Sònia Hernández
Una de las abundantes frases memorables y memorizables de la magnífica novela En memoria de la memoria, de María Stepánova sentencia que “el entusiasmo como estado de percepción de la realidad ha quedado degradado, se lo ha echado a la basura y se ha convertido en propiedad de diletantes y marginales”. Recortar la cita me recuerda otro libro: El arte del saber ligero, por el repaso que su autor, Xavier Nueno, hace de la historia del libro como objeto destinado a fijar y almacenar el conocimiento. Escribe sobre lectores con tijeras, del debate entre acumular libros o descuartizarlos para quedarnos únicamente con su esencia. El entusiasmo de descubrir un lugar común, en el sentido más originario y positivo de la expresión: algo que deberíamos de saber todos.
El entusiasmo altamente contagioso de Laura Fernández acerca, incluso a los más reacios, a las delicias ocultas de la literatura fantástica, de terror o de la ciencia-ficción. Quien es abducido por la arrolladora prosa y la ilimitada imaginación sobre las que se alzan su escritura se instala en lugares comunes fantásticos porque tras el extrañamiento del diletante llega el reconocimiento de lo más real y verdadero.
No se me ocurre una mejor maestra de ceremonias para un encuentro con la escritora rusa Anna Starobinets (Moscú, 1978) y los desvelamientos que se producen en sus cuentos. Laura Fernández demuestra su idoneidad en el prólogo a la edición de La glándula de Ícaro. El libro de las metamorfosis que Impedimenta publicó el último otoño, con traducción de Fernando Otero Macías. El libro apareció en su versión original en 2013, y llega ahora a nuestro país después del éxito en 2021 de Tienes que mirar.
Starobinets, conocida como la Stephen King rusa, parte de situaciones que podrían ser recortadas con tijeras de un día cualquiera de cualquier contemporáneo nuestro y reconstruye el contexto y los acontecimientos sobrenaturales que han conducido hasta la escena seleccionada. En la mayoría de casos se trata de advertencias, porque la autora recurre a las metáforas propias de la literatura de terror para señalar la amenaza que siempre supone un poder incontrolado, ya sea político, científico, religioso, económico, cultural e incluso afectivo-amoroso.
La ciencia-ficción advierte de los posibles efectos de ir contra la naturaleza. Las consecuencias de inducir a quien tenemos al lado a extirparse una glándula vital para salvar lo que ya desde el principio parecía insalvable pueden ser desoladores, como se ve en “La glándula de Ícaro”. Algo parecido sucede con una obsesión movida por una ambición desmesurada en “Sity”, en el que un escritor quedará encerrado en la ciudad a la que tanto ansiaba llegar y comprobará cómo, a veces, que se cumplan los sueños resulta un castigo insufrible.
Por mucha que sea la desesperación, tampoco puede llevarnos a buen puerto la decisión de someter el talento y el entusiasmo –de nuevo– a una organización que promete fama, glamur y dinero a cambio de nuestra vida y nuestra mirada de espectador. En “El Lazarillo” encontramos un talentoso guionista condenado a permanecer en las butacas de una sala de proyección porque no controla su cuerpo, más propiedad de la organización para la que ansiaba trabajar que suyo.
Los cuentos de Starobinets son inquietantes porque en lo descabellado siempre hay un destello muy reconocible que nos advierte de que todo puede ser posible si se entiende el símil o la máscara. Como la de Gregor Samsa, todas las metamorfosis de este volumen acaban resultando incómodamente familiares. La esperanza y la fatalidad tiran de los dos extremos de la cuerda bien tensa sobre la que camina el lector. En «El parásito», la inocencia, la belleza y la pureza están en manos de la Iglesia y la ciencia. Pueden salvarnos y sacarnos de nuestra inmundicia, pero a cambio de nuestro cuerpo y de nuestra identidad –por no decir alma–.
Parece irremediable que el poder de las grandes multinacionales y los magnates sea pronto absoluto y que encuentren la inmortalidad. No habrán conseguido acabar con el hambre, las guerras o el calentamiento global, pero habrán puesto al alcance de todo el mundo los viajes soñados, la juventud eterna y el entretenimiento absoluto. En los cuentos de Starobinets siempre hay muchos personajes que se ilusionan con el progreso. Con frecuencia, en esa presunta ingenuidad reside la ironía y el humor que rezuma de las narraciones. Si Stepánova –también nacida en Moscú– denunciaba que el entusiasmo es hoy materia de basurero, en las narraciones de Starobinets, la esperanza resulta grotesca. No parece haber más destino que el horror, por lo que se hace necesario seguir las narraciones con cautela y atención para detectar en qué momento –seguro que lo hay– ha quedado descuidada la posibilidad de redirigir la historia y salvarla con entusiasmo y conservarla como hacían los lectores con tijeras.