Son muchos los estudios, desde la divulgación, el ensayo, el periodismo o la academia, que rastrean de qué manera se han perpetuado determinados cánones culturales; es decir, qué patrones heredados han ordenado las imágenes captadas a través de nuestra percepción y respondiendo a qué intereses. De inmediato, se llega a la denuncia de las manipulaciones y opresiones ejercidas en estos procesos por parte de los órganos de poder de turno, de la misma manera que se exalta la figura de quienes los combatieron. Varios libros centran su atención en la labor de la crítica artística y sus protagonistas en la evolución y el establecimiento de los pilares de los cánones artísticos actuales.
La recuperación del volumen Se parece el dolor a un gran espacio, que reúne un ingente número de textos de Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 1916-1973) en una edición a cargo de Lourdes Cirlot y Enrique Granell, reivindica más de cincuenta años después la representación imaginativa que el hermético poeta y crítico realizó sobre el informalismo para sus lectores. Como si se tratara de una traducción o una interpretación musical, Cirlot dotó de emociones a las pinturas de artistas como –primus inter pares– Antoni Tápies, Modest Cuixart, Joan Josep Tharrats, Antonio Saura, Manolo Millares o Josep Guinovart. Poeta que escribe de arte, sus textos están repletos de imágenes impactantes en el sentido más literal de la palabra: «El arte es llanto sobre llanto»; los raptos, agresiones y la furia paroxística de Saura; «Y si se trata de una vocación de abismo, hay que consentir que algunos caigan en el pozo de su propio espíritu, si esto les permite mostrar las flores abisales». Si para él uno de los milagros del arte es su capacidad de trascender lo inmediato para construir el futuro; más de cincuenta años después explicita para los lectores de qué manera la indagación debajo de la consciencia y en lo cósmico, a través de la abstracción y la materia utilizada en la pintura, era una reivindicación política.
Por su parte, desde una perspectiva mucho más académica, Paula Barreiro López, en Vanguardia y crítica de arte, respecto al informalismo, pone sobre la mesa las estrategias del régimen franquista, a finales de los sesenta, para apropiarse del movimiento y así mostrar al mundo su modernización y su apertura a finales de los años cincuenta. La estudiosa realiza un ilustrativo recorrido desde el arte oficial que pretendía reforzar los anhelos imperialistas y barrocos de quienes ganaron la guerra hasta la lucha articulada a través de las vanguardias y una práctica artística cada vez más «marxizada». Organismos como el Instituto de Cultura Hispánica, especialmente con sus Bienales Hispanoamericanas de Arte, en Madrid en 1951, en 1954 en La Habana y en 1955 en Barcelona, son un ejemplo de la politización del arte. También lo acaba siendo, aunque como reacción, la labor de la crítica militante –Antonio Giménez Pericás, Vicente Aguilera Cerni, José María Moreno Galván, Alexandre Cirici, Tomàs Llorens, Valeriano Bozal y Simón Marchán– o de colectivos de artistas –Parpalló, El Paso, Equipo 57, Estampa Popular, Equipo Crónica o Grup de Treball– o artistas a título individual –Tàpies, Eduardo Chillida, Juan Genovés, Rafael Canogar, Eduardo Arroyo o Alberto Corazón. En su amplio estudio, Barreiro se detiene a analizar el fervor político de todos ellos reflejado en sus pulsiones vanguardistas, la sombra del PCE sobre los diferentes agentes artísticos. En este sentido, de especial interés son los recuerdos de Valeriano Bozal entre los sesenta y los setenta en los libros Crónica de una década y Cambios de lugar, recogidos en un único volumen.
El crítico de arte, docente y activo agente cultural, diseccionando su propia militancia comunista, ejemplifica los esfuerzos de la parte de la crítica por guiar y condicionar la práctica de los artistas que en esas décadas contaban con más reconocimiento. Son muchas las maneras de luchar por la democracia desde la cultura que reivindica y de las que da testimonio, y no siempre era necesario estar inscrito en un partido.
Si los acuerdos internacionales de los cincuenta –Pacto de Madrid entre España y Estados Unidos y el Concordato con el Vaticano, ambos de 1953–debían funcionar como grandes ejercicios de propaganda y legitimación, de la tecnocracia y la sociedad del consumo se esperaban operaciones aún mayores, para las que el arte de vanguardia devenía un efectivo aliado. Hasta llegar a lo que Barreiro considera una última vuelta de tuerca del romanticismo ilustrado que había movido a la Segunda Vanguardia –concepto acuñado por el crítico José María Moreno Galván–: el arte conceptual. Como si en los ochenta empezara otra historia, con la creación y apertura de centros de arte y museos, como si de verdad la muerte del dictador hubiese comportado un cambio trascendente. En conjunto: una oportunidad apasionante para observarnos detenidamente hasta encontrar qué rasgos siguen haciendo que nos parezcamos a nuestros padres y abuelos. Pero no para formarse un juicio, sino para ser capaz de ver los matices que dan un significado más amplio a lo observado.