Víctor Gómez Pin
Como preliminar a las reflexiones que siguen, recupero hoy consideraciones ya aquí expuestas sobre un asunto crucial de la filosofía cartesiana:
Sorprendía a Descartes el hecho de que habiendo sido cultivada la filosofía por los mayores espíritus no se diera apenas tema alguno en el que hubiera coincidencia entre ellos. Refiriéndose a su juventud nos dice que ya entonces encontraba razones para pensar que los que se proponen desde el primer momento hacer sus pensamientos claros e inteligibles son los que merecerían el título de filósofos “aunque no hayan aprendido nunca retórica”, pero constataba que los iniciados en esta última se imponían, haciendo que la filosofía se pareciera a algo “que proporciona medios para hablar con verosimilitud de todas las cosas y hacerse admirar de los menos sabios”. Precisamente uno de los objetivos primordiales de Descartes será arrancar la filosofía a esta situación.
En cuanto a la teología, desde luego, nos dice, tiene el interés de abrir una vía a ese cielo que, confiesa, “como cualquier otro pretendía yo ganar”, aunque añade socarrón que “el camino de la salvación está abierto para los ignorantes como para los doctos”.
Cabría esperar que en las disciplinas científicas particulares, como la física, pudiera encontrar el espíritu algún tipo de satisfacción, pero Descartes objeta que en la filosofía buscan las ciencias un fundamento, por lo cual las objeciones que pesan sobre la primera recaen forzosamente sobre las segundas.
Todo esto se encuentra en la primera parte del “Discurso del Método”, suerte de autobiografía espiritual del autor, a la que pertenece asimismo esta aseveración general sobre cuál era su estado de ánimo al llegar al colegio de jesuitas de La Flèche en Anjou, y la decepción que los años allí transcurridos supusieron:
“Desde mis años infantiles he amado el estudio. Desde que me persuadieron de que estudiando se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de lo que es útil a la vida, el estudio fue mi ocupación favorita. Pero tan pronto como terminé de aprender lo necesario para ser considerado una persona docta, cambié enteramente de opinión porque eran tantos los errores y las dudas que a cada momento me asaltaban que me parecía que instruyéndome no habría conseguido más que descubrir mi profunda ignorancia”[1].
No puedo hacer aquí otra cosa que remitir a a los primeros capítulos del “Discurso del Método”, obra admirable tanto desde el punto de vista filosófico como literario, que se lee de corrido y que sigue siendo la más fascinante vía para hacer inmersión en la filosofía. En cualquier caso, lo que precede basta para entender que en esa duda, reflejo de una decepción, que embarga al joven Descartes, reside el soporte del pensamiento y proceder cartesianos, e incluso de todo pensamiento y de todo proceder filosóficos dignos del calificativo: “que para examinar la verdad, es preciso dudar, en cuanto sea posible, de todas las cosas una vez en la vida”.
Afortunadamente una vez en la vida dudó Descartes de todas las cosas. Y digo afortunadamente, a fin de resaltar el hecho de que sólo el espíritu atravesado por la duda se halla en esa disposición singular que puede ser calificada de filosófica, y cuya reivindicación es tanto más urgente cuanto que todas las razones que inducían a Descartes a desesperar del sistema de creencias que marcaba su mundo son hoy de rigurosa actualidad.
La sentencia radical de Descartes nos pone en la pista de lo que constituiría una disposición de espíritu susceptible de desembocar en la filosofía. La duda es el mecanismo esencial en la confrontación a la verdad, al menos si por “verdad” entendemos levantamiento del velo en relación a lo que cuenta, es decir, respecto a la condición humana y a las leyes que determinan su entorno:
“Una vez en la vida” cuestionar la marcha puramente inercial de nuestra mente; cuestionar el arsenal de pre-juicios (es decir, de convicciones que no han sido sometidas a la prueba de racional criterio) que defendemos como si se tratara de auténtico elemento vital de nuestro espíritu.
“Una vez en la vida” dejar de considerar incuestionable el sistema de jerarquías sociales en el que estamos inmersos.
“Una vez en la vida” dejar de considerar sagradas las “explicaciones” sobre la “naturalidad” de nuestros ritos, costumbres, sistemas de parentesco o lazos sexuales a ellos vinculados, y correlativamente dejar de considera todo ello como bárbaro cuando nos es ajeno.
“Una vez en la vida” dejar de postrarnos como papanatas ante afirmaciones de los eruditos que nuestro espíritu no haya tenido ocasión de contrastar. Dejar por ejemplo de renunciar a pensar uno mismo sobre las cosas de las que tratan los científicos; dejar así de repudiar el espíritu mismo de la ciencia, haciendo de las proposiciones de esta un equivalente de las proposiciones de la religión; dejar en suma de creer lo que no vimos, so pretexto de que otros, supuestamente infalibles, sí lo vieron.
“Una vez en la vida” dejar de dar por supuesto que hay jerarquía natural entre grupos de humanos por lo que a las capacidades de conocimiento y simbolización se refiere, denunciando el orden social que impone tal jerarquía.
En suma: “una vez en la vida” realmente dudar, y en consecuencia, una vez en la vida enfrentarse a la tarea de intentar “salir de dudas”, lo cual no puede hacerse sin un gesto de propia afirmación, sintiendo que la entera potencialidad de la razón pasa (o al menos pasó un día) por uno. “Uno” al igual que cualquier “otro” (no impedido por una desgraciada mutilación en sus facultades, la vejez o una jerarquía social que lo esclaviza) puede llegar a conocer; ciertamente un conocer limitado a lo que es susceptible de ser conocido.
Pues aun asumida la respuesta cartesiana a la cuestión de quién puede conocer (a saber, potencialmente todo ser de razón, sea cual sea la parcela de lo cognoscible) persiste la cuestión de qué cabe conocer, cuáles son los límites de la razón cognoscitiva. Abismal interrogación a la cual nos dice Descartes, hay que enfrentarse asimismo una vez en la vida: “antes de disponernos a conocer las cosas en particular es necesario una vez en la vida buscar cuidadosamente de qué conocimientos es capaz la razón humana” ( “Reglas para la dirección del espíritu”, 8).
[1] La traducción de los párrafos del Discurso que se citan es propia.