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La paz entre la basura en Angélica Liddell

Por 13 de diciembre de 2023 Sin comentarios

Sònia Hernández

Se pregunta Angélica Liddell (Figueres, 1966) “¿Por qué para encontrar la paz / nos adentramos en la maleza, / entre restos de basura?”, y se responde: “Porque las sendas, las sendas, / están cegadas por las zarzas.” Leyendo su libro de poemas más reciente, Los barcos hundidos que te visitan, publicado por La Uña Rota y al que pertenecen los versos citados, así como asistiendo a sus inquietantes espectáculos y superando el paroxismo que es capaz de provocar, se encuentran varias imágenes que –contra todo pronóstico– acaban por convencernos de que lo único que se puede hacer es continuar caminando por las sendas cegadas por las zarzas.

La enseñanza sería un camino muy trillado si no fuera porque, para transitarlo, antes la autora se ha hundido, se ha descuartizado, ha hecho estallar el mundo, nos ha salpicado con sangre y vísceras; en definitiva, se ha (y nos ha) humillado ante el dolor. Acepta lo obsceno que conlleva la exhibición del victimismo, que no es exactamente lo mismo que la condición de víctima. Parte desde la derrota innegable de los abandonados, maltratados y mutilados, como cuando arranca su espectáculo Vudú (3318) Blixen con una versión grotesca del Ne me quitte pas de Jacques Brel, sólo imaginable en una mujer muy desesperada y que ha perdido del todo la cordura. Su teatro y toda su producción se caracterizan por la voluntad de llevar al límite la violencia, sin ahorrar una gota de sangre. Y por conseguir hacerlo –más allá de la truculencia– con imágenes bellas, conmovedoras y reveladoras en el sentido menos cursi del adjetivo, si es que todavía puede encontrarse. Así es como se ha convertido en un referente del teatro europeo y una inspiración para muchos artistas de diferentes disciplinas. Entre otros muchos reconocimientos, en 2012 fue galardonada con el Premio Nacional de Literatura Dramática y con el León de Plata de la Bienal de Teatro de Venecia, y en 2017 se la nombró Chevalier de l’ordre des Arts et des Lettres por parte del ministerio de Cultura del gobierno francés.

Asegura que escribe para no disparar a nadie y para no descuartizar niños, y que no se suicida porque después no podría escribirlo. La escritura como forma de vida, la cultura como único espacio mental posible –simbólico y, por tanto, maleable– para habitar el mundo. De eso se trata, de ser capaz de enfrentarse al horror, de llegar al corazón de las tinieblas –son habituales sus referencias a Joseph Conrad–, y hacerlo mediante lo que llama “la crueldad resplandeciente del arte”. Su último libro de poemas está repleto de escenas cotidianas, porque “Nuestra fuerza se mide / por las veces que nos desnudamos al día”. En la intimidad y ante nosotros mismos no parece fácil cubrir las miserias del cuerpo, pero nos vestimos para presentarnos ante el otro, para salir a la calle, para ir a trabajar, para comprar el pan: ejercicios que requieren de un gran esfuerzo y pueden llegar a resultar una heroicidad. La sorpresa emerge cuando se comprueba que, a pesar de lo frágil y vulnerable que es la realidad, seguimos respirando, ya sea por azar, por suerte o por la existencia de seres superiores a los que al fin y al cabo sí parecemos importarles: “Te matará ser feliz”.

La presencia de la muerte es constante e inexorable, por lo que la mirada de Angélica Liddell no puede surgir sino desde el dolor y la rabia. Sin esquivar las consecuencias de la lucidez, el miedo ya no tiene sentido, tal vez porque lo siente desde siempre y por todo y lo ha tenido que superar constantemente: “Yo también puedo allanar los caminos cayendo”, “A veces llaman locura / a lo que simplemente es darse por vencido”. Afirma también que aspira a caminar sobre la locura como otros profetas lo hicieron sobre las aguas. Lo consigue. De la misma manera que logra que aceptemos que lo más bello –por ser lo más verdadero– es la representación de la inocencia ensangrentada, el ultraje del espejismo que parecía prometer la existencia. La única salvación se encuentra en el placer de lo que se desvanece en el momento de plenitud en que exactamente empieza a dejar de ser. En Vudú (3318) Blixen representa su funeral precisamente para alcanzar la belleza turbadora de lo que es y no es a la vez. Por eso Angélica Liddell muere constantemente, para alargar la belleza y el éxtasis.

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Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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