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Escrito por

Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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El universo en una canica y un grito

Una mujer a las puertas de la madurez, sobre un montículo de arena cerca de lo que fue su escuela de primaria, exclama –en un grito silencioso– que quiere dejar de tener nueve años. Que quiere abandonar de una vez por todas ese montículo que representó sus años de escolar. Otra mujer, de una edad aproximada, a quien le cuesta mucho más controlar su ansiedad, está sentada también sobre un montículo de tierra en un montaje teatral. Exclama, a su vez, mucho más explícitamente, antes de acabar masticando y tragando –ella, que confiesa tener una relación muy complicada con la comida– puñados de tierra y abono.

La primera escena corresponde a la novela Ojo de gato, de Margaret Atwood (Ottawa, 1939), que felizmente ha recuperado Salamandra en magnífica traducción de Victoria Alonso Blanco. La segunda escena se enmarca en el documental Angélica. Una tragedia, de Manuel Fernández Valdes, de 2017, que sigue los ensayos de una de las obras teatrales de Angélica Liddell (Figueras, 1966). El componente biográfico de las dos obras es más que evidente. Así como la exploración en la relación entre dolor y creación, la infancia como lastre y aquello de lo que queremos huir sin conocerlo, sin sospechar siquiera el nombre o la forma de lo que amenaza. El asesino silencioso. Nada de ello es una novedad. La novela de Atwood reconstruye la asfixiante infancia, la adolescencia y la juventud de la artista plástica canadiense Elaine Risley, que con frecuencia se ha leído como trasunto de la autora. El libro tiene más de tres décadas, y se podría decir que, si no lo es, merece ser considerado un clásico. Por su parte, Liddell es ya una dramaturga y escritora depositaria de un gran reconocimiento europeo. Sin embargo, el mensaje de ambas, cuando tanto, tan incansablemente y tan agobiantemente se ha hablado de feminismos, llega y sorprende por el impacto, la fuerza y la legitimidad de lo genuino.

En las dos obras hay mucho de autolesión. Sin pretensiones, y a veces sin espectadores, como cuando se baila en la oscuridad. Atwood y Liddell se autolesionan para sentir el cuerpo y explorar la tierra, con el tremendismo que corresponde a un cuerpo que se reivindica como el principio, el final y el único refugio posible de todo. Un cuerpo que recuerda la condición humana, en estos dos casos la femenina.

Primero el cuerpo como parte de la Naturaleza y de la existencia global de la que brota, y luego la creación. La creación como voz expresiva que emerge para consolidarse como un segundo cuerpo, cuando ya no sabemos qué es el alma: el otro espacio que es imprescindible para que pueda pasar el tiempo, haber movimiento y, por lo tanto, habitar. Para todo ello, es imprescindible la observancia de una férrea disciplina, porque incluso para abandonarse hay una serie de normas. El universo y la Naturaleza tienen sus leyes. Escribe Pavese en su diario –otro ejemplo de la relación entre dolor, creación y existencia– que lo que diferencia a los genios, a los creadores de verdad, es su capacidad para sentir el dolor, para utilizarlo y –ahí la distinción– trascenderlo. No dice que lo superen, sino que son capaces de seguir adelante, de hacer algo meritorio con él porque no se quedan atrapados en la herida. La cargan y la utilizan cuando conviene. En algún momento es necesario observarla desde fuera, como si perteneciera a otro. Gritar para que los sentimientos se materialicen y amplíen un paisaje que en algún momento deviene plural y compartido. Liddell y Atwood coinciden en enseñarnos que incluso a los bosques hay que cuidarlos disciplinadamente.

La Wendy de Peter Pan, que te hace creer que puedes conseguir todo lo que desees, en la obra de Liddell; una canica de ojo de gato que parece contener el mundo, en la novela de Atwood: son los símbolos o metáforas que funcionan como continentes que, como por arte de magia, se nos presentan repletos de lo nuestro. El no menos tópico efecto del espejo. Imágenes subyugantes que activan la memoria ajena por su autenticidad, por su vínculo con el cuerpo, la sangre y lo que duele, por su mirada atenta y valiente.

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15 de enero de 2023
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Pasiones indestructibles

Cuando Melania G. Mazzucco (Roma, 1966) se encuentra en estado de gracia, resulta una escritora sublime, virtuosa en transmitir los muchos caminos que pueden conducir al éxtasis. Lo estuvo en Vita, en Ella, tan amada y en La larga espera del ángel. En ellas reconstruyó momentos históricos o biografías de un modo que me atrevería a calificar de monumental: respectivamente, la historia de su familia, la biografía de la fascinante escritora suiza Annemarie Schwarzenbach y la vida de Tintoretto. Su copioso y minucioso trabajo para documentarse y estudiar aquello de lo que quiere escribir hasta conocerlo tan bien que cree llegado el momento de poder inventarlo –la expresión es suya, en su última novela– hace inevitable que el resultado sea grandioso. La desmesura de quien no ignora –que no es lo mismo que saber– que para encarnar una ínfima parte de la existencia es necesario incluir todo lo que se ha ido acumulando en el propio camino. No hay pasión, secreto, gesto o palabra que resulte baladí; de la misma manera que la historia también la protagonizan las proscritas, las que viven al margen, las enfermas, las poseídas y las desheredadas. Éstas últimas, más legitimadas que nadie, porque acaban siendo amas de todo lo que les ha sido negado, porque el deseo y la imaginación también son formas de existencia. Y, al final, cualquier existencia ha valido la pena para la Historia.

La grandeza de La arquitectriz, su última obra aparecida este otoño en Anagrama, reside en el hecho de que no es únicamente –aunque sí principalmente– la biografía de la primera mujer arquitecto. A través de los días de la artista Plautilla Bricci (1616-1705), pintora y arquitectriz, y las muchas vidas que los atraviesan, Mazzucco recrea el poder de los papas en el siglo XVII, especialmente los de Urbano VIII, Inocencio X y Alejandro VII, con sus intrigas, sus ejércitos y sus guerras en una Roma plagada de pintores buscavidas y pendencieros, ansiosos de vincular su nombre a la eternidad de la ciudad. Los talleres, las tabernas, los teatros y las academias aparecen como escenarios con frecuencia similares, entre los que circulan con la misma facilidad la magnanimidad y la miseria. De ahí la importancia de los símbolos, de las historias particulares que sirven para sintetizar todo un siglo de oro y de peste. Mazzucco lo hace mediante la pasión como gramática capaz de organizar y dar sentido a todo. La pasión de Plautilla Bricci por hacer algo meritorio con su vida y la del abad Elpidio Benedetti por formar parte de la corte papal. Sin saber si las respectivas condiciones empujan a las ambiciones, o si bien sucede lo contrario, lo más evidente es que ambos están condenados a una historia de amor secreta y negada, imposibilitada de cualquier descendencia ni trascendencia. Desahuciados de una sociedad que les impide ser quienes son, su venganza consistirá, precisamente, en dar lo mejor de ellos a la ciudad a la que pertenecen: Villa Benedetta, la otra gran protagonista de la novela, el edificio que es fruto de las intrigas, los secretos, la intimidad, la clandestinidad, en definitiva, la complicidad. La villa es el grito expresivo y la reafirmación de lo que no ha podido ser, el contraste entre la ausencia y la materia, como escribe Mazzucco. Conocida como el bajel por su forma, la construcción es el símbolo de muchas derrotas, incluida la de Leone Paladini, idealista aspirante a artista que, dos siglos después, como voluntario de la compañía Medici en defensa de la República Romana contra los franceses, asistirá a la demolición, casi piedra a piedra, del legado de Plautilla y Benedetti. Sin embargo, Mazzucco demuestra que hay pasiones imposibles, pero indestructibles.

La narración omnisciente y minuciosa de las vidas de los protagonistas y su entorno lleva a La arquitectriz de la riqueza de la novela histórica a la indagación psicológica tan característica de Mazzucco y tan efectiva en el momento de reflejar la naturaleza humana, aceptando la sensibilidad que hace frágiles y vulnerables, que transforma en cuerpos resecos en su negación a quienes asumen la responsabilidad de construir cada día un legado que tarde o temprano acaba por configurar un paisaje enorme.

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27 de diciembre de 2022
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La realidad lesionada de Daniel Morata

Ese punto de luz, que es un destello, y que aparece y desaparece, es la orilla. Es difícil calcular la distancia que nos separa de ella, pero sabemos que está. Y necesitamos dar por hecho que está siempre, aunque desconozcamos la fuente de la que surge. En la obra pictórica de Daniel Morata no hay luz, ni siquiera intermitente, pero la presencia de los destellos discontinuos me ha hecho pensar en los últimos trabajos del artista. Tal vez porque, entre lo más reciente, ha decidido cubrir el fondo del lienzo de colores oscuros, en ocasiones incluso negro. Alterna el fondo blanco del lienzo y del muro de su estudio con el negro para instalar sobre ellos fragmentos o retales de lienzos que había pintado antes. Es necesario subrayar el adverbio. El tiempo es una clave determinante en la última producción de Morata, si no es el tema principal de toda su obra.

Algunas de las múltiples teorías que con más o menos rigor científico, filosófico o espiritual han querido definir el tiempo, coinciden en describirlo como movimiento. En el estudiado equilibrio de muchas de las series de Morata –donde la retícula ha tenido una presencia estructural decisiva: la redundancia de conceptos está justificada en un artista que vuelve sobre lo dicho– se da un falso movimiento, o un leve desplazamiento que pretende camuflarse. A lo largo de los años, ha llenado sugerentes cuadernos de la agencia de viajes de su hermana, Dominique, como un cuaderno de bitácora continuo. Anotaciones de impresiones que llama aforismos gráficos, dibujos en los que libera el trazo para volver a una necesidad expresiva infantil. Ha viajado con asiduidad, pero no es difícil deducir que el suyo es un desplazamiento más imaginativo que físico.

En las composiciones de retales que le ocupan ahora, el movimiento es un equilibrio de la materia y el tiempo es un ejercicio de contención de la memoria. Ha rasgado y descuartizado los lienzos que realizó en un tiempo anterior, y no sólo para negarlos. No se trata de desdecirse de lo dicho en una trayectoria marcada por la coherencia, sino de dar un paso adelante que suponga una destilación de lo que se ha ido acumulando. Su rotunda afirmación «No pinto nada», que había de dar nombre a parte de su producción, efectivamente recuerda a Bartleby, pero –como ha demostrado magistralmente Enrique Vila-Matas en su última novela– se trata de trascender al escribiente. Más allá de ceder a la tentación de la inmovilidad, se produce un abandono explorador del territorio ambiguo y exiguo de lo que queda. Porque los restos cada vez son menos. Lo son si, como nos aconseja Rilke –recojo la cita del filósofo Joan Carles Mèlich– nos adelantamos a todas las despedidas y a todos los inviernos, también al invierno que está bajo todos los inviernos y es «tan infinitamente invierno que, si lo pasas, tu corazón resistirá».

Con los fragmentos que Morata rescata, realiza composiciones que considera bodegones. Presenta los restos de lo que fueron sus obras. Presentación de lo que quiso representar y que se ha transformado en un conjunto de signos sin significado. Fragmentos que son el último reducto de un ser: el germen que, paradójicamente, se encuentra al final. El artista nos señala una distinción que considera importante, entre la presentación y la representación. La presentación es el vano intento de mostrar lo que es, lo que el artista siente que existe; mientras que la representación sería –volviendo a la tópica afirmación de Klee–mostrar lo invisible. En otras palabras no menos usadas: encarnar lo imaginado. Sin embargo, las obras de Morata no son carne, son piel: piel agrietada, maltratada, cargada de memoria que, paradójicamente, quiere liberarse del bagaje que nos obliga a una construcción constante para dar con lo que se ha dado en llamar identidad –la plasticidad de la memoria de la que hablan los psicólogos y los neurocientíficos–. Este artista propone renunciar a todo el bagaje para llegar al vacío, al descanso, al silencio, al germen que a pesar de ser irreductible porque existe es minúsculo, falaz y azaroso.

La presentación de reductos que fueron cuadros compone una suerte de trampantojo de la materia. Trampantojo porque la realidad no puede encarnarse, ni siquiera con la más virtuosa de las figuraciones, y la expresión artística como la entiende Morata estará siempre condenada a representar una realidad lesionada, una materia que ya no sirve para construir, sino para testimoniar. Porque es consciente de que el paso siguiente es el de la degradación, se adelanta, como nos aconseja Rilke, a lo que tememos y hacia lo que tendemos inexorablemente, como si al avanzarnos pudiéramos asumir todo como sucedido y fuéramos capaces también de alcanzar la calma y el sosiego de la orilla, de la tierra firme.

No obstante, la renuncia a la representación no es del todo cierta. De nuevo el engaño del trampantojo o el juego del esquivo. Ahí está, también, el humor sutil y algo macabro de Morata. Porque los cuadros e instalaciones en que trabaja últimamente son, a pesar de todo, una presencia, y una presencia que renuncia también a su creación de espacio, ya que tampoco tienden a la escultura. No se crea espacio, sino que lo ocupa –en una pared, en un cartón– para, de nuevo, negarlo, como el silencio que se impone tras el pensamiento incesante y las palabras agotadoras propias de un mundo hiperconectado.

Y aunque son fragmentos, retales, restos y ruinas, merecen ser rescatados y coleccionados. Morata también quiere que veamos su trabajo como el gabinete del coleccionista. Esos recuerdos manipulados, precarios, inventados u olvidados conforman la colección que nuestro plástico cerebro presenta como nuestra identidad. El artista colecciona sus propias obras para constatar un conjunto o un camino realizado: el pasado no existe, solo quedan restos, unas ruinas que a la vez son anuncio de un futuro, piezas incompletas habitadas por un vacío que corresponde a lo que fue y a lo que debemos rellenar todavía, con la perspectiva del mismo éxito.

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19 de noviembre de 2022
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La condición vulnerable y el abrazo de la Cultura

La condición vulnerable no es una esencia ni una substancia. Es una estructura, una manera de estar en el mundo aceptando la fragilidad inherente al ser humano. En este momento en que nos hacen creer que es tan necesario posicionarnos y definirnos a través de un lenguaje cada vez más (falsamente) específico y reductor, aceptarse dentro de la condición vulnerable nos permite abandonarnos a la ambigüedad. De nuevo, como en la novela de Vila-Matas, la ambigüedad como un paso adelante de la contradicción. Porque la existencia no puede ser sino una ambigüedad, aunque la neurociencia y la investigación en el genoma humano aparentemente hayan descubierto todos los mecanismos y sistemas que explican que se produzca la vida. Ambigüedad porque al final muchos y muchas se encuentran en la conclusión de que el único sentido es que no hay ningún sentido.

Ese sinsentido es el punto de partida de la filosofía literaria a la que da forma y propugna Joan-Carles Mèlich. La ha ido construyendo a lo largo de todos sus libros, pero es en La condició vulnerable (Arcàdia, 2018, con reimpresión en 2019, y una delicada y magnífica obra de Leticia Feduchi en la cubierta) donde la ofrece más instructivamente. Utilizo el verbo “ofrecer” reivindicando su significado más literal y todos sus matices; de la misma manera que lo hago con el adverbio “instructivamente”. El profesor y pensador Mèlich trasciende todo academicismo y erudición para estar cerca de las personas con quien quiere comunicarse. Es el entusiasmo de quien quiere compartir la desesperación asimilada, combatida y nunca superada, porque el drama de la existencia no puede superarse. Y, además, con una escritura muy cuidada y acertada a la hora de crear el espacio sensitivo, la ontología propicia para que se produzcan las imágenes que modela. De la misma manera que Camus en El mito de Sísifo recorrió las principales metafísicas –que el sartriano autor de La condició vulnerable nos hace ver como superestructuras totalitarias que imponen dogmas a través de un uso indistinto de moral y ética– para denunciar que, al final, todas acababan sucumbiendo a la necesidad de creer en algo trascendente, en este reconfortante libro, se nos muestra que lo más urgente es aceptar que la vulnerabilidad estructura todo lo que nos pasa, porque somos seres pasionales, somos lo que nos pasa, y no lo que el destino, la providencia o las estructuras de poder pretenden que seamos.

Una vez apalabrado el pacto con el sinsentido, se trata de hacer de la precariedad virtud. He aquí la idea más alentadora de Mèlich, el origen de su atractivo entusiasmo. La (hiper)sensibilidad no es una enfermedad, o tal vez sí lo es, pero eso tampoco es ningún problema en una sociedad absolutamente enferma, una sociedad en la que sólo se sobrevive con una ética de dualidad, entre dos, en la que tú y yo aceptamos cuidarnos. Cuidados que son gestos con los que se construye cada uno de los días que nos toque vivir.

Por suerte –seguimos haciendo de la necesidad virtud–, quien acepte su condición vulnerable puede encontrar otros consuelos que le protejan de la intemperie. La obra de Joan Carles Mèlich es un buen ejemplo. Siendo conscientes de ello o no, contamos con toda una tradición cultural que ha dado forma y ha descrito la vida vulnerable, ambigua y sometida a la contingencia. Qué revelación supone llegar a un territorio en el que de pronto nos reconocemos, donde la literatura no es un mero pasatiempo, donde la poesía proyecta imágenes que son aliento, donde el teatro amplía las escenas que experimentamos como existencia, donde el arte nos lleva a espacios eternos. Trato de imaginar el conmovedor consuelo que supone la escritura o cualquier otra forma de expresarse para quien es capaz de mantenerse con vida mientras encuentra sentido al absurdo ejercicio de crear imágenes que representan lo que duele aunque no tenga forma porque es una ausencia. Ya no se trata de hacer visible lo invisible, porque ya nos advirtió Gabriel Ferrater que cuando lo inefable nos tienta es fácil morir devorado. Para Mèlich, la forma del dolor está clara: es nuestro cuerpo y cuanto siente, necesita, reclama y pierde.

El poder lenitivo de la Cultura. Dice Joan Carles Mèlich que dice Emmanuel Lévinas que toda filosofía no es más que una interpretación de Shakespeare: más concretamente, de esa sombra que se pasea por el escenario. En La condición vulnerable, para tratar de entender la filosofía literaria, aparecen citados a modo de ejemplo numerosos fragmentos de libros, pinturas, películas o escenas teatrales. Me siento tentada a añadir el final de Farenheit 451, donde se llega a aquel paraíso en el que los habitantes se han conjurado para salvar libros aprendiéndolos de memoria. Mèlich no cree en ninguna forma de paraíso, mientras que el infierno parece estar siempre acechando, tal vez por este motivo no ha querido hablar del libro de Ray Bradbury adaptado al cine por Truffaut, no acepta que una instancia superior organice la memorización de Borges, de Kundera, de Descartes o de Melville. Nadie puede imponer nada a nadie, porque somos seres cambiantes para los que la aceptación de la contingencia deviene una gran fuerza gracias al abrazo de la Cultura.

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16 de octubre de 2022
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Los nombres sin cosas, las puertas sin estancias de Vila-Matas

En el inicio de la novela corta Compañía, de Samuel Beckett, un individuo se encuentra postrado, en la oscuridad, boca arriba, y le llega la voz. Imagina. En la última novela de Enrique Vila-Matas, Montevideo, su protagonista narrador habita estancias a las que llegan voces de las habitaciones contiguas. Es decir, también descubre la voz que, para Beckett, está caracterizada por el uso de la segunda persona. La voz, provenga de donde provenga, encarna al otro, ya sea porque nos habla o porque le hablamos y forzamos nuestra propia voz, nuestra propia presencia.

Alguien habla. Hablar o escribir para certificar la existencia más que para describirla o dotarla de significados. Hablar de lo que no se puede hablar o escribir, porque –como le dice Miles Davis a Mallarmé– se escribe sobre lo que impide escribir, o como escribe Machado, se canta lo que se pierde. Eso sí –volviendo al personaje narrador ensayista–, sin “tomarse demasiado en serio la literatura, lo que a mi modo de ver, siempre ha sido la mejor forma precisamente de tomársela en serio de verdad”.

Está más que comprobada la capacidad de Vila-Matas para alumbrar caminos con sus aparentes contradicciones, aunque sean caminos que se transitan para ser borrados. De la misma manera, hace tiempo que quedó demostrada su habilidad para traspasar umbrales con cada libro sin moverse apenas nada de su estilo territorio. Las lindes entre realismo, psicologismo, biografía y ensayo no han sido más que líneas de tensión que han contribuido a sostener la complejidad consistente de la propuesta vilamatiana. Una consistencia que ha querido analizarse a sí misma mediante la articulación de una biografía de su estilo. El estilo es también uno de los temas que más preocupa a Cesare Pavese en su diario El oficio de vivir. No es un vínculo gratuito. Pavese escribe que la narración no se hace de realismo psicológico ni naturalista, sino de un diseño autónomo de los acontecimientos creados según un estilo, que no es otra cosa que la realidad de quien cuenta, único personaje insustituible. Añade Pavese que el estilo se compone de explosiones de inteligencia que sostienen la realidad psicológica y natural.

Ya ha dicho muchas veces Vila-Matas que él es su estilo. Con su última novela ha hecho de ello y de sus explosiones de inteligencia una celebración. París sigue siendo una fiesta, de la misma manera que Barcelona siempre va a ser la ciudad gris de la que se huye para añorarla incluso en “la bonita” Lisboa, o igual que Montevideo está en cualquier lugar. Porque al final es de agradecer que no sea tan fácil desprenderse de lo que uno es. Y, siguiendo con las contradicciones que iluminan al añadir algo de penumbra, al final nos define mejor lo que negamos que lo que fingimos ser, porque “en realidad, lo visible no es sino un resto de lo invisible”.

En su continuo avanzar, en Montevideo la contradicción se transforma en ambigüedad. No deben ser cuestiones baladíes si la universidad de St. Gallen dedica un congreso a las “Fronteras nebulosas”: un encuentro erudito que acabará por ser el “Congreso de la Ambigüedad”, en el que sería fácil encontrar una buena ponencia sobre la Santa Indecisión.

En la habitación de al lado de la del narrador protagonista ensayista de Montevideo se dan hasta 400 risas que en otro tiempo fueron golpes. En la habitación contigua, personajes estrambóticos y duplicados juegan y se divierten. Con tanta ambigüedad y confusión también puede suceder que la habitación de al lado no exista o que no sea tan sencillo tener una habitación propia, o un cuarto propio construido para nosotros en el Pompidou por una artista prestigiosa. Todo puede ser y no ser a la vez. Lo que cuenta es la posibilidad de las posibilidades. Puede ser que Rayuela no sea un libro tan bueno, pero no deberíamos perdernos la oportunidad de viajar hasta el punto exacto por donde entra la extrañeza en la obra de Cortázar.

La extrañeza es y sigue siendo la estancia propia, el estilo territorio de Vila-Matas. Idéntica en Barcelona, París, Cascais, Bogotá o Montevideo. Portátil, como aquel tipo de literatura, como lo que se aprende tan hondo que llega a parecer ADN y no citas de otros, hasta el punto de que ya no parece fingimiento –o sólo fingimiento pessoano.

Vila-Matas deslumbra con más entusiasmo porque acaba, con convencimiento, con humor y con disfrute, con Bartleby. Con contradicciones y ambigüedades, también es cierto. Contradicciones y ambigüedades que a la vez silencian y refuerzan las negativas del escribiente. Porque es cierto que a veces es imposible escribir, pero también lo es que si no se escribe y no se respira al final se muere, o, como decía el doctor Johnson, escribir es “extraer algo de la nada”, o como dice la amiga de la artista Dominique Gonzalez-Foerster, buscar “una puerta que te condujera a un nuevo paraje y a un nuevo libro” es la “única forma, créeme, de no estar muerto”. Quién sabe, nos preguntamos como hizo Paco Monge antes de morir, “¿Y por qué no pensar que, allá abajo, también hay otro bosque en el que los nombres no tienen cosas?”. También se escribe para eso: para dotar de cosas a los nombres, porque, siguiendo el consejo paterno del protagonista narrador ensayista, la inteligencia solo sirve para encontrar el agujero que nos permita escapar de lo que nos tiene atrapados. O como dice Pavese, para crear la realidad a nuestro estilo, o como escribe Beckett, para crear una realidad que permita respirar en la oscuridad.

Por fortuna para sus lectores, Vila-Matas sigue sin encontrar el resquicio para huir de su cuarto propio, de la extrañeza, por mucho que viaje. Siempre hay una puerta detrás de otra, pero es majestuoso al mirar por el ojo de la cerradura o con rayos que permiten ver en mitad de la noche y la oscuridad y encontrar el punto exacto por el que escapar y elevarnos, el punto exacto donde reside la salida hacia la extrañeza y la grandeza de algo tan extrañamente cotidiano como es la vida.

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28 de septiembre de 2022
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Retrato feroz de una cultura

Ya se sabe que un buen retrato no es el más fiel a los rasgos del sujeto representado, sino el que permite que todas las personas que lo observan puedan verse reflejadas. Juan Tallón (Vilardevós, Ourense, 1975) ha conseguido un magnífico e inquietante retrato de todo un país con la recreación de la “desaparición” de la escultura Equal-Parallel: Guernica-Bengasi, del prestigioso a la vez que polémico escultor norteamericano Richard Serra.

El hecho del que arranca el libro, al explicarlo, resulta tan breve como absurdo: la “desaparición” de cuatro bloques de acero que en su conjunto pesan más de treinta y ocho toneladas y que el Centro de Arte Reina Sofía había adquirido para su inauguración en 1986 por unos treinta millones de pesetas. Como explica uno de los personajes, Lidia Suárez, jefa de prensa del Ministerio de Cultura en enero de 2006, el hecho de que se impusiera el sustantivo desaparición para hablar del caso –porque fue la palabra utilizada por el primer periódico que lo hizo, ABC– ya dota de cierta ironía burlesca a todo el asunto. Afirma Serra que “el material con el que trabajas se convierte en una extensión de quien eres”, aplicado al trabajo de Tallón, entonces, podemos afirmar que él está detrás de las múltiples voces que reúne para reconstruir cómo se explicó el suceso, cómo reaccionaron los periódicos, los servicios de prensa, de conservación, de vigilancia, de administración, la policía, los juzgados, los ciudadanos, los galeristas y el propio artista. Así consigue un gran libro que abre el debate sobre su género. No estamos ante un nuevo seguidor de Carrère que se autodesigna testimonio privilegiado de un acontecimiento asombroso y lo pasa por su cedazo personal, puesto que el escritor da la voz a los numerosos personajes, sin acabar de esclarecer qué pertenece a la crónica y qué es ficción. Sin embargo, es obvio que Tallón está detrás de todos ellos y ellas. Es el gran libro que perseguía desde hace muchos años y al que le ha dedicado muchos esfuerzos, armándose de paciencia, superando la pérdida de personas que le animaron a llevarlo a cabo e incluso resistiendo los embates de una administración pública a la que le cuesta modernizarse y ponerse a la altura del marketing y la retórica que utiliza para presentarse al mundo.

Era necesario que el autor pasara por el calvario que ha debido de suponer la redacción de este libro. La anécdota de la desaparición se explica pronto, y fue tema destacado de la prensa de todo el mundo. Sin embargo, recopilar la documentación y los testimonios que demuestran cómo fue posible una noticia así y de qué modo, en palabras del artista Juan Genovés, todavía “en España se nos escapa el tercermundismo por todos lados”, requería tiempo y que el cronista lo sufriera en primera persona. La anécdota es sólo la excusa para ofrecer un iluminador manual de funcionamiento de las principales estructuras del mundo del arte contemporáneo, donde artistas se mezclan con galeristas, coleccionistas y banqueros en escenarios tan inquietantes como el puerto franco de Ginebra. En este panorama, cómo no podía ser de otra manera, ocupa un lugar destacado, a quien a veces vemos como el artista malhumorado y entronizado, otras como un señor que viste tejanos, camiseta y una gorra mientras se mezcla con los operarios que instalan y manipulan las enormes piezas de metal que componen sus obras. El escultor es el personaje mediante el que Tallón contrapone la voluntad de alguien que se declara como “artista del peso” y que señala como último objetivo de sus obras que creen un espacio conjuntamente con las personas que lo habitan y que experimentan cuando lo transitan –en el libro también tiene su protagonismo El muro, ubicado en la Verneda, la primera obra pública de Richard Serra en España–, puesto que sólo adquieren su sentido pleno cuando están en el lugar para el que fueron pensadas. En respuesta a la petición del Reina Sofía, Serra acabó haciendo una copia de la obra desaparecida, aprendió a convivir con la idea de que España era un país en el que, diariamente, miles de personas se afeitaban y depilaban con pequeños fragmentos de su obra maestra.

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29 de junio de 2022
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Las frases a medias de Siri Hustvedt

No sé si, cuando alguien me interrumpe en mitad de una frase, lo hace con más convencimiento o más agresividad porque soy una mujer. En ocasiones soy yo misma la que dejo el comentario inacabado, la oración a medias, como si esperase que el otro la acabe, la haga más interesante o divertida o, si hay suerte, que detecte la ironía y la celebre. Las intervenciones en público nunca han sido mi fuerte. Me gustaría pensar que, en lugar de hablar bien de mis libros, mis libros hablan bien de mí.

Siri Hustvedt (Minnesota, 1955), en uno de los ensayos recopilados en Madres, padres y demás –publicado por Seix Barral, con traducción de Aurora Echevarría–, se pregunta: «Si los demás no nos reconocen y no responden cuando hablamos, ¿qué somos? Si nuestras palabras, por convincentes que sean, son impotentes incluso antes de que las pronunciemos, ¿somos una persona o un fantasma?». El punto de partida para esta reflexión es Anne, la protagonista de la novela Persuasión, de Jane Austen. Nadie tiene en consideración lo que Anne dice, aunque más tarde se demuestre que a ella podrían haberse debido las aportaciones más brillantes.

Más que realizar reveladores estudios o interpretaciones de sus clásicos literarios favoritos desde una lectura claramente feminista –y no sólo ahora porque parecen soplar vientos favorables–, Hustvedt recurre a toda su sensibilidad, sus conocimientos y sus aprendizajes para llamar nuestra atención sobre las palabras que el tumulto, la tradición o las leyendas hegemónicas a veces invisibilizan. Desde hace mucho tiempo y muchos libros, esta autora está demostrando el poder de la sensibilidad, de la patología, de lo somático, de la autoaceptación y del reconocimiento del yo. Esta recopilación de ensayos demuestra que sigue en la misma lucha, y aunque a veces habla desde un terreno conocido, los descubrimientos siguen siendo posibles. Ya se sabe que puede suceder que el mejor viaje sea quedarse en casa. Hustvedt sigue estudiando e impartiendo lecciones de neurociencia, y combina los ensayos científicos más innovadores con las teorías más revisitadas de filósofos como Kierkegaard o Merleau-Ponty, o Freud. Y consigue que todo resulte, si no moderno –tampoco ese parece que sea su objetivo–, sí auténtico y genuino, de lo que tampoco vamos tan sobrados entre la cantidad de ensayos, estudios, tratados y dogmas que se publican. El encuentro con Hustvedt sigue siendo placentero –placentas hay unas cuentas, en las páginas del libro– y acogedor. Mientras que en nuestros días las leyendas más épicas parecen las grupales, los colectivos, Hustvedt reta a la reflexión sobre la importancia de las leyendas sobre los orígenes, de mitificar la propia vida, relatarla y contarla para que podamos entendernos a nosotros mismos. Se puede construir una leyenda desde lo genuino. No hay conocimiento del otro si no es que también se da el reconocimiento de uno mismo. O al revés.

Es importante saber cuáles son los motivos por los que no acabamos la frase. Y Hustvedt vuelve a recordarnos que para esto tenemos territorios tan maravillosos –sí, el adjetivo que remite a las maravillas– como la literatura y el arte. Así se hacen posibles las «verdades emocionales», que, al fin y al cabo, cuentan mucho. El arte y la literatura son, a la vez, un yo y un no-yo, por eso, como afirma la ensayista, «Todo arte es el retrato de una relación», la representación de un uno y otro: un espacio mental en el que se toma consciencia de la propia representación. Utilizo el sustantivo ‘representación’ en el sentido más artístico, casi técnico. Cuando se sabe qué mitos, leyendas e historias se están representando, se reconoce al otro, se le ve, aunque sea un espejo, de los que también hay unos cuantos en estas páginas.

Hustvedt se confiesa una vagabunda intelectual, la que vaga por muchos mundos y pensamientos diferentes. También recupera una cita de Fedro según la cual la retórica sería el arte de conducir las almas por medio de la palabra. Por supuesto, cualquier exceso se aleja de la virtud aristotélica, pero tal vez la admiración que despiertan quienes consiguen escribir un buen libro se debe a su poder para poseer a quien lo lee, al abandono y la rendición que consiguen de quien se entrega. Añade la autora que ese proceso es un ejemplo de autoexpansión. Son muchas las definiciones esclarecedoras que alcanza en sus ensayos. Por fortuna, el hecho de que la interrumpieran cuando hablaba, hace mucho tiempo, no fue más que un acicate para seguir leyendo y escribiendo.

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13 de junio de 2022
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El lesivo pensamiento incesante en Fernández Porta

Estoy entre las que quisieron negarse a creer o aceptar lo que estaba pasando. No era negacionismo, sino estupefacción y resistencia a aceptar las palabras que circulaban para describir lo que estaba sucediendo. También me resisto a leer algo de todo lo que se escribió entonces o sobre lo que pasaba entonces. Tal vez sea así porque yo sí suelo caer en ese reconocimiento o empatía (las famosas neuronas espejo) con lo que leo y que tanto parece rehuir Eloy Fernández Porta: «Contra las poéticas clásicas, que valoran la empatía con los personajes, siento que hay algo trivial y narcisista en identificarse con un ser de ficción: un doble error que conduce a malinterpretarse a uno mismo y a malentender las cuitas del protagonista». En este caso, no quería que nadie me impusiera una forma de interpretar la extraña primavera del 2020.

A pesar de todo lo dicho, y de mi tendencia a abusar de la empatía para que el reconocimiento me acerque al otro, no puedo afirmar que lo que me ha atado literalmente a Los brotes negros, publicado en la colección de Nuevos Cuadernos Anagrama, haya sido un ejemplo de identificación. Porque, precisamente, cada uno tenemos nuestros propios brotes negros, y aunque el organismo que los causa tenga una forma similar para todo el mundo, no la tiene esa energía que se manifiesta y nos desborda.

Durante la presentación de este libro en Barcelona, a cargo de Jordi Carrión, se dijo que esta es una narración beckettiana de un cuerpo que se ha vuelto síntoma. Un delirio. Una serie de embates que son pura energía que aspira a ser agujero negro, a dominar al sujeto hasta hacerle gritar con una fuerza desconocida, autolesionarse o postrarse en medio de una plaza de una gran ciudad hasta que, literalmente, le recoge una sintecho.

El libro está repleto de escenas de una gran crudeza en lo que es una exhibición casi obscena del dolor. La vergüenza de mostrar esa flaqueza fue otro de los temas tratados en la presentación, así como el avance de la escritura terapéutica al artefacto literario. La crudeza o el dolor desbordados a veces caben en frases simples: «Puede haber alguna forma de libertad que consiste en perder todas las facultades», la liberación que supone estar incapacitado para hacer nada; o «Dame una tregua, cabeza. Por favor». Especialmente conmovedor resulta la exhausta súplica de clemencia.

A Fernández Porta pertenecen la voz crítica y el discurso más brillantes de su generación. Eso no significa que sea el que más guste o el que más proyección ha tenido. Leyendo Los brotes negros es inevitable pensar que el precio que paga por ello es, tal vez, demasiado elevado. Varias de las frases lapidarias que sustentan el libro van en ese sentido. ¿Hasta qué punto determinados esfuerzos y sacrificios han valido la pena? En la generación a la que pertenece, ni el talento ni la brillantez han bastado para alejar la precariedad económica. Y ya no se trata, o no sólo, del mito de la bohemia. La constante crisis económica, provocada por estallidos de burbujas inmobiliarias (con la sombra perenne de la corrupción política) o por pandemias mundiales, o por transiciones incompletas, es otro de los marcos de significado de este rico aunque breve libro. ¿Cuál es la semilla de la que ha de salir el brote?

Sin tener que identificarse plenamente con el protagonista, las escenas de Los brotes negros –ensayo, novela, documento confesional– colocan al lector ante muchas preguntas. Al intentar enfrentarse a ellas, realmente se produce un movimiento que no necesariamente, por suerte, ha de ser un acompañamiento en su descenso abisal. Un performer, conferenciante y ensayista rutilante en horas bajas a quien confunden con un sintecho ante el prestigioso centro cultural donde solía dirigir congresos. ¿En qué sociedad puede ser esta escena una consecuencia del amor? ¿De verdad el amor podría evitarlo? ¿Qué se arrastra en cada pérdida?

Dos días después de la presentación del libro de Fernández Porta, en la misma ciudad, en un centro cultural cercano a la plaza donde se produjo uno de los peores brotes del autor, se inauguraba una exposición sobre el psiquiatra Francesc Tosquelles. De nuevo la salud mental y sus representaciones en un lugar bien visible. Fernández Porta tuiteó frases geniales del psiquiatra. La artista Mireia Sallarès, a partir de las investigaciones de Joana Masó, ha realizado un magnífico documental para ilustrar la trayectoria de Tosquelles. Allí, en relación con Lacan y entre otras muchas aportaciones interesantes, se habla sobre cómo asumimos la asignación social que se nos hace, es decir, cómo ocupamos el lugar que se nos asigna. ‘Camuflaje’ y ‘máscara’ son conceptos clave para comprender cómo se consigue tal ocupación.

Fernández Porta en Los brotes negros, en varias ocasiones se retrata vestido como un pordiosero, sin el camuflaje necesario para ser reconocido como el pensador y ensayista que es. A veces la farmacopea es un buen camuflaje, o pretende serlo. Pero ha brotado alguna verdad en forma de puritito síntoma. Síntoma de qué. Síntoma con semilla en dónde. En una de las escenas que cierran el documental de Sallarès sobre Tosquelles, aparece el psiquiatra asegurando que el verdadero origen del surrealismo está en Catalunya, en los payeses de Catalunya, puesto que no hay nada más absurdo y misterioso que el hecho de enterrar una semilla en la tierra y esperar a que brote algo. También dice que, como psiquiatra, su único trabajo era ayudar a la gente a que vieran quiénes eran realmente, no lo que querían ni lo que creían ser: realmente arriesgado, el ejercicio de observar detalladamente lo que puede brotar.

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12 de abril de 2022
'Sol II', óleo sobre madera. Obra de Leticia Feduchi
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El tiempo de la luz en la obra de Leticia Feduchi

He aprendido un poco tarde que madurar significa ir asimilando el dolor y la belleza, así, simultáneamente. Dos fuerzas que determinan lo que somos y nuestra capacidad para la percepción y la construcción de las formas de la realidad. Es imprescindible asumirlo para poder sobrevivir a un día en que, con pocas horas de diferencia, empieza una guerra que, aunque lejos, también ha de ser determinante para la evolución de lo que María Zambrano describió como la vida derramándose; y, después, se inaugura una exposición que exalta la belleza que desvelan la luz y el color creando formas.

Leticia Feduchi inauguró su exposición “Sol” en la barcelonesa Sala Parés el mismo día que las tropas de Rusia entraban en Ucrania. Entonces, los cuadros de la pintora barcelonesa nacida en Madrid se convierten en refugio, y no me refiero únicamente a las escenas de interior –reflejo de su taller–, sino, especialmente, a los paisajes. Éstos constituyen tal vez la principal novedad de la exposición que puede visitarse hasta el 17 de abril, puesto que ella siempre había hablado de su dificultad para abordar el paisaje.

Pero tampoco son paisajes strictu sensu, mejor podrían definirse como retratos de grupos de árboles que quieren crear un lugar. Sus bodegones habituales también eran y son un paisaje. Los frutos –otra vez las granadas adquieren un protagonismo hipnotizador– nos trasladan inevitablemente a la naturaleza, en un nuevo movimiento en una obra caracterizada, sobre todo, por la coherencia. El suyo es un movimiento causado por la insatisfacción, por esa necesidad zambraniana de las raíces que van buscando la luz para ofrecer un cuerpo.

Los cuadros que ahora presenta fueron pintados en verano del año 2020, en Mallorca. Asegura que en ellos ha creado una ventana o marco abstracto para delimitar, para no perderse en la inmensidad, para no diluirse. Paradójicamente, necesita dirigirse al exterior para tener un metro cuadrado que permita pisar suelo firme. Es su manera de poner unos límites a la imagen, a la representación, con la intención de aprehender el objeto que se materializa. Hasta ahora, había combatido la amenaza de la dispersión cerrándose en su estudio, abordando objetos muy concretos, a veces descontextualizándolos. Magnífica retratista, su manera de operar exige llevar a su terreno aquello que quiere representar, aunque luego los ubique sobre unos fondos blancos, indefinidos, regidos por una estricta distribución arquitectónica.

A ese criterio de proximidad atribuye el hecho de pintar su autorretrato: porque es el que tiene más disponible. Pero no siempre dice la verdad, o no toda la verdad, o no toda la verdad que su trabajo revela. Como si también al hablar quisiera delimitar un fragmento de la realidad en la que sentirse cómoda, sin grandes narraciones ni especulaciones discursivas en las que lo tangible se pierda de vista. Las formas se hacen necesarias para reconocer la materia, aunque acaben revelándose como insuficientes, porque ya ha renunciado a los fondos realistas que cubrían todo el lienzo o toda la madera con los que experimentó en otro momento de su trayectoria. Esa incapacidad para reconocer la complejidad se intuye del diálogo entre las figuras y un entorno con más tendencia a la abstracción.

Tal vez sea esa combinación la que, desde la firmeza de la artista, consigue que quien observa acabe diluyéndose en la vida que se derrama en esos objetos, en la vida del paisaje. Toda esa vida es el tiempo que pasa sobre ellos, el que pasa sobre nosotros y Feduchi es capaz de encarnar. Todo es un retrato y ya hemos dicho que ella es una magnífica retratista. El latido que desprenden las figuras conecta y se sincroniza con nuestra respiración. No solo vibran las figuras, vibra la pintura en ella misma porque ya hemos dicho que consigue que sea vida, el tiempo en sus diferentes experiencias: pasado, presente o futuro.

Afirma Feduchi que al entregarse al paisaje se ha liberado. Por fin se ha abandonado a esa vibración que siempre estuvo latiendo en su trabajo, dejando un poco de lado el análisis cerebral de la composición. Ha pasado de querer entender todo lo que sucede en el fenómeno de la pintura a permitirse sentirla plenamente. Con el título de la exposición, “Sol”, ofrece un redescubrimiento. La luz siempre ha sido clave en su obra, permitiendo los matices de las diferentes texturas y los contornos. Sin embargo, en sus bodegones, el origen de la luz parecía no tener importancia, sencillamente era una condición necesaria para encarnar los objetos. Ahora, en su movimiento al exterior, la fuente adquiere el protagonismo menoscabado. Queda dentro el misterio que da forma a frutas, botellas, sillas, tejidos e incluso rostros para salir hacia la respuesta. Sin embargo, de la misma manera que los frutos de los bodegones descansan equilibradamente sobre un fondo abstracto aunque de una lógica arquitectónica, los árboles tampoco muestran un paisaje completo. Inevitablemente, sigue el misterio porque sabe que la respuesta nunca puede ser la más evidente. Los días y los paisajes luminosos también pueden ser tristes y dolorosos, espejismos de dicha imposible. En la incidencia de la luz en el cuerpo encuentra una respuesta: la sensación, el latido, que no deja de ser otro misterio. O sea, que volvemos a empezar. Acepta un cierto hedonismo, es cierto, pero asimilando la irresolución de lo ignorado.

Otra constante que ahora nos permite reinterpretar es la constatación de que para buscar la luz hay que aceptar la presencia de las sombras. Pienso en el rastro del lápiz o del carbón, convertido también en sombra. El sol y/o la luz tropiezan con la materia y/o cuerpo para mostrar la forma que hemos alcanzado, a la vez que proyecta una sombra, que es tiempo. También es pasado, nos desprende de nuestro cuerpo o nos duplica. Si nos dejamos llevar, nos arrastra un vértigo que calificaría audazmente como cuántico: si la luz que recibimos es de un sol de hace miles de años, ¿este hecho qué nos dice sobre la sombra y sobre lo que desvela una luz tan antigua, casi fantasma? El rastro del lápiz inicial presente en las obras de Feduchi es lo que la imaginación, como luz, proyectó, y permanece aunque su forma no prosperara, aunque el desborde de la vida hecha pintura produjera otras figuras diferentes a las que aspirábamos.

Pero ya se ha convenido que Leticia Feduchi se ha hecho más hedonista, así que disfrutemos con ella de esta salida al exterior, de este reconocimiento del sol como motor, asumamos el misterio privilegiado que es la vibración, los latidos y la respiración.

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27 de febrero de 2022
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La férrea fragilidad de Lucy Barton

 

Un profesor en la universidad nos habló de un personaje protagonista en una novela que consideraba clave en la literatura del exilio. Se había desarrollado toda una guerra civil a su alrededor y él no se había dado cuenta de nada, a pesar de vivir en una gran capital y rodeado de víctimas y verdugos. Entonces me pareció poco verosímil, imposible no percatarse de acontecimientos colectivos e históricos de tal calibre cuando uno los está viviendo. Tal vez todavía no había comprendido ni aprehendido el significado del adjetivo solipsista, que con tanta frecuencia se me aparece últimamente.

Ha regresado este recuerdo al leer una escena de la impactante Ay, William, de Elizabeth Strout, publicada por Alfagura en enero de este año, con traducción de Catalina Martínez Muñoz. En ella, una de las hijas de Lucy Barton –la recuperada protagonista de la novela Me llamo Lucy y los relatos Todo es posible– extiende un brazo para protegerse del acercamiento de su madre, que pretende consolarla. En ningún momento se ha jactado de ser la madre ideal, pero el gesto dispara las alarmas. Eso es muy corriente en el universo que Strout ha creado para Lucy Barton y su entorno: la cotidianidad sencilla, domesticada y casi diría que placentera, construida con un lenguaje engañosamente sencillo y directo, de repente se altera y se transforma por gestos sencillos y aparentemente nimios.

La realidad es lo que narra en primera persona la escritora Lucy Barton, que goza del éxito de sus libros viviendo en la capital del mundo, Nueva York, y disfrutando de una vida acomodada y plena de estímulos, ejemplo del triunfo que supone haber dejado atrás una infancia en una familia paupérrima. Otro gesto símbolo de toda una vida e incluso de un universo: el que hacían los compañeros del colegio de los niños Barton, al llevarse dos dedos a la nariz formando una pinza para hacerles saber que olían mal. La narradora supo protegerse del gesto y todo cuanto significaba reforzando su fragilidad, para lo que encontró instrumentos afilados en la lectura y la escritura.

Pero el éxito no es sólo haber preservado la parte más vulnerable del ser humano, sino haber conseguido, con el paso de los años, que los demás –unos otros diferentes a los que se llevaban los dedos a la nariz– asuman buena parte de la responsabilidad en esa vigilancia. Y sin ser siempre consciente, o sin querer serlo. En principio y en apariencia, Ay, William es la historia de los terrores nocturnos que sufre el primer marido de Lucy Barton, y la narración de sus pesquisas para encontrar una hermana secreta sobre la que nunca le había hablado su madre. No obstante, la trama se va llenando de pistas –muchas devuelven al magnífico Me llamo Lucy– que indican que otros caminos menos evidentes llevan a otros resultados más reveladores.

Es el exmarido que la engañaba con diferentes mujeres quien llama a la narradora para confesarle sus miedos e inseguridades, y quien le pide que le acompañe en su viaje detectivesco, incluso quien reclama atenciones cuando le abandona su tercera esposa; así mismo, es la suegra quien le compra la ropa a Lucy Barton para recordarle que ella viene de la nada, y, por lo tanto es imposible que pueda tener buen gusto. Sin embargo, es ella quien sigue necesitando verse a través de los ojos de los demás para, paradójicamente, seguir afirmando que su principal atributo es que pasa desapercibida para todo el mundo, como la perfecta mujer invisible. En muchos momentos llegamos a creerle y a verter en ella nuestra empatía, hasta que una de sus hijas nos muestra, al extender un brazo, que la supuesta invisibilidad ocupa mucho espacio y con frecuencia supone una carga onerosa para los demás.

Strout hace gala de una cautivadora maestría para mostrarnos cómo determinadas personas –nunca conviene generalizar, por si acaso– utilizan a los otros para la creación del personaje que les define, que incluye las manipulaciones que sean necesarias para salvaguardar y reafirmar la propia vulnerabilidad. Así, el otro no es sino el reflejo de una parte de nosotros mismos que necesitamos observar y admirar, pero el mensaje es sutil, hay que estar dispuestos a aceptar que casi siempre existe una razón que explica las acciones de los otros. Todos esos motivos circulan por canales invisibles en el comportamiento de los personajes de Strout, dotándoles de esa la fuerza y brillo que hacen tan sólidas sus novelas y relatos. La férrea fragilidad de Lucy Barton es un aviso que a veces asusta, precisamente porque es demasiado cotidiana: otra vez los niños tristes porque sus compañeros se burlan de ellos y les dicen que huelen mal. Probablemente, Lucy Barton ha conseguido ser una escritora de éxito porque demuestra que cuando hablamos de los demás no hacemos sino referirnos siempre a nosotros mismos, y al revés.

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20 de febrero de 2022
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