Marta Rebón
En ajedrez el gambito, que deriva de la palabra italiana gambetto (“zancadilla”), es una jugada consistente en sacrificar una pieza al principio de la partida en espera de obtener una ventaja futura. Es una táctica que no debe de ser ajena para Alekséi Navalni, cuyas dotes como estratega pocos niegan. Sin alternativas a Putin, se ha erigido como el único predicador en el desierto que cubre Rusia tras dos décadas de poder supremo del primero. Pese a su inferioridad de medios respecto al presidente, el opositor intentó hacer jaque al zar con su último movimiento: al perder la libertad nada más aterrizar en Moscú, después de sobrevivir a un desvergonzado envenenamiento, sus colaboradores difundieron en redes una profusa investigación sobre un fastuoso palacio a orillas del mar Negro perteneciente al entorno del mandatario. Es un ejemplo más del corrupto y duradero idilio entre arquitectura megalómana y cierta tipología de dirigentes. Decenas de miles de simpatizantes en toda Rusia se echaron a las calles para mostrar su apoyo a Navalni, y algunos agitaron escobillas de baño, en alusión a la de oro, por valor de 700 euros, que adorna uno de los lavabos de ese Versalles contemporáneo.
Las imágenes del palacio tomadas con drones, así como las reconstrucciones en 3D a partir de planos filtrados, han sido una prueba gráfica de esa plutocracia cimentada en la alta esfera política, un peculiar gansterismo postsoviético fiel al manual de estilo de la vieja KGB que Catherine Belton retrata en Putin’s People. En el núcleo duro del presidente están los siloviki —segurócratas, “hombres fuertes” procedentes de los servicios de seguridad y el Ejército— que con mano férrea controlan medios de comunicación, bancos, constructoras, petroleras, etcétera. El contraataque tanto de las fuerzas de seguridad como del aparato judicial contra el descontento expresado en las plazas y en las redes muestra la clara intención de extinguir un clamor cada vez más audaz. Las manifestaciones no entrañan una amenaza para Putin, pero son un inquietante síntoma de un cambio de paradigma. Cuando a mediados de los ochenta Putin estuvo destacado en Dresde como agente del KGB, le impresionaron las manifestaciones contra la sede del organismo para el que trabajaba en las vísperas de la caída del muro de Berlín: el transatlántico soviético se iba a pique. Dos años después, de vuelta en Leningrado, la agitación social fue el preludio a la disolución de la URSS. A ojos de Putin, las protestas son el canto del cisne de un régimen. Sofocar las voces discordantes, pues, es prioritario: un opositor es un enemigo del Estado.
Que Navalni ingrese en una colonia del sistema penitenciario ruso no supone perder un simple peón. Tampoco lo es la expectativa de que a su actual pena puedan sumarse otras. A lo que aspira la Fundación Anticorrupción que lidera —la ansiada ventaja futura— es dar con el punto de ruptura de la connivencia de gran parte del electorado ruso. Ante la falta de imaginación de una Rusia sin Putin, las recientes protestas son una invitación a seguir por el camino de vencer el miedo, para que lo imposible llegue a ser inevitable. “No nos podréis encarcelar a todos”, dijo Navalni. En su reciente libro sobre la Rusia contemporánea, Joshua Yaffa recupera un texto del sociólogo Yuri Levada, que data de 1999, poco antes de que Putin llegara al poder. Titulado “El hombre astuto”, hablaba de una categoría de individuo en la jovencísima democracia rusa que no era sino una mutación del Homo sovieticus. “Se adecúa a la realidad social buscando descuidos y lagunas en el sistema, y usa las reglas del juego en su propio interés, aunque trata siempre de saltárselas”. Con el paso de los años, el centro de investigación que lideraba Levada constató esta tendencia en la sociedad: “Preponderancia de la paciencia en lugar de protesta activa, de acomodo en lugar de resistencia y de descontento pasivo en lugar de lucha por los propios derechos”.
En la medida de sus posibilidades, Navalni ha intentado revertir esa inercia. En campañas a lo largo y ancho de su país ha demostrado que es posible una actividad política con argumentos tangibles apoyados en datos contra los males acuciantes de Rusia: corrupción, estratificación social, pobreza generalizada frente a enormes fortunas en manos de unos pocos. Las nuevas generaciones, indiferentes a la nostalgia del grandioso pasado soviético, son más receptivas a la necesidad de cambio. Se libra una lucha en el tablero de la popularidad, tan necesaria incluso para los autócratas, pues la coerción permanente resulta costosa y no está exenta de riesgos. Putin ha construido la suya, e intenta mantenerla a toda costa, con su imagen de hombre fuerte, una política exterior desafiante, medios de comunicación afines y unos principios —nacionalismo, ortodoxia y autocracia— que recuerdan a los de Nicolás I. Navalni ha mostrado otra cara del zar del siglo XXI: la de un hombre encerrado en un búnker que se rodea de escobillas de oro.