsabilidad de crear su espacio, su cosmos: la cosmogonía donde todos los elementos tiendan a la armonía, la belleza y la permanencia, donde se pueda afirmar que “todo está bien”, aunque sepamos que nunca todo estará bien.

[caption id="attachment_223881" align="alignleft" width="212"] 'Cosmogonía', grabado de Núria Melero[/caption]

Esquirol, que ya nos había mostrado que lo más imprescindible es la relación con los demás, ahora nos proporciona algunas pistas para cuidar de cada una de esas heridas insanables. También Mèlich asegura que la existencia es estructuralmente relacional. Aunque la pretenciosidad intelectual o la arrogancia puedan empujar en alguna ocasión al solipsismo. Vuelven a coincidir en la crítica hacia esa vanidad, pero es Esquirol quien vuelve a construir el aforismo iluminador al afirmar que la única finalidad de la cultura y la educación han de ser la de luchar contra la frialdad, contra la insensibilidad, es decir, contra la inhumanidad.

El diálogo propuesto resulta esclarecedor, y ambos son poseedores de una escritura tan cordial –en el sentido en que se utiliza aquí el adjetivo– y tan vibrante que en ocasiones la persona que los lee no puede por menos que sentirse arrastrada o embelesada por las palabras de quienes parecen dispuestos, incluso, a curarnos el miedo a la muerte. Mèlich nos alerta del peligro de las metafísicas, porque todas ellas se basan en una trascendencia, mientras que Esquirol reivindica el franciscanismo. Uno y otro, consiguen que el misterio y el asombro nos encandilen. Al fin y al cabo, están afirmando que esa es la zona de la que no podremos escapar. Si Mèlich se dice en desacuerdo con el consuelo de la filosofía, Esquirol repite varias veces que la función de ésta es enseñarnos a vivir y morir. Sea como sea, acudiendo a referentes de la historia de la filosofía y a obras de arte como el ángel de la historia de Paul Klee interpretado por Walter Benjamin o los relojes blandos de Dalí –presentes en los dos ensayos–, reúnen un buen número de argumentos que, desde el sosiego del superviviente que se reconoce herido, se convierten en una esclarecedora compañía para transitar territorios sombríos y siempre amenazantes.

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6 de abril de 2021
Clara Sanchis en un momento de la representación. Fotografía: Sala Beckett/Obrador Internacional de Dramatúrgia
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Momento de aplaudir

Clara Sanchis/Virginia Woolf acaba su conferencia ante un desconcertado público que, inmerso en una timidez sobrevenida, todavía no se atreve a aplaudir. Entonces, derrochando los restos de la cautivadora soberbia irónica con que la actriz ha tenido sometido al público durante toda la función, espeta la que para mí es la frase más genial de todo el montaje. Estocada final.

Fuera del espectáculo, Clara Sanchis ha explicado que abandonó por tres veces la lectura de Una habitación propia, pero que cuando por fin el texto la sedujo lo hizo con la potencia propia de un arrebato. Pertenezco al grupo a quienes se les resistió el texto durante un tiempo. Intenté acercarme en versión de Jorge Luis Borges, e incluso llegué a culpar a su traducción, pensé que tal vez la interpretación masculina me estaba privando de alguna idea o concepto clave. No hace muchos meses que por fin conseguí acabarlo, aunque el arrebato no llegó hasta que no vi a Virginia Woolf en el cuerpo de Clara Sanchis, o viceversa, en el escenario de la barcelonesa Sala Beckett. La versión teatral que María Ruiz ha hecho del texto supone una sólida base para que, paradójicamente, la actriz se eleve y nos alce hasta un punto que ofrezca la perspectiva necesaria para ver qué les ha pasado a las mujeres en los últimos siglos en ámbitos como el literario.

Sin embargo, no me parece lo más interesante del espectáculo el mensaje que Woolf quiso enviar, y que sí, todavía es vigente. Lo que hace vibrar –en el sentido más literal del término– de la interpretación de Sanchis es la metáfora del ser humano que consigue crear. Cualquier espectador puede sentir que nada puede hacer sucumbir a quien es capaz de poseer esa actitud ante el mundo, desafiante, irónica y con resabios de resentimiento. No es que nada malo le pueda suceder, sino que nada puede hacerle sucumbir definitivamente. Eso es mucho. Ese es el regalo que la actriz, música y autora hace a quien ha tenido la suerte de verla en el escenario en la piel de Virginia Woolf. La obra se estrenó en el Pavón Teatro Kamikaze en diciembre de 2016. Desde entonces –salvo los meses de encierro generalizado, por supuesto– ha hecho gira por todo el país.

Uno de los consejos que la conferenciante Woolf repite es que hay que mirar y apreciar las cosas como son. Debemos mirar con atención hacia la realidad, lo que no significa que deba aceptarse todo lo que nos presentan como tal. Y ya desde el título sabemos que reivindica una habitación propia para que las mujeres puedan escribir. De nuevo, ‘encierro’ es una palabra que sobrevuela en sus diversos significados. Paradójicamente, el cuarto propio de Woolf me trae a la memoria las habitaciones que recorre la desesperada Tilda Swinton en La voz humana, el corto de Pedro Almodóvar. Virginia Woolf afirma que, cuando recibió la pensión vitalicia heredada de su tía que hizo posible su independencia económica y su habitación propia, se dio cuenta de que ya no necesitaba odiar a ningún hombre. Tilda Swinton exhibe el odio provocado por el abandono y su desesperada dependencia emocional de un hombre, aunque en una casa muy lujosa. La interpretación de esta actriz y el cortometraje me produjeron una sensación muy similar a la causada por el personaje de Clara Sanchis. Almodóvar destila todo su imaginario y su concepción del cine en esta obra. Toda su esencia está allí, a partir del texto de Jean Cocteau, y Tilda Swinton sabe que debe obrar la alquimia, y lo hace.

De nuevo, no es el mensaje o el relato lo que nos detiene, sino que lo que conmueve es la metáfora de mujer representada por la actriz. Efectivamente, muestra su desesperación y la vulnerabilidad extrema de quien necesita a otro ser humano y trata de retenerlo con palabras a través de un teléfono; pero cuando considera que ya ha reconocido su fragilidad, le ha dado una forma y se ha enfrentado a ella, es capaz de desprenderse. Algo de todo esto hay también en el recorrido conceptual que propone Woolf. Se trata de identificar las vulnerabilidades genuinas antes que las fortalezas. Una vez identificadas, Swinton pretende abandonarlas en la habitación que había sido la suya propia y que a veces había compartido con un hombre. Por su parte, Woolf se ríe ostentosamente de las flaquezas que la historia ha señalado en las mujeres. Swinton se dispone a salir de la casa, pero no sin antes mostrarnos también explícitamente el escenario, el cartón piedra que había acogido su representación. Swinton y Almodóvar nos enseñan las maderas de las que está hecho el escenario justo antes de prenderles fuego. Como quien enciende las luces de platea: la función se ha terminado, toca enfrentarse con lo que hay fuera.

Woolf acaba su conferencia y anima a las mujeres que le han escuchado a que salgan a la calle imitando la arrogancia irónica de Clara Sanchis y el paso firme y elegante de Tilda Swinton. Momento de aplaudir.

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23 de marzo de 2021

Paleta de colores de la artista Leticia Feduchi

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Espacios de reconocimiento

Sabemos la cara que tenemos y el aspecto con el que nos presentamos al mundo porque los hemos visto a lo largo de los años reflejados en diferentes espejos. De la misma manera, sabemos lo que pensamos o ponemos nombres a nuestras ideas porque antes lo hemos visto o leído en alguna manifestación cultural. Porque hemos adoptado una especie de patrón que nos ha ayudado a darle forma a una masa de sensaciones. Por eso estamos tan agradecidos a esos escritores que han puesto palabras a lo que sentíamos o esos artistas plásticos que han representado alguna escena que creemos haber vivido en otra existencia o en un sueño. A ellos les debemos las metáforas con las que hemos construido nuestro universo simbólico, como tan bien ha expuesto Anne Carson en Eros dulce y amargo, publicado hace unos meses por Lumen.

Si damos con el patrón adecuado, nos reconocemos satisfechos y caminamos con pie firme. La búsqueda de ese re-conocimiento es el motor que nos empuja a la cultura, principal espacio de construcción de metáforas. A lo largo de la vida, aprendemos el nombre de las cosas y el funcionamiento de los mecanismos que hacen posible la vida en sociedad. Así adquirimos conocimiento. Sin embargo, todo ese bagaje al final tiene muy poca profundidad si no se produce el re-conocimiento que las manifestaciones culturales hacen posible.

He llegado a esta maraña de reflexiones tratando de dar respuesta a la pregunta de por qué me había impactado en el modo en que lo hizo la película Las niñas, de Pilar Palomero, flamante triunfadora de los Premios Goya.

He leído muy pocos libros, apenas ninguno, en los que se pretendía retratar a mi generación. Demasiados problemas tengo para consolidar un relato suficientemente sólido de lo que viví y cómo lo hice. Tratar de conjugar mis propias complicaciones con las de otros sería un esfuerzo muy por encima de mis posibilidades. Además, existe el riesgo de tener que acabar aceptando que los demás han interpretado mejor que una misma las propias vivencias. Bastante vértigo.

Sin embargo, no he podido evitar reconocerme en los silencios de Celia, la protagonista de Las niñas, en una interpretación excepcional de Andrea Fandos. Decir que a veces se dan silencios muy elocuentes en las manifestaciones artísticas es un lugar común. Pero no por eso se debe dejar de prestarles atención. Los silencios de la niña Celia se llenan con una cinta de casete que le graba su amiga de Barcelona. En mi adolescencia, el duende maldito que invita a soñar de la canción de Héroes del silencio me parecía realmente cargado de misterio, anunciador de prodigios que podrían suceder en un futuro o que ya le estaban pasando a los demás. Con frecuencia, la vida era lo que le pasaba a los otros, como en los libros que leía. Pero ilusionaba saber que era posible que en la noche existiera un duende misterioso. De la misma manera, reconforta saber que siempre es posible que sucedan cosas inesperadas que superan los límites más romos y predecibles de la construcción que conocemos como realidad: en la película, la educación religiosa y opresiva y las estrictas normas cotidianas de la madre de Celia.

Esa posibilidad de los prodigios se da, por ejemplo, en los talleres o estudios de los artistas plásticos. Siempre o casi siempre que he visitado alguno, he experimentado esa sensación de reconocimiento o de hallazgo, que vienen a ser dos fenómenos muy similares. La persona que lo visita pude reconocerse en el taller de Jaume Plensa, en el de Eduard Arranz-Bravo, en el de Vicente Rojo, en el de Jordi Bernadó, en el de Nuria Melero o en el de Leticia Feduchi porque allí es posible que suceda cualquier epifanía. Son los sitios de la imaginación. Y del trabajo que es la indagación en esas posibilidades. Por eso son lugares capaces de fascinar a cualquiera, porque todo el mundo espera presenciar esa suerte de big bang del que se desprenden las metáforas que darán forma y significado a lo que hasta entonces solo era misterio.

A modo de autorretrato, Jaume Plensa reprodujo una fotografía de la pared de su taller con sus herramientas en un gran muro del MACBA durante la exposición que el museo barcelonés le dedicó en 2019. En unos términos muy parecidos, Vicente Rojo tituló Autorretrato un collage de grandes dimensiones en el que colocó una infinidad de objetos que había guardado durante años en su taller. En ellos estaba su vida, más que en su propio cuerpo o en su rostro. Cualquiera puede reconocerse en los lápices consumidos, en las tijeras escolares o en los soldaditos de plomo. Reconocimiento en la vida de los otros, en lo ya vivido o en aquello a lo que todavía pueden dar vida desde su estudio.

También allí es posible encontrarse con una parte –aunque arcana– de uno mismo en la paleta de un pintor. Esa es la materia originaria por antonomasia. Materia, forma y color. De nuevo el big bang justo antes de la gran explosión. O también la semilla de la que saldrán miles de bosques, aunque de momento no habla. El silencio que precede al murmullo de la erupción y el silencio que queda cuando ya todo ha pasado. Por eso, el silencio del estudio es un silencio falso, como el de Celia. Por lo general, los talleres están repletos de objetos que hablan y, con más o menos orden, reproducen los pensamientos de la persona que los ha reunido allí. El mensaje resultante dependerá del código y la gramática que aplique cada cual para ordenar todas las metáforas escondidas en el misterio y acabar reconociéndose.

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8 de marzo de 2021
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Estar en casa

Es posible residir durante un tiempo, el que sea, en un sitio y no conservar apenas ningún recuerdo de lo que se veía por las ventanas de ese lugar, o de lo que sucedía cotidianamente entre aquellas paredes, o de cómo se sintió una todos los días que vivió allí. También puede suceder que alguien viva en medio de una mudanza eterna, entre cajas que no se acaban de vaciar nunca porque están repletas de objetos para los que ya no queda sitio. Así, el espacio no llega a alcanzar la apariencia que se presupone a un hogar, sin el ansiado confort que debe hacer posible el desarrollo de los actos y acontecimientos más o menos anodinos por rutinarios, esos que tal vez no se recuerdan después, pero con los que se construye una vida.

En relatos o crónicas como “La casa” o “Via Pallamaglio”, Natalia Ginzburg (Palermo, 1916-Roma, 1991) indaga de manera magistral en el significado que el lugar en el que vivimos adquiere para la construcción del personaje que somos. No se trata de orígenes ni de raíces ni nada por el estilo, sino de la condición casi filosófica del metro cuadrado firme que necesitamos para poder poner los pies en medio del vertiginoso estruendo que puede ser lo que nos rodea. Tras pisar ese suelo firme, se empieza a caminar o se salta hacia donde sea.

Por todo esto, disponer de unos buenos zapatos es tan importante como Ginzburg nos ha hecho sentir a lo largo de sus libros, especialmente en los ensayos de Las pequeñas virtudes, que en la versión española para Acantilado de Celia Filipetto sigue sumando ediciones. De sus zapatos rotos y otras vivencias consecuencia del desplazamiento forzado –a una paupérrima población de los Abruzos por la represión mussoliniana a su primer marido, Leone Ginzburg– se destila el tono melancólico –que no lastimero— que sigue caracterizando los relatos y crónicas recogidos ahora en Domingo, que Acantilado publicó a principios de febrero, en traducción de Andrés Barba. Cada vez que se abre una nueva entrega de la prolífica obra de Ginzburg se experimenta esa sensación de sentirse en terreno conocido, en casa: una expresión no por tópica menos relevante. Quizás el acierto del dardo de la escritora reside en esa capacidad: la de hacernos cuestionar qué es una casa y cómo habitamos nosotros en la nuestra.

Si hubiese utilizado más arriba la palabra hogar, el tópico habría resultado, entonces sí, imperdonable. Porque la desplazada Natalia Ginzburg busca y pierde casas, no hogares. El hogar es un concepto más complejo. A través de sus escritos, tanto ficción como crónica, asistimos a los años que vivió en la pobreza y la dureza del campo de los Abruzos, a la distancia de todo impuesta por los fascistas, al miedo de ver desfilar los vehículos de los soldados y los oficiales alemanes, al delirio que la empujaba a distanciarse de sus hijos o a la incomprensión de niñas imaginadas que se niegan a alejarse de su familia por muy perniciosa que esta sea; y si algo entendemos del conjunto es que el único hogar para una intelectual con zapatos rotos es la escritura y la literatura.

Quizás ahí reside la clave de su poderosa vigencia. Entre tanto espejismo en que vivimos, entre tanto cosmopolitismo malogrado y mal entendido, Natalia Ginzburg nos ancla a la tierra que pisamos, por necesidad, por convencimiento o por decisión. Se suele afirmar que toda su obra es una prospección de las relaciones humanas, especialmente las familiares. En los años cincuenta o en los sesenta todavía no se había explotado el filón especulativo de la autoficción. Era mucho más urgente y más instructivo cuestionarse en qué lugar se ubica la persona que lee cuando siente como en carne propia que la nieve o el barro se cuelan por los zapatos que hace tiempo que dejaron de proteger los pies; y es capaz de preguntarse para qué sirve esa sensación. Nuestro tiempo también necesita su neorrealismo, tal vez lo tenga ya, pero con tanta revolución tecnológica los árboles no dejan ver el bosque, o al revés. No percibo en el mismo ámbito las, conmovedoras por terribles, inmersiones en las vidas de las “Mujeres del sur” y el neorruralismo tan en boga en las manifestaciones artísticas –incluyo la literaria, por supuesto— actuales. Pero de nuevo el bosque oculta los árboles.

En Domingo se incluyen también varias crónicas sobre las condiciones de vida y las huelgas de los trabajadores de la industria pesada italiana. La militancia comunista de la narradora se hace aquí más evidente y la ubica programáticamente junto a sus compañeros intelectuales comprometidos vinculados a la editorial Einaudi: Cesare Pavese, Elio Vittorini o Italo Calvino. Todos ellos conforman una generación legendaria, admirable. Se casó con el profesor Gabriele Baldini cuando ya era viuda de Leone Ginzburg, fallecido el 5 de febrero de 1940 en la cárcel de Roma a manos de la Gestapo: “Alzaste la sábana para ver su rostro, / te inclinaste para besarlo con el gesto habitual, / pero era la última vez. Era el rostro habitual, / parecía apenas un poco más cansado. Y el traje era el de siempre, / los zapatos eran los de siempre. Y las manos eran / las que partían el pan y servían el vino”.

Todos ellos se convierten en personajes que habitan el universo que la narradora ha creado y sigue irradiando para quienes la leen. Un universo que en su inmensidad aspira a ser pequeño, silencioso y cálido, como ese reducido espacio que, a veces, al llegar, nos hace que por fin nos sintamos en casa.

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22 de febrero de 2021
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La lamentable y magnífica familia de los nerviosos

En una tarde soleada, tal vez de primavera, en la terraza de un céntrico hotel de Barcelona, durante una entrevista, Emmanuel Carrère afirmaba sentirse feliz –ahora dudo que utilizara tal adjetivo– por no ser ya más el individuo que necesitaba escribir libros como sus primeras novelas.

Entonces estaba presentando a la prensa De vidas ajenas, cuando la entrevistadora todavía se sentía bajo el influjo de Una novela rusa. Sin jactarme de mi perspicacia, sí puedo decir que se percibía algo impostado o sospechoso en la actitud autocomplaciente del escritor que aseguraba que ya no se sentía impelido a imaginar historias y crímenes truculentos porque el estatus y la experiencia adquiridos le acreditaban para recrear para sus lectores otras historias no menos abyectas, aunque reales, y pasarlas por el cedazo de su oficio y su estilo. Así definía sus novelas de no ficción: historias reales explicadas desde su irrepetible –seguidores e imitadores le surgieron en abundancia– punto de vista.

Leyendo su última novela, Yoga, deduzco que aquella entrevista tuvo lugar durante el período, una década aproximadamente, en que aparentemente tenía todo lo necesario para ser feliz. Después de De vidas ajenas vendría Limónov, la verdadera eclosión de la popularidad y devoción que suscita el autor. En ésta, el yoga y la meditación hacen acto de presencia fugazmente para completar el retrato del controvertido protagonista. Ahora, entre las numerosas definiciones que va componiendo a lo largo de la novela que Anagrama publica a finales del mes de febrero, nos dice que la meditación es algo así como convertirse en testimonio de los propios pensamientos con la intención de dejarlos pasar sin que nos lleven por delante o nos arrollen. Y eso le acerca a la escritura según él mismo la concibe: como ejercicio que trata de contener las palabras para que no acaben empujándonos a abismos neuróticos: “Ver las cosas como son, en vez de pegar a esta visión el tipo de comentario ininterrumpido, subjetivo, locuaz, partidista, condicionado que producimos constantemente y sin siquiera percatarnos”, escribe. Llega un momento en que uno llega a sentir que sería fantástico no tener que necesitar describir con palabras los hechos, los objetos, los sentimientos o los sucesos para poder comprenderlos y asimilarlos. Porque las palabras las carga el diablo, aquí el ego. Y ya sabemos que no es sano ni recomendable ir por el mundo exhibiendo y contando las propias miserias y descargándolas sobre el prójimo, a menos que quien se instale en esa manía sea Emmanuel Carrère. Precisamente sobre manías se habla abundantemente en esta novela. Justo después de que se construye una frase de esas que parecen reveladoras, de las que muestran al lector una verdad que a partir de ese momento regirá la estructura de su percepción de la realidad, aparece “el miedo de que cada descubrimiento sea una fruslería narcisista”. Y sin embargo, nos atrapa.

Escribe el autor francés que miedo, vergüenza y odio forman la gran trinidad. Miedo a que el relato que nos da sentido tenga fisuras que provoquen que el suelo acabe abriéndose bajo nuestros pies. El miedo más poderoso, capaz de enturbiarlo todo, es el miedo a la muerte, ese que Carrère lleva toda la vida tratando de atenuar mediante la escritura y, desde hace treinta años, con la meditación, el tai-chi y el yoga. Ser un escritor original, cuya grandeza sea reconocida internacionalmente es lo único que puede dar sentido a su vida, y la meditación hace posible la convivencia con las olas que observa en la superficie de su conciencia. También están el sexo y el amor. La combinación acaba llevando inevitablemente a la neurosis. Volvemos, pues, al punto de partida, porque “el infortunio neurótico no es menos cruel que el ordinario”.

Esta última comparación era uno de los temas propuestos en Una novela rusa, donde el sufrimiento anímico –ahora nos habla de un “sufrimiento moral intolerable” diagnosticado– buscaba su reflejo o metáfora en una tragedia histórica; mientras que, en De vidas ajenas, las consecuencias de un tsunami y de dos procesos paralelos de cáncer relativizan y neutralizan la insatisfacción de un neurótico acomodado. Ahora, de nuevo, el drama histórico, el horror de los atentados contra Charlie Hebdo o el de los campamentos de refugiados de Leros o Lesbos comparten espacio con el malestar anímico del escritor.

El libro empieza queriendo ser una obra ligera sobre el yoga visto desde la realidad del autor, y a lo largo de sus páginas nos repite que no miente. Pero sí hay trampas. Quienes le han seguido libro a libro reencontrarán sus tics y sus mantras, como el lema freudiano según el cual la salud mental es ser capaz de amar y trabajar. Él mismo hace constantes referencias a sus novelas anteriores, que se mezclan con citas a otros escritores, como la referencia a “la lamentable y magnífica familia de los nerviosos” de Marcel Proust. Incluso a la mirada lectora conocedora, a pesar de su suspicacia, le resultará difícil no caer en algunas de las trampas: la mayor, creer que el autor se limitará a su propósito de hablar sólo de yoga, tai-chi y meditación y de cómo estas prácticas le han hecho una persona mejor. No tarda apenas nada en que ese objetivo se ponga en tela de juicio. Tal vez nos pone en alerta la sonada polémica que precedió a la publicación del libro en Francia. Su exmujer, la periodista Hélène Devynck, bajo contrato le obligó a suprimir o cambiar algunos fragmentos en los que se hablaba de su relación. Ella dijo que Carrère miente y él tuvo que reescribir parte del libro.

Sabemos de su profunda crisis psiquiátrica, de los terribles diagnósticos que llegaron, de su ingreso en una institución de salud mental y de los electroshocks que le aplicaron; pero no sabemos qué sucedió con la mujer con la que aparentemente llegó a tocar la felicidad y que le hizo desear no ser la persona que necesitaba inventar historias abyectas para entender el mundo.

Todavía inmerso en su enfermedad, se implicó en un proyecto de voluntariado en el campamento de refugiados de Leros, en Grecia. Allí impartió un taller literario a un grupo de adolescentes con historias terribles que finalmente también hay quien pone en duda. En el campamento, el autor convive con el horror provocado por la guerra, la miseria y los desplazamientos. Y allí, en el dolor ajeno, que no es el de los chicos, vuelve a encontrar la parábola apropiada para superar su propio malestar anímico. Reconociendo la sombra que amenaza a su cómplice en el taller literario del campamento, encuentra la luz que convive con la oscuridad, que, a la vez, la hace posible y la disipa. Un equilibrio como el del yin y el yang, una alternancia como la de inspirar y expirar.

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8 de febrero de 2021
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El lápiz no se borra

En el cartel que anuncia la última exposición de Leticia Feduchi aparece un conjunto de naranjas sobre un fondo blanco, aunque no impoluto. Componiendo un bodegón imperfecto, las frutas no representan la naturaleza, porque han sido arrancadas del árbol y ya tienen el tiempo contado. Feduchi es capaz de hacer que sí representen un paisaje, pero es necesario que quien observa sepa verlo.

Continuando con la imagen del cartel, me llama poderosamente la atención el rastro de lápiz que la pintora no ha querido cubrir o borrar. Tal vez debiera escribir ‘carbón’ o ‘carboncillo’. La permanencia de ese rastro es una constante en su obra. Y, curiosamente, a pesar del virtuosismo en la reconstrucción naturalista de las formas, allí donde ella se hace más presente es en esa huella que hace pensar en un olvido o un descuido. Porque se trata de un falso olvido, o de un descuido mentiroso.

El lápiz, que es el punto de partida en el proceso de producción y que debería ser eliminado por sucesivas capas de color, permanece: no se olvida. De alguna manera, está revelando la idea inicial, la imagen proyectada por la artista antes de realizar la obra y que, sin embargo, quedó truncada, porque la naturaleza, al manifestarse, condujo la realidad por un camino diferente. No obstante, el deseo motor inicial no se borra. Convertido en pasado, en posibilidad abandonada, sigue formando parte del presente y de la obra actual. Como los deseos no concedidos o los que no hemos sabido realizar.

La pintura de Leticia Feduchi está repleta de pequeños matices que reclaman atención. El rastro del lápiz es sólo uno. Gran retratista –por sus pinceles han pasado destacados nombres de la sociedad española, especialmente del mundo de la cultura–, asegura que los paisajes siempre se le han resistido; aunque varias de las obras que compusieron la exposición que tuvo a finales de 2020 en La Galería de Sant Cugat la desmintieron. No le gusta hablar demasiado. Acostumbra a pintar los objetos que tiene más a mano. Si se le pregunta qué buscaba al emprender su autorretrato, contesta que una modelo que estuviera cerca y disponible y que le permitiera pintar. Sus elegantes sillas cubiertas de sedas y otros tejidos bastan, además de para evidenciar la calidad de su pintura, para crear la atmósfera del gabinete perfecto donde sentirse siempre en terreno seguro.

Pasó el confinamiento de 2020 en una casa de campo en Mallorca, un entorno muy diferente a su estudio barcelonés. La exposición que presenta ahora, durante el mes de febrero, en la Casa de Cultura de la localidad del Masnou, a unos 20 kilómetros de Barcelona, se compone de las obras que pintó entonces y algunas cerámicas. Hay muchas frutas, y flores, porque es lo que tenía más a mano y porque desde hace algún tiempo le apetece pintar flores. Además, éstas dialogan con la casa modernista que acoge la muestra.

Aunque no le gusta trabajar en series porque le aburre repetir el mismo cuadro, en esta ocasión presenta un conjunto de parejas o dobles. Ya saben, dos cuadros que son el mismo, pero sin serlo. Ni siquiera cada una de las obras de la pareja, por separado, es el cuadro que debía de ser. Eso lo delata el lápiz y las sombras que no desaparecen. Recuerden que el lápiz –contra lo que suele decirse– no se borra y que, al contrario, se convierte en cicatriz. Este fenómeno al que me refiero también lo ilustran los dibujos de William Kentridge que pueden verse hasta el 21 de febrero en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona. El genial artista sudafricano, buscando el movimiento, dibuja sobre trazos anteriores falsamente borrados. Así, una figura nueva se forma en buena medida con el resto de la anterior, aquella que se pretende desechada.

Algo semejante sucede con los cambios que experimentamos nosotros mismos. Eso de que llegas a un sitio nuevo porque vienes de otro del que no te acabas de ir nunca. Entonces, ¿cuáles son los limites del movimiento que nos lleva de una situación a otra? ¿En qué momento exacto una imagen deja de ser la inicial para convertirse en el resultado definitivo del cambio? Emmanuel Carrère, hablando de lo que se conoce como "la forma" en tai-chi, en su última novela, Yoga, nos llega a hacer creer que el movimiento no existe: somos un continuo. No tarda en desmentirse, pero tal vez no es tan importante para el resto del mundo como lo es para él detenerse a solucionar esta paradoja. Tal vez eso sólo les importe a los que se detienen a preguntarse el significado de esa cicatriz que es el rastro de lápiz en los cuadros de Feduchi.

La cuestión es si el cuadro que no llegó a ser está realmente dentro del que efectivamente estamos viendo, o si en nuestra inmovilidad somos capaces de entender también el vértigo de los movimientos que no hacemos pero aun así nos definen: el paisaje paseado que representan las naranjas en su cuenta atrás hacia el deterioro.

Centrando de nuevo la atención en esas obras, el trazo presente del lápiz que había de apuntar el desarrollo del cuadro cuestiona también los motivos de esa evolución. Nos preguntamos entonces si realmente la pintora ha alcanzado el cuadro que había imaginado. ¿Es realmente posible realizar el deseo que nos hizo arrancar a caminar? ¿O, por el contrario, acabamos encontrando la única imagen que posibilita la realidad y que ya existía incluso antes de empezar? Entonces, ¿por qué, al repetir el mismo ejercicio, no aparece un cuadro idéntico?

Tal vez, tener que bregar con todas estas cuestiones es lo que provoca en Leticia Feduchi su pasión por el proceso creativo en sí mismo: ahí está la vía de descubrimiento, el camino para ir encontrando el cuadro que posiblemente ya existe en algún lugar, para ir superando las contradicciones que plantean la lógica, las palabras y la pintura cuando se manifiesta.

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25 de enero de 2021
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Esperando a Chet Baker

Qué difícil resulta describir el entusiasmo sin parecer excesivamente impresionable. Nuestra época nos obliga, para ser tenidas por inteligentes, a mostrarnos hipercríticas y de vuelta de todo. Para que nuestro halago sea recibido sin suspicacias, es preciso escoger y mostrar cuidadosamente los argumentos que den corporeidad a una sensación tan abstracta.

He leído la recuperación de Chet Baker piensa en su arte, en la editorial WunderKammer, como si se tratara de la nueva novela de su autor, Enrique Vila-Matas. De alguna manera, lo es, o eso puede hacer pensar el acto de rescate que el escritor ha querido llevar a cabo, decepcionado porque en su día la novela corta pasara desapercibida al ser incluida en una antología de sus relatos en una edición de bolsillo.

Normalmente, las obras de un autor se citan por orden cronológico, es decir, lineal. Sin embargo, los títulos publicados por Vila-Matas se me presentan como una sucesión de círculos concéntricos, desde un núcleo esencial. En su expansión, cada nuevo anillo explora lo que hasta ese momento había sido el exterior, a la vez que amplía el corpus. Simultáneamente, el nuevo círculo está delimitando dentro de la forma que se considera como la más perfecta todos los elementos anteriores. La sucesión de límites superados hace esperar que el siguiente también será una expansión de fronteras.

Quienes leen a Vila-Matas ya saben de su querencia a los juegos de despiste. Quiere hacernos creer que su obra, básicamente, se construye a partir de la literatura de otros. Para ello, llena sus libros de citas –algunas ciertas, otras inventadas–. En sus páginas abundan los personajes que fingen ser lo que no son, como sucede en Chet Baker piensa en su arte. El protagonista se ha propuesto escribir una ficción crítica en la que depositará todo su talento para la escritura y todo su conocimiento, pero que sin embargo no leerá nadie excepto él. Aceptamos este nuevo engaño para que exista la historia, para que tome forma la metáfora.

Italo Calvino, en Si una noche de invierno un viajero, nos interpela directamente como lectores, incluso imagina cómo compramos el libro, la postura en que lo leemos y las ansiedades que nos provocará. Así, sabemos que somos una parte imprescindible para que todo lo que cuenta pueda llegar a existir. Por el contrario, Vila-Matas niega la existencia de los posibles lectores, con lo que sólo nos deja la posibilidad de situarnos, precisamente, en el centro de la fábula: en la voz del narrador.

El protagonista pretende, además, que creamos una impostura mayor: que el suyo es solo un escrito sobre escritura y lectura. Quiere analizar si es mejor literatura, o más perdurable, la que nos describe la realidad –como hizo Simenon– o bien aquella que acepta –al modo de Kafka– que la realidad es bárbara y muda, compuesta por cosas sin significado.

No, no hay que precipitarse a dar una respuesta. El libro está lleno de quiebros y pruebas falsas en un sentido y en el otro. Para empezar, como ya he dicho, no está hablando de literatura, sino que realmente lo que quiere que el lector se plantee es cómo percibe la realidad: como un conjunto de materia y acontecimientos lógicamente sucedidos que conforman un relato comprensible; o bien como un misterio bárbaro y mudo que sólo puede afrontarse como un juego arriesgado –como Joyce jugó en su Finnegans– para, al final, poder llevarse algo a casa.

También se refirió a la percepción de la realidad, a propósito de la literatura fantástica, Borges en la entrevista que le realizó Ronald Christ en 1967 para la París Review y que forma parte de la magnífica antología publicada recientemente por Acantilado. Citando a Joseph Conrad, afirma Borges: «Cuando uno escribe sobre el mundo, así sea de un modo realista, está escribiendo ya una historia fantástica, porque el mundo es en sí fantástico, insondable y misterioso». He estado a punto de introducir un lapsus de copista porque, al reproducir la cita, casi escribo «mentiroso» en lugar de «misterioso».

La opción literaria y vital Hire, la de Simenon, construye una realidad más placentera, amable y abarcable. Por eso es capaz de fabricar una descripción que ordena los acontecimientos de todos y cada uno de los días. La opción Finnegans, en cambio, requiere estar dispuesto a crear un nuevo lenguaje, a veces incomprensible, a experimentar sensaciones a veces fútiles y a la vez rutilantes. Quienes optan por este segundo modelo –si es que de verdad se trata de una elección– han de saber jugar y tomarse el humor muy en serio, o al revés, poner humor en lo más serio.

El protagonista de esta brillante novela de Vila-Matas recorre no sólo un mundo, sino dos, y lo hace sin salir de su habitación de hotel en Turín. La ventana es suficiente para mantener bajo control esos dos universos. Y mientras el personaje mira a través del cristal, los lectores seguimos esperando la llegada de Chet Baker para que nos explique de qué manera su arte, su imprescindible música, justifica y da sentido y guía incluso a la existencia más atroz.

No queda lugar a dudas sobre qué tipo de literatura defiende Vila-Matas al reivindicar aquí el libro Los ilegibles. Diccionario del Fracaso y la Dificultad, de Susan Strand. Por cierto, que la conexión entre lo que no se escribe en sus Bartlebys y lo que no se lee en el diccionario de Strand tampoco debe pasar desapercibida. Literatura y vida. Nadie dijo que iba a ser fácil, ¿o sí?

Tal vez, cuando llegue Chet Baker y nos hable de su arte, entenderemos la imagen de la realidad que también él está defendiendo; y comprenderemos por qué lo que se nos presenta como tan difícil y amenaza con el fracaso, acaba mereciendo la pena y resultando incluso tan delicioso.

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11 de enero de 2021
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