Sònia Hernández
Es posible residir durante un tiempo, el que sea, en un sitio y no conservar apenas ningún recuerdo de lo que se veía por las ventanas de ese lugar, o de lo que sucedía cotidianamente entre aquellas paredes, o de cómo se sintió una todos los días que vivió allí. También puede suceder que alguien viva en medio de una mudanza eterna, entre cajas que no se acaban de vaciar nunca porque están repletas de objetos para los que ya no queda sitio. Así, el espacio no llega a alcanzar la apariencia que se presupone a un hogar, sin el ansiado confort que debe hacer posible el desarrollo de los actos y acontecimientos más o menos anodinos por rutinarios, esos que tal vez no se recuerdan después, pero con los que se construye una vida.
En relatos o crónicas como “La casa” o “Via Pallamaglio”, Natalia Ginzburg (Palermo, 1916-Roma, 1991) indaga de manera magistral en el significado que el lugar en el que vivimos adquiere para la construcción del personaje que somos. No se trata de orígenes ni de raíces ni nada por el estilo, sino de la condición casi filosófica del metro cuadrado firme que necesitamos para poder poner los pies en medio del vertiginoso estruendo que puede ser lo que nos rodea. Tras pisar ese suelo firme, se empieza a caminar o se salta hacia donde sea.
Por todo esto, disponer de unos buenos zapatos es tan importante como Ginzburg nos ha hecho sentir a lo largo de sus libros, especialmente en los ensayos de Las pequeñas virtudes, que en la versión española para Acantilado de Celia Filipetto sigue sumando ediciones. De sus zapatos rotos y otras vivencias consecuencia del desplazamiento forzado –a una paupérrima población de los Abruzos por la represión mussoliniana a su primer marido, Leone Ginzburg– se destila el tono melancólico –que no lastimero— que sigue caracterizando los relatos y crónicas recogidos ahora en Domingo, que Acantilado publicó a principios de febrero, en traducción de Andrés Barba. Cada vez que se abre una nueva entrega de la prolífica obra de Ginzburg se experimenta esa sensación de sentirse en terreno conocido, en casa: una expresión no por tópica menos relevante. Quizás el acierto del dardo de la escritora reside en esa capacidad: la de hacernos cuestionar qué es una casa y cómo habitamos nosotros en la nuestra.
Si hubiese utilizado más arriba la palabra hogar, el tópico habría resultado, entonces sí, imperdonable. Porque la desplazada Natalia Ginzburg busca y pierde casas, no hogares. El hogar es un concepto más complejo. A través de sus escritos, tanto ficción como crónica, asistimos a los años que vivió en la pobreza y la dureza del campo de los Abruzos, a la distancia de todo impuesta por los fascistas, al miedo de ver desfilar los vehículos de los soldados y los oficiales alemanes, al delirio que la empujaba a distanciarse de sus hijos o a la incomprensión de niñas imaginadas que se niegan a alejarse de su familia por muy perniciosa que esta sea; y si algo entendemos del conjunto es que el único hogar para una intelectual con zapatos rotos es la escritura y la literatura.
Quizás ahí reside la clave de su poderosa vigencia. Entre tanto espejismo en que vivimos, entre tanto cosmopolitismo malogrado y mal entendido, Natalia Ginzburg nos ancla a la tierra que pisamos, por necesidad, por convencimiento o por decisión. Se suele afirmar que toda su obra es una prospección de las relaciones humanas, especialmente las familiares. En los años cincuenta o en los sesenta todavía no se había explotado el filón especulativo de la autoficción. Era mucho más urgente y más instructivo cuestionarse en qué lugar se ubica la persona que lee cuando siente como en carne propia que la nieve o el barro se cuelan por los zapatos que hace tiempo que dejaron de proteger los pies; y es capaz de preguntarse para qué sirve esa sensación. Nuestro tiempo también necesita su neorrealismo, tal vez lo tenga ya, pero con tanta revolución tecnológica los árboles no dejan ver el bosque, o al revés. No percibo en el mismo ámbito las, conmovedoras por terribles, inmersiones en las vidas de las “Mujeres del sur” y el neorruralismo tan en boga en las manifestaciones artísticas –incluyo la literaria, por supuesto— actuales. Pero de nuevo el bosque oculta los árboles.
En Domingo se incluyen también varias crónicas sobre las condiciones de vida y las huelgas de los trabajadores de la industria pesada italiana. La militancia comunista de la narradora se hace aquí más evidente y la ubica programáticamente junto a sus compañeros intelectuales comprometidos vinculados a la editorial Einaudi: Cesare Pavese, Elio Vittorini o Italo Calvino. Todos ellos conforman una generación legendaria, admirable. Se casó con el profesor Gabriele Baldini cuando ya era viuda de Leone Ginzburg, fallecido el 5 de febrero de 1940 en la cárcel de Roma a manos de la Gestapo: “Alzaste la sábana para ver su rostro, / te inclinaste para besarlo con el gesto habitual, / pero era la última vez. Era el rostro habitual, / parecía apenas un poco más cansado. Y el traje era el de siempre, / los zapatos eran los de siempre. Y las manos eran / las que partían el pan y servían el vino”.
Todos ellos se convierten en personajes que habitan el universo que la narradora ha creado y sigue irradiando para quienes la leen. Un universo que en su inmensidad aspira a ser pequeño, silencioso y cálido, como ese reducido espacio que, a veces, al llegar, nos hace que por fin nos sintamos en casa.