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Un raro entre fuegos de flores

Por 6 de agosto de 2023 agosto 18th, 2023 Sin comentarios

Detalle de la intervención de Sant Moix en la iglesia románica Sant Víctor de Saurí

Sònia Hernández

Se calificó como primera retrospectiva o antológica la amplia exposición que la Fundació Vila-Casas ha dedicado a la obra de Santi Moix (Barcelona, 1960). Sin embargo, él mismo rechaza esa categoría, aunque afirma que «está bien que se haga, son cosas que tienen que pasar, y estoy contento, y Enrique Juncosa, el comisario, ha estado exquisitamente perceptivo».

Prefiere decir que, con la exposición en Espais VolArt, pone el cierre al paréntesis que ha sido el período que marcaba el título, «Santi Moix. La costa dels mosquits. Una antològica (1998-2022)»: «Ya he hecho lo que podía y tenía que hacer con la pintura, la escultura y la cerámica, y me ha servido mucho. Pero ahora toca reflexionar para ver qué es lo que va a venir y cómo se va a desarrollar». Necesita adelantarse a imaginar cómo será la próxima floración o explosión de castillos artificiales que vendrá: «que tampoco será diferente, al final siempre hago lo mismo, sin alejarme de la Naturaleza, del lugar al que pertenezco».

Para este ejercicio predictivo, que es habitual en su proceso creativo, ha vuelto a la esencia del dibujo, al blanco y negro, en busca del nuevo lenguaje, o el nuevo código que ha ejercitado en los dibujos sobre la isla de Menorca realizados desde diferentes puntos de observación y que han podido verse en la galería Marlborough de Barcelona. Dice que dibuja como se escribe, para reflexionar, y cita a Klee para asegurar que el dibujo y la literatura tienen el mismo fondo.

Moix ha vivido el dibujo como un refugio desde la infancia. De la misma manera, vuelve a la tranquilidad del Pallars Sobirà o de la alicaída Barcelona –donde ha establecido también un estudio– desde la ciudad de Nueva York, en la que vive desde 1986, «porque para mí son importantes los pies tan grandes de la campesina de Miró, que la aposentan bien sobre su tierra, necesito saber de dónde soy».

Los viajes son una constante para él. El movimiento siempre ayuda a conocer mejor lo que tenemos cerca. Su obra ha sido exhibida con más frecuencia en Estados Unidos o Japón que en España. Al regresar a Barcelona, no puede evitar sentirse un pintor «más americano que español», en cuanto a «la eficacia, a la ejecución de las ideas y en intentar no quejarme», ante el desinterés de los artistas de aquí por lo que hacen los demás o el desprecio que cree generalizado por el dibujo y la pintura: «en Estados Unidos los galeristas no se preocupan por los medios que utilizas, si están de moda o no, lo que les interesa es si pueden hacer algo por defenderte y ayudarte a desarrollar tu obra». Un impulso decisivo para él fue la de su galerista y amigo Paul Kasmin, fallecido en 2020, y que le alentaba: «sé un raro, sigue siendo un raro».

Igualmente determinante fue el lote de papel que le dieron en Pace Gallery, recién llegado, para que mostrara lo que sabía hacer. De allí salieron formas oníricas, sobre o bajo el agua, supervivientes de tormentas e inundaciones, como él y sus dos hermanos sobrevivieron a las riadas del Vallès de 1962 en las que murieron sus padres. Pero eso sucedió en otra vida, o eso le han contado. Santi Moix volvió a nacer y tuvo otra familia y otra infancia. Y se fueron sucediendo las oportunidades ofrecidas por la Fortuna, que ha intentado no desaprovechar: con el dinero de los primeros cuadros que vendió se fue a Nueva York, en 2002 recibió la preciada beca Guggenheim y entre 2015 y 2018 llevó a cabo su apabullante intervención en la iglesia románica de Sant Víctor de Saurí, en el Pallars Sobirà, sacralizando su mundo de flores y fuegos de artificio. La exuberancia de los sueños y la imaginación envolviendo el silencio solitario de la meditación: «para mí fue un proyecto muy importante, pero sobre todo porque quería que cuando las personas entraran, se sintieran ensalzadas», comenta.

Entre los seres reales e inventados que copan las paredes del templo, no faltan los omnipresentes mosquitos, de los que asegura que «son un autorretrato». Animales que le fascinan y le fastidian en la misma medida, que imaginó o soñó en una noche de tormenta e inundaciones volando y zumbando por encima de las personas, despertándolas para que no fueran arrastradas por la corriente de la inundación. Eso es, exactamente, lo que le gustaría conseguir con su obra.

Su trabajo reclama una observación detenida, con el sosiego del asno cargado de cachivaches que nos ofrece la imagen de su grupa porque está a punto de marcharse después de haber visto lo necesario. En él también se ha retratado el artista, siempre a punto de desaparecer y abstraerse como lo hacía Huckleberry Finn, el solitario personaje creado por Mark Twain en el que ha encontrado un amigo y reflejo fiel: «los dos somos Moisés, dos outsiders que se han impuesto a la precariedad de sus orígenes, obligados a reinventarse para no ser engullidos por la uniformidad, siempre dejando una ventana abierta por la que escapar».

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Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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