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Escrito por

Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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Abstracción contra dictadura

 

Son muchos los estudios, desde la divulgación, el ensayo, el periodismo o la academia, que rastrean de qué manera se han perpetuado determinados cánones culturales; es decir, qué patrones heredados han ordenado las imágenes captadas a través de nuestra percepción y respondiendo a qué intereses. De inmediato, se llega a la denuncia de las manipulaciones y opresiones ejercidas en estos procesos por parte de los órganos de poder de turno, de la misma manera que se exalta la figura de quienes los combatieron. Varios libros centran su atención en la labor de la crítica artística y sus protagonistas en la evolución y el establecimiento de los pilares de los cánones artísticos actuales.

La recuperación del volumen Se parece el dolor a un gran espacio, que reúne un ingente número de textos de Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 1916-1973) en una edición a cargo de Lourdes Cirlot y Enrique Granell, reivindica más de cincuenta años después la representación imaginativa que el hermético poeta y crítico realizó sobre el informalismo para sus lectores. Como si se tratara de una traducción o una interpretación musical, Cirlot dotó de emociones a las pinturas de artistas como –primus inter pares– Antoni Tápies, Modest Cuixart, Joan Josep Tharrats, Antonio Saura, Manolo Millares o Josep Guinovart. Poeta que escribe de arte, sus textos están repletos de imágenes impactantes en el sentido más literal de la palabra: «El arte es llanto sobre llanto»; los raptos, agresiones y la furia paroxística de Saura; «Y si se trata de una vocación de abismo, hay que consentir que algunos caigan en el pozo de su propio espíritu, si esto les permite mostrar las flores abisales». Si para él uno de los milagros del arte es su capacidad de trascender lo inmediato para construir el futuro; más de cincuenta años después explicita para los lectores de qué manera la indagación debajo de la consciencia y en lo cósmico, a través de la abstracción y la materia utilizada en la pintura, era una reivindicación política.

Por su parte, desde una perspectiva mucho más académica, Paula Barreiro López, en Vanguardia y crítica de arte, respecto al informalismo, pone sobre la mesa las estrategias del régimen franquista, a finales de los sesenta, para apropiarse del movimiento y así mostrar al mundo su modernización y su apertura a finales de los años cincuenta. La estudiosa realiza un ilustrativo recorrido desde el arte oficial que pretendía reforzar los anhelos imperialistas y barrocos de quienes ganaron la guerra hasta la lucha articulada a través de las vanguardias y una práctica artística cada vez más «marxizada». Organismos como el Instituto de Cultura Hispánica, especialmente con sus Bienales Hispanoamericanas de Arte, en Madrid en 1951, en 1954 en La Habana y en 1955 en Barcelona, son un ejemplo de la politización del arte. También lo acaba siendo, aunque como reacción, la labor de la crítica militante –Antonio Giménez Pericás, Vicente Aguilera Cerni, José María Moreno Galván, Alexandre Cirici, Tomàs Llorens, Valeriano Bozal y Simón Marchán– o de colectivos de artistas –Parpalló, El Paso, Equipo 57, Estampa Popular, Equipo Crónica o Grup de Treball– o artistas a título individual –Tàpies, Eduardo Chillida, Juan Genovés, Rafael Canogar, Eduardo Arroyo o Alberto Corazón. En su amplio estudio, Barreiro se detiene a analizar el fervor político de todos ellos reflejado en sus pulsiones vanguardistas, la sombra del PCE sobre los diferentes agentes artísticos. En este sentido, de especial interés son los recuerdos de Valeriano Bozal entre los sesenta y los setenta en los libros Crónica de una década y Cambios de lugar, recogidos en un único volumen.

El crítico de arte, docente y activo agente cultural, diseccionando su propia militancia comunista, ejemplifica los esfuerzos de la parte de la crítica por guiar y condicionar la práctica de los artistas que en esas décadas contaban con más reconocimiento. Son muchas las maneras de luchar por la democracia desde la cultura que reivindica y de las que da testimonio, y no siempre era necesario estar inscrito en un partido.

Si los acuerdos internacionales de los cincuenta –Pacto de Madrid entre España y Estados Unidos y el Concordato con el Vaticano, ambos de 1953–debían funcionar como grandes ejercicios de propaganda y legitimación, de la tecnocracia y la sociedad del consumo se esperaban operaciones aún mayores, para las que el arte de vanguardia devenía un efectivo aliado. Hasta llegar a lo que Barreiro considera una última vuelta de tuerca del romanticismo ilustrado que había movido a la Segunda Vanguardia –concepto acuñado por el crítico José María Moreno Galván–: el arte conceptual. Como si en los ochenta empezara otra historia, con la creación y apertura de centros de arte y museos, como si de verdad la muerte del dictador hubiese comportado un cambio trascendente. En conjunto: una oportunidad apasionante para observarnos detenidamente hasta encontrar qué rasgos siguen haciendo que nos parezcamos a nuestros padres y abuelos. Pero no para formarse un juicio, sino para ser capaz de ver los matices que dan un significado más amplio a lo observado.

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13 de septiembre de 2023

'No pudieron verse', obra de Aurelio San Pedro

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El juego de las ausencias de Aurelio San Pedro

La geomancia es una antigua arte adivinatoria a partir de figuras, marcas, puntos o señales encontradas en el suelo. La geomática es un término perteneciente a la ingeniería, de aparición mucho más reciente, que designa un conjunto de ciencias para la captura, tratamiento y análisis de la información topográfica. Aurelio San Pedro (Barcelona, 1983) es geomático, pero hay quien –sin saber el acierto que contiene el error– lo ha calificado como geomántico.

Con frecuencia, en malentendidos como este, en letras situadas en un lugar incorrecto, en palabras que quieren adquirir significados que no les corresponden, se altera el discurso que debería darnos todas las claves para entenderlo todo. Así, la aparición de la realidad es erróneamente polisémica. En la obra de Aurelio San Pedro, con los silencios sucede algo similar y las pequeñas ausencias producen un gran impacto y sirven para estructurar su territorio simbólico. De la ausencia y lo incompleto aparece una nueva composición depositaria de una multitud de significados casi incontrolable. En el espacio imaginativo sugerido por el artista, somos conscientes de lo que no está porque él ha recogido los rastros necesarios para llevar a cabo su acto de geomancia e inducirnos con él a la adivinación.

No quiere perderse ninguna etapa de un juego del que espera controlar las reglas y los movimientos y, a la vez, que le sorprenda, conjurando el caos mediante pequeños trucos robados de la ciencia o de disciplinas más empíricas. Parte de un objeto encontrado, al que somete a un minucioso proceso de descomposición con el paradójico propósito de dotarlo de una nueva vida liberándolo, aunque no del todo, de la muerte en la que aparentemente yacía. Pero ni la muerte es nunca definitiva ni tampoco lo es la resurrección o la transustanciación. No se muere nunca del todo, como tampoco la vida puede estar exenta de la muerte.

Los objetos encontrados con los que trabaja Aurelio San Pedro son, básicamente, libros. Él los considera una analogía de los recuerdos, de la memoria. Confiesa sus problemas con el retrato del artista adolescente de James Joyce para dejar constancia de que nunca fue un gran lector, aunque recuerda haber leído fascinado a Sigmund Freud y, especialmente, a Gaston Bachelard y su Poética del espacio. Por tanto, la simbología que contiene el objeto libro para San Pedro no es el de quien observa su biblioteca para (re)leer lo que experimentó ante las páginas y los volúmenes que edificaron su territorio imaginativo y emocional. La suya es la mirada del geomántico, que convierte los volúmenes viejos que ya nadie lee en un conjunto de signos que quiere interpretar. Su obra no es la representación de una figura o un mensaje, sino la de un código, lo cual no significa en absoluto que sólo le corresponda una única interpretación.

La obra Fue olvidando lentamente es un claro ejemplo de la importancia de las ausencias y de lo que va desapareciendo. En la siempre decisiva estructura, tan importantes son los vacíos como los fragmentos de libros alineados, cuya disposición a modo de renglones o partituras nos impone un ritmo de lectura. Un ritmo conseguido con la combinación de palabras –recordemos que ellas componen los libros– y los silencios, el color tan tenue y sutil como todos los elementos que componen las obras elaboradas con libros.

El geomántico juega con las ausencias, las músicas y los colores, pero es consciente de que su don le exige una cierta responsabilidad, a la que se somete mediante el equilibrio. Aquí el geomático se encarga de configurar un territorio estable. En su orden se contiene el caos que a veces puede ser la memoria, la mezcla de los tiempos que configuran el presente. La música del equilibrio inicia la narración: la puerta de acceso para quien se atreve al arriesgado ejercicio de recordar. El experto en topografía parte del territorio que conoce para ofrecer un escenario anímico casi abstracto. En los dibujos a lápiz de paisajes de grandes dimensiones ofrece un retrato de la naturaleza con una representación que resulta más emocional que figurativa.

La muerte de una amiga en 2012 colocó al artista ante la certeza de la pérdida y de la llegada de ese momento vital en que empieza a sucederse inexorablemente. Poco después, unas fotografías de Diane Arbus le sirvieron para iniciar un diálogo con la representación de la figura de los que ya no están y la ausencia que reclama una representación propia. Desde entonces, no ha abandonado ese juego. Ya sabemos que el juego no es siempre infantil ni divertido, aunque básicamente busque entretenernos. En el de Aurelio San Pedro hay algo de terapéutico o, como mínimo, de autoanálisis. Quería ser artista desde la infancia, pero, aunque su padre también era aficionado al dibujo y le llevaba a visitar el Prado y otros museos desde que tenía tres años, su familia le exigió que se dedicara a una profesión más seria. Se hizo ingeniero topógrafo o geomático y se especializó en tecnologías 3D, en las que parece haber encontrado la combinación adecuada de entretenimiento, conocimiento y concreción. Asegura que sería mucho más fácil “ser una sola persona, con unos intereses más concretos”, como si no acabara de asimilar bien su propia curiosidad. Ésta y su afán de experimentación le han llevado a probar con pintura de inspiración urbana y grafitera, retratos más convencionales, tallas en materiales muy diversos y dibujo en gran formato. Formado también en la escuela Massana y admirador de artistas como el escultor Antoni Marquès, con quien ha trabajado en su taller, necesita cambiar y probar las capacidades expresivas de los diferentes lenguajes, pero para acabar reconociendo que se dedica –por lo menos ahora– al dibujo de paisajes y a los libros. Después de haber jugado un buen rato, disfruta del momento de la observación y el análisis del camino recorrido para verse mejor. Todo ese bagaje no se queda ahí. En mitad del camino, cuando todo pasa, la palabra o el recuerdo recurrente vuelven para ser reelaborados en cada aparición, de un modo similar a como las páginas de libros antiguos se convierten en rollos de papel minúsculo, bobinas de palabras que encierran lo que sabemos, lo que imaginamos y lo que puede ser todavía y siempre.

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4 de septiembre de 2023

Detalle de la intervención de Sant Moix en la iglesia románica Sant Víctor de Saurí

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Un raro entre fuegos de flores

Se calificó como primera retrospectiva o antológica la amplia exposición que la Fundació Vila-Casas ha dedicado a la obra de Santi Moix (Barcelona, 1960). Sin embargo, él mismo rechaza esa categoría, aunque afirma que «está bien que se haga, son cosas que tienen que pasar, y estoy contento, y Enrique Juncosa, el comisario, ha estado exquisitamente perceptivo».

Prefiere decir que, con la exposición en Espais VolArt, pone el cierre al paréntesis que ha sido el período que marcaba el título, «Santi Moix. La costa dels mosquits. Una antològica (1998-2022)»: «Ya he hecho lo que podía y tenía que hacer con la pintura, la escultura y la cerámica, y me ha servido mucho. Pero ahora toca reflexionar para ver qué es lo que va a venir y cómo se va a desarrollar». Necesita adelantarse a imaginar cómo será la próxima floración o explosión de castillos artificiales que vendrá: «que tampoco será diferente, al final siempre hago lo mismo, sin alejarme de la Naturaleza, del lugar al que pertenezco».

Para este ejercicio predictivo, que es habitual en su proceso creativo, ha vuelto a la esencia del dibujo, al blanco y negro, en busca del nuevo lenguaje, o el nuevo código que ha ejercitado en los dibujos sobre la isla de Menorca realizados desde diferentes puntos de observación y que han podido verse en la galería Marlborough de Barcelona. Dice que dibuja como se escribe, para reflexionar, y cita a Klee para asegurar que el dibujo y la literatura tienen el mismo fondo.

Moix ha vivido el dibujo como un refugio desde la infancia. De la misma manera, vuelve a la tranquilidad del Pallars Sobirà o de la alicaída Barcelona –donde ha establecido también un estudio– desde la ciudad de Nueva York, en la que vive desde 1986, «porque para mí son importantes los pies tan grandes de la campesina de Miró, que la aposentan bien sobre su tierra, necesito saber de dónde soy».

Los viajes son una constante para él. El movimiento siempre ayuda a conocer mejor lo que tenemos cerca. Su obra ha sido exhibida con más frecuencia en Estados Unidos o Japón que en España. Al regresar a Barcelona, no puede evitar sentirse un pintor «más americano que español», en cuanto a «la eficacia, a la ejecución de las ideas y en intentar no quejarme», ante el desinterés de los artistas de aquí por lo que hacen los demás o el desprecio que cree generalizado por el dibujo y la pintura: «en Estados Unidos los galeristas no se preocupan por los medios que utilizas, si están de moda o no, lo que les interesa es si pueden hacer algo por defenderte y ayudarte a desarrollar tu obra». Un impulso decisivo para él fue la de su galerista y amigo Paul Kasmin, fallecido en 2020, y que le alentaba: «sé un raro, sigue siendo un raro».

Igualmente determinante fue el lote de papel que le dieron en Pace Gallery, recién llegado, para que mostrara lo que sabía hacer. De allí salieron formas oníricas, sobre o bajo el agua, supervivientes de tormentas e inundaciones, como él y sus dos hermanos sobrevivieron a las riadas del Vallès de 1962 en las que murieron sus padres. Pero eso sucedió en otra vida, o eso le han contado. Santi Moix volvió a nacer y tuvo otra familia y otra infancia. Y se fueron sucediendo las oportunidades ofrecidas por la Fortuna, que ha intentado no desaprovechar: con el dinero de los primeros cuadros que vendió se fue a Nueva York, en 2002 recibió la preciada beca Guggenheim y entre 2015 y 2018 llevó a cabo su apabullante intervención en la iglesia románica de Sant Víctor de Saurí, en el Pallars Sobirà, sacralizando su mundo de flores y fuegos de artificio. La exuberancia de los sueños y la imaginación envolviendo el silencio solitario de la meditación: «para mí fue un proyecto muy importante, pero sobre todo porque quería que cuando las personas entraran, se sintieran ensalzadas», comenta.

Entre los seres reales e inventados que copan las paredes del templo, no faltan los omnipresentes mosquitos, de los que asegura que «son un autorretrato». Animales que le fascinan y le fastidian en la misma medida, que imaginó o soñó en una noche de tormenta e inundaciones volando y zumbando por encima de las personas, despertándolas para que no fueran arrastradas por la corriente de la inundación. Eso es, exactamente, lo que le gustaría conseguir con su obra.

Su trabajo reclama una observación detenida, con el sosiego del asno cargado de cachivaches que nos ofrece la imagen de su grupa porque está a punto de marcharse después de haber visto lo necesario. En él también se ha retratado el artista, siempre a punto de desaparecer y abstraerse como lo hacía Huckleberry Finn, el solitario personaje creado por Mark Twain en el que ha encontrado un amigo y reflejo fiel: «los dos somos Moisés, dos outsiders que se han impuesto a la precariedad de sus orígenes, obligados a reinventarse para no ser engullidos por la uniformidad, siempre dejando una ventana abierta por la que escapar».

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6 de agosto de 2023
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La carta al hijo, al padre y al otro de Alejandro Zambra

Es, quizás, la última vez que la mujer y el hombre –los dos jóvenes, muy jóvenes vistos desde ahora– hablan cara a cara. Acaban de firmar la venta del piso en el que vivían juntos hasta hace unos meses. Sólo hablan de plusvalías, repartos y margen de beneficio. Él se presenta, entonces, ante la mirada de ella, como una persona diferente, como otro que parece no haber sido jamás una prolongación de su propia existencia, como si nunca hubiesen sido la misma persona. Desde ese día, cada vez que ella cuenta la anécdota, insiste en la epifanía dolorosa que supuso aprender a ver de una vez al otro ajeno.

Últimamente, parece que la mirada, la importancia de seleccionar lo que se mira, está sustituyendo al hasta ahora omnipresente relato cuando intentamos aprehender cuanto nos rodea. La recuperación es positiva. El concepto puede aplicarse también para el desplazamiento por el que nos conduce Alejandro Zambra. Su última historia publicada, Literatura infantil, que él insiste en llamar ensayo, nos hace mirar a los otros, y también vernos a nosotros mismos como otro. No son lugares comunes, o tal vez sí, pero narrados en voz baja, lo cual convierte la historia inmediatamente en algo muy genuino por lo íntimo y por la cercanía que reclama.

Precisamente, aceptar lo más ridículo, por tópico, por imitación o por carecer de sentido u honorabilidad, es lo que nos acerca al origen en el que antes que el verbo o la acción es el miedo. Zambra ha escrito una novela sobre su paternidad, pero sólo para empezar. Para empezar a seguir construyendo el espacio que ya lleva tantos años trazando, especialmente en la deslumbrante Poeta chileno, publicada en 2020. Le habían precedido, con éxito, Bonsái, Formas de volver a casa o La vida privada de los árboles. Ahora, el autor habla de su hijo porque necesita escribir de lo que le lee, de la importancia de construir una biblioteca en la que crecer, en la que aprender a ver el mundo y en la que esconderse. Hablar de literatura infantil es confesar la necesidad de la escritura para aceptar las propias frustraciones, los errores y las mentiras, y reírse y seguir adelante. Cuán deliciosamente hiriente resulta el humor autoparódico de Zambra. Como si sólo pudiéramos perdonarnos las miserias al convertirnos en personaje literario, como si sólo nos soportáramos como trasuntos o sosias, al vernos en otro.

Paradójicamente, lo que permite vernos como un extraño, nos enseña a mirar también al otro y verlo. No se trata de mirar al prójimo como si nos viéramos a nosotros mismos, en absoluto, porque el otro siempre será una mejor constatación de la realidad que nosotros mismos. Existimos cuando nos ven, de la misma manera que el Zambra que ha escrito este libro estará completo cuando su hijo lo lea. Hasta entonces, la condena a permanecer inacabado nos vaticina a sus lectores más momentos de plenitud leyendo los libros como este que vendrán.

De la carta al hijo a la carta al padre. El error de la protagonista de la anécdota inicial –que sin formar parte del magnífico libro de Zambra algo sí tiene que ver: podrían ser la pareja separada por el fútbol que efectivamente aparece en la novela– fue creer que realmente el extraño con quien compartió piso y vida –como suele decirse– formaba parte de ella. En algún momento remoto, fuimos una parte de nuestra madre, y antes, de nuestro padre. El momento exacto en el que ese vínculo se extingue y ya no somos más parte de nadie parece ser el objeto de la exploración que lleva a cabo Zambra, quien comienza su libro ensayo fundido con su hijo en una sombra y lo acaba con la planificación de un escenario imaginario, tal vez imposible, en el que podría volver a estar en comunión con su hijo y su padre.

Por momentos, el autor parece encontrar en la lectura uno de los espacios donde experimentar esa sensación de fusión vital: la lectura de un libro, pero también la de cartas. Sin embargo, un poco avergonzado de la presunción del propósito y la grandilocuencia de la idea, el propio Zambra descubre la imposibilidad de la comunión, porque en los parámetros impuestos por la vida real esas cosas no acostumbran a suceder o encajar, o porque sencillamente él mismo las boicotea. Leer juntos en voz alta o repasar los subrayados hechos por otro en un libro se parece mucho a los juegos en los que se entablan conversaciones en un lenguaje inventado o se imaginan palabras imposibles. Al fin y al cabo, leer no es más que un juego, como la propia escritura, como la propia vida.

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4 de julio de 2023
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Bailando lento con ORLAN

 

“Soy sensible, no frágil”: esta es la advertencia de ORLAN, la artista plástica francesa y pionera de la performance nacida como Mireille Suzanne Francette Porte, en Saint-Étienne, Francia, en 1947. A lo largo de su trayectoria ha llamado la atención sobre el cuerpo y su manera de sentir y expresarse, y tras la experiencia del confinamiento, ha decidido cantarlo, susurrarlo, en lo que presenta como su más reciente performance: el CD Le slow de l’artiste.

La obra se compone de veinte temas en los que ha contado con la colaboración de diferentes figuras de la música y la escena francesas, como Sir Alice, Jean-Claude Dreyfus, Terrenoire, Yael Naim, La Femme o Romain Brau. En su empeño constante de –en sus propias palabras– “salirse del marco”, crea un espacio sonoro, mental y experiencial para propiciar el acercamiento al prójimo. Canta: “el mundo está en los otros”, con Iury Lech, cerrando el CD.

Mirar y sentir el cuerpo de quien tenemos delante como acto creativo doble. Ella ya ha experimentado sobre el concepto de darse luz a sí misma. Lo hizo en 1964, con la fotografía “ORLAN S’Accouche d’Elle M’Aime”, en la que podía apreciarse cómo de su cuerpo emergía un maniquí. Esa auto-maternidad y los diferentes alumbramientos artísticos han sido su única descendencia, porque asegura que “los bebés suponen más polución”.

Para que renazca el cuerpo, ahora utiliza la música lenta y sensual, gemidos y susurros, para invitar a tocar al otro, a besarlo, a tener sexo, de la misma manera que en 1977 propició que todo aquel que pagara cinco francos recibiera un beso, con lengua, de la artista, en su polémica y célebre performance en el Grand Palais. Nos dice en «Nous sommes blessé.e.s, écorché.e.s., bouleversé.e.s., transpercé.e.s.», interpretada con Blue Carmen, que las canciones que hablan de amor nos atraviesan y nos hieren. Somos sensibles, pero no frágiles, por eso sus letras son también una oposición taxativa a la violencia. Aunque en el fondo cree que la única solución posible para evitar el apocalipsis en el que vivimos sería “un suicidio colectivo”, llama a la resistencia, especialmente a las mujeres.

Si el disco pretende ser una provocación para que los jóvenes aprendan a bailar lento y se abandonen a los encantos de la insinuación y la imaginación del erotismo, sus últimas exposiciones, en la Galería Rocío Santa Cruz de Barcelona y en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en el marco de PhotoEspaña, son un llamamiento a las mujeres para que asuman el llanto, pero como un proceso de purificación que les haga “salir del marco”. A través de collages digitales, se ha hibridado ella misma con Dora Maar, a quien “Picasso siempre la pintaba llorando”.

Sigue su lucha artística y feminista. Para denunciar lo nocivo y el absurdo de los cánones de belleza, se sometió a nueve operaciones quirúrgicas, la mayoría convertidas en performances. En su rostro quedan como aviso dos protuberancias sobre las cejas: son dos implantes de pómulos mal colocados. Como descolocados están sus rasgos y las lágrimas de Dora Maar en la serie de hibridaciones que instan a aceptar la vulnerabilidad, sí, pero para convertirla en un arma y bailar sensualmente, descubriendo los cuerpos como algo exquisito, sin amenazas.

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21 de junio de 2023
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Todo el amor del mundo, pero exiliado

El exilio es un concepto clave en la vida del filósofo y escritor Albert Camus (Mondovi, actual Dreán, Argelia francesa, 1913-Villeblin, Francia, 1960) y de la actriz María Victoria Casares (La Coruña, 1922-Alloue, Francia, 1996). Lo es también para la sublime historia de amor a la que juntos dieron forma. Como si el hecho de ser desprendidos del lugar en el que nacieron les condenara a una duplicidad vital: la vida truncada que, sin embargo, no deja nunca de desarrollarse; y la responsabilidad de vivir la existencia que el azar, el destino, la providencia o el absurdo les ha impuesto.

Palabras como ‘exilio’, ‘destierro’, ‘desierto’, ‘mar’ u ‘océano’ aparecen con frecuencia en la arrebatadora correspondencia entre el premio Nobel de Literatura y la que fue considerada como una de las intérpretes teatrales y cinematográficas más importantes del siglo XX, de quien a finales de 2022 se conmemoró el centenario de su nacimiento. De la misma manera que ella, hija de Santiago Casares Quiroga, ministro y jefe de Gobierno bajo la presidencia de Manuel Azaña, se vio obligada a exiliarse con su madre en Francia en 1936, a los catorce años; y a él la inestabilidad y la miseria de la Argelia en la que nació lo llevaron a la capital francesa, su amor está imposibilitado para desarrollarse en ningún otro territorio que no sea la imaginación, el deseo, el pensamiento y la escritura de estas cartas. Las publica la editorial Debate, con texto establecido por Béatrice Vaillant y traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego. Es en estos escritos donde la relación se hace más fuerte, donde adquiere todos los significados que la convierten en una fuente de energía y motor para la existencia de dos personas convertidas en leyenda.

Se han recopilado un total de 865 misivas, además de apuntes y anotaciones de cuadernos. La primera es una nota breve que él le dirige a ella para concretar un encuentro. Está datada en junio de 1944. El día 6 de ese mes habían coincidido en una lectura dramatizada, cuando María Casares era exalumna de la Escuela de Arte Dramático y había sido contratada por el teatro de Les Mathurins para actuar en El malentendido, de Camus. Desde 1942, él se encuentra separado de su mujer, Francine Faure, que es maestra en Orán y no ha podido viajar a París por la ocupación alemana. A finales de 1944, Francine regresa, María se aleja, y, en octubre, Camus escribe una desgarradora carta en la que se despide de la joven actriz pidiéndole «Que no se te olvide ser grande» y deseando «que mi amor te proteja». Dos años después la pareja vuelve a coincidir, de nuevo un 6 de junio, y retoman su relación, que ya no se vería interrumpida hasta la muerte, el 4 de enero de 1960, en un accidente de coche del autor de La peste. La última misiva es del 30 de diciembre de 1959: «Bueno. Última carta. Solo para decirte que llego el martes por carretera; subo con los Gallimard el lunes (pasan por aquí el viernes)».

La relación amorosa a la que le costaba ocupar una posición prioritaria en el acontecer del día a día de los dos personajes, parece ser, sin embargo, lo único que da sentido a sus vidas. Los escritos de ella permiten entender con qué pasión la actriz era capaz de desterrarse de sí misma para ser poseída por los sentimientos de los personajes que interpretaba. Acudimos con ella, noche tras noche a su representación de Dora en Los justos, de Camus, al raudal emocional que no controla al ser la portadora de un mensaje universal, pero también a los ataques de risa que se contagian entre los intérpretes sobre el escenario. Se muestra un temperamento desbordante, de una punzante ironía y de un gran talento para la escritura.

Las cartas, en su mayoría, están redactadas durante las separaciones a que obligan los retiros de él en zonas con climas propicios para tratar su tuberculosis, o bien durante las giras profesionales que cada uno ha de realizar por sus respectivas profesiones. Para no distanciarse, se obligan a escribirse cada día, compromiso que cumplirán los primeros de los casi dieciséis años que duró su relación. Ninguno de los dos es indiferente a cuanto sucede a su alrededor. Además de conocer la actividad cultural de la ciudad, podemos saber cómo respira el París de los cincuenta, con huelgas que conseguían paralizar la capital; el clima prebélico con la omnipresente amenaza de la bomba de hidrógeno, o las presiones del Partido Comunista para conseguir adhesiones a sus manifiestos entre los escritores, directores, dramaturgos y actores.

Ella deja constancia de su contacto frecuente con movimientos de republicanos españoles, incluso con Juan Negrín, quien fuera presidente del gobierno de la Segunda República. También aparecen asociaciones e iniciativas de apoyo a los represaliados por el franquismo que cuentan con el apoyo y la admiración de Camus, con ascendencia familiar española. Otros conflictos, como la situación política y social en Argelia o su enfrentamiento con la intelligentsia francesa, pertenecen más íntimamente al escritor, aunque no deja de compartirlos con su amante. Los dos sufren crisis anímicas y nerviosas, lagunas de fe en su trabajo y en la creación, pero también somos testigos de la culminación de la carrera de ella, a la que seguimos en sus giras por América, Europa, la URSS y el norte de África con el Théâtre National Populaire; así como de la consagración y la recepción de los libros de él, considerado uno de los principales representantes de la filosofía del absurdo, con la concesión del Nobel en 1957. No faltan tampoco los celos, las ausencias tan absorbentes como los encuentros de los amantes, o los respectivos flirteos con otras personas. A Camus se le atribuyen, además, en los últimos años de su vida, relaciones con la actriz Catherine Sellers y con la danesa Mette Ivers.

La correspondencia fue publicada en Francia en 2017 por la editorial Gallimard, el sello habitual de Camus, supervisadas por su hija, Catherine –gemela de Jean, el otro hijo del escritor–. Se las había vendido Casares y la hija del Nobel se decidió a publicarlas para evitar que se difundiera una copia no autorizada que alguien había conseguido en el entierro de la celebérrima actriz.

No todos los seres humanos están llamados para el heroísmo, ni a convertirse en leyenda o receptáculo de «todo el amor del mundo». Por suerte, para asomarse a esos abismos, la literatura propicia construcciones apabullantes como esta.

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10 de abril de 2023
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A bailar con Sonia Pulido

Ellas ya hace rato que bailan o que están preparadas para empezar a hacerlo. No se sabe cuándo empezó la música ni cuándo puede acabar, ni si procede de ningún otro lugar que no sean sus propios cuerpos en movimiento. Movimientos y posturas que crean un ritmo coral, como los que le gustan a Sonia Pulido (Barcelona, 1973), un colectivo –que es un juego óptico y cromático– haciendo funcionar un engranaje que avanza hacia donde los acontecimientos, indefectiblemente, serán siempre lo mejor que pueden ser.

Afirmar que el universo de Sonia Pulido es una celebración del mundo nos acerca a uno de los tópicos de los cuales ella misma huye en su exigencia de buscar la representación más cargada de sentido, todavía capaz de sorprendernos. No se trata de una pretensión metafísica o espiritual, de caminar hacia grandes experiencias impresionistas ni epifanías. Desde su imaginación transformadora, sus ilustraciones para libros, prensa o carteles representan la carne, los cuerpos y la materia donde reside la vida. Las texturas de fondo, el aire y el cielo que se hacen visibles, así como los estampados de la ropa de las protagonistas, los rasgos faciales y las marcas de la piel son tratadas de la misma manera, depositarias de la memoria que es historia personal y colectiva. Afirma que los carteles deben ser un grito, porque en toda su obra hay una evidente mirada que quiere ser intervención política y social, especialmente dando visibilidad a la mujer. Como ella misma asegura: la acción colaborativa de los individuos representados –incluyo animales y objetos– son «marca de la casa».

Consciente de la tarea principal de una ilustración, y respetuosa con los textos o productos culturales que sus trabajos acompañan, los dibujos de Sonia Pulido no resultan nunca invasivos. Se trata de aportar su ritmo en la proyección de las imágenes para que el mensaje fluya más fácilmente. Contribuir al conjunto como lo hacen las mujeres de sus carteles al cruzar los brazos entre ellas para llegar más alto y conseguir la solidez de un tótem. O reflejando la inquietud oculta en la aparente placidez, unos remos que faltan en las manos de quien se había propuesto navegar en una mañana laborable rutilante: aquí el símbolo capaz de resumir un denso artículo de economía que alerta sobre los planes de jubilación. Aciertos como este en captar la poética de la cotidianidad le han convertido en una firma reclamada en publicaciones como The Wall Street Journal, The Boston Globe o The New Yorker.

El encargo de los carteles para la Fiesta Mayor de la Mercè de Barcelona de 2018 supuso un punto de inflexión en su trayectoria y en su práctica profesional. Los diferentes premios que recibió la campaña demostraron la firmeza de su paso adelante. Desde entonces, ha creado la imagen de citas culturales internacionales destacadas, como el Jarasum Jazz Festival de Corea, o la programación de la Central City Opera de Denver (Colorado, Estados Unidos).

Es necesario seguir avanzando, como los cuerpos y rostros desenvueltos creados por Pulido. Para la exposición que puede visitarse hasta el 6 de abril en Barcelona, en la Sala Teresa Pàmies, del Centro Cultural Urgell, ha escogido como título «Hey, Ho, Let’s Go», emblema de The Ramones. La misma actitud decidida está en su acercamiento a la Naturaleza. Los libros ilustrados de botánica y fauna han supuesto, últimamente, un reto para la ilustradora. Después de muchos años en los que ha contribuido de manera decisiva al auge del libro ilustrado y la novela gráfica en este país –en 2020 recibió el Premio Nacional de Ilustración–, dando forma a verdaderos tesoros, como Caza de conejos, en dueto con el genial escritor Mario Levrero, o Porque ella no lo pidió, con el siempre sorprendente y subyugante Enrique Vila-Matas, o la cubierta para el ensayo de Rebecca Solnit aparecido recientemente en Lumen, ¿De quién es esta historia?, llegan encargos internacionales que le acercan a la divulgación científica, que no reclama estrictamente una ilustración naturalista, pero sí rigor en la representación. La sorpresa, para ella y para nosotros, ha sido descubrir que la propia Naturaleza no es escasa en los juegos ópticos que la cautivan. Sólo se trata de saber mirar para darse cuenta de que la materia se dispone en texturas, colores y luces que quieren sumarse a la danza de la mirada celebratoria de Pulido. También la Naturaleza tiene su propia carga de historia, aunque no siempre es agradable.

Nada más lejos de la idealización. Se trata de acudir al humor y la ironía para asimilar la realidad en sus paradojas. No hay que «dar bola al monstruo, lo arrastro conmigo hacia delante», afirma. Tampoco es hedonismo, ni optimismo: desde una etapa de serenidad conquistada, hace aflorar la voluntad para tener ganas de pasarlo bien y bailar a pesar de todo. Asegura que durante una época tuvo que hacer grandes esfuerzos para no descodificar la realidad constantemente como si la tuviera que dibujar, como si fuera un borrador imperfecto que había que corregir –la cursiva la añado ahora–. Su curiosidad le impide alejarse demasiado de lo que sucede fuera de las propias obsesiones. Afortunadamente para quienes disfrutamos de su obra, no se ha propuesto crear un reino donde evadirse, sino facilitarnos el trayecto a un ritmo que es, sin duda, el mejor de los posibles.

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27 de febrero de 2023
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El universo en una canica y un grito

Una mujer a las puertas de la madurez, sobre un montículo de arena cerca de lo que fue su escuela de primaria, exclama –en un grito silencioso– que quiere dejar de tener nueve años. Que quiere abandonar de una vez por todas ese montículo que representó sus años de escolar. Otra mujer, de una edad aproximada, a quien le cuesta mucho más controlar su ansiedad, está sentada también sobre un montículo de tierra en un montaje teatral. Exclama, a su vez, mucho más explícitamente, antes de acabar masticando y tragando –ella, que confiesa tener una relación muy complicada con la comida– puñados de tierra y abono.

La primera escena corresponde a la novela Ojo de gato, de Margaret Atwood (Ottawa, 1939), que felizmente ha recuperado Salamandra en magnífica traducción de Victoria Alonso Blanco. La segunda escena se enmarca en el documental Angélica. Una tragedia, de Manuel Fernández Valdes, de 2017, que sigue los ensayos de una de las obras teatrales de Angélica Liddell (Figueras, 1966). El componente biográfico de las dos obras es más que evidente. Así como la exploración en la relación entre dolor y creación, la infancia como lastre y aquello de lo que queremos huir sin conocerlo, sin sospechar siquiera el nombre o la forma de lo que amenaza. El asesino silencioso. Nada de ello es una novedad. La novela de Atwood reconstruye la asfixiante infancia, la adolescencia y la juventud de la artista plástica canadiense Elaine Risley, que con frecuencia se ha leído como trasunto de la autora. El libro tiene más de tres décadas, y se podría decir que, si no lo es, merece ser considerado un clásico. Por su parte, Liddell es ya una dramaturga y escritora depositaria de un gran reconocimiento europeo. Sin embargo, el mensaje de ambas, cuando tanto, tan incansablemente y tan agobiantemente se ha hablado de feminismos, llega y sorprende por el impacto, la fuerza y la legitimidad de lo genuino.

En las dos obras hay mucho de autolesión. Sin pretensiones, y a veces sin espectadores, como cuando se baila en la oscuridad. Atwood y Liddell se autolesionan para sentir el cuerpo y explorar la tierra, con el tremendismo que corresponde a un cuerpo que se reivindica como el principio, el final y el único refugio posible de todo. Un cuerpo que recuerda la condición humana, en estos dos casos la femenina.

Primero el cuerpo como parte de la Naturaleza y de la existencia global de la que brota, y luego la creación. La creación como voz expresiva que emerge para consolidarse como un segundo cuerpo, cuando ya no sabemos qué es el alma: el otro espacio que es imprescindible para que pueda pasar el tiempo, haber movimiento y, por lo tanto, habitar. Para todo ello, es imprescindible la observancia de una férrea disciplina, porque incluso para abandonarse hay una serie de normas. El universo y la Naturaleza tienen sus leyes. Escribe Pavese en su diario –otro ejemplo de la relación entre dolor, creación y existencia– que lo que diferencia a los genios, a los creadores de verdad, es su capacidad para sentir el dolor, para utilizarlo y –ahí la distinción– trascenderlo. No dice que lo superen, sino que son capaces de seguir adelante, de hacer algo meritorio con él porque no se quedan atrapados en la herida. La cargan y la utilizan cuando conviene. En algún momento es necesario observarla desde fuera, como si perteneciera a otro. Gritar para que los sentimientos se materialicen y amplíen un paisaje que en algún momento deviene plural y compartido. Liddell y Atwood coinciden en enseñarnos que incluso a los bosques hay que cuidarlos disciplinadamente.

La Wendy de Peter Pan, que te hace creer que puedes conseguir todo lo que desees, en la obra de Liddell; una canica de ojo de gato que parece contener el mundo, en la novela de Atwood: son los símbolos o metáforas que funcionan como continentes que, como por arte de magia, se nos presentan repletos de lo nuestro. El no menos tópico efecto del espejo. Imágenes subyugantes que activan la memoria ajena por su autenticidad, por su vínculo con el cuerpo, la sangre y lo que duele, por su mirada atenta y valiente.

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15 de enero de 2023
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Pasiones indestructibles

Cuando Melania G. Mazzucco (Roma, 1966) se encuentra en estado de gracia, resulta una escritora sublime, virtuosa en transmitir los muchos caminos que pueden conducir al éxtasis. Lo estuvo en Vita, en Ella, tan amada y en La larga espera del ángel. En ellas reconstruyó momentos históricos o biografías de un modo que me atrevería a calificar de monumental: respectivamente, la historia de su familia, la biografía de la fascinante escritora suiza Annemarie Schwarzenbach y la vida de Tintoretto. Su copioso y minucioso trabajo para documentarse y estudiar aquello de lo que quiere escribir hasta conocerlo tan bien que cree llegado el momento de poder inventarlo –la expresión es suya, en su última novela– hace inevitable que el resultado sea grandioso. La desmesura de quien no ignora –que no es lo mismo que saber– que para encarnar una ínfima parte de la existencia es necesario incluir todo lo que se ha ido acumulando en el propio camino. No hay pasión, secreto, gesto o palabra que resulte baladí; de la misma manera que la historia también la protagonizan las proscritas, las que viven al margen, las enfermas, las poseídas y las desheredadas. Éstas últimas, más legitimadas que nadie, porque acaban siendo amas de todo lo que les ha sido negado, porque el deseo y la imaginación también son formas de existencia. Y, al final, cualquier existencia ha valido la pena para la Historia.

La grandeza de La arquitectriz, su última obra aparecida este otoño en Anagrama, reside en el hecho de que no es únicamente –aunque sí principalmente– la biografía de la primera mujer arquitecto. A través de los días de la artista Plautilla Bricci (1616-1705), pintora y arquitectriz, y las muchas vidas que los atraviesan, Mazzucco recrea el poder de los papas en el siglo XVII, especialmente los de Urbano VIII, Inocencio X y Alejandro VII, con sus intrigas, sus ejércitos y sus guerras en una Roma plagada de pintores buscavidas y pendencieros, ansiosos de vincular su nombre a la eternidad de la ciudad. Los talleres, las tabernas, los teatros y las academias aparecen como escenarios con frecuencia similares, entre los que circulan con la misma facilidad la magnanimidad y la miseria. De ahí la importancia de los símbolos, de las historias particulares que sirven para sintetizar todo un siglo de oro y de peste. Mazzucco lo hace mediante la pasión como gramática capaz de organizar y dar sentido a todo. La pasión de Plautilla Bricci por hacer algo meritorio con su vida y la del abad Elpidio Benedetti por formar parte de la corte papal. Sin saber si las respectivas condiciones empujan a las ambiciones, o si bien sucede lo contrario, lo más evidente es que ambos están condenados a una historia de amor secreta y negada, imposibilitada de cualquier descendencia ni trascendencia. Desahuciados de una sociedad que les impide ser quienes son, su venganza consistirá, precisamente, en dar lo mejor de ellos a la ciudad a la que pertenecen: Villa Benedetta, la otra gran protagonista de la novela, el edificio que es fruto de las intrigas, los secretos, la intimidad, la clandestinidad, en definitiva, la complicidad. La villa es el grito expresivo y la reafirmación de lo que no ha podido ser, el contraste entre la ausencia y la materia, como escribe Mazzucco. Conocida como el bajel por su forma, la construcción es el símbolo de muchas derrotas, incluida la de Leone Paladini, idealista aspirante a artista que, dos siglos después, como voluntario de la compañía Medici en defensa de la República Romana contra los franceses, asistirá a la demolición, casi piedra a piedra, del legado de Plautilla y Benedetti. Sin embargo, Mazzucco demuestra que hay pasiones imposibles, pero indestructibles.

La narración omnisciente y minuciosa de las vidas de los protagonistas y su entorno lleva a La arquitectriz de la riqueza de la novela histórica a la indagación psicológica tan característica de Mazzucco y tan efectiva en el momento de reflejar la naturaleza humana, aceptando la sensibilidad que hace frágiles y vulnerables, que transforma en cuerpos resecos en su negación a quienes asumen la responsabilidad de construir cada día un legado que tarde o temprano acaba por configurar un paisaje enorme.

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27 de diciembre de 2022
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La realidad lesionada de Daniel Morata

Ese punto de luz, que es un destello, y que aparece y desaparece, es la orilla. Es difícil calcular la distancia que nos separa de ella, pero sabemos que está. Y necesitamos dar por hecho que está siempre, aunque desconozcamos la fuente de la que surge. En la obra pictórica de Daniel Morata no hay luz, ni siquiera intermitente, pero la presencia de los destellos discontinuos me ha hecho pensar en los últimos trabajos del artista. Tal vez porque, entre lo más reciente, ha decidido cubrir el fondo del lienzo de colores oscuros, en ocasiones incluso negro. Alterna el fondo blanco del lienzo y del muro de su estudio con el negro para instalar sobre ellos fragmentos o retales de lienzos que había pintado antes. Es necesario subrayar el adverbio. El tiempo es una clave determinante en la última producción de Morata, si no es el tema principal de toda su obra.

Algunas de las múltiples teorías que con más o menos rigor científico, filosófico o espiritual han querido definir el tiempo, coinciden en describirlo como movimiento. En el estudiado equilibrio de muchas de las series de Morata –donde la retícula ha tenido una presencia estructural decisiva: la redundancia de conceptos está justificada en un artista que vuelve sobre lo dicho– se da un falso movimiento, o un leve desplazamiento que pretende camuflarse. A lo largo de los años, ha llenado sugerentes cuadernos de la agencia de viajes de su hermana, Dominique, como un cuaderno de bitácora continuo. Anotaciones de impresiones que llama aforismos gráficos, dibujos en los que libera el trazo para volver a una necesidad expresiva infantil. Ha viajado con asiduidad, pero no es difícil deducir que el suyo es un desplazamiento más imaginativo que físico.

En las composiciones de retales que le ocupan ahora, el movimiento es un equilibrio de la materia y el tiempo es un ejercicio de contención de la memoria. Ha rasgado y descuartizado los lienzos que realizó en un tiempo anterior, y no sólo para negarlos. No se trata de desdecirse de lo dicho en una trayectoria marcada por la coherencia, sino de dar un paso adelante que suponga una destilación de lo que se ha ido acumulando. Su rotunda afirmación «No pinto nada», que había de dar nombre a parte de su producción, efectivamente recuerda a Bartleby, pero –como ha demostrado magistralmente Enrique Vila-Matas en su última novela– se trata de trascender al escribiente. Más allá de ceder a la tentación de la inmovilidad, se produce un abandono explorador del territorio ambiguo y exiguo de lo que queda. Porque los restos cada vez son menos. Lo son si, como nos aconseja Rilke –recojo la cita del filósofo Joan Carles Mèlich– nos adelantamos a todas las despedidas y a todos los inviernos, también al invierno que está bajo todos los inviernos y es «tan infinitamente invierno que, si lo pasas, tu corazón resistirá».

Con los fragmentos que Morata rescata, realiza composiciones que considera bodegones. Presenta los restos de lo que fueron sus obras. Presentación de lo que quiso representar y que se ha transformado en un conjunto de signos sin significado. Fragmentos que son el último reducto de un ser: el germen que, paradójicamente, se encuentra al final. El artista nos señala una distinción que considera importante, entre la presentación y la representación. La presentación es el vano intento de mostrar lo que es, lo que el artista siente que existe; mientras que la representación sería –volviendo a la tópica afirmación de Klee–mostrar lo invisible. En otras palabras no menos usadas: encarnar lo imaginado. Sin embargo, las obras de Morata no son carne, son piel: piel agrietada, maltratada, cargada de memoria que, paradójicamente, quiere liberarse del bagaje que nos obliga a una construcción constante para dar con lo que se ha dado en llamar identidad –la plasticidad de la memoria de la que hablan los psicólogos y los neurocientíficos–. Este artista propone renunciar a todo el bagaje para llegar al vacío, al descanso, al silencio, al germen que a pesar de ser irreductible porque existe es minúsculo, falaz y azaroso.

La presentación de reductos que fueron cuadros compone una suerte de trampantojo de la materia. Trampantojo porque la realidad no puede encarnarse, ni siquiera con la más virtuosa de las figuraciones, y la expresión artística como la entiende Morata estará siempre condenada a representar una realidad lesionada, una materia que ya no sirve para construir, sino para testimoniar. Porque es consciente de que el paso siguiente es el de la degradación, se adelanta, como nos aconseja Rilke, a lo que tememos y hacia lo que tendemos inexorablemente, como si al avanzarnos pudiéramos asumir todo como sucedido y fuéramos capaces también de alcanzar la calma y el sosiego de la orilla, de la tierra firme.

No obstante, la renuncia a la representación no es del todo cierta. De nuevo el engaño del trampantojo o el juego del esquivo. Ahí está, también, el humor sutil y algo macabro de Morata. Porque los cuadros e instalaciones en que trabaja últimamente son, a pesar de todo, una presencia, y una presencia que renuncia también a su creación de espacio, ya que tampoco tienden a la escultura. No se crea espacio, sino que lo ocupa –en una pared, en un cartón– para, de nuevo, negarlo, como el silencio que se impone tras el pensamiento incesante y las palabras agotadoras propias de un mundo hiperconectado.

Y aunque son fragmentos, retales, restos y ruinas, merecen ser rescatados y coleccionados. Morata también quiere que veamos su trabajo como el gabinete del coleccionista. Esos recuerdos manipulados, precarios, inventados u olvidados conforman la colección que nuestro plástico cerebro presenta como nuestra identidad. El artista colecciona sus propias obras para constatar un conjunto o un camino realizado: el pasado no existe, solo quedan restos, unas ruinas que a la vez son anuncio de un futuro, piezas incompletas habitadas por un vacío que corresponde a lo que fue y a lo que debemos rellenar todavía, con la perspectiva del mismo éxito.

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19 de noviembre de 2022
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