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El universo en una canica y un grito

Por 15 de enero de 2023 Sin comentarios

Sònia Hernández

Una mujer a las puertas de la madurez, sobre un montículo de arena cerca de lo que fue su escuela de primaria, exclama –en un grito silencioso– que quiere dejar de tener nueve años. Que quiere abandonar de una vez por todas ese montículo que representó sus años de escolar. Otra mujer, de una edad aproximada, a quien le cuesta mucho más controlar su ansiedad, está sentada también sobre un montículo de tierra en un montaje teatral. Exclama, a su vez, mucho más explícitamente, antes de acabar masticando y tragando –ella, que confiesa tener una relación muy complicada con la comida– puñados de tierra y abono.

La primera escena corresponde a la novela Ojo de gato, de Margaret Atwood (Ottawa, 1939), que felizmente ha recuperado Salamandra en magnífica traducción de Victoria Alonso Blanco. La segunda escena se enmarca en el documental Angélica. Una tragedia, de Manuel Fernández Valdes, de 2017, que sigue los ensayos de una de las obras teatrales de Angélica Liddell (Figueras, 1966). El componente biográfico de las dos obras es más que evidente. Así como la exploración en la relación entre dolor y creación, la infancia como lastre y aquello de lo que queremos huir sin conocerlo, sin sospechar siquiera el nombre o la forma de lo que amenaza. El asesino silencioso. Nada de ello es una novedad. La novela de Atwood reconstruye la asfixiante infancia, la adolescencia y la juventud de la artista plástica canadiense Elaine Risley, que con frecuencia se ha leído como trasunto de la autora. El libro tiene más de tres décadas, y se podría decir que, si no lo es, merece ser considerado un clásico. Por su parte, Liddell es ya una dramaturga y escritora depositaria de un gran reconocimiento europeo. Sin embargo, el mensaje de ambas, cuando tanto, tan incansablemente y tan agobiantemente se ha hablado de feminismos, llega y sorprende por el impacto, la fuerza y la legitimidad de lo genuino.

En las dos obras hay mucho de autolesión. Sin pretensiones, y a veces sin espectadores, como cuando se baila en la oscuridad. Atwood y Liddell se autolesionan para sentir el cuerpo y explorar la tierra, con el tremendismo que corresponde a un cuerpo que se reivindica como el principio, el final y el único refugio posible de todo. Un cuerpo que recuerda la condición humana, en estos dos casos la femenina.

Primero el cuerpo como parte de la Naturaleza y de la existencia global de la que brota, y luego la creación. La creación como voz expresiva que emerge para consolidarse como un segundo cuerpo, cuando ya no sabemos qué es el alma: el otro espacio que es imprescindible para que pueda pasar el tiempo, haber movimiento y, por lo tanto, habitar. Para todo ello, es imprescindible la observancia de una férrea disciplina, porque incluso para abandonarse hay una serie de normas. El universo y la Naturaleza tienen sus leyes. Escribe Pavese en su diario –otro ejemplo de la relación entre dolor, creación y existencia– que lo que diferencia a los genios, a los creadores de verdad, es su capacidad para sentir el dolor, para utilizarlo y –ahí la distinción– trascenderlo. No dice que lo superen, sino que son capaces de seguir adelante, de hacer algo meritorio con él porque no se quedan atrapados en la herida. La cargan y la utilizan cuando conviene. En algún momento es necesario observarla desde fuera, como si perteneciera a otro. Gritar para que los sentimientos se materialicen y amplíen un paisaje que en algún momento deviene plural y compartido. Liddell y Atwood coinciden en enseñarnos que incluso a los bosques hay que cuidarlos disciplinadamente.

La Wendy de Peter Pan, que te hace creer que puedes conseguir todo lo que desees, en la obra de Liddell; una canica de ojo de gato que parece contener el mundo, en la novela de Atwood: son los símbolos o metáforas que funcionan como continentes que, como por arte de magia, se nos presentan repletos de lo nuestro. El no menos tópico efecto del espejo. Imágenes subyugantes que activan la memoria ajena por su autenticidad, por su vínculo con el cuerpo, la sangre y lo que duele, por su mirada atenta y valiente.

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Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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